Sinestesia. Cien minicuentos
28 julio, 2016
Enrique Jaramillo Levi
– Carátula presenta una muestra de cuentos de la más reciente publicación del escritor panameño Enrique Jaramillo Levi, «Sinestesia. Cien minicuentos»
EL OTRO FRÍO
Llegó un momento en que ya no quiso permanecer por más tiempo de pié en el balcón contemplando el vacío avasallante del horizonte y se metió a la casa cerrando tras de sí la puerta. Hacía demasiado frío allá afuera, y además nada había que ver. Pero él sabe muy bien que lo que más le congela el alma es ese otro frío atroz, la huida sin retorno de ella, esa que desde días atrás le nubla la razón, le avanza milimétricamente por la sangre empezando a paralizarlo. Y entonces, en un instante, sabe también que ya no quiere luchar más. Dejándose caer en la vieja poltrona oscura de la sala, cuando cierra los ojos siente atravesar los cristales de las ventanas ese blanco blanco blanquísimo de la nieve externa, la extrema nieve hostil que, tomándose su tiempo, primero repta y ya después se precipita sin piedad como un imparable torrente sobre la frágil estructura de su ser silenciándolo para siempre.
EN EL ELEVADOR
Ese día hubiera podido subir por las escaleras a mi oficina del cuarto piso, donde trabajo. Era un ejercicio diario que no solía perderme en ese edificio de treinta pisos, so pretexto de mantenerme en forma a mi edad. Pero al pasar junto al elevador, al abrirse la puerta metálica en la planta baja y salir todo el mundo inexplicablemente la vi quedarse ahí dentro, ausente de todo, y entonces supe que solo por esa razón debía entrar.
Dos personas más entraron junto conmigo y yo quedé atrás, pegado al fondo, a su lado. De unos treinta años, alta, delgada, muy blanca, con el pelo corto y rubio, senos de niña púber, mirada líquida, olía deliciosamente a jazmín. En realidad ella no era en absoluto mi tipo, ni la había visto antes en el edificio, pero en conjunto su presencia toda me fascinó.
En el tercer piso nos dejaron solos y al cerrarse la puerta sin perder tiempo le dije casi al oído “Hola, soy Andrés, ¿y tú”. No se inmutó. Quise volverle a hablar pero en cambio inhibido me quedé callado, desaprovechando la oportunidad.
Ya íbamos llegando al piso diecinueve cuando plantándomele al frente y mirándola a los ojos, le dije a rajatabla: “Me gustas, te invito a bailar esta noche, o a cenar, a lo que quieras, dime dónde te recojo”, y otra vez se comportó ausente, como si estuviera sola en el elevador. “Dime al menos tu nombre”, insistí pero no hubo respuesta. En ningún momento dio señas de saberse acompañada
Fue entonces cuando noté que parecía mirar a través de mi rostro, y pensé “¡Dios, qué pena, debe ser ciega, sorda y para colmo muda!”, aunque sus ojos grises parpadeaban de vez en cuando en un fluir incomprensible y denotaban otra calidad de vida propia, como ajena a todo, que todavía , que sigo sin saber su nombre, no puedo descifrar.
Llegando ya al piso último, en donde supuse se bajaría, decidí tocarla, debía averiguar si estaba viva; además, no sabía de nadie que careciera de la sensibilidad del tacto a menos que tuviera quemada sin remedio su piel, lo cual no era su caso. Entonces, imprudentemente, le apreté con ambas manos los pequeños, y eso no solo fue una suerte de detonador, sino que ahí ardió Troya.
Se puso a besarme abrazada a mi cuerpo como una voraz lapa de invernadero, como queriendo entrar en mi piel por ósmosis, justo en el momento en que se abría la puerta y un grupo de personas quiso entrar. Al ver la escena desistieron molestos, y la puerta volvió a cerrarse. Empezamos a bajar.
Al llegar a la planta baja seguíamos besándonos sin darnos cuenta de nada y, ante la insistencia vociferante de no sé cuántas personas por querer entrar al elevador, tuve que cargarla en peso sin que dejara de besarme, y salir con ella en brazos. A medio vestir, terminamos cogiendo como bestias en el piso del baño de las mujeres, por suerte solitario a esas tempranas horas de la mañana. Las únicas palabras que le oí decir aquel día, entre gemidos y gruñidos, fue “¡Rico, rico!”, y también “¡Más, más!” Una y otra vez terminaba frenética, e insaciable volvía a empezar sin darse cuenta siquiera de que hacía rato yo carecía ya de erección. Hasta que, exhausto, grité “¡Ya basta, coño!”, y me la arranqué de encima como quien se deshace de un depredador.
No he vuelto a tener vida propia. Soy su esclavo, trabajo para llenarla de gozo en los elevadores. Hasta que alguien se queja, llega la policía y, esposados, temblando de rabia o de placer, nos llevan presos, siempre a celdas separadas, hasta que se nos pase la arrechera.
LECCIÓN
Tras armar en retrospectiva, pieza a pieza, con la paciencia fría de un monje trapense, el complejo rompecabezas de su larga vida, el próspero empresario logró finalmente comprenderla en su conjunto, se arrepintió de buena parte de la frivolidad de lo vivido, y puso manos a la obra. Fue desarmando luego como mejor pudo lo experimentado, pero eso tampocolo hizo feliz, porque comprendió que en realidad no se puede desandar impunemente lo andado. Por lo que vivió entonces sin pausa memorable, a la mayor velocidad posible, un ensamble impecable -sociales, eróticas, religiosas, filantrópicas, de viajes- de profundas vivencias sin fin. Esto, sin darse cuenta, condujo finalmente a su muerte súbita. Y es que la tensión in crescendo, como si en ello se le fuera la vida, no importa con qué fines o pretextos, no es nunca buena consejera, y a menudo el corazón más recio o más noble, como en este caso, lo resiente.
PRESOS
Me devolvió lo que sin sonrojo le pedía. Sin temor, sin pudor, segura de sí. Complacida me lo devolvió. Fue el comienzo. Para mi sorpresa, no hubo final. Sólo ese gesto permanente haciéndose. Lo mismo y lo mismo. Sin tiempo ni medida. Ahí, estáticos. Por completo petrificados. Hasta la insinuación del hartazgo o de algo diferente. Pero nada. Y aquí estamos, idénticos a la primera vez, a nosotros mismos, siglos más tarde. Contemplándonos. Irremediablemente. Dentro y fuera del espejo. Tú allá y yo acá, unidos. Una misma realidad. Sonriéndonos: perfectos idiotas. Por siempre y siempre. Presos.
SINESTESIA
Para ti, incuestionablemente y para siempre
Si lo mío siempre ha sido el fulgor de la mirada, su intensidad a veces, la forma en que me produce reacciones cuando te miro a los ojos, lo tuyo es tu percepción de mi olor, su efecto gratificante, el arrobo que te produce, su estímulo en tu sensualidad siempre a flor de piel. Me refiero, claro, a las peculiaridades que nos acercan, que consiguen sincronizarnos las emociones. Tal vez no sean privativas de nosotros, pero han resultado ser determinantes. Tanto, que hoy fue un día particularmente singular para ambos. Nos miramos, oliste mi cuello, y el mundo empezó a girar más aprisa, a envolvernos en sus movimientos que en realidad eran solo los nuestros contagiados de una suerte de frenesí que iba en aumento a medida que entraban en juego los otros sentidos: oíamos los sonidos de placer del otro, sentíamos la piel de cada quien vibrando al unísono en un solo tacto sincopado, saboreábamos la fusión de nuestras salivas convertidas en una misma fruición desmedida. Ocurría sin duda –nos ocurría– una intensísima sinestesia de la que en ese momento teníamos y no teníamos conciencia plena. Pero qué duda cabe de que oíamos sabores, sentíamos olores, veíamos la forma en que saboreábamos los sonidos crepitantes del amor. Y todo esto aún sin penetrarte; sin que tampoco tú me absorbieras por completo la vitalidad creciente del cuerpo como esponja lúbrica que disputara la disponibilidad absoluta de su presa con los poderes innatos de un indómito imán. Y cuando al fin estallamos en un inmenso grito simultáneo de placer, continuamos mirándonos arrobados a los ojos, sonreídos, a sabiendas de que la vida es bella, y de que para vivirla juntos una vez más habíamos renacido.
Colón, Panamá, 1944.
Poeta, cuentista, ensayista, profesor universitario, investigador literario, promotor cultural y editor independiente.
Maestría en Literatura Hispanoamericana y Maestría en Bellas Artes con especialización en Creación Literaria, por la Universidad de Iowa (Iowa, Estados Unidos), así como estudios completos de Doctorado en Letras Iberoamericanas en la Universidad Nacional Autónoma de México (México, D.F.).
Fundador y primer Presidente de la Asociación de Escritores de Panamá, fue Coordinador de Difusión Cultural de la Universidad Tecnológica de Panamá (1996-2007); fundador y Director de la revista cultural panameña “Maga; creador del Diplomado en Creación Literaria que se imparte en la Universidad Tecnológica de Panamá desde 2006; y fundador de la empresa 9 Signos Grupo Editorial.
Es autor de 12 poemarios, 20 libros de cuentos, 8 libros de ensayos, 2 libros de obras teatrales y 1 libro de entrevistas a escritores panameños; así como de numerosas antologías y compilaciones históricas sobre literatura mexicana, centroamericana y panameña; y de tres compilaciones de ensayos de especialistas panameños en torno al tema del Canal de Panamá.
Ha sido incluido en 25 antologías del cuento panameño e hispanoamericano. Hay 8 libros, de diversos autores, publicados en varios países, que estudian los aportes de su obra literaria.