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La Ciudad de los minotauros

16 mayo, 2016

Carol Zardetto

– Narrada con pericia, Carol Zardetto nos propone una compleja novela con un toque cosmopolita y multicultural. Se trata de una historia de desamor impresionante, conmovedora y dura. De manera sorprendente, la Guatemala más profunda surge allí, en medio de la gran metrópolis, como una reflexión de lo que significa ser contemporáneo.


 

Nueva York es, como todas las grandes ciudades, un carrusel. Unos suben y otros bajan, aportando y llevándose consigo un desfile de fantasmas. Yo llegué un primero de septiembre trayendo al hombro la cultura cual pesado fardo. Sin embargo, me sentía un feliz exiliado. Había cortado con los lazos que me aprisionaban, con el peso de las responsa­bilidades, en fin, que se entiende: con lo que hasta hoy yo llamaba “mi vida”.

Mi mirada quedó atrapada no por los monumentales rascacielos o los brillos de una ciudad fulgurante, sino por la prodigalidad de las calles que proyectaban, como una ci­nematografía insaciable, imágenes de mujeres. Un bosque de muslos rosados, miel y canela las recorrían con la energía de una corriente. El leve equilibrio de los pies desnudos sometidos apenas a las breves sandalias, último grito de la moda del persistente verano, originó un golpe de deseo, anuncio de que un recóndito entusiasmo estaba todavía vivo. Sentirse vivo: no recordaba lo que significa.

La ciudad me abría las páginas de su enigmático libro. Y yo sentía crecer dentro una oleada de gozo: viviría en la infinita Babilonia, en la confluencia de todos los ríos de pensamiento, del arte, de las finanzas, estaría sumido en la mecánica misma del movimiento; esa dinámica interna que mueve los hilos de lo humano y cuya privación total nos haría perecer bajo el peso del sin sentido.

Aparte, podría finalmente escribir. No como un asunto marginal, no como un entretenimiento de fines de semana. Crear un guión de cine sería mi principal actividad por los si­guientes meses. ¿Podría haber imaginado una gloria parecida?

Después de varias vueltas alrededor de las mismas cua­dras, el auto frenó de repente frente a un edificio descuida­do, vestido de grafiti. No era el más hermoso de la 13 Calle del East Village. Tampoco me agradó la fila de basureros que guardaban su portada desteñida.

La nueva realidad empezaba a configurarse. Del sueño inefable de lo que sería mi nueva vida en NY, se desprendía ya la primera estrella: el apartamento que había alquilado sería sin duda feo y, con muchas probabilidades, también sucio. Un hoyo lleno de cucarachas.

Pagué el taxi y me sentí como un huérfano, parado en la calle con mi equipaje, casi una hora antes de la cita con Toni Lacrosse, su dueño, con quien lo compartiría. La decisión había sido difícil acostumbrado como estaba a vivir solo, pero los precios astronómicos de los alquileres en Manhattan terminaron por convencerme; aquí no podía pagar un apar­tamento para mí solo y menos aún, uno que estuviera cerca de Union Square, sede de la Escuela de Cine a donde me encaminaría cada día durante los próximos meses.

Cuarenta y cinco minutos de espera y un par de cigarri­llos que me supieron mal, pues me sentía nervioso, se convir­tieron en la forzada antesala de mi recién estrenada historia.

Pertinente es anotar que su estado de nervios tenía mucho que ver con el acoso de los aeropuertos. Verse obli­gado a presenciar cómo las personas se quitaban dócilmen­te zapatos, cinturones, chaquetas, bajo la presión del mie­do a imaginarios terroristas… ¿Retorno del fascismo?

Entonces, se me acercó una rubia huesuda frisando los cincuenta. “¿Es usted Felipe Martínez?”, dijo en inglés y con marcado acento sureño.

Sorprendido por su abordaje, contesté torpemente que sí, como si dudara de mi propia identidad, pero en efecto, yo era Felipe Martínez. ¿Y quién era la rubia?

“Toni Lacrosse”,  contestó ella a mi elucubración men­tal. Yo tardé en responder, pues una melcochosa turbación hacía que mis pensamientos se revolvieran lentos.

Toni Lacrosse, era un nombre masculino… ¿no? Mi compañero de apartamento era un hombre, ¿no?

Mientras arrastraba sudando el pesado equipaje por las estrechas escaleras  (había que subir con ellas la bicoca de tres pisos), mi mente no dejaba de golpearme con toda suer­te de maldiciones. Con infinito malhumor me preguntaba por qué esta circunstancia no había quedado clara en el in­tercambio de correos con la dama. Debió decírmelo. A cual­quiera le resulta obvia la incomodidad básica que implica para un hombre compartir apartamento con una mujer que no conoce, ¡sobre todo sin previo aviso!  Sobre todo si, qui­zá, no quiera compartir con ella ni siquiera una taza de café. ¿Se  puede obviar la sexualidad y sus implicaciones?

Pero la magia del internet era precisamente ésa: no sa­ber nunca con quién se habla. Comunicarse desvestido de todas las etiquetas. La comunicación adquiere una asepsia que no es humana. Más allá de las correcciones políticas, los humanos nos clasificamos siempre. Una de las calificaciones primordiales es  la sexual.

Yo tendría que haber sabido de antemano que Toni La­crosse era una mujer. No vine hasta NY a complicarme con una señora al borde de la menopausia.

Tú también eres un cincuentón, ¿no? Piensas  (con ese cerebro masculino que tienes) que, en una mujer, la edad es un pecado que no tiene redención.

En fin, era demasiado tarde para lamentaciones.

ciudad-de-los-minotaurosPor ahora, el principal reto era llevar las condenadas maletas, sobrecargadas de mil objetos que en este momento me parecían inútiles, por tres tramos de estrechas escaleras, actividad sobrehumana para un tipo como yo que no está hecho para las heroicidades físicas.

Toni abrió con sus largas manos los cerrojos de una puerta descuidada. Bañado en sudor, entré con mucha con­fusión y torpeza mis tres piezas de equipaje. El apartamento era idéntico a muchos en esta ciudad abigarrada: tenía un solo dormitorio. El resto se amontonaba en otra estancia donde cabían, a duras penas, un sofá cama (que a esta hora del día, todavía estaba revuelto), un gavetero con un televisor encima, un armario, una librera,  una minúscula mesa con dos sillas, una diminuta cocina y, para mi verdadera agonía, la puerta de lo que presumí sería el baño, inalcanzable, si no me aventuraba a campo traviesa toda la habitación.

Así que, ésta era la realidad: un territorio sin fronteras. Tendría un pequeño espacio de privacidad, circunscrito a una habitación. Me vería forzado a salir de ella por las ur­gencias de mis esfínteres. Atravesaría a mansalva  t—o–­d—a— la otra estancia hasta alcanzar la puerta del baño. Tendría que cuidar los ruidos y olores de mis incursiones y, hasta la vestimenta. El arreglo presagiaba una detestable promiscuidad.

Por supuesto, quedaba fuera de toda consideración an­dar por allí en cueros… Felipe andaba en su casa (casi siem­pre) desnudo. ¿Tendría que comprar una pijama? Él no podía recordar cuándo fue la última vez que tuvo una.

Toni advirtió mi incomodidad y se disculpó vagamen­te. Dijo que no estaba nunca en casa, que no cocinaba allí, así que la cocina sería toda mía y que, para el uso del cuarto de baño, ella prefería las duchas nocturnas. Así que, si yo era un day person (cuestión que nunca me había preguntado seriamente), no habría ninguna dificultad. Sin embargo, el privilegio de poder darme con tranquilidad una ducha por la mañana me pareció una concesión  que demostraba la buena voluntad de mi compañera.

Entré a mi habitación y cerré la puerta, queriendo que la única frontera entre su vida y la mía fuese contundente. La habitación era amplia, con dos grandes ventanas que daban a un laberinto de paredes. Estrechísimos corredores entre mura­llas de ladrillo, donde se abrían aquí y allá más ventanas a las que asomaban las anónimas vidas de otras casas. Dos gatos reposaban cada uno en su balcón, perturbados de repente por un puñado de palomas que, aleteando nerviosamente, se acer­caban a hurgar con sus ojillos rojos si había restos de comida.

Las escaleras exteriores bajaban a todo lo largo de los edificios. En estos pasillos podía llevarse una vida paralela de cuya existencia atestiguaban tiestos de plantas, zapatos de invierno, cajas, y hasta una que otra silla apostada en los mínimos balcones que servirían a algún bohemio para res­pirar el aire encajonado de este laberinto de cemento.

Imaginé que era el escenario ideal para que un saxofo­nista ejercitara sus improvisaciones de jazz en horas de la madrugada, lugar común, del cual me arrepentí de inme­diato, pues no quería manchar mi experiencia con macha­cadas expectativas.

En otras circunstancias, me habría dado una ducha y tendido en la cama por un par de horas para saborear mi victoria sobre el destino que, hasta hace algunos meses, me parecía implacable. Pero las cosas no eran como las constru­yeron mis sueños: Toni estaba en la otra habitación y, por ello, me urgía salir y encontrar mi ansiada privacidad en la calle, donde el seguro anonimato aliviaría la repentina timi­dez que me avasallaba.

Salí del apartamento mascullando dos o tres frases que pretendieron, no sé si con éxito, explicar mi salida, aunque una voz interna me aseguraba, que no tenía ninguna obliga­ción de hacerlo.

Cerré la puerta y me sentí liberado de un peso recién adquirido, yo que no quería peso alguno. Corrí escaleras abajo. Me vi en la calle, la bocanada de aire cálido que gol­peó mi rostro me hizo sentir contento otra vez y, con ello, me atacó un hambre feroz.

Sentir hambre en NY es maravilloso si uno tiene dinero. Por ahora,  el que había traído estaba intacto. Así que estaba a disposición de mi paladar el más completo menú de esco­gencias: un restaurante chino que ofrecía dim sum todo el día. Más allá, una taberna irlandesa, dos o tres restaurantes italia­nos en menos de dos cuadras, diez clases distintas de blinchiks en el polaco… Estaba a punto de perder el apetito sometido a la agonía de la indecisión, cuando vi a través de la ventana del centésimo lugar, el mostrador donde servían una dorada cerveza. Pude distinguir la marca: Samuel Adams… Esa cer­veza me gustaba mucho y, en mis contadas visitas a Estados Unidos, la tomaba siempre. Eso decidía todo: mi gula exigía una helada Samuel Adams, servida directamente del draft. Una cerveza helada, mejillones frescos y un filete de atún tér­mino medio. El festín de mi primera noche en Manhattan.

Al terminar de comer, me lancé a las calles para caminar un rato, poniendo como meta el sombrerito tailandés del Chysler Building, idea que surgió al verlo aparecer cuando crucé. No sabía que estaba alrededor de la 42, lo cual me aseguraba una treintena de cuadras de travesía en línea rec­ta. Mi voraz curiosidad se comió las cuadras igual que el menú de la cena: con entero deleite, sintiéndome parte del vaivén imparable de esta ciudad que el cliché ha bautizado como la que nunca duerme.

Sin propósito alguno, vagué hasta casi la medianoche.

Movimiento, movimiento, movimiento… Los ríos de transeúntes danzaban al ritmo que imponían los semáforos. El tráfico añadía los efectos de luminotecnia sobre la monumen­tal coreografía líquida. Todos simulaban ir a un destino cierto. Si alguno ralentizaba la marcha, otros pasaban a su costado con prisa, enervados por la ruptura del vertiginoso ritmo.

Los escaparates parecían un caleidoscopio de la cultura humana. Todo estaba a la venta: enormes budas de bronce, largas máscaras rituales africanas, cuadros renacentistas, fo­tografías. Todo estaba a la venta: sacralidad, arte, culturas milenarias… Un golpe de tarjeta Visa y pasarían a ser parte del life style de algún recién emergido yuppie, de algún ído­lo de la canción, de algún actor de moda en Hollywood.

En este tránsito de mercaderes las cosas perderían su valor representativo y con ello, su magia. Añadirían lustre a un contexto artificial y, pronto, no serían sino bagazos don-de depositar el polvo. Elementos que sumarían insipidez e indiferencia al vacío existencial de una sociedad… obesa.

Imágenes de aquel documental de Resnais sobre las esculturas africanas pasaron por mi mente. Para quienes las hacían no eran representaciones, como la cultura occidental imaginaba. Eran oraciones. ¿Cómo poseer eso que no enten­demos por el nebuloso hecho que significa comprarlo?

La gente entraba y salía de restaurantes y almacenes. Cerca de las doce, yo mismo me acercaba a la puerta del inmenso local de Virgin Megastore. En su fachada, un enor­me calendario, muy kitsch, hecho con focos luminosos, ti­tilaba. En su neurótico afán, anunciaba, a cada segundo, el día y la hora: 1 de septiembre, 11:45:01, 1 de septiembre 11:45:02, 1 de septiembre…

El esperpento me cautivó de inmediato: era un corazón que con su ansioso palpitar se afanaba por hacerme ver lo que yo sabía bien, pero elegía no atender: el tiempo se escu­rre y anuncia ya una pérdida. Este primer día en NY, presa­giaba aquel otro en que la experiencia llegaría a su fin. Fas­cinado, observé cómo aquel armatoste marcaba el agotamiento inexorable de las cosas. La incomprensible fi­nitud. ¿Habría sido mejor no venir? ¿Dejarlo todo en estado de posibilidad? Al menos, la posibilidad no se contamina. La corporeidad y la experiencia, son las que terminan engu­sanadas dentro de un ataúd. Agotadas a fuerza de vivirlas (no importando qué signifique eso: vivirlas).

Espanté las negras mariposas de mi cabeza y entré al vasto almacén.

¿Qué haríamos con nuestros pesados pensamientos sin los vastos almacenes?

Me dirigí de inmediato al sector que más me gustaba: World music. Salif Keita, Bethoba Obas, Radio Tarifa, mi gula no tenía freno. Después, me aventuré a buscar los com­pactos que me habían encargado: Manu Chao, Buda Bar, un concierto en vivo de Pink Floyd que mi hijo recomenda­ba a sus compañeros para tripear, lo cual me hacía sentir supremamente orgulloso.

En el sector de música clásica, mientras hurgaba entre cientos de CDs buscando un buen concierto de cello (quería iniciar mi educación musical en un instrumento sin duda interesante), se me acercó un muchacho, empleado del lu­gar. No tenía más de veinticinco años, indígena peruano, becado en la Universidad de Nueva York. Me dio una cáte­dra. Con su ayuda escogí una maravillosa sinfonía: El sueño de Gerontio. En su portada,  Elgar, el compositor, había in­troducido una cita:

Esto es lo mejor de mí; en cuanto al resto, comí, bebí y dormí, amé y odié, como cualquiera

Siempre me sentía avasallado por la misma pesadilla: que la vida saliera por la puerta trasera, sin dejar algo que atestiguara sobre mi existencia. Plasmar lo mejor de mí… hasta ahora nunca había sabido cómo.

“Pruebe a escuchar también éste…” y me entregó Pie­rrot lunaire. “Es de Shoenberg. Lo compuso antes de la Pri­mera Gran Guerra” –me explicó el frágil jovencito que pa­recía un impúber– cada época tiene una obra artística que es preciso confrontar. Pruebe a escucharla”.

Me aislé del entorno usando los audífonos que el joven me había entregado. La extraña música me llevó de inmedia­to al arte de vanguardia. Era surreal. La música le hablaba a mi inconsciente más que a mi hambrienta razón. Los versos en alemán no me decían nada. Pero la voz oscilante los iba soltando sobre las notas como gotas de  lluvia sobre un lecho de agua y allí tenían el mismo efecto dramático e irruptor.

El vino que sólo los ojos pueden beber
vierte en oleadas, tiempos nocturnos desde la luna.
Y su marea de primavera inunda,
la callada taza donde reposa el horizonte…

Leí las palabras del folleto traducido a diversos idiomas. Eran embriagadoras y movían cosas dentro de mí. La expe­riencia me lanzaba a las madejas intrincadas del recuerdo. El vacío de los años setenta. Estaba de moda el individualismo y hacíamos nuestra la filosofía existencial europea. Leíamos a Sartre, a Hermann Hesse. Teníamos un pequeño grupo de teatro que interpretaba a Bertolt Brecht, Beckett y otros. Éramos herederos de la generación beat con Kerouac y Ginsberg. Nos enorgullecía sobremanera pertenecer al mo­vimiento hippie. Sumidos en el adormecimiento que nos concedían las drogas y en un intelectualismo diletante, vi­víamos como sobrevivientes de un invierno nuclear… Abrigados por nuestras pequeñas seguridades, nos gustaba imaginarnos exiliados de la esperanza, sin ninguna costa que alcanzar.

Pero, solamente éramos jóvenes. Pensar que la vida era un inmenso absurdo no tenía ningún peso, ningún dolor. Era más bien un alivio. Mientras tanto, afuera de nuestro capullo, golpeaba la Guerra Fría. Sobre todo a mi país. A mi país lo golpeaba sin misericordia.

Sigilosa, su conciencia se aparta hoy de un recuerdo perverso (le sucede igual cada vez que este recuerdo se acerca).

Pero en algún lugar escondido de su memoria, las imá­ genes siguen corriendo como una cinta cinematográfica que no se puede parar: las dependientas de la panadería con su mueca de susto. Manuel, su amigo del alma, su her-mano, con el cuerpo deshecho a metralla en los brazos de los policías judiciales. Sus pies trastumban a cada escalón, la gente se pone de pie al verlo… él sonríe, parece que no siente el abrazo de aquellos ángeles burdos.

Aquella tarde, él podía haber estado allí en la refriega con su amigo. Había llegado para eso: para participar. Se arrepintió y nunca entró al local donde recibirían armamen­to. Tampoco se decidió a largarse. Vagó por las calles inde­ciso, hasta que los judiciales asaltaron el lugar. Manuel y los otros resistieron con heroísmo. Cuando Felipe llegó, todo había pasado. Sacaban ya a los heridos y a los muertos. Sin­tió rabia. Quería lanzarse contra los policías y arrebatarles a su amigo de las manos.  Pero… no se movió.

Felipe no era de los que se involucran. Sus compañeros se unieron al movimiento revolucionario. Supo de los desa­parecidos, de los muertos. Conoció toda la barbarie, pero intelectualizó todo hasta el punto en que tomar partido perdió sentido. Siempre le quedó la duda de que el ejercicio de tanto raciocinio escondiera la simple y llana defensa de su vida, de su seguridad. Tenía derecho. O… ¿no?

El Dios terrible que lo había llamado a quebrar su torre de aislamiento aquella tarde, cuando la escena de Manuel lo convocó a arriesgar todo en un acto espontáneo de rabia y humanidad y al que eligió no escuchar, volvería para ven­garse y haría de la seguridad que había defendido, una in­tangible prisión.

Dolorosas lujurias,  sorprendentes y dulces,
flotan sin medida a través del filtro entusiasta.
El vino que sólo los ojos pueden beber,
vierte tiempos oscuros en oleadas desde la luna…

El universo musical que me rodeaba, me hizo sentir repentinamente agotado y con un pesado hartazgo. Aban­doné la torre de CDs que había escogido, excepto Pierrot lunaire. Emprendí con gran esfuerzo el camino de regreso al apartamento. Era ya casi la una.

Ya en la calle, unas rubias reían con estrépito.  Una de ellas me pareció atractiva en grado superlativo. Sentí el im­pulso de seguirla. Un par de cuadras más adelante, bajaron por la oscura escalera de un bar subterráneo.

El recinto estaba oscuro. Tocaban una música muy es­timulante que, de primera impresión, me pareció oriental. Las rubias se quedaron en la barra donde conversaban con algún conocido. Dos tragos más tarde, me encontraba pre­guntándole a la que me había gustado, la más cajonera de las preguntas: “¿Eres de Nueva York?”a lo cual ella contestó que no. Era rusa y su acento era terrible. Por cierto, el bar también era ruso, y ahora la música era inequívocamente eslava. La gente, con el ánimo ya muy ligero por el licor, empezaba a bailar en un círculo estrecho a donde la rubia quiso llevarme. Me negué cortésmente, alegando mi deseo de conocerla mejor. La invité a otro vodka, que ahora ser­vían con generosidad en vasitos que muchos quebraban contra el piso. ¿Estarían incluidos en la cuenta?

Los gestos de la chica, especialmente ciertas caricias, me insinuaron que este encuentro no sería inocente. Su terrible acento y mi decadente lucidez,  impedían articular la pregun­ta adecuada para ahorrar trámites y llevarla directo a la cama.

Su cuello era muy blanco y se hundía en unos senos tersos que me tenían paralizado. Atiné a pasar mi mano so­bre su brazo, increíblemente  neumático, la hice subir por detrás de su nuca y acerqué a mis labios su boca suave y húmeda. Me entusiasmaba la poca cantidad de palabras con sentido que dos seres tienen que intercambiar para iniciar el camino del sexo. Cuando terminamos un beso largo y golo­so, ella me miró con sus enormes ojos grises. Dijo que serían doscientos dólares por toda la noche, yo pagaba el hotel. Un cubetazo de agua fría me cayó encima. Le dije que no, pero no se conformaba: me describía todos los servicios que po­día darme por precios más módicos. Al fin, ya cansada de mi renuencia, dijo que por cincuenta podíamos ir al baño…

Dentro de mi cabeza llena de telarañas, aparecieron las típicas escenas del cine americano: la pareja que se escabulle al baño, una penetración rápida, llena de urgencia bestial… Siempre me parecieron ridículas. Una puesta en escena.

Empecé a reírme y no podía parar. “Es demasiado peque­ño”, le decía yo a la rubia con palabras entrecortadas por la risa. Ella me mal entendía que yo la tenía demasiado pequeña y pensaba que mi preocupación era no satisfacerla; trataba de decirme que el tamaño no importa, lo cual me hacía reír con más brillo y parecía que no podría parar nunca.

Desde el fondo de mi ser, quería decirle que tener sexo en el baño de un bar con una prostituta era demasiado pe­queño. Que había maneras de fornicar espléndidas y que, quizá, nos merecíamos una cogida grandiosa… Pero mi bo­rrachera y nuestro poco vocabulario en común nunca hu­biesen podido hacerle entender este melindre.

Un melindre estético. Enteramente estético. Cada vez me resultaba más difícil  soportar la fealdad.

Pasadas las tres y ciertamente ebrio, asumí que me en­contraba cerca del apartamento. Hubiera preferido no en­trar. Un súbito malestar en el  hígado me traía el recuerdo de mi incomodidad con la señora y me prometí buscar una solución al día siguiente. Ahora tendría que afrontar el lle­gar a deshoras, despertarla de su santo sueño con el siempre preocupante ruido de una llave que gira en la cerradura, angustiarla con mi sombra avanzando en las tinieblas.

Estas elucubraciones me hicieron vacilar frente a la puerta, pero no tenía opción. Decidí obrar con decisión, afe­rrándome a la convicción de que estaba en todo mi derecho.

Di vuelta al cerrojo. Entré sin consideración por el rui­do que hacían mis zapatos sobre el piso de madera. Crucé el corto trecho, sin ver más que la puerta de mi dormitorio (no quería ser indiscreto y husmear a la dama dormida). Sin embargo, al encender la luz de mi cuarto, no pude evitar voltear a ver hacia su cama. Había un supremo desorden pero… ella brillaba por su ausencia.

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