Ricardo Piglia, Sergio Ramírez y Caridad Plaza
Ricardo Piglia, Sergio Ramírez y Caridad Plaza

Diálogo de la Lengua: Ricardo Piglia y Sergio Ramírez en diálogo con Caridad Plaza

20 julio, 2016

Mano a mano realizado en la Casa de América, entre los novelistas Ricardo Piglia y Sergio Ramírez sobre la importancia del cuento, el poder, el exilio y el placer de la charla literaria.

Caridad Plaza – Vosotros sois novelistas y también escritores de cuentos. ¿Por qué hay, tradicionalmente, tan buenos cuentistas en América Latina y son tan escasos en España?

Sergio Ramírez.- Tal vez porque estamos más ligados a la literatura anglosajona, que es la gran patrocinadora de la narración corta. En mi caso, sin embargo, el descubrimiento del cuento no fue a través de las publicaciones norteamericanas, sino a través de las revistas argentinas, que llegaban a Centroamérica en los años 40, y también de las cubanas como, por ejemplo, Carteles, donde Cabrera Infante escribía las crónicas de cine. De manera que cuando yo empecé a escribir, en plena adolescencia, quería ser cuentista y no tenía ni idea de que la novela y el cuento podían estar ligados. Había leído a Faulkner, a Maupassant, a O. Henry y a Horacio Quiroga, bastante olvidado pero que, para mí, fue determinante. Ahora el cuento está decayendo en América Latina y los escritores jóvenes van directamente a la novela, tal vez en busca de una notoriedad más instantánea. Pero me parece que es un error porque el cuento es útil, al menos como ejercicio de dedos, que dicen los pianistas, para dominar la prosa. Y es verdad que en España nunca se cultivó tanto la narración corta. Clarín escribió cuentos pero no tienen el esplendor de La Regenta.

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Ricardo Piglia: «La literatura trabaja la incertidumbre entre realidad y ficción, que no debe asociarse con el lenguaje de la mentira».

Ricardo Piglia.- Yo estoy de acuerdo, tal vez porque somos contemporáneos, aunque procedamos de regiones distintas y con experiencias diversas. Cuando empecé a escribir, cuando los jóvenes de mi generación empezamos a escribir, el horizonte del cuento era algo absolutamente legítimo, desde el punto de vista de la construcción. Teníamos a Rulfo, a Borges, a Cortázar… y revistas en las que tradicionalmente se publicaban cuentos. Los jóvenes fundamos nuestras propias revistas y publicábamos nuestros cuentos en ellas. Creíamos que, desde ahí, podíamos cambiar toda la literatura del mundo, que cada cuento nuestro era un llamado de atención sobre algo que estaba por pasar. El cuento en Argentina, y específicamente en el Río de la Plata, estaba en todo su esplendor y algunos escritores eran sólo cuentistas, a pesar de la presión que debieron sufrir para que escribieran novelas. Borges, por ejemplo, nunca escribió un texto que tuviera más de 15 páginas, más de esa extensión le parecía excesiva. Y estoy, en parte, de acuerdo. Muchas novelas actuales serían muy buenos cuentos y ahí volvemos a Borges, a Rulfo, a Bosch, a Cortázar, que podrían haber hecho novelas y se decantaron por el cuento. Con El Aleph, por ejemplo, hoy se podría haber hecho una novela de 1.500 páginas, una trilogía.

Sergio Ramírez.- Pero sin esa sobriedad que tenía Borges. La falta de sobriedad pierde a muchos autores.

Ricardo Piglia.- Y sin la intensidad del relato… Pero eso si uno busca calidad literaria, si busca otro tipo de efectos… La intensidad del relato y el carácter inolvidable de estas historias están muy ligados a su brevedad, que es una cualidad muy difícil de lograr porque lo que falta en la historia, todo lo no narrado, se convierte en un elemento central.

Caridad Plaza – ¿Un cuento puede contener una historia inolvidable? ¿Puede impactar tanto como una novela?

Ricardo Piglia.- Por supuesto. Los libros que me han importado mucho los recuerdo dentro de su entorno y, en este sentido, recuerdo con una nitidez total el momento en que encontré, en una librería de Mar del Plata, una edición de In Our Time, el primer libro de cuentos de Hemingway. Llegué a mi casa a mediodía, me senté en un sillón y estuve leyendo hasta el atardecer, hasta que lo terminé. Yo permanecía en el mismo lugar, pero la luz iba declinando y veía el movimiento de la luz unido a esa capacidad de Hemingway de producir efectos visuales con muy pocas palabras.

Sergio Ramírez.- Es curioso ese poder de Hemingway que nos remite a la esencia de la pregunta. Pudo no haber escrito Por quién doblan las campanas y sus cuentos seguirían siendo fabulosos. The killers es un referente del que siempre se habla en las clases de formación literaria, como ejemplo del “top”, de lo más que se puede conseguir con un cuento. Y en Estados Unidos la tradición sigue y hay escritores jóvenes, algunos de origen latino que escriben en inglés, como Junot Díaz, que empezaron escribiendo cuentos. Todos los años se edita un anuario, de 400 o 500 páginas, presentado por un escritor “de nota”, con los mejores cuentos publicados. Hay excelentes cuentos ahí y, leyendo uno de esos anuarios, descubrí que, en Estados Unidos, se publican unas 400 revistas de cuentos, algo realmente extraordinario.

Ricardo Piglia.- En ese anuario seleccionan los mejores cuentos publicados en ese año. Sería muy bueno que en América Latina alguna editorial se decidiera a hacer lo mismo porque en Buenos Aires, por ejemplo, hay muchas revistas de jóvenes, con una circulación limitada y dirigidas a un público interesado en la literatura, que publican cuentos. Y en México está Nexos y algunas revistas más.

Caridad Plaza– Ustedes tienen en común que en sus cuentos, en sus novelas, la realidad se mezcla con la ficción… ¿Qué es la literatura, ficción, realidad, una mezcla, todo a la vez?

Ricardo Piglia– La literatura es, en mi opinión, la incertidumbre entre realidad y ficción. Pero esa incertidumbre no debe asociarse con el lenguaje de la mentira. Es otra dimensión. Todos hemos asistido a hechos que casi no parecen reales y una de las misiones de la literatura es trabajar sobre esa incertidumbre para resolverla o para no resolverla, como en la tradición literaria fantástica del Río de la Plata. Y hay una serie de escritores –Sergio y yo mismo- que intentamos trabajar con la sensación de que el narrador no está muy seguro de la cualidad que tiene lo que está contando.

Sergio Ramírez: «Uno, como lector, quiere ser engañado, pero quiere ser bien engañado, no con chapucerías».

Sergio Ramírez: «Uno, como lector, quiere ser engañado, pero quiere ser bien engañado, no con chapucerías».

Sergio Ramírez.- La incertidumbre es muy importante porque coloca al lector en el terreno del que “paga para entrar”. Uno, como lector, quiere ser engañado, pero quiere ser bien engañado, no con chapucerías. El milagro se produce cuando uno entra en una librería, compra una novela y comienza a leerla, sabiendo que es ficción, pero dudando de la existencia de los personajes que aparecen en ella, y termina convencido de que verdaderamente existieron. Ese es el gran triunfo del escritor: ir resolviendo esa incertidumbre, a favor del lector, y creando un mundo imaginario que pueda pasar por real. En auxilio mío está la intensidad de la vida pública en América Latina, los escenarios y los personajes. Por eso, falsificar en un relato a las personas me parece un pecado capital. Tienen que entrar como son, incluso con sus nombres reales. Me aturden esos libros que comienzan cambiando el nombre de los países, de las capitales y crean una ficción de la ficción. Me suena a hueco. Si uno decide escribir una novela donde aparece Jorge Luís Borges tiene que aparecer como era, ciego y un poco maníaco.

Caridad Plaza – Rubén Darío, por ejemplo, aparece en su obra.

Sergio Ramírez.- Sí, y no hay porqué crear otro Darío. Con el que existió, tan desconocido, tan intenso y tan complicado, es suficiente,

Ricardo Piglia– El modo en que la realidad está en la ficción ha sido un debate que los escritores hemos tenido siempre y nos interesa también el modo en que la ficción está en la realidad, cómo influye la ficción sobre la realidad. Porque las ficciones también tejen realidades. Yo digo a menudo, un poco en broma, que no sólo narramos los novelistas. El Estado, por ejemplo, es un narrador y construye sus propias historias.

Caridad Plaza – ¿Qué opinan del compromiso político del escritor? Porque ustedes se han comprometido en sus literaturas e, incluso, en el caso de Sergio de forma directa…

Sergio Ramírez: «Yo quisiera ser visto como un escritor que pasó por la vida pública y no como un político que pasó por la escritura».

Sergio Ramírez: «Yo quisiera ser visto como un escritor que pasó
por la vida pública y no como un político que pasó por la escritura».

Sergio Ramírez.- Lo mío es más complejo porque, efectivamente, viví un periodo como político activo. Pero yo quisiera ser visto como un escritor que pasó por la vida pública y no como un político que pasó por la escritura. Y otra vez volvemos a lo que es América Latina, un continente lleno de circunstancias sorpresivas. Cuando reflexiono sobre mi vida pasada, creo que si alguien me hubiera propuesto entrar en la política en una circunstancia normal, jamás hubiera aceptado, pero estábamos en una revolución, en una situación absolutamente extraordinaria y eso lo justifica. Y mis circunstancias. Nací bajo una dictadura dinástica -de medio siglo- oprobiosa, obscena. Tenía esa espina clavada y acepté la empresa de derrocar esa dictadura y asumir sus consecuencias: la toma del poder. Fue parte de mi vida, un episodio muy importante, pero no es mi vida y eso les pasa a muchos escritores en América Latina porque a la conciencia creativa del escritor hay que añadir su conciencia ciudadana. En Estados Unidos, un escritor así sería visto como un rara avis y, en Europa, los escritores que se meten en política siguen siendo escasos. Pero en América Latina a nadie la parece extraordinario.

Ricardo Piglia.- De hecho ha habido una gran tradición: Martí, Domingo Faustino Sarmiento…

Sergio Ramírez.- Todo comienza con Sarmiento.

Ricardo Piglia.- Que es un escritor extraordinario, contemporáneo de Flaubert y de su nivel, pero con realidades bien distintas. Porque a Sarmiento, fue esa capacidad extraordinaria de escritor, fue el aura increíble que le proporcionaron sus libros, lo que le llevó a ser presidente de la República. Sólo hay que leer sus cartas para darse cuenta que manejaba la lengua de un modo único.

Sergio Ramírez– Como lo demuestra la ocurrencia que tuvo de convertir ese gran episodio de la Rioja en una novela, en lugar de un discurso político.

Ricardo Piglia.- Porque hay muchos libros de denuncia de Rosas. No fue el único al que se le ocurrió denunciar esa dictadura, pero el modo en que el escribió Facundo o civilización y barbarie… Creó un mito. Y lo extraordinario, el momento genial, es cuando pone entre él y Rosas a Facundo. Ese es un momento shakesperiano porque construye un personaje intermedio entre el intelectual exiliado y el dictador terrible. Hay una anécdota muy divertida de Sarmiento. Cuando, después de avatares múltiples, llega por fin a presidente de la República y escribe su discurso a la nación, los ministros lo rechazan. El primer discurso como presidente del mayor escritor de la lengua española lo escribe Avellaneda. Desde entonces, los escritores argentinos estamos buscando ese discurso rechazado. ¿Qué diría en él?

Sergio Ramírez.- Eso me sirve para abrir un paréntesis. Recuerdo una vez que Carlos Andrés Pérez convocó una gran reunión de escritores en Caracas y, al finalizar el encuentro, se decidió hacer una declaración y que la redactara García Márquez. La declaración tuvo muchos intentos de enmienda, como ocurre siempre con las declaraciones, en las que todo el mundo mete su cuchara, y peor, si se trata de escritores que todos sienten tener las claves correctas de la redacción…A Gabo aquello no le gustó mucho. Le pasó lo que a Sarmiento. Pero bueno… Sarmiento es el ejemplo del político-escritor o del escritor-político en un momento crucial de América Latina y con esa novela creó el mito americano, la idea de América. La civilización americana fue propuesta ahí, y ese es un tema que todavía no se ha resuelto. En esa forja de procesos republicanos del siglo XIX, no era posible separar al político o al militar del escritor o del periodista porque todas las propiedades del intelectual estaban juntas. Rosas era un intelectual, un hombre que tenía un conocimiento enciclopédico, aunque fuera un represor y un tirano. Y, en el otro extremo, está Martí, al que le pegaron un tiro apenas se subió al caballo bajo la presión de los caudillos militares que pregonaban que el que no se subiera al caballo, no contaba.

Ricardo Piglia.- Para acompañar lo que está diciendo Sergio, lo importante de ese libro es la “y”. No es civilización o barbarie, sino civilización y barbarie. Esa es la prueba del genio. Lo lógico hubiera sido poner la “o” pero a esa “y” todavía la estamos dando vueltas.

Caridad Plaza – ¿Y el compromiso político de Piglia?

Ricardo Piglia.- Mi compromiso puede considerarse inverso a la experiencia de Sergio He sido desde muy joven un hombre de izquierdas y he mantenido mi literatura en diálogo con esa cultura, durante mis 40 años de escritura y publicación. Mis libros están ahí para mostrar lo que digo. En un determinado momento, cuando la situación política empezó a empeorar, algunos escritores de gran calidad, como Rodolfo Walsh o Francisco Urondo, abandonaron la literatura para pasar a la acción armada, a la acción guerrillera. He reflexionado mucho sobre esa decisión, que no fue para luchar contra una dictadura establecida, sino para intentar constituir un movimiento guerrillero, alrededor de la figura de Perón. Esa idea de abandonar la escritura para pasar a la acción tiene una larga tradición porque se tiene la impresión de que la literatura vive en un mundo muy cerrado. Siempre ha funcionado el mito –Rimbaud, la generación beat, etc.- de salir de la biblioteca y pasar a la vida. Y en Argentina, ese paso a la política de algunos escritores estuvo también ligado a ciertas relaciones problemáticas con la literatura, a la sensación de que su literatura estaba muy encerrada. Pero no fue mi caso porque yo creo que el mundo literario, que es muy intenso, no es antagónico con la vida. Nunca fui un militante, aunque estuve cerca y, desde que empecé en la Universidad, siempre colaboré con grupos de izquierda de distinta índole. Escribía en algunas revistas, hice revistas políticas, pero siempre pensé que la mejor manera de intervenir en política era hacerlo desde un lugar que me permitiera ver la sociedad es su conjunto. Me parece que un escritor, por ejemplo, tiene que estar muy atento a los usos del lenguaje y a ciertas retóricas y es ahí donde puede decir algo. Recuerdo el ensayo de Orwell, La política y la lengua inglesa, escrito en los años 40, en el que se analiza este tipo de cuestiones: el uso político del lenguaje y la postura del escritor ante esa utilización.

Caridad Plaza – Sergio, ¿ha influido en su literatura su permanencia en la lucha armada o han funcionado en paralelo?

Sergio Ramírez: «Escribir sobre mi compromiso político me causaba terror porque pensaba que podría contaminar mi literatura».

Sergio Ramírez: «Escribir sobre mi compromiso político me causaba terror porque pensaba que podría contaminar mi literatura».

Sergio Ramírez– Siempre he tenido mucho miedo a que la acción política influyera en la recreación literaria, en convertir en ficción la participación propia. Cuando estábamos en el poder, o en la lucha, escribir sobre mi compromiso me causaba terror porque pensaba que podía contaminarse mi literatura con las posiciones políticas o ideológicas. Inevitablemente, uno se vuelve agente de relaciones públicas de la causa que defiende y la literatura no es invulnerable a eso. Estoy convencido que las obras de propaganda son siempre fallidas, excepto Casablanca, y por eso, cuando dejé el poder y salí como disidente, también me dio miedo porque me causaba cierta repulsión la literatura disidente, la que se utiliza para hacer denuncias o para saldar cuentas con los viejos compañeros. Así fue que escribí Adiós muchachos, que es un libro hecho por un escritor, pero que no es una obra de ficción. La primera novela que me atreví a escribir sobre los hechos de la revolución fue Sombras nada más, y la hice cuando me sentía lo bastante lejos de aquella experiencia, y sobre un episodio marginal dentro del tablero político, en el momento en que el Frente Sandinista va a tomar el poder en 1979. No pertenece a la gran épica, sino a una pequeña épica oscura. Y ahí he dejado mi experiencia política dentro de la literatura. No he ido más allá.

Ricardo Piglia– La experiencia de Sergio y la de algunos otros escritores de América Latina es similar a la de otras tradiciones, a la de otras culturas, la de los escritores que fueron a la guerra, como soldados, y después escribieron novelas de esa guerra. Pasaron a la acción, muchos de ellos voluntariamente, y luego escribieron, como Fitzgerald o Hemingway. Faulkner tuvo toda la vida la nostalgia de no haber podido participar en la guerra y siempre se sintió inferior a Hemingway y a los escritores que habían combatido. Porque yo creo que esa experiencia es extraordinaria para un novelista, aunque luego se plantee si es capaz de escribirla. El repertorio de las experiencias es la materia de todo escritor y después está la capacidad de elaborarlas.

Sergio Ramírez– Y un elemento clave es el conocimiento del poder. Un escritor que pasó por la política y vivió en la entraña del poder y conoce su sistema digestivo… La experiencia del poder es incomparable a todas las demás y no todos los escritores tienen la oportunidad de meterse dentro de él y hablar después con conocimiento de causa. Y no me refiero al poder revolucionario, en particular, sino al poder, que es igual en todas las épocas y en todas las circunstancias y que es el mismo que utilizaron quienes clavaron el cuchillo a Julio César, el mismo desde antes, desde hace ocho o diez mil años. Desde que existe la palabra escrita, los mecanismos del poder, la lujuria del poder, la sevicia del poder, no ha cambiado nada.

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Ricardo Piglia: «Para la construcción de narraciones, las relaciones de poder son ejes claves y la tragedia no es otra cosa que la lucha por el poder».

Ricardo Piglia.- Y es uno de los grandes temas, sobre todo en la novela. Los poetas trabajan de otra manera, captan de otra manera pero, para la construcción de narraciones, las relaciones de poder son ejes claves. Uno no puede imaginar la tragedia, en el sentido clásico, si no imagina reyes, hijos de reyes… tratando siempre de ver quién desplazaba a quién. Porque, en el fondo, la tragedia no es otra cosa que la lucha por el poder y el Facundo de Sarmiento, es eso, una reflexión sobre ese enigma porque todas las novelas tratan de descubrir algún enigma. En mi libro Plata quemada, los protagonistas son unos delincuentes de barrio, como hay tantos, pero que se ven sometidos a una violencia extrema. Roban un banco, escapan y empiezan a matar a todo el mundo Y yo quise escribir esa novela para intentar entender cómo funciona la cabeza de alguien capaz de hacer una cosa tan extrema. Porque el desafío, el interrogante de un novelista tiene que ver a menudo con el entendimiento de determinadas situaciones y las relaciones de poder es uno de los elementos más enigmáticos. Todas las novelas de la dictadura que se han hecho en América Latina, intentan descubrir las razones de tanta barbarie. La novela tiene mucho de épica y, en América Latina, la épica está ligada a la política y al mundo del delito. La vida cotidiana sigue siendo uno de los grandes temas pero siempre tiene que haber algo de épica, aunque a veces falta en la novela actual.

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Sergio Ramírez: «En América Latina, el poder es una fuerza arbitraria, disolvente que, cuando golpea con el puño, desbarajusta todas las fichas del tablero».

Sergio Ramírez.- Y en América Latina hay una gran épica pública y una épica de la vida privada que tiene que ver con un poder arbitrario, nada predecible. En la Europa nórdica, el poder se comporta respetando las reglas y, aunque alguien le pueda pegar un tiro a Olof Palme, por lo general, el ciudadano sabe a qué atenerse. En América Latina no es así. El poder es una fuerza arbitraria, disolvente, que golpea con el puño y que, cuando golpea, desbarajusta todas las fichas del tablero. Se producen golpes militares, miles de personas tienen que irse al exilio, tienen que empezar sus vidas en otras partes, conocer gente que nunca hubieran conocido… Se crean relaciones amorosas, se separan las familias y todo esto engendra multiplicidad de dramas individuales. El poder es el viejo “fatos”, que planea sobre la cabeza de los individuos y esta liga entre poder público y conducta privada marca las relaciones de América Latina. La anormalidad produce también personajes anormales, como fueron los Rosas y como son, en la actualidad, los López Rega, los Montesinos, los Menem, encumbrados todos por la anormalidad arbitraria del poder.

Caridad Plaza – Ustedes han sufrido exilio, aunque uno sea más político y el otro más cultural…

Ricardo Piglia – Sergio es quien puede dar un testimonio más directo ya que, en mi caso, no hubo exilio, en sentido estricto. He pasado mucho tiempo fuera de la Argentina, enseñando en los Estados Unidos, y puedo decir que he vivido dos vidas, que es la primera lógica del exilio y que consiste en no saber bien si el lugar donde uno vive es real o es una ilusión, y si tiene un lugar de donde es y otro en el que vive. Alguna vez habría que hacer una cartografía de los matices y las formas que adopta el individuo con su propio país y con sus diferentes movimientos. Sólo en Argentina hay varias modalidades: el caso de Juan José Saer, que vivió toda su vida en París, sin proponérselo, sin que nadie le obligara, sólo porque las circunstancias se fueron encadenando. O el caso de Manuel Puig que no soportó la vida literaria de Buenos Aires, por demasiado libresca y cerrada, respecto a la riqueza que encerraba la cultura popular –el cine, etc.- Puig no tenía ninguno de los rasgos visibles de las marcas borgianas, que caracterizaban a los escritores argentinos y nunca encontró su lugar. Por otro lado, era homosexual -eso también influyó- y decidió irse de Buenos Aires y no volver más. ¿Podemos llamar a eso un exilio? Vivía en Río de Janeiro y ni siquiera regresó a pasar un fin de semana. Y no hacía otra cosa que escribir sobre Buenos Aires…

Caridad Plaza – Porque esa es otra característica de los que viven fuera, que casi siempre escriben sobre sus países de origen…

Sergio Ramírez.- Es que yo creo que uno escribe mejor sobre su país desde más lejos, porque la distancia afina la nostalgia por tu gente, por tu paisaje… Pero volviendo al asunto de las grandes expatriaciones, de las grandes diásporas, que es un fenómeno notable en Iberoamérica, en términos culturales, no sólo literarios. La primera gran diáspora se produjo tras la Guerra Civil española y dejó una visible marca en toda América Latina. Todavía se pueden ver viejas películas de Cantinflas, por ejemplo, en las que trabajan grandes actores españoles del teatro clásico. Ese es uno de los efectos de esas mareas, de esas diásporas obligadas. Yo viví el exilio chileno en Alemania y fue terrible. Llegaba toda tipo de gente, desde grandes héroes de la resistencia a oportunistas plenos porque en éstas marejadas se da de todo. La diáspora argentina, los exilios provocados por las guerras en Centroamérica, que no son de cuatro o cinco intelectuales sino de decenas de miles de personas. Este drama colectivo, que luego se convierte en historias individuales, es lo que me impresiona de este peso anormal, arbitrario, de la historia de América Latina. Y hoy sigue la gran diáspora de los que buscan el sueño americano… ¡y cuántas historias se tejen ahí!

Caridad Plaza – Han mencionado el cine, ustedes son grandes aficionados, ¿cómo ha influido el cine en su literatura?

Sergio Ramírez.- Yo a los doce años era operador de cine porque mi tío Ángel Mercado tenía el único cine del pueblo. Lo he escrito en Retrato de niño con ángel. Me crié en la caseta de proyección, viendo todo el cine que se podía ver, que era mucho porque, a pesar de ser un pueblo pequeño, se traían películas de Bergman, de Fellini, todos los western, todo el cine mexicano… y después cuando me vine a Berlín hice lo que yo llamo mi postgraduado. Veía dos, tres películas por noche, porque el cine Arsenal programaba ciclos de neorrealismo italiano, de cine alemán de entre guerras, de cine francés de la postguerra… Vi todo lo que había que ver. Y, desde mi adolescencia, el cine influyó mucho en mi manera de narrar, en la composición de los planos, los ajustes, el acercamiento, los encadenamientos, los flash back… puro cine. Me formé viendo cine, leyendo historietas cómicas y oyendo radionovelas, esas fueron mis grandes fuentes literarias.

Ricardo Piglia – Para los escritores de nuestra generación y quizá para los de una anterior, los que no nacimos con el televisor en la casa, el cine fue la otra biblioteca y todos tenemos, entre los recuerdos, la primera vez que fuimos al cine. Yo iba a un colegio religioso y un cura catalán –era inmediatamente después de la Guerra Civil española y algo pasaba con ese cura- tenía un sistema para que los chicos no dejaran de ir a misa los domingos. Si asistíamos, a la salida nos daba un vale para ir a cine de la parroquia. Y de ahí me viene esa tensión entre el mundo de la mística y el mundo del cine. Cuando se apagan las luces en esos grandes cines, ¡lo que eran esos grandes cines de nuestra infancia! hay algo religioso. Yo creía que el cielo tenía butacas y me preocupaba que estuvieran todas ocupadas cuando yo llegara y lo pensaba, tal vez, por lo del paraíso, que era el nombre que se le daba al piso más alto. Debí hacer una asociación joysiana.

Caridad Plaza – Pero, ¿ha influido en su literatura?

Ricardo Piglia – No podría establecer la conexión. He tenido pasión por el cine, sobre todo en una época de mi vida. Mi familia dejó Adrogué, que es el pueblo donde nací y, en 1955, nos fuimos a Mar del Plata porque mi padre, que era peronista, sufrió toda la oleada de revancha. Para mí fue como un exilio porque dejaba el lugar donde había nacido y donde tenía todos mis afectos. Pero fue fantástico y una de las ventajas de Mar del Plata era que, como era una ciudad balneario y se vaciaba en invierno, los dueños de los cines, para mantenerlos en actividad, daban 3 películas y cambiaban todos los días. Si uno seguía las programaciones de los 10 o 12 cines, siempre encontraba alguna película interesante: a las 2 de Visconti, a las 4 Bergman, a las 6 de Buñuel…

Sergio Ramírez.- Eso desgraciadamente se acabó porque en los cines comerciales no ponen más esas películas….

Ricardo Piglia – No ponen esas películas y no hay ya funciones kilométricas, pero ahora tenemos la gracia de poder verlo en casa. Si hubiéramos tenido entonces esa posibilidad, no hubiéramos escrito nada. Nos hubiéramos pasado la vida viendo cine…

Caridad Plaza – Piglia, ¿para cuándo Blanco nocturno, su próxima novela?

Ricardo Piglia – Está casi terminada, pero ya veremos. Es una novela sobre la guerra de las Malvinas, sobre el efecto de la guerra en las vidas privadas de las personas. No es una novela en la que se cuenta la guerra. Sucede durante los 52 días que duró y es una historia de amor. El título alude a esa idea aterradora del “blanco nocturno”, al impacto que me produjo leer en la prensa inglesa, antes de que llegara la flota, que los soldados ingleses estaban equipados con fusiles con infrarrojos, que les permitía ver en la noche. Me di cuenta que iba a ser una carnicería brutal.

Sergio Ramírez.- Era la primera vez que se usaban y tenían además trajes térmicos.

Caridad Plaza – Y Sergio, ¿en qué está?

Sergio Ramírez.- He terminado el borrador de El cielo llora por mí, una novela policíaca, que se desarrolla en la Nicaragua contemporánea. Es una pareja de policías del Departamento Antidrogas, persiguiendo a los carteles de la droga. Es un poco la parodia de las parejas de policías de las películas gringas. Son dos viejos guerrilleros convertidos en policías, gente curtida, con mucho humor, sin recursos…

Caridad Plaza – Ustedes dos no sólo son novelistas, sino que han teorizado sobre la literatura. Tienen libros escritos y, usted Piglia, ha sido durante años profesor.

Sergio Ramírez.- Sí, porque me encanta hablar de literatura y puedo pasarme horas charlando sobre los mecanismos de la creación y, además, me gusta hablar con jóvenes que quieren ser escritores. Tengo una especie de espíritu paternal. No puedo hacer de alguien un escritor si no nació para serlo, pero, tal vez, le pueda ayudar si tiene ese don, facilitarle algo de técnica y, sobre todo, enseñarle a leer. Me gusta hablar de libros con los muchachos y aconsejarles lecturas. Y por eso he hecho alguna vez talleres de creación literaria en Los Ángeles, en Maryland, en Madrid -en la Casa de América-. Cuando hice mi primer taller, en la Universidad de Guadalajara, en la cátedra Cortázar, publiqué Mentiras verdaderas, basado en esa experiencia y después publiqué El viejo arte de mentir, tras mi paso por la cátedra de Alfonso Reyes, del Tecnológico de Monterrey.

Ricardo Piglia – Mi caso es igual. Desde muy joven he pasado noches enteras en los bares, discutiendo con los amigos de literatura y, después, la posibilidad de tener un grupo de jóvenes con los que discutir, con los que poder sentarse a leer un texto, ha sido para mí un privilegio. Y lo llevo haciendo desde hace bastante tiempo, primero en Buenos Aires y luego en la Universidad de Princeton. En una época, lo hacía en mi casa y pienso, como Sergio, que un taller no puede enseñar a escribir, enseña más a leer, a cómo debe leer un escritor, que es distinta a la forma que lee un crítico o un lector. Un escritor se fija en una serie de elementos y esa forma de enfrentarse al texto sí se puede transmitir. Cuando se dice que un escritor no puede opinar sobre una novela, siempre se refieren a que no puede decir nada sobre su obra, a que no puede interpretarla. Yo no puedo hablar de mi obra, pero sí de la de Sergio. En España se dice que a los toreros el “valor se les supone” y después hay que hablar del estilo. Pues en literatura es igual. Se da por sentado que hay inspiración y talento, pero puede hablarse del modo en que se ha manifestado esa inspiración y ese talento y esa actividad, ese análisis de lo que escriben otros, no es contradictoria con la creación propiamente dicha. Yo respeto a los escritores que sólo escriben y no opinan de literatura, pero creo que todos tienen cosas que decir, aunque no tengan ganas de ponerse a hacerlo.

Caridad Plaza –  Hábleme, entonces, sobre la obra de Sergio Ramírez…

Ricardo Piglia – Sobre el libro que hemos comentado, por ejemplo, Adios muchachos, admiro mucho el modo en que lo ha resuelto, utilizando ciertas formas de autobiografía. Esa manera de elaborar una experiencia hasta convertirla no en algo personal, sino universal. Las buenas biografías, paradójicamente, son las que cuentan cosas que no tienen sólo que ver con la vida de la persona, sino que nos abren todo un mundo. Y después me parece que su obra tiene algo para mí muy importante: una voz que la identifica como propia. Uno de los problemas que tiene alguna de la literatura actual es que no se sabe de quién es. Y también me parece importante en la obra de Sergio su permanente cambio, su búsqueda de formas nuevas. Por ejemplo, ahora está tratando un tema policíaco… Y otra cosa que admiro es su vida… porque tú has vivido varias vidas…

Sergio Ramírez– Estuve 15 años dedicado a la política y comencé a escribir de nuevo en 1985, en plena guerra. Me propuse escribir una novela, Castigo divino, porque tenía terror a dejar de ser escritor. Pero hablando de la obra de Pliglia, me gusta mucho de él que haya conseguido tener una voz individual dentro de esa literatura tan compleja y tan numerosa, como es la argentina. En Nicaragua es más fácil tener un registro propio porque no habemos muchos.

Ricardo Piglia – Bueno, está Darío y todos queremos a Darío, pero… Borges, en Argentina, es otra cosa; es un milagro y un problema. Un día tenemos que sentarnos a conversar sobre las áreas culturales porque no es lo mismo el Río de la Plata que el Caribe. América Latina es la articulación de todo eso y aspiramos a la unidad, pero es muy importante captar las diferencias y es cierto que el Río de la Plata tiene entidad y un importante coro de voces.

Sergio Ramírez.- Y tú eres una de esas voces del Río de la Plata, tan compleja y tan numerosa desde los años 50, con Borges, Cortázar, Onetti, Heriberto Fernández… tener una voz individual no es sencillo. Se necesita un proyecto personal y un lenguaje y si no se consigue ese lenguaje, no se consigue nada. Lo demás son anécdotas, historias.

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