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El testimonio de parte de Mariátegui en El Proceso de Literatura

27 julio, 2016

José Luis González González

– Al poner en el banquillo de los acusados a la creación literaria en El Proceso de Literatura, José Carlos Mariátegui no hace más que mostrar, además de su conciencia revolucionaria, la parte que le concierne como pensador y crítico latinoamericano y la de escritor, así lo atestigua y refiere en este breve ensayo José Luis González González, quien nos recuerda a un Mariátegui involucrado en sus ideas trasladadas a la escritura sin menoscabo de su talento creativo, pero también “preocupado por acoplar la reflexión teórica a la acción popular”. Mariátegui, a decir de González González, manifestaba desde su filosofía personal que “la literatura de un pueblo se alimenta y se apoya en su substractum económico y político” y este Proceso de Literatura, afirma González, a Mariátegui le sirve como metáfora del proceso judicial –entendida siempre como recurso poético- a modo de ejercer su crítica sobre la literatura del Perú, basada enfáticamente en la premisa que “la metáfora como cimiento constitutivo del lenguaje, lo es también del pensamiento”.


José Carlos Mariátegui

“Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas…”
Jorge Luis Borges, La Esfera de Pascal.

PRESENTACIÓN

José Carlos Mariátegui La Chira (Moquegua, 14 de junio de 1895 – Lima, 16 de abril de 1930) fue un intelectual peruano preocupado por las bases históricas de la economía de su país: de la economía colonial, desde sus raíces, a la economía burguesa moderna y contemporánea, pero sin que dejara de ser, en el fondo, una economía colonial (Mariátegui, 2007, p. 9). Desde su perspectiva marxista, tal estructura económica colonial habría determinado, como sabemos, a la superestructura, conformada, entre otros aspectos, por el campo artístico y cultural. De ahí su afirmación —con un determinismo economicista acentuado— de que la “literatura de un pueblo se alimenta y se apoya en su substractum económico y político” (p. 201); por lo que su pensamiento siempre estuvo anclado y obedeció a la realidad material como él la percibía y, creo yo, en concordancia con lo que Adolfo Sánchez Vásquez a su vez afirmó: “No se puede desarrollar una verdadera acción real mientras se confía ilusoriamente en el poder de la ideas y éstas aparezcan desvinculadas de su verdadero fundamento económico-social” (1967, p. 136).

Convencido, como estuvo, de que el poder material determina al poder ideal, centró sus esfuerzos y los encaminó al ámbito literario peruano, cuya obra es la expresión, en palabras de Aníbal Quijano, del andamiaje mental, oligárquico y colonialista (2007, p. CX). Aunque no conoció a Gramsci, Mariátegui supo que a la cultura popular o folclor no debía considerársele como algo simplemente pintoresco, sino como “algo muy serio”, porque las grandes mayorías a la postre se explican la vida de acuerdo a la concepción oficial del sector hegemónico, impuesta y transmitida a través del arte.

Y a sabiendas de que el “sentido común”, como lo habría definido aquél pensador italiano, es la “concepción del mundo absorbida acríticamente por los distintos ambientes sociales y culturales en que se desarrolla la individualidad moral del hombre medio” (Gramsci, 1976, p. 239), Mariátegui hizo objeto de su crítica la literatura colonialista y hegemónica. Así, de los Siete Ensayos de interpretación de la realidad peruana, el séptimo, dedicado a la literatura, es el de mayor extensión, lo que resalta su preocupación por el aspecto estético.[1]

Para emprender su labor crítica, Mariátegui asume que la obra literaria en principio debe ser sometida a un proceso legal, como procesada es cualquier persona a quien se le sindica la comisión de un delito. La metáfora judicial en El Proceso de Literatura es afortunada, porque consigue la creación de una representación escénica de un juicio, en donde el testimonio que presta como testigo de la parte acusadora, no sólo cumple la función básica del crítico literario —mediar entre la obra de arte y el lector común para hacerle asequible su contenido— sino también, y lo que es prioritario en el pensamiento mariateguiano, advertir y cuestionar el mensaje subliminal de dominación espiritual colonialista.

La crítica literaria de Mariátegui —me atrevo a suponer— no tuvo en sus tiempos el beneplácito unánime, y creo que a la fecha la academia habrá de poner en entredicho su pensamiento y sus convicciones marxistas, pero no puede dejar de reconocérsele su congruencia con los principios que inspiraban su misión. Hasta donde le fue posible apoyó sus palabras con actos y estuvo dispuesto a vivir según las conclusiones a las que le condujo su razonamiento. Esta ética, a mi juicio, contra toda crítica, permite que su pensamiento se mantenga vigente.

Con este texto tengo el propósito de abordar la acepción judicial metafórica en El Proceso de Literatura y, especialmente, al “testimonio de parte” de Mariátegui que es, creo yo, lo que definió su postura como crítico literario. Pensé que intentar, en un breve ensayo, una reseña sobre la vida y obra de Mariátegui, o una exégesis sobre los Siete Ensayos de interpretación de la realidad peruana, o bien, al menos, un análisis sobre uno de los siete ensayos, podían representar para mí —cualesquiera de ellas— empresas un tanto desesperadas tomando en cuenta mis actuales posibilidades, aunque no mis intenciones, pues Mariátegui se halla a mi juicio en el lugar de los grandes pensadores latinoamericanos y cuya obra precisa de un estudio más prolongado y concienzudo.

Por eso, no hay en estas ideas profundidad ni erudición. Son simples divagaciones de aficionado sobre, como ya dije, la metáfora del proceso judicial imaginada por Mariátegui para hacer su crítica sobre la obra literaria peruana. Esta alegoría me cautivó desde que la leí, no sólo porque tiene el sello imaginativo propio de este revolucionario, sino porque además mi formación jurídica —soy abogado de profesión— no podía dejar que pasara desapercibida. Y aunque estoy consciente de que dicha metáfora apenas es una figura retórica de la que se valió Mariátegui para darle adrede un efecto estilístico a su crítica, también es cierto que me ha resultado como un afortunado subterfugio para hacer una aproximación a la crítica literaria como tal, de la cual me declaro un neófito, pero es ahí justamente en donde confieso que he hallado la justificación para estas notas.

Para darle una estructura a estos pensamientos, creí pertinente esbozar un parágrafo que expusiera sobre la metáfora como figura retórica en la crítica literaria de Mariátegui, sin duda como producto de su capacidad imaginativa revolucionaria; y, enseguida, la acepción judicial en El Proceso de Literatura, su profundidad y su significación. Finalizo con un epílogo al que, a propósito, dejo de denominar conclusión, porque no es mi intención ofrecer en este trabajo una guía concluyente de pensamientos necesariamente válidos, sino un recorrido personal de búsqueda y tanteo, como creo que debe concebirse a la labor ensayística.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui

LA METÁFORA EN LA CRÍTICA LITERARIA DE MARIÁTEGUI

Sin duda, nuestra vida cotidiana está impregnada de metáforas (Lakoff y Johnson, 1995, p. 39). Éstas, vale aclarar, no son simples figuras literarias o ardides de la expresión en el sentido estético; son, nada menos, que el cimiento constitutivo del lenguaje y, en consecuencia, del pensamiento y de la acción. Claro, si alguna vez logramos un lenguaje que tenga el poder de expresar todo, entonces quizás podamos prescindir de la metáfora (Jaynes, 2009, p. 56). Mientras tanto, si lo deseamos nos podemos representar simbólicamente el estruendo y el estrépito de las tormentas como las batallas en el cielo entre dioses sobrehumanos o podemos concebir la vida cotidiana como un drama griego que tiene lugar en un descomunal teatro, en el que todos somos versátiles personajes que adoptamos, en diferentes contextos, variadísimos roles, y la acción que representamos puede ser a la vez cómica y trágica.

La metáfora es, pues, nuestra moneda bien maculada de uso diario. Sin advertirlo siquiera, empleamos al hablar infinidad de metáforas; nos explicamos nuestras percepciones a través de conceptos formados por un lenguaje metafórico. La manera en que pensamos, lo que experimentamos y lo que hacemos cada día también es en gran medida cosa de metáforas (Lakoff y Johnson, 1995, p. 39). Y si en nuestra vida cotidiana la metáfora es parte constitutiva, tanto más en el ámbito literario, en donde, como figura retórica, el escritor la emplea a propósito para alterar el uso normal del lenguaje y con el fin exclusivo de obtener un efecto estilístico. Este efecto, a su vez, puede llegar a ser tan poderoso al punto de que, si el uso de las figuras literarias o retóricas es el adecuado, un texto cualquiera puede instalar al lector ante un escenario y que se produzca una especie de paréntesis en su propia vida, como una evasión, en razón de la cual se introduce en la representación escénica y experimenta la ilusión de estar viviendo un drama verdadero.

Me atrevo a pensar que este efecto estilístico fue el que quiso Mariátegui producir en la mayoría de sus ensayos y, particularmente, en el de El Proceso de Literatura, pues siendo como fue, un intelectual preocupado por acoplar la reflexión teórica a la acción práctica, sabía que para introducir a sus lectores en sus ideas debía expresarse con hipérboles y con metonimias y, especialmente, con metáforas. Para advertir, por ejemplo, la “intensidad emocional de agonista” en sus ideas y posturas, es fácil encontrar expresiones como: “Y si algún mérito espero y reclamo que me sea reconocido —así lo dice en la advertencia de su obra de los siete ensayos— es el de ‘meter toda mi sangre en mis ideas’”; o bien cuando explica su filosofía de la Agonía que define mucho de sus pensamientos: “Agonía no es preludio de la muerte, no es conclusión de la vida. Agonía —como Unamuno escribe en la introducción de su libro— quiere decir lucha. Agoniza aquel que vive luchando; luchando contra la vida misma. Y contra la muerte” (Mariátegui, 1980, p. 7).

A mi juicio, dos grandes virtudes de Mariátegui, que es importante resaltar, son: de un lado, el arrojo con que expresó sus opiniones, pues desde luego que muchos lectores las compartimos, pero ¿quién se atreve a expresarlas de un modo tan descarnado? Al leer semejantes pensamientos cabría pensar que están al alcance de cualquiera, sino fuera por el hecho de que nadie más las hace. Y del otro lado, el empleo afortunado de las figuras literarias, en particular, la metáfora, porque no es poca cosa llevar la polémica, creada con la crítica literaria, al ámbito de la estética, pues recordemos que en todo debate no hay que conseguir demostrar que se tiene razón, “sino que hay que hacerlo con tal elegancia que el oponente quede a la altura del fango y, llegado el caso, privado de la satisfacción de una última réplica” (Iriarte, 2007, p.22).

Empeñado como estuvo —a decir de Aníbal Quijano— en acelerar y ampliar la emancipación de la producción literaria peruana de su tiempo, del andamiaje mental y oligárquico y colonialista, Mariátegui asumió la posición de crítico literario como testigo de la parte acusadora. Advirtió que la “literatura de un pueblo se alimenta y se apoya en su substractum económico y político” y, sobre esa base, distinguió tres períodos en el proceso normal de la literatura: “un período colonial, un período cosmopolita, un período nacional. Durante el primer período un pueblo, literariamente, no es sino una colonia, una dependencia de otro. Durante el segundo período, asimila simultáneamente elementos de diversas literaturas extranjeras. En el tercero, alcanzan una expresión modulada de su propia personalidad y su propio sentimiento” (Mariátegui, 2007, p. 200). Su misión como crítico literario fue, entonces, revolucionaria, pues señaló cuando una obra evidenciaba un pensamiento tradicionalista o colonialista, o bien acusó cuando el cosmopolitismo era patente en otras obras o, finalmente, como acusador objetivo, reconoció cuando ciertas obras tenían profundidad porque palpaba el sentimiento propio del pueblo, que es en donde se produce el pensamiento y lo que le confiere personalidad propia.

Sin perjuicio de que más adelante me ocupe con más detenimiento en la significación que tiene la acepción judicial que le confiere Mariátegui al Proceso de Literatura, quisiera resaltar la razón por la que, a mi juicio, la misión que cumplió este pensador peruano como crítico literario, prestando su “testimonio de parte”, es revolucionaria. Técnicamente, sabemos que la crítica literaria cumple la función de mediar entre la obra de arte y el lector común para ayudarle a que la entienda mejor y la disfrute, aunque, dicho sea de paso, este aserto resulte cuestionable porque gran parte de los “mejores” esfuerzos académicos que se aplican a interpretar y “explicar” la literatura contemporánea vienen envueltos en jergas que son ininteligibles, no ya para ese lector común, sino para cualquiera que no se haya dado el trabajo, tan fútil como arduo, de aprendérselas previamente.

En todo caso, tradicionalmente los críticos se erigen o bien como jueces con potestad para decidir cuáles obras tienen valor literario y cuáles no, o bien como defensores de la literatura en general, porque se enfocan en el aspecto puramente estilístico. De los defensores de oficio, creo que no tengo mucho que expresar, salvo que agotan su función inocua de intelectuales en la mera búsqueda, en las obras que son objeto de su crítica, de lo verdadero y en el desarrollo de lo bello, sin compromisos de ningún tipo con el bienestar público o con los valores de una sociedad. Sin embargo, de aquéllos que se asumen como jueces, es importante señalar que el poder que se atribuyen o que les confieren las sociedades, es prácticamente soberano: a veces generosamente justos y a veces miserablemente injustos.

En este sentido, recordemos el ensayo de Stephen Vizinczey titulado Sobre el poder de la crítica literaria cuando relata la anécdota siguiente, que por su importancia me permito transcribir: “Heinrich von Kleist, uno de los mejores escritores que jamás hayan existido, se suicidó en 1811 porque no podía ganarse la vida con sus obras maestras. Las solía mandar a Goethe, a quien se consideraba no sólo un gran poeta, sino el genio universal de Europa, el más profundo de los jueces de arte y literatura. Un solo párrafo aprobatorio firmado por Goethe habríale ganado a Kleist la atención de lectores doctos e ilustrados en toda Europa y él habría seguido escribiendo hasta una floreciente ancianidad. Desgraciadamente, Goethe aborrecía el genio de Kleist, más osado que el suyo, y acerca de él sólo hizo malignos comentarios, de forma que los alemanes cultos pensaban que no perdían nada leyendo a Kleist. A la edad de treinta y cuatro años, gozando de perfecta salud y en la cumbre de su poder creador, pero empobrecido, desconocido y humillado, quemó la única copia de su novela y se disparó un tiro” (1990, p. VIII).

El poder de la crítica, a decir de Vizinczey, “para bien y para mal, se deriva del hecho de que a la mayoría de los lectores les repugna encontrarse solos en sus opiniones y juicios. Se necesita valentía moral para que una persona diga: ‘Esto es una basura, aunque todo el mundo diga que es arte supremo’ o ‘me ha gustado eses libro, es un libro magnífico, por más que los críticos no tengan buena opinión de él’. Es mucho más agradable la sensación de que uno comparte la opinión de los ‘expertos’, los críticos de los periódicos y revistas predilectos” (1990, p. VIII).

Mariátegui, a mi criterio, sabía que para enfrentar la empresa de enjuiciar a la literatura peruana, necesitaba ubicarse en una postura en la que pudiera cumplir con libertad su misión emancipadora y revolucionaria, señalando las obras literarias que acusaban un pensamiento colonialista y tradicionalista, que propugnaban en el fondo, aún con valor estético, por un sistema económico social injusto. Su testimonio de parte, entonces, era acusador, completamente parcializado; no cayó en el error de constituirse en un juez imparcial que emite sentencias inapelables, ni tampoco en un defensor parcializado de la estética pura, pues su alma agónica y revolucionaria no se lo permitía. En este sentido, Mariátegui creó el drama del proceso de literatura con una acepción metafórica judicial como veremos enseguida.

LA ACEPCIÓN JUDICIAL DEL PROCESO DE LITERATURA DE MARIÁTEGUI

José Carlos Mariátegui, en su ensayo El proceso de la literatura, somete a la literatura peruana —simbólicamente y según lo advierte al inicio— a un proceso en su acepción judicial. En aquél tiempo, Riva Agüero había intentado una empresa similar, con su ensayo El carácter de la literatura del Perú independiente, enjuiciando a la literatura pero con evidente criterio “civilista”, con “normas de preceptista, de académico, de erudito” y disciplinadamente dentro de “la órbita escolástica y conservadora” propia de su clase aristocrática encomendera. Frente a la parcialidad “civilista” o colonialista propugnada por Riva Agüero, opone Mariátegui su parcialidad revolucionaria o socialista (Mariátegui, 2007, pp. 193 y 194).

Como sabemos, en un juicio hay dos partes procesales: la parte acusadora, a cargo de un fiscal, y la parte acusada, asistida por un defensor. Ambas, sometidas al poder soberano de un juez, que es quien, en representación del pueblo y al momento de juzgar, emite un fallo. Mariátegui no se atribuye mesura, ni imparcialidad ni equidad de árbitro o juez y declara abiertamente su pasión y beligerancia de opositor.

Podemos suponer, siguiendo la metáfora de un proceso judicial, que en la sala del tribunal está sentada en el banquillo de los acusados la obra literaria, en este caso, la peruana; desde luego, asistida por críticos literarios que la defienden de la acusación presentada en su contra. A un mismo nivel, pero en el otro extremo, se encuentra, en representación del pueblo, el agente acusador, quien ha promovido la acción para que se imparta justicia en un proceso que se ha mantenido abierto a lo largo de la historia. Advertimos, además, la distinción entre uno que está arriba y otros que están abajo, como entre un súbdito y un soberano. Arriba, por supuesto, se halla majestuoso el Juez, quien está sobre, en lo alto, en la cátedra, el crítico que es capaz de dar juicio a quienes no lo tienen y en su función prácticamente es más que un hombre, pues es sin duda un sabio. Abajo, frente a él, están las partes y se les llama así por ser el resultado de una división producto de la discordia de opiniones.

Separados por una barda, en la parte posterior de la sala, nos hallamos los espectadores, que representamos el interés público y que ansiosos asistimos para presenciar el drama que se está ventilando. Si a ese drama, a decir de Carnelutti, tratamos de ponerle un nombre, éste es el de la discordia. Así, concordia y discordia son dos palabras que, como la de acuerdo, que tanta importancia tiene para el derecho, provienen de corde (corazón): los corazones de los hombres se unen o se separan; la concordia o la discordia son el germen de la paz o de la guerra (Carnelutti, 1959, p. 20). Estamos, entonces, frente al Circo Máximo, en una discusión, entre acusaciones y defensas, en donde dos gladiadores pondrán su vida.

Quien ha llevado al banquillo de los acusados a la obra literaria, es un fiscal, que habrá de demostrar sus argumentos acusatorios con testimonios de críticos reconocidos, entre los que se halla, cómo no, Mariátegui, cuyo testimonio es confesamente de parte y acusador. No puede ser un testigo imparcial y agnóstico, pues ha sido propuesto por la fiscalía para darle sustento a la acusación. Su misión como testigo la debe cumplir aportando sus preocupaciones de filósofo, de político y de moralista. En todo caso, que la defensa atienda únicamente el valor estético de la obra enjuiciada; en cambio él, como un revolucionario convencido, presta su testimonio como un francotirador, como un crítico y como un desmitificador; da alerta sobre la manipulación del poder y dispara pensamientos que pueden descolonizar modelos y paradigmas colonialistas y cosmopolitas; descentra las ideas dominantes, las contextualiza y las somete al rigor del crisol del criticismo y del historicismo.

Mariátegui, en su deposición, pasa revista a todos los autores peruanos que, a su juicio, son los más importantes, desde la literatura de la Colonia hasta las corrientes literarias de su época, entre ellas el indigenismo que estaba en boga a la sazón; pero el hecho de que preste un testimonio de parte, no implica que no pueda ser objetivo; debe señalar tanto la literatura que acusa un pensamiento colonizado como el que expresa, a su criterio, un sentimiento indígena, autóctono y propio del lugar. Reflexiona sobre si lo autóctono necesariamente se expresa con verbosidad exuberante o debe ser sobrio; o bien si el sentimiento indígena es tradicionalista y pasadista, porque denota un dramatismo romántico. Cuestiona otras obras por su forma futurista, pero que en el fondo arrastra un tradicionalismo arraigado. Reconoce el valor de la cultura universal que, sin desbarrancarse en un fácil y necio cosmopolitismo, pueda nutrir y enriquecer a la propia cultura; es decir, el difícil proceso que vincula la cultura universal con la cultura popular. También le da relevancia a las obras que crearon una insurrección —como la Colónida de Valdelomar— “contra el academicismo y sus oligarquías, su énfasis retórico, su gusto conservador, su galantería dieciochesca y su melancolía mediocre y ojerosa” (2007, p. 235). Pero al propio tiempo fue capaz de subrayar la profundidad metafísica y advertir el alma agónica de Magda Portal (2007, p. 274) expresada en su poesía, por citar otro ejemplo.

En suma, el testimonio de Mariátegui es combativo, implacable y apasionado; en sus pensamientos, ciertamente, ha inyectado su sangre revolucionaria; y no puede ser de otra forma, su formación marxista le imprime la perspectiva dialéctica para abordar la empresa de testigo acusador, para la cual ha sido llamado. Presumo que sus juicios, emitidos en el ambiente conservador de la época, habrán sido tomados en gran medida como reaccionarios y, por momentos, incendiarios, pero congruentes y legales con su filosofía agónica revolucionaria: la que da lucha hasta la muerte; la que discute permanentemente y que por momentos dogmatiza; la que disputa y al exaltarse, no sólo degenera en altercado, sino que remata en pendencia; todo ello completamente justificado si el fin ulterior es la emancipación mental, económica y social de su pueblo que ha estado encadenado a un colonialismo cerrado que ha legitimado la dominación de las oligarquías criollas y blancas.

El proceso de literatura, por otro lado, es un juicio históricamente abierto, el mismo Mariátegui así lo reconoce; lo que significa que es un proceso interminable en el que ninguna sentencia inapelable podrá ponerle fin. En todo caso, son a los lectores, como pueblo, a los que les corresponde deliberar y sentenciar, luego de haber escuchado los argumentos y testimonios de las partes, pero siempre en forma provisional, pues la crítica literaria es un ejercicio intelectual perpetuo, como lo es la creación de las obras. A la creación y recreación de las obras literarias, corre aparejada la crítica literaria que las explica, las cuestiona, las legitima, las interpreta y las reinterpreta en un círculo vicioso y virtuoso, como el Eterno Retorno representado por la serpiente que se muerde la cola.

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EPÍLOGO:

Como hemos visto, José Carlos Mariátegui es, como bien lo describe Carlos Monsiváis, conocido sobre todo por su intransigencia (“A mí, marxista convicto y confeso”), por su condición de fundador del Partido Socialista de Perú, luego Partido Comunista, y por su ya citado libro extraordinario, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928); pero, a su vez, por su formación humanista y sus filiaciones culturales, lo que nos explica que a la par de sus preocupaciones sobre temas económicos y sociales, estuvo, sobre todo, la estética. (2012, pp. 171 y 172). El horizonte estético es una clave para Mariátegui que ilumina la realidad nacional de una forma privilegiada.

Su fe desafiante: “El marxismo es una religión”, nos advierte que, como pensador, rechazó la dualidad: el escritor y su obra literaria, por un lado, y el político, por el otro. Muchos intelectuales conservan el anhelo de mantener separada la obra de la militancia personal y aspiran a preservar sus textos de la manipulación política, evitando la mezcla de lo puramente literario con lo panfletario. ¿Es posible —vale preguntarse— respaldar y apoyar con vigor y decisión los movimientos progresistas y revolucionarios latinoamericanos manteniendo la “obra literaria” separada y dentro de un escaparate conservando su estética impoluta? Para Mariátegui, simplemente eso no era posible, pues introdujo su sangre en sus ideas y en su crítica renunció a ser imparcial; escribió obedeciendo a sus preocupaciones de filósofo, político y moralista. Si este proceder es cuestionable, quizás, pero sin lugar a dudas es íntegro.

Lo anterior justifica, a su vez, su postura de testigo acusador confeso en su misión de crítico literario. Haberse colocado en esa posición, y no en la de un juez o en la de un testigo de la defensa, le permitió deponer su testimonio señalando y acusando a la obra literaria peruana que evidenciaba, en su contenido y forma, un colonialismo supérstite y totalmente arraigado, al servicio de la “aristocracia encomendera”. Opuso, como decía Quijano, el cosmopolitismo, el regionalismo y el indigenismo, en busca de la afirmación del carácter nacional de la literatura peruana (2007, p. CX).

La mayor parte de la obra peruana de esa época, con sus valiosas excepciones, acusaba un colonialismo estético, así como la mentalidad de los intelectuales que consideraban necesario, inclusive, formar su pensamiento en Europa. “El ciclo colonial       —decía Mariátegui— se presenta en la literatura peruana muy preciso y muy claro. Nuestra literatura no sólo es colonial en ese ciclo por su dependencia y su vasallaje a España; lo es, sobre todo, por su subordinación a los residuos espirituales y materiales de la Colonia.” Y ante la pregunta obligada de “¿Qué cosa mantiene viva durante tanto tiempo en nuestra literatura la nostalgia de la Colonia? No por cierto —respondió Mariátegui— únicamente el pasadismo individual de los literatos. La razón es otra. Para descubrirla hay que sondear en un mundo más complejo que el que abarca regularmente la mirada del crítico” (2007, pp. 200 y 201).

Quizás por tales razones, ante la interrogante de si ¿Existe un pensamiento característicamente hispano-americano? en 1925 Mariátegui escribió:

Tomemos a nuestra cuestión. ¿Existe un pensamiento característicamente hispano-americano? Me parece evidente la existencia de un pensamiento francés, de un pensamiento alemán, etc., en la cultura de Occidente. No me parece igualmente evidente, en el mismo sentido, la existencia de un pensamiento hispano-americano. Todos los pensadores de nuestra América se han educado en una escuela europea. No se siente en su obra el espíritu de la raza. La producción intelectual del continente carece de rasgos propios. No tiene contornos originales. El pensamiento hispano-americano no es generalmente sino una rapsodia compuesta con motivos y elementos del pensamiento europeo. Para comprobarlo basta revisar la obra de los más altos representantes de la inteligencia indo-íbera.[2]

Recordando a nuestro maestro José Martí, llamamos “primera independencia”, al proceso del siglo XIX. América Latina está en el proceso de realización de la segunda independencia. Pero la primera independencia, en palabras de Manuel Galich siguiendo la consigna de Martí, “es verdad que expulsó de nuestro continente a los poderes de las metrópolis portuguesas, española, francesa; a sus virreyes y también venció a sus ejércitos; pero eso no fue independencia; eso fue independencia superficial; en la entraña de los hechos, en la entraña de las sociedades, lo que se llama estructura, allí el colonialismo sobrevivió y sobrevive todavía. Como sobrevive también en la superestructura, porque muchas de nuestras manifestaciones culturales, están todavía sometidas a un colonialismo mental, que a veces ejercemos sin darnos cuenta y hasta, a veces, creyendo que estamos siendo verdaderamente independientes en lo cultural” (2003, p. 32).

En esa misma línea de pensamiento, Mariátegui advirtió —enérgico— sobre el colonialismo sobreviviente y su testimonio de parte alertó, con ahínco, contra la colonización mental y espiritual que persiste en Perú, en particular, y en Latinoamérica, en general; como crítico literario lanzó sus dardos letales contra el pensamiento hegemónico y contra el canon establecido. Seguro que ante la vieja e insistente preocupación en Latinoamérica por identificarnos, y al identificarnos, como diría Leopoldo Zea, “afianzarnos en lo interior para resistir externamente” (Zea, 1999, p. 5), las ideas de Mariátegui habrán de sobrevivir y ocuparán un lugar importante en la constelación de grandes pensadores de Latinoamérica.


BIBLIOGRAFÍA

– Carnelutti, Francesco. Cómo se hace un proceso. Argentina: Ediciones Jurídicas Europa-América. 1959.
– Flores Galindo, Alberto. La Agonía de Mariátegui, La polémica con Komintern. Perú: DESCO. 1980.
– Galich, Manuel. Ideología de Manuel Galich a través de sus discursos. (Compilación por Víctor Hugo Cruz).    Guatemala: Editorial Universitaria. 2013.
– Gramsci, Antonio. “Observaciones sobre el folklore” en Literatura y vida nacional. México, D.F.: Juan Pablo Editor,      1976.
– Iriarte, Eduardo. Prólogo de Ensayos (1952-2001) de Gore Vidal. España: Edhasa, 2007.
– Jaynes, Julian. El Origen de la Conciencia en la Ruptura de la Mente Bicameral. México: FCE, 2ª Ed. 2009.
– Lakoff, George y Johnson, Mark. Metáforas de la vida cotidiana. España: Colección Teorema, 2ª Ed. 1995.
– Mariátegui, José Carlos. Los siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Venezuela: Fundación Biblioteca   Ayacucho. 2007.

Monsiváis, Carlos. Las esencias viajeras. México. FCE y CONACULTA, 1ª Ed. 2012.

Quijano, Aníbal. Prólogo de Los siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Venezuela: Fundación Biblioteca Ayacucho. 2007.

Sánchez Vásquez, Adolfo. Filosofía de la praxis. México: Grijalbo. 1967.

Stephen Vizinczey. Sobre el poder de la crítica literaria. España: Suplemento literario ABC Literario, del Diario ABC. 1990.

Zea, Leopoldo (compilador). Fuentes de la Cultura Latinoamericana. México: FCE (Colección Tierra Firme). 1ª Ed. 1993 – 1ª Reimpresión – 1995.

Zea, Leopoldo (compilador). Latinoamérica economía y política. México: Instituto Panamericano de Geografía e Historia y FCE. 1ª Ed., 1999.

NOTAS

[1] Según Aníbal Quijano, cerca del cuarenta por ciento de la obra Siete ensayos de la interpretación de la realidad peruana está dedicado a la crítica literaria y a la reflexión sobre las relaciones entre sociedad y literatura y, sin embargo, este aspecto de su labor es, en general, poco conocido y estudiado. La gran atención que prestó a esos problemas, muestra que no se trata sólo de un tributo a sus inclinaciones literarias, sino de su convicción sobre la importancia política de primer orden que esos problemas tienen, en la lucha ideológica por el surgimiento de una cultura nueva en el curso de la revolución socialista. (2007, p. CXI).

[2] Publicado en Mundial, Lima, 1º de mayo de 1925. Reproducido en El Argentino, La Plata, 14 de junio de 1925. Leopoldo Zea (compilador) de Fuentes de la Cultura Latinoamericana. Pág. 39.

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