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Carlos Fuentes

30 septiembre, 2016

Gloria Guardia

Una amistad infatigable entre el escritor Carlos Fuentes -en ese entonces un niño de ocho años- y la bella dieciséisañera Lupe Dávila Monteverde, emanada desde el jardín de la infancia, en la que compartieron educación, excursiones en auto y en familia a las cataratas del Niágara, vidas itinerantes y hasta un amor platónico –durante su estancia en Washington-, da pie a otra amistad, cuyos protagonistas, muchos años después, serán el mismo afamado narrador mexicano y la creadora literaria Gloria Guardia. Asunto este que se revela en el “libro de recuerdos”, aún en preparación, de la aludida autora nicaragüense – panameña, con el título Apenas ayer, del cual, merced a la generosidad de Gloria, ofrecemos un fragmento que nos permite presenciar, como lo anuncia el encabezado, simpatías y diferencias, pero además fraternos encuentros, filias literarias y algunas intimidades de los procesos creativos de dos figuras prominentes del firmamento narrativo latinoamericano.


Carlos Fuentes

.A mis primas, Lupita y María Elena Alfaro Dávila

— ¡Así que eres sobrina de la mujer más bella, más espectacular y encantadora que ha nacido jamás en México y el mundo!

Fue con esa frase dicha casi a ritmo de corrido, cómo se abrió, campante, la amistad entre nosotros. Carlos la recordaba, evocaba la imagen de mi tía política, Lupe Dávila de Alfaro, como aquella presencia deslumbrante que borraba casi todo lo demás que pudo haber sido de interés para el niño de ocho años que fuera Carlos Fuentes el año de 1934 en la ciudad de Washington, donde su padre, Rafael Fuentes Boettiger, se desempeñaba como ministro consejero de la embajada de México y el tío de Lupe, el polígrafo Francisco Castillo Nájera, como embajador y ministro plenipotenciario de su gobierno ante los Estados Unidos de América. Lo demás para el niño, aparte de su amor desbordante y platónico por Lupe, eran juegos, representaciones teatrales, tareas escolares y excursiones que un día organizaban doña Berta Macías, la madre del niño, y otro, doña Eugenia Dávila, la tía de Lupe, con el fin de distraer, dentro de lo posible y durante los fines de semana, a sus respectivos esposos, tan preocupados, durante aquella convulsionada década de los años treinta, con los múltiples problemas que surgían en el curso de las negociaciones, que culminarían con la nacionalización del petróleo que el presidente Lázaro Cárdenas llevaría a cabo en 1938, en contra de los intereses económicos de las grandes compañías multinacionales. Fue así cómo Lupe Dávila Monteverde, la deslumbrante criatura de dieciséis años y las excursiones en auto y en familia a las cataratas del Niágara o a los estados aledaños a la ciudad de Washington, se convirtieron en los principales, o quizá, en los únicos, focos de interés del niño risueño, parlanchín, un poco pícaro, buen alumno y querido por sus amigos que fuera “Carlitos Fuentes”, como lo llamaría, de entonces en adelante, Lupe Dávila Monteverde. Tal vez por eso, el recuerdo de ella habría de permanecer intacto, envuelto en una nube de presente perpetuo, el mismo que se extinguió para él cuando el presidente Cárdenas firmara la nacionalización del petróleo y la historia se encargara de expulsarlo del paraíso de sus años escolares en los Estados Unidos.

Con semejantes recuerdos, a manera de presentación, era casi imposible que Carlos y yo no iniciáramos una amistad sobre ruedas, además de que compartíamos una educación bastante parecida, una vida familiar errante entre los EE.UU., Centro, Sur América y Europa -él, como hijo de diplomático, yo, como hija de ingeniero consultor-, y desde luego, entre esto y aquello, ahí estaban siempre presentes nuestros intereses y gustos literarios. Por eso y sin exagerar, puedo afirmar que con Carlos, gracias a su amistad y con sus libros a mano, leyéndolos, subrayándolos y releyéndolos, aprendí el endiablado oficio de escribir. Sus gustos y disgustos literarios se empalmaron con los míos, convirtiéndose en un faro que me fue guiando, paso a paso, desde la primera juventud en adelante. Recuerdo, muy particularmente, la forma disciplinada y obsesiva cómo leí La muerte de Artemio Cruz, La región más transparente, Aura, Cambio de piel, Terra Nostra,  Cumpleaños, Cantar de ciegos, Zona sagrada… y ni hablar de sus múltiples ensayos, sobre todo La nueva novela hispanoamericana, Casa de dos puertas, Cervantes o la crítica de la lecturaEl espejo enterradoGeografía de la novela y La gran novela latinoamericana, libros que absorbí página tras página, aprendiendo recursos literarios, captando conceptos teóricos, cultivando complejidades formales. La presencia de Carlos fue, pues, una constante en mi vida y formación literaria y si bien coincidíamos con relativa frecuencia en ferias del libro, presentaciones de sus obras, o festejos –la última vez en la celebración, en Cartagena, de los 80 años de García Márquez, donde él fue uno de los oferentes-, en esas oportunidades los temas entre nosotros eran más bien y casi siempre de índole social. Educados en múltiples escenarios, él y yo conocimos pronto y, además, la importancia de no mezclar nuestros respectivos y no menos numerosos mundos y lenguajes.  Ahí, sin duda, estuvo el secreto para que nuestra amistad “en todo tiempo”, como él la definió con acierto, no sufriera tropiezos, ni interrupciones inútiles. Eso sí, de vez en vez en cuando hacíamos algún aparte en las reuniones sociales y él dirigía sentencias, para mí, inolvidables: “Por nuestra educación norteamericana, Gloria, tú yo tenemos mucho de puritanos y calvinistas a la hora de trabajar”, solía reiterarme. “Somos latinoamericanos criados en  regiones protestantes, donde el sentido del deber protagoniza. ¡Si no trabajamos todos los días, nos vamos al infierno, hermana! Ni tú, ni yo podríamos estar tranquilos en una hamaca bajo el cocotero. Tenemos que cumplir con nuestro deber, tenemos que escribir a diario. Ya te he oído decir que tienes un horario de trabajo parecido al mío: de ocho a una, a escribir, luego, el almuerzo, después a revisar y, así quedas tranquila con tu conciencia, ¿o no es así?” En algunas ocasiones, pocas, conversábamos sobre Borges, Alfonso Reyes, Octavio Paz o Luis Buñuel. Él los consideraba sus maestros. Y, yo, sin haber contado con la amistad de esos gigantes, le mencionaba con humildad mis encuentros literarios con quienes me habían señalado el camino, algunas veces de manera directa –mis profesores en Vassar College, Columbia University y la Complutense de Madrid- otras, de forma indirecta, a través de conferencias y lecturas. Eso sí, siempre coincidimos en nuestros afectos y desafectos literarios, ya fuera en lengua española, inglesa, francesa o italiana, al punto de que en más de una ocasión tía Lupe, me soltó la siguiente frase, teñida con una sonrisa inexplicable: “Cada vez que leo lo que escribes, hija, te me pareces más y más a Carlitos Fuentes”. Poco sabía, sin embargo, mi queridísima parienta que aquella frase era para mí el mejor de todos los cumplidos. Lo cierto es que Carlos, de una manera u otra, era una presencia frecuente en los labios de Lupe y de los miembros de mi familia política, la familia Alfaro, ya que el patriarca, el Dr. Ricardo J. Alfaro, no solo había coincidido con los Castillo Nájera y los Fuentes en la ciudad de Washington cuando este abuelo representaba a Panamá como embajador ante el gobierno de Franklin Delano Roosevelt y otros tantos presidentes, sino que también y por esos juegos indescifrables del destino, los Fuentes habían vivido en Panamá en los años veinte, cuando don Rafael iniciaba su carrera diplomática y doña Berta daba a luz a su ilustre primogénito.

Otra de las muy felices coincidencias que mantuve con Carlos fue nuestra mutua devoción por el cine. Él había bebido muchos de sus innumerables conocimientos cinematográficos de labios del pontífice del surrealismo cinematográfico, Luis Buñuel, y yo había recibido mi bautismo de manos del célebre camarógrafo español Néstor Almendros, durante mis años de estudiante en Vassar College. Fuentes había intimado con Buñuel a partir de 1957, y yo había entablado una estrecha relación con Almendros durante los años de 1958 y 59. Lo cierto es que ambos iniciamos, casi al mismo tiempo, nuestro rechazo al realismo como forma de expresión, además de una, casi idéntica, voluntad de convertir al lector en partícipe activo de la creación artística. “La película” –solía decir Fuentes-, “no se entiende si el espectador no aporta una interpretación, una mitad de la película que, como en el caso de Buñuel, entrega conscientemente en sus manos. […] Lo mismo ocurre en la novela, hay que darle en la imaginación del lector…. En todo esto me influyó mucho Buñuel”. Y en mi caso podría decir casi lo mismo de mi amigo Néstor. Fue, así pues, por la vía de Carlos y de los cineastas de la Nouvelle Vague (Nueva Ola), cuyos principales representantes fueron Alain Resnais, François Truffaut, Jacques Tati y Eric Rohmer, que yo emprendí la escritura de El último juego, la novela que, al ganar el Premio Centroamericano de Novela, gracias al veredicto unánime de Ángel Rama, José Emilio Pacheco y Lizandro Chávez Alfaro, y a su inmediata traducción al ruso, por el célebre políglota soviético Vladimir Obrúbov, que me lanzaría al muy intrincado mundo de editores, agentes literarios, lectores y críticos internacionales.

Mucho, por lo tanto, ha sido lo que adeudo, y adeudaré siempre a Carlos, tanto en lo personal, como en lo intelectual. Lo único, tal vez, en lo que no lo acompañé durante la década de los sesenta fue en su entusiasmo por la Revolución cubana. Mientras él viajaba por Hispanoamérica propagando, entusiasmado, los ideales del castrismo-comunismo, yo me embarcaba en las lecturas y enseñanzas de los teólogos del Vaticano II, Karl Rahner, Hans Urs von Baltasar, Henri de Lubac, Hans Küng y Romano Guardini, de la filósofa de lo trascendente, Simone Weil, y del monje Thomas Merton, el trapense amigo de Pablo Antonio Cuadra y Ernesto Cardenal, impulsando a este último a la fundación de la comuna de Solentiname, en el archipiélago del mismo nombre.

Pero como “no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que…” Fuentes, a raíz del “Caso Padilla”, se desencanta y rompe con la Revolución cubana liderada por los hermanos Castro y nuestros mundos vuelven a encontrarse. No éramos, había que aceptarlo, ni nunca pretenderíamos ser, simples hijos del pueblo. Había que asumir con desenfado el papel de individuo e intelectual, nacido en cuna de burgueses, y asumir, en lo político, una ideología socialdemócrata con valentía, sin mentiras, ni tampoco pretensiones ni disfraces.

Desde un principio y como descendientes ambos de  luchadores nacionalistas latinoamericanos, yo comprendí que la voz crítica de denuncia asumida con tanto valor y gallardía por Carlos contra la política neocolonialista norteamericana era también la mía. La de Carlos era contra los constantes abusos y atropellos a los intereses mexicanos cometidos por la política de los Estados Unidos; la mía y la de mi esposo Ricardo Alfaro, eran contra las numerosas injusticias y arbitrariedades llevadas a cabo en el territorio panameño, usurpado y bautizado inmediatamente por los norteamericanos con el espinoso acusativo de Zona del Canal.

Recuerdo que al tiempo que Torrijos negociaba y firmaba con el presidente Carter los tratados que ulteriormente, en diciembre de 1999, conducirían al traslado del canal a Panamá, su legítimo dueño, en lo intelectual, filosófico y lingüístico surgía el debate de las teorías del estructuralismo, de Lévy-Straus, y del post-estructuralismo de Derrida, Bartes, Lacan y otros filósofos y lingüistas franceses, ingleses e italianos. Como era de esperarse, Fuentes asumió, casi de inmediato, una posición beligerante junto a Octavio Paz, sobre la unidad de las culturas humanas y muy propiamente con lo que entroncaba con algunos conceptos fundamentales de la llamada Filosofía de lo mexicano y la identidad a nivel profundo de las narraciones míticas, que subrayaban el hecho de que en éstas son de gran importancia la forma cómo el escritor va a abordar el estudio de la historia en sus obras. Los mexicanos se decantarían, así, por las teorías del estructuralismo, mientras que yo asumiría, como propios, los lineamientos planteados y desarrollados brillantemente, entre otros, por los post-estructuralistas Gino Vattimo, Richard Rorty, Emmanuel Lévinas y los conceptos de la llamada deconstrucción del francés Jacques Derrida que tan arrolladora acogida recibiría en el mundo occidental. Habría que subrayar que el post-estructuralismo comparte una preocupación general por identificar y cuestionar las jerarquías simplistas en la identificación de oposiciones binarias que caracterizan no solo al estructuralismo sino a la metafísica occidental en general y que, en el post-estructuralismo, consiste, asimismo, en una reinterpretación del pensamiento de Freud, Marx, Jung, Nietzsche y Heidegger, incluyendo sus severas críticas al estructuralismo.

Esto y lo otro afectó, como era de esperarse, los cimientos del mundo burgués que trataba de imponerse en el ámbito cultural europeo durante aquellos años, así como del revolucionario que, a partir de mayo del 68, se esparciría rápidamente por América Latina. En México, Fuentes lideraría el rechazo al realismo literario ejemplificado por las novelas Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, y El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría, y lanzaría sus célebres novelas Laura y Terra Nostra, obra esta última que desconcertaría por completo a los lectores y a los críticos, al punto de que Carlos, años más tarde, confesaría que fue tanto lo que se escribió contra esta obra que él se vio en la impostergable necesidad de acudir al diván del sicoanalista para desenmarañar su propia rayuela narrativa. En mi caso, debo confesar que si bien no llegué a los extremos de Carlos, sí recuerdo más de una escena cuando mi propio círculo social panameño “me llamó a capítulo”, por así decirlo, reclamándome, en el mejor de los casos, una explicación sobre el por qué de mis escritos y en el peor, recuerdo muy particularmente una escena por demás ridícula y desafortunada en la que un funcionario panameño de la UNESCO y aspirante a narrador, me citó a su residencia para derramar sobre mí toda clase de improperios, en los que los menos comprometidos fueron los peyorativos de “Judas”, “desleal” y traidora de tu clase”. ¡Así eran de grotescos los escenarios donde nos tocaba a Carlos y a mí circular en esos años!

En la década del setenta comienzan a multiplicarse los triunfos de Carlos. Estos le llegan a través de premios y otros reconocimientos: el “Premio Rómulo Gallegos”, de novela, otorgado en Venezuela en 1977; el “Alfonso Reyes” que conlleva para él un significado personal muy grande por haber sido este sabio mexicano uno de sus mentores en su juventud. Asimismo el gobierno de México le ofrece el cargo de embajador en Francia y él lo acepta en 1975 para abandonarlo dos años más tarde por su disconformidad con el nombramiento del expresidente Díaz Ordaz a la embajada de España.

Durante aquellos años y también en los anteriores de 1974, 75, 76, los caminos de tía Lupe y Carlos vuelven a encontrarse en México, Panamá y Washington. Ella, para ese entonces madre de dos hijas y posteriormente abuela de un niño y una niña que le acaparan mucho de su tiempo libre, aparte del teatro de aficionados adonde ella, por su talento, asume un protagonismo indiscutible. Asimismo, viaja con frecuencia por el mundo en compañía de su esposo, quien no pierde la oportunidad para hacer escalas en McLean, Virginia y Potomac, Maryland, con el propósito de visitar a sus hermanas Yolanda Alfaro Maddux y Amelita Alfaro Weller, radicadas con sus familias en esas ciudades norteamericanas. Carlos, muchas veces consagrado por la crítica, divorciado de la actriz Rita Macedo y vuelto a casar con la periodista Sylvia Lemus, gracias a una beca del Wilson International Center for Scholars, en 1974 escribe Terra Nostra en Chesterbrook Farm, propiedad de tía Yolanda, y disfruta de la paternidad, gracias al nacimiento de sus hijos Cecilia (1962), Carlos (1973) y Natasha (1974). Es así, cómo en la plena y rebosante madurez de ambos, Lupe y Carlos vuelven a encontrarse en McLean, en el verano del 74. No se necesita mucho para imaginar cómo debieron haber sido aquellas tertulias que revivieron en ambos los recuerdos de lo que fuera una niñez paradisíaca y una luminosa primera juventud, transcurridas en la ciudad de Washington durante los años treinta del siglo XX. En lo personal, el saldo fue el obsequio que me hiciera Carlos de un ejemplar dedicado de su novela Aura, y una inscripción que guardo, como joya, que grabó mi hija Cristina, entonces de cinco años, en un ejemplar que él me envío de Terra Nostra y que yo leería, pluma en mano, con auténtica vocación de aprendizaje, en aquella primera edición de Seix Barral, de diciembre del 75.

Las décadas se suceden inevitablemente, otorgándole a Carlos, nuevos y muy prestigiosos galardones: el Cervantes, en 1977, el Príncipe de Asturias de las Letras, en 1994 y en 1993, la Condecoración de Gran Oficial de la Orden de la Legión de Honor de Francia. Asimismo, se multiplican los doctorados honoris causa que le otorgan las universidades. No obstante la vida les cobra al matrimonio Fuente un óbolo trágico con el prematuro fallecimiento de sus hijos Carlos, en 1999 y Natasha, en 2005. Tía Lupe enviuda en 1985 y opta por reducir sus viajes alrededor del mundo, impidiendo, casi y de esta forma, la posibilidad de nuevos encuentros personales con “Carlitos”. Sin embargo, en marzo de 2007, a raíz de los festejos de los ochenta años de García Márquez, Fuentes aprovecha la oportunidad para viajar de Cartagena a Panamá y, casi como era de esperarse, él no pierde la ocasión para visitar con Sylvia a tía Lupe, ya para entonces una distinguida matrona de casi noventa años. Ella los recibe radiante, en compañía de una de sus hijas, agasajándolos en su elegante residencia panameña. El tono de la visita es casi el mismo: muy cordial, aunque sobresale una diferencia: ésta se puebla de nostalgia y tiñe de melancolía por las pérdidas que ambos han sufrido. Ellos, aunque no lo dicen, saben que ha llegado el momento de las despedidas. Quedan pocas hojas en el calendario. Tía Lupe fallece en Panamá, el 9 de junio de 2010 y Carlos, de manera repentina, el 15 de mayo de 2012, en ciudad de México. Los meses de mayo y junio, les han cerrado los ojos, con apenas dos años de diferencia. Tenía que ser así, pienso, a medida que les hago a ambos el duelo que les corresponde. Tenía que ser así, tal como dirían los ocultistas conocedores de los juegos cifrados del destino. Tenía que ser así, en plena primavera boreal cuando en tantos sitios germina la vida, cuando entre mayo y septiembre brotan, siempre enamorados, manojos de geranios…

Bogotá, 6 de abril de 2016

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(1940-2019). Fue novelista, periodista y ensayista de nacionalidad nicaragüense-panameña, nacida en Venezuela. Estudió filosofía y letras en la Universidad Complutense de Madrid y obtuvo su Maestría en literatura comparada en la Universidad de Columbia en Nueva York. Perteneció a la Academia Panameña de la Lengua. Fue presidente de la Fundación Iberoamericana del PEN Internacional. Ha sido traducida al inglés, ruso, italiano y macedonio. Entre sus obras destacan su tesis doctoral (1968) Estudio sobre el pensamiento poético de Pablo Antonio Cuadra (Editorial Gredos, 1971) y las novelas Libertad en llamas (Plaza & Janés, 1999), Lobos al anochecer (Alfaguara, 2006), El jardín de las cenizas (Alfaguara, 2011) y En el Corazón de la Noche (Grijalbo, Penguin Random House Grupo Editorial, 2017). Publicó ensayos sobre Unamuno, Rogelio Sinán, Ernesto Cardenal, Stella Sierra, Miguel Hernández y Rubén Darío. Recibió numerosas distinciones literarias.