Topografías de crueldad: Terror colonial y pueblos de indios
24 marzo, 2016
Juan Pablo Gómez
– Este artículo es parte de una investigación más amplia del registro y análisis que hace el pensamiento centroamericano de los usos del miedo en la historia de la región. Aquí me concentro en el caso de Guatemala y en el uso del miedo como estrategia política durante el régimen colonial. Para su documentación rescato los significativos aportes de Severo Martínez Peláez y Gustavo Palma.
Tanto en este artículo como en la investigación más general, el estudio del pensamiento centroamericano me permite elaborar los tres campos argumentativos de mi trabajo: 1) en la historia centroamericana, el miedo se ha utilizado como necropedagogía, esto es, estrategia disciplinaria y de enseñanza orientada a la administración de poblaciones y control de ciudadanías; 2) su uso responde al aseguramiento de órdenes políticos y económicos y, 3) sus efectos se manifiestan en la desestructuración corporal y psicosocial de las ciudadanías.
El régimen colonial fue una formación de terror fundacional en la historia centroamericana. En La Patria del criollo, Martínez Peláez afirma que la colonia fue ‘un régimen de terror para el indio’ (427). Producir miedo sobre la población indígena y tenerla permanentemente atemorizada, fue una manera de mantener sometida a una población mayoritaria. El régimen colonial utilizó el terror para producir y administrar el espacio predominantemente rural. En sus palabras, el terror era ejercido y sentido “en el apartado escenario de los pueblos” (Martínez 427) y, por tanto, en los cuerpos de quienes allí vivían. Importante es señalar que el terror no procedía de grandes ejércitos coloniales, sino de milicias integradas por civiles mayoritariamente criollos —a aunque es preciso decir que en las postrimerías de la colonia se formaron algunos batallones. Este dato es importante para aclarar que no se requieren estados con grandes ejércitos para practicar una cultura política del terror y recurrir al miedo como estrategia política, como ha sido el caso evidenciado en la historia reciente de los países centroamericanos.
Dos fueron las premisas sobre las cuales se estableció el terror colonial, a saber: 1) la existencia de “una población indígena aprisionada en un régimen económico que le cerraba toda posibilidad de superación”; 2) “darle a los indios únicamente aquellos elementos de cultura que fueran absolutamente indispensables para llevar adelante su explotación (Martínez Peláez 427). Ambas premisas nos informan de la sobrevivencia como horizonte de vida clave para el ejercicio de una política de terror. Los cálculos políticos estaban orientados a no permitir que la población contara con la posibilidad de tener una vida más allá de la sobrevivencia, por un lado, y por otro, a servirse económicamente de la población. Volveré sobre este punto más adelante.
A través de estas premisas, el terror colonial actuó de las tres formas siguientes: 1)“sofocando con rigor todas las manifestaciones de rebeldía individual”; 2) “manteniendo en un plano de autoridad local a una ‘nobleza’ indígena prehispánica—más dudosa conforme pasaba el tiempo—dándole oportunidad de extorsionar a la gente de su raza, y convirtiéndola de ese modo en vigilante directa o cómplice interesada en la opresión”. 3) “Y el tercer principio, que operaba asociado a los dos anteriores y que fue el más importante: una amplia y descarada tolerancia para los ultrajes al indio” (Martínez Peláez 428).
La ‘raza’ operó como un criterio diferenciador de las prácticas de terror. Estas prácticas funcionaban no solo en las relaciones entre criollos e indígenas, sino entre la propia población indígena. El lazo social se entabló, por tanto, en torno al menosprecio de la población indígena y su reducción a la base de la sociedad colonial. Como efecto, se creó un entramado de vigilancia del cual participó la misma población indígena. Tal y como dice Martínez Peláez, “constituirse en capataces de los indios era una manera de arrimarse a los criollos” (Martínez Peláez 428) y tratar de distinguirse de todos los adjetivos descalificativos que están desde estos años relacionados a la racialización de poblaciones.
Para Martínez Peláez, la necesidad de mantener en constante estado de miedo a las poblaciones indígenas era una estrategia de carácter político y de la cual se obtenían altos réditos económicos. El estado de miedo respondía a una inquietud característica de la política colonial: cuál es el modo más adecuado de gobernar a una población mayoritaria. La respuesta general que, a saber de Martínez Peláez, dio la sociedad colonial fue la del miedo como política pública dirigida a las poblaciones indígenas. El autor lo explica de la siguiente manera:
los constantes ultrajes, la crueldad excesiva con que se los castigaba por motivos fútiles, el trato humillante y ofensivo en todo momento, tenían su honda razón de ser en la gran desproporción numérica que había entre las minorías dominantes y la clase servil. Estas formas de trato respondían a la necesidad de tenerlo siempre atemorizado, de no dejarlo levantar la cabeza, de tenerlo convencido de que la menor rebeldía sería castigada en forma desmesurada, y de que el castigo podía venir no solo de la autoridad española o criolla, sino de muchas personas que gozaban de impunidad para golpearlo y que se sentían obligadas a vigilarlo. (Martínez Peláez 430)
Un ejemplo de cómo se practicó la política del miedo contra las poblaciones indígenas, durante la colonia, la encontramos en la crónica de Antonio Fuentes y Guzmán, cronista criollo, autor de La Recordación Florida (1690). Gran parte de la investigación de Martínez Peláez se sustenta en esta crónica y la misma nos permite conocer de primera mano cómo la mentalidad criolla se expresaba sobre su política del miedo. Fuentes y Guzmán ocupó el cargo de corregidor en dos ocasiones, y fue en la ejecución de tal cargo político administrativo que tuvo la oportunidad de practicar el sabio—saber cruel—principio de gobierno sobre la población indígena: mantenerlos ‘debajo del yugo’. Según Martínez Peláez, el corregidor representaba “la más alta personificación de la tiranía colonial” (Martínez Peláez 430). Los corregidores—también llamados alcaldes mayores—eran jefes políticos y tenían a su cargo la vigilancia y gobierno de los pueblos, así como también la supervisión de la producción agrícola y la tributación.
Otra fuente importante en que se apoya Martínez Peláez es el informe elaborado por el obispo Pedro Cortés y Larraz en 1770, conocido con el título de Descripción Geográfico Moral de la diócesis de Guatemala. Martínez Peláez, destaca los pasajes en que el obispo describe cómo los corregidores provocaban la huida de las poblaciones a la selva, así como también de la crueldad ejercida sobre los indígenas que morían atados a postes luego de ser azotados. Así, Cortés y Larraz es un testigo cuyo recuento de los tiempos le sirve a Martínez Peláez para documentar el terror colonial.
Si el corregidor fue la figura gubernamental que mejor representó el terror colonial, el pueblo de indios fue el principal espacio donde se ejerció. Apoyándome en Aquille Mbembe, puedo pensar que el pueblo de indios fue el núcleo del poder soberano. En sus palabras, ejercer la soberanía es ejercer control sobre la muerte y definir la vida como el despliegue y manifestación del poder (Mbembe 11-12). El pueblo de indios, por tanto, era un lugar de sujeción poblacional y, en consecuencia, ‘topografía de crueldad’ cuya consistencia humana era la siguiente:
Un pueblo era, ante todo, una concentración de familias indígenas sometidas a ciertas obligaciones, la primera de las cuales, requisito de las demás, era radicar en el pueblo y no ausentarse sino en los términos que la autoridad tenía ordenado o permitido. La autoridad aludida representaba a los grupos dominantes, español y criollo. La existencia en los pueblos estuvo presidida por la coerción; un pueblo era en cierto sentido una cárcel con régimen de municipio. Tenía que serlo, porque la finalidad de aquellas concentraciones radicaba en el propósito de obligar a los indios a realizar una serie de trabajos gratuitos o muy mal remunerados. (Martínez Peláez 370-371)
Este pasaje muestra la dimensión concentracionaria y carcelaria de los pueblos de indios; espacio sobre el cual el poder soberano se materializaba, regulando población, extrayendo y apropiándose de sus labores, y manteniendo a las familias en continua sobrevivencia. Eran los tiempos de las jornadas laborales los que regulaban las salidas y entradas de la gente del pueblo, “ritmados con toques de campana” provenientes de la iglesia. Como bien señala Gustavo Palma, los toques de campana destacan el rol de la iglesia católica en la cristalización del orden colonial y en la estructura espacial de los pueblos de indios (Palma 5, 6).
La apropiación del trabajo fue central para la viabilidad del orden colonial. El uso del miedo, en consecuencia, fue una estrategia política orientada a su aseguramiento, sobre todo si consideramos que la remuneración era inexistente o exigua. Leamos cómo el trabajo ocupa un lugar central en el dibujo que hace Palma del orden colonial:
Los repartimientos forzados de artículos suntuarios a los hombres y los algodones a las mujeres, las convocatorias semanales para cumplir con los mandamientos de trabajo dentro y afuera del pueblo, el conteo periódico de la cantidad de población viviendo al interior de éstos [los pueblos de indios], las recaudaciones periódicas de tributos y contribuciones, los llamados al toque de campanas para asistir a la catequización o a las misas dominicales, los ritmados ciclos litúrgicos periódicos, la confesión anual obligatoria; como también el cepo y los azotes, todos estos mecanismos condensaban y organizaban una forma de vida de la que difícilmente se podía escapar. (Palma 7)
Acerquémonos un poco más a los repartimientos forzados de algodón que les correspondían a las mujeres indígenas, de los que habla Palma, a través de lo que sobre ello menciona Martínez Peláez, y veámoslo como un ejemplo de la diariedad del miedo y su uso económico:
Compraban los corregidores, desde que tomaban posesión de su cargo grandes cantidades de algodón en fibra. Para transportarlo desde las plantaciones hasta la cabecera del corregimiento, enviaban indios que tenían animales de carga, a quienes les pagaban mucho menos de lo que era habitual por esos trabajos de transporte. Almacenado el algodón, hacían cuatro repartos al año, los cuales consistían en distribuir dicho material en todas las casas de los pueblos, para que las indias lo devolvieran convertido en hilo. Esta distribución tenían que hacerla los alcaldes de los pueblos. […] Algunos corregidores, en algunos pueblos, exigían este trabajo completamente sin paga. Lo corriente fue una paga forzada muy baja. […] lo prueba el hecho de que a todas había que mantenerlas aterrorizadas para que cumplieran con las entregas de hilo, y que el azotarlas por retraso fuera tan frecuente y necesario allí donde recibían paga como en donde no la recibían. (Martínez Peláez 436)
Aunque el pasaje habla por sí mismo, vale la pena destacar cómo el miedo servía como estrategia de persuasión para el cumplimiento de las labores forzadas y no asalariadas. Subrayo también la naturaleza pública, correctiva y ejemplarizante de los azotes para quienes incumplieran los trabajos. Llama la atención que hilar era una labor de la cual las mujeres no obtenían beneficio alguno, ni para ellas como trabajadoras, ni para su comunidad. Por eso, antes hablé de apropiación total del trabajo y sus productos. Sin embargo, el incumplimiento sí acarreaba castigos y represalias.
Hasta aquí hemos visto la violencia y el miedo manifestándose sobre cuerpos racializados. Sin embargo, el cuadro sociocultural del miedo fue mucho más amplio. En su estudio sobre la mentalidad criolla, Martínez Peláez afirma que en La Recordación Florida encontramos los primeros esbozos de una idea de patria. A su parecer, tal construcción mental es la patria del criollo como producto ideológico de la lucha de los criollos contra la corona. La patria es recibida simbólicamente como herencia de conquista (Martínez Peláez 33). En este imaginario de patria, las poblaciones indígenas son consideradas como un elemento más del patrimonio, similar a la tierra y sus frutos.
Del imaginario de la legitimidad de este patrimonio recibido y heredado surge el miedo a perderlo; un “miedo abyecto a carecer” como dijeron Gilles Deleuze y Felix Guattari (34). La patria del criollo debe ser protegida de toda amenaza, real o incluso imaginaria. El miedo latente de perder este patrimonio es lo único que nos puede explicar el ‘recurso del miedo’, como llamó Carlos Figueroa a la cultura del terror que ha predominado en la historia de Guatemala.
El ‘miedo abyecto a carecer’ explica la política poblacional elegida, y aporta, también, a la comprensión del poder soberano. Martínez Peláez lo sintetiza de una forma inmejorable cuando afirma que, “el criollo no quiere que se acaben los indios” (Martínez Peláez 190). Mbembe habla del poder soberano como aquel que decide sobre la vida y la muerte, algo que también noto en la regulación de la vida de las poblaciones indígenas guatemaltecas. Sus vidas estaban al servicio de un proyecto económico y político que contaba con sus propios agentes—como los corregidores—y espacialidades, como el pueblo de indios. El uso del miedo respondía a asegurar que este cuadro político no cambiase y que la población indígena no se saliera del rol productivo en el que estaba siendo posicionada.
Recapitulo tres cosas importantes hasta aquí. La primera es la documentación del orden colonial que realiza el pensamiento crítico guatemalteco. Martínez Peláez conceptualiza la colonia como un régimen de terror para las poblaciones indígenas. Y Palma, por su parte, como un orden productor de “sujetos sometidos y atemorizados” (Palma 8). Segundo, que el terror era ejecutado por autoridades concretas, como los corregidores, aunque también era practicado y permitido en base a una especie de consenso en torno a la necesidad del sometimiento de la ‘raza indígena’. Tercero, una topografía de crueldad: el pueblo de indios. Como hemos visto, la administración de poblaciones a través de medidas de terror y miedo sirvió a la consecución de fines políticos y económicos.
Bibliografía
AVANCSO. Aproximación a los imaginarios sobre organización campesina en Guatemala. Ensayos sobre su construcción histórica. Guatemala: AVANCSO, 2007.
AVANCSO. Glosas nuevas sobre la misma guerra. Rebelión campesina, poder pastoral y genocidio en Guatemala. AVANCSO: Guatemala, 2009.
AVANCSO. Orden finca y rebeldía campesina. El caso de la finca colectiva La Florida. Guatemala: AVANCSO, 2012.
Deleuze, Gilles; Guattari, Felix. El Antiedipo. Barcelona: Editorial Paidós, 1985.
Figueroa-Ibarra, Carlos. El recurso del miedo. Estado y terror en Guatemala. Guatemala: Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”, BUAP / F&G Editores, 2011.
Martínez Peláez, Severo.La patria del criollo.Ensayo de interpretación de la realidad colonial guatemalteca. México: Fondo de cultura económica, 1998.
Mbembe, Achille. “Necropolitics,”. Public Culture 15 (1) (2003)11-40.
Licenciado en Ciencias Jurídicas por la Universidad Centroamericana (UCA) y Maestría en Ciencias Sociales por el Programa Centroamericano de Postgrado de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO).
Actualmente es investigador y profesor del Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica, Universidad Centroamericana (IHNCA-UCA).