Carlos-Vasconez

El hombre que fue será. Aproximación a «Un hombre futuro» de Ernesto Carrión

28 julio, 2016

Carlos Vázconez

– A decir de Carlos Vázconez la novela Un hombre futuro, del ecuatoriano Ernesto Carrión, se trata de una historia testimonial que recorre la vida íntima de E. (a la manera kafkiana), que se “inquieta por el cuerpo ajeno para descubrir el propio”. Vázconez ensaya reflexiones a partir del periplo vivencial de E. y cuyas irradiaciones nos llevan a pensar que, la ficción narrativa bien puede ayudarnos a construir la comprensión del otro en este caótico mundo que nos envuelve. A Vázconez la voz narrativa de Carrión le resulta energética, ondulante, rotunda.


Ernesto Carrión

Todo hombre siente, entre otras motivaciones, la gana de despejarse de pasados atosigadores, de reinventarse. Muchas veces, para alcanzar tal objetivo, tal exorcismo, empleamos estrategias desgarradoras e invocamos a fantasmas brutales que sobreviven mediante nuestros desalientos. Eso es lo que ocurre con Un hombre futuro, de Ernesto Carrión, novela breve que a saltos recorre la vida íntima de E., un joven que, como todo joven, se inquieta por el cuerpo ajeno para así descubrir al propio, y por la vida de un padre que nunca fue padre pero que cuyo hijo clama que algún día lo sea, todo esto en medio de una secular trama sociopolítica en la que la influencia de las revoluciones comunistas conducidas por Ernesto, el Che, Guevara siguen forjando adeptos, riñas, malos entendidos y sueños. Por ahí deambula nuestro personaje, a la manera de un Che americano y viandante y con la palabra adecuada en la punta de la lengua, pero E. lo que proclama es la restitución de ese pasado que muchas veces se nos torna confuso, y que es, ¡qué duda cabe!, la cosa más variable que existe.

Se trata de una novela testimonial que, como he mencionado, da brincos. No sabemos cuánto es cierto, pero presumimos que cada renglón esconde un suceso real. Y sí, da saltos, como un duende de pies sucios que en la pradera quiere desenmarañarse de las dudas sobre su propia existencia: un día está en la Habana y en el sanatorio El Solario (que por su nombre casi parece una afrenta para con sus pacientes) al cual fue recluido –suponemos que por excesos vitales– antes de alcanzar la mayoría de edad, y al día siguiente nos habla de Guillo, el no-padre-amigo, quien ha regresado a una vida en la cual nunca ha estado. Volver a donde no se ha estado es abrir la brecha a la felicidad.

Se lee, verbigracia: “Descubrí, mientras avanzaba por el camino de la escritura, la raíz de todos mis males: el sosiego sólo me llegaba cuando estaba escribiendo; cuando dejaba de hacerlo por un par de meses, me ponía inquieto, irascible, por lo que buscaba la calle”; o, luego: “No podía descifrar todo ese sentido inagotable de mi angustia o esa necesidad casi incontrolable por escribir, por lo que terminé comprendiendo que yo no era otra cosa que un sobreviviente de mí mismo, un muchacho colgado de la deuda paterna (…). Un débil sujeto que buscaba hacerse un hogar en los libros”. Y he aquí que rebosa la inmejorablemente cruel paradoja kafkiana: “nuestra tarea es encontrar lo indestructible que está en lo más profundo de nosotros, pero mientras más profundizamos, mientras más cavamos y nos acercamos, más y mejor nos vamos destruyendo”.

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Un hombre futuro nos invita a ensayar varios acercamientos a la obra. El mismo título, repetido ocasionalmente (creo que se menciona al hombre futuro en las carnes del padre unas tres veces y en las del hijo, E., otras tres por igual), siembra en el lector la curiosidad de averiguar a qué apunta el autor se antevé en una mañana, en cualquier mañana, incluso en el párrafo subsiguiente. El lugar del hombre es el futuro. Es donde más cómodo se siente. Es también su manera de equilibrar sus caracteres. Si somos hechos a imagen y semejanza de lo que hemos vivido, de las personas que con sus máscaras nos han compuesto, música suya a final de cuentas, no es de extrañarse que ansiemos de nosotros mismos un hombre prometedor, alguien forjado por nuestros sueños, aunque eso atemorice al psicoanálisis, ya que si los hombres sucumbiéramos por total a los afanes o delineamientos de nuestras quimeras, seríamos irreconocibles entre nosotros, y quizá seríamos irreconocibles también ante los espejos. Carrión nos enseña, desdeñando de tales indicaciones clínicas, y desperdigando las fórmulas a lo largo de su relato (me atrevo: también “a través” de su relato, entrelíneas, y es entonces, al trasvasar al texto y al contexto, cuando las fórmulas adquieren vigor y presteza) las maneras de renovarnos, de volvernos un hombre futuro, un hombre que merced al auxilio de los aromas de las damas o de las sonrisas del progenitor y el necesario brindis con ellos, se torna real, va adquiriendo ese sentido del cual habla Addie Bundren en el maravilloso Mientras agonizo de William Faulkner, cuando la madre moribunda, al referirse al estado muerto de las palabras, o, mejor, cómo las palabras dichas generan muerte, algo que nos recuerda Ernesto Carrión, algo que él sabe desde hace muchas décadas, nos indica con desconsuelo, que el pecado, el amor y el miedo sólo son sonidos que las personas que nunca pecaron ni amaron ni tuvieron miedo usan para eso que nunca sintieron y no pueden sentir hasta que se olviden de las palabras.

Es también a la manera de Faulkner en que este libro nos lleva a un estado de reconocimiento de nuestra gente, de la gente ajena, si se quiere, ya que una de las virtudes incuestionables de la obra es la perfecta caracterización de sus personajes. No depende de hojas agotadoras para darnos a entender quién era Guillo o Jamila o Lester. Tampoco para describirnos al manicomio El Solario. Pero a quien le cuesta abordar es a E., este hombre que es niño y joven y que envejece prematuramente en la novela, que viaja de una manera individualizante y peculiar por estas páginas, amando una causa, la comunista, y por tanto amarla escabulléndose en sus entrañas para encontrarle el sarro.

A veces el pasado nos toma por sorpresa, y esa sensación se acrecienta bajo circunstancias particulares, como puede ser un nacimiento, como puede ser una muerte. Entonces nos rebrota el pasado, aquello que creímos –presuntuosos– haber asesinado y enterrado con su correspondiente cortejo y pompa fúnebre, y que en realidad nunca está ausente. Y el deceso de un padre abre ese diario enmohecido que hemos desprestigiado empolvándolo en lo más oscuro del último cajón del velador. “En nombre de Dios y de esas cosas buenas que cada vez son menos, sentémonos en tierra y narremos tristes historias de seres humanos desparecidos mientras dormían. Así veremos al hombre ilusionándose en su egoísmo y sus vanos conceptos, como si esta carne que sirve de antemural a nuestra vida fuera inexpugnable bronce”, ordena el rey Ricardo en El rey Ricardo II de Shakespeare, Carrión, nuestro autor, parece seguir a pies puntillas tales instrucciones y matiza, en nombre de Dios y de esas cosas buenas que cada vez son menos, los colores de sus personajes. Y si habláramos de colores (cosa que me mueve), deberé aclarar que el color predominante en la literatura de Carrión es el escarlata. Color tradicional de los ritos. Un color tan vivo que parece el de la sangre que mana del costado el cuerpo insípido de un recién muerto.

También hay matices en la obra que le dan la cualidad de movimiento. Las dos espadas inubicables de los próceres patrios, Eleonor Rigby, de The Beatles, las cincuenta mujeres entre su arrebato libidinoso en Cuba y el rencuentro con la misma habanera, el alcohol, que como una polilla come las páginas de esta novela, igual a como se las roe a Bajo el volcán de Malcolm Lowry o Mujeres de Bukowski, el beso en los labios, símbolo comunista que es extraído de los Proverbios de las Sagradas Escrituras: “besa en los labios quien dice la verdad”. Entonces, y gracias a estos aditamentos, la novela fluye, eufemísticamente, metafísicamente, entre los dedos del lector, igual a como la tinta lo haría entre los de su autor. Hay matices en Un hombre futuro que nos hace distinguir que se trata de un sentido homenaje a un individuo que en vida fue más una ausencia, una distopía, todos los hombres, que un ser que respiraba por sus seres queridos. Que fue un hombre futuro a cabalidad, un hombre que estaba elaborado, insisto, a imagen y semejanza de sus anhelos. El hombre futuro que fue será, como en el Eclesiastés (1:9), en donde lo que fue, eso será, y lo que se hizo, eso se hará; ya que no hay nada nuevo bajo el sol.

Es un libro para leer como se lee a Carver, con una laboriosidad de espíritu y nervio, mas no de peso en las manos y sudor que acalambra, en una sala de espera de un parto inquietante, en un viaje aéreo transcontinental en lugar de películas banales y vulgares que matan al tiempo a “guillotinazos”; es un libro para que lo lean hombres y mujeres sagaces que entienden que la ficción narrativa bien puede contribuir a nuestra comprensión de unos y otros, y, algunas veces, del confuso mundo que nos rodea. Es un libro para nómadas. Parece que Ernesto Carrión nos dijera que el mundo es una amenaza para muchos de los personajes de su historia, y que la gente que elige escribir sobre ella siente una amenaza (conste que es él mismo un permanente personaje suyo, y el más complejo de ellos), y que para él mismo y la mayoría de la gente sienta al mundo como un lugar amenazante.

Había un reto para el nuevo escriba, saber contar la actualidad con ojos viejos mas no agotados por más lágrimas derramadas. Carrión lo ha superado.

Me encantan las historias de vagos. Me asaltan a la mente el Quijote, Ignatius Reilly, el mismísimo Hamlet, que sabe hacer otra cosa que enloquecer. Me gustan los vagos, que es para los que están escritos los libros. En esta novela hay algo de esa demencia necesaria para que perdure. Una demencia útil, la que nos hace referirnos a nuestro ancestro con resuello, entre suspiros, pero con las manos atadas. Así se escriben estos libros, con las manos atadas.

Cabe remarcar el entorno sexual de la obra. Padre e hijo. De alguna forma parecería que los dos hombres aman a una misma mujer. Se dirá que esto ocurre por lógica, psiquis y eros en comunión, que los gustos se heredan y que el complejo de Edipo está latente. “Del mismo modo que amas a una mujer”, me dijo un amigo, el Mono, que no sabe cuán sabio es, “amarás a tu hijo”. Entonces es cuando lo “edipesco” se adquiere por parte del padre, es una herencia inevitable. Y si es así, que un muchacho se encante con las delicadezas de una mujer al mismo nivel que lo logra su progenitor se vuelve una constante. Guillo, en reiteradas ocasiones, alienta a su muchacho, a su “locario”, hacia los disfrutes de la carne y lo hace ver brillar las estrellas y confundirlas con luces de neón, y entendemos que lo hace para que una extensión de sí mismo siga vigente en el infinito mujeril, que la carne de su carne se harte del siluetismo que da sentido a la existencia. La iniciación sexual de E. es vertiginosa, olvidada al cabo por las nuevas experiencias como se olvidan los amores de otras latitudes, los que las olas de la mar han dejado atrás. Pero esa misma iniciación sexual le enseña que hay sellos sagrados que deben ser franqueados para dar con los otros, los que tienen su razón de ser al franquearnos a nosotros.

“Uno recuerda una historia, primero, desde cualquier de sus partes, aunque lo más probable es que se inicie por la parte dramática. Luego de eso irá la mente cazando notas nostálgicas de tono borroso. La memoria parecería ir accediendo a sí misma desplazando fragmentos y sacudiendo el polvo de los símbolos que están debajo de otros. Hasta que de pronto una luz, entre todo ese desplazamiento de fragmentos, nos permite mirar objetos dentro de la escena”, nos dice nuestro autor. Así ha armado a su Un hombre futuro, partiendo de un suceso deplorable y siniestro, y por eso y lamentablemente común, el homicidio a sangre fría del hombre que no sólo aportó con su simiente para que habitara entre los hombres, sino que terminó por ser padre y amigo a detrimento incluso del hijo, del desheredado, del doblemente nombrado, pero que lo fue al provocarle coraje, más de una vez, más de una vez jolgorio, ira y ternura.

Novela escrita para ser leída (y que esto no resuene a lugar común o cliché). Novela escrita con la desenvoltura con que el río Guayas recorre su cauce. Novela que habla de un Guayaquil como otros hablan de un Londres o un Nueva York, o un París o un Dublín, o una Alejandría, vívidos y sensuales, un Guayaquil profundo que algunas veces es ese Guayaquil superficial que tanto vemos en estampas o postales, un Guayaquil que es eternamente su contracara, y en el que sus símbolos son sus hombres y mujeres raudos, fiesteros y dicharacheros, que hacen de sus calles un laberinto por los que se pierden (acaso voluntariamente) llevando atado a la cintura un imperceptible pero bien templado hilito.

Recojo un fragmento que me parece determinante y que en mucho resume el sentimiento de un huérfano forzado:

“El mundo en el que mi padre vivió era monstruoso, y aunque cosas terribles sucedían tras bastidores, aquel mundo estaba protegido por ideales. El mundo en el que yo vivo es simplemente inhumano, exhibido entre luminarias de fútbol. Como un espectáculo repetido, que después de unas cuantas horas aburre”.

La poesía de Ernesto Carrión siempre fue enérgica. Básteme recordar: “Hermoso como copular o morder / o ver llover sobre los caballos / nuestra jaba de sauces / la sangre que nos venció / ahora nos pertenece / y en los rostros de nuestro rostro / (así como en la desavenencia del jabalí) / los mundos del futuro y del pasado se retuercen / como un filete anestesiado sobre un solar vacío”. A Carrión, sí, siempre le fue cabrón el silencio. Por eso su energía. Siempre ondulante. Siempre rotunda. Esa es su voz, rotunda, ondulante, que dobla al Desierto. La narrativa de Carrión no carece de tales virtudes ni se despoja de sus huesos. Dirá en sus relatos como en su poesía lo que dijo Edmond Jabés, “el prójimo es mi rostro y yo lo destruyo” y tejerá en un momento, delante de nuestros ojos, una venda de flores y doradas espigas que es adonde querremos ser desterrados y por lo que lucharemos con todas nuestras ínfulas. No ezhallo mayor elogio.

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