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Mural

12 septiembre, 2016

Luca Ricci

– Luca Ricci es un joven escritor de cuentos que ha publicado con editoriales independientes y con Einaudi de Turín; ahora mismo trabaja por Rizzoli y en 2017 saldrá su próximo libro de cuentos. Se dedica primariamente a la forma breve y en Italia lo consideran uno de los mejores escritores italianos de cuentos. Sus cuentos juegan con lo fantástico y, según la crítica, recuerdan el fantástico cotidiano de Calvino. Los temas que predominan en sus trabajos son las obsesiones, la pareja como microcosmos que permite retratar la volubilidad de las relaciones y el peso del compromiso, los fantasmas, las debilidades del hombre contemporáneo. El cuento «Mural» pertenece a la recopilación ‘L’amore e altre forme d’odio’, publicada en 2006 con Einaudi y traducido al español por Sara Carini.


1.

–   ¿Qué te parece?
–   ¿Puedo ser sincero?
–   Tienes que ser sincero.
–   Me da un poco de miedo.

No sé que le había pasado a mi mujer. Había recuperado dos tarros de pintura y había embadurnado el techo encima de la cama. Eran esas pinturas del diablo, que se aplican con las manos, y que le permiten pintar también al último de los desprevenidos. El resultado se comentaba sólo: dos grandes figuras de dimensiones reales – un hombre azul abrazando a una mujer roja -, afeabanla pared. Imagino que en los intentos artísticos de mi mujer habríamos tenido que ser nosotros, retratados momentos antes de dormir.

–   ¿Por qué te da miedo?
–   Es una patada en el estómago.
–   Entonces simplemente lo ves feo.

El mural era discutible, pero no quería herir a mi mujer.

–   Quizás sea el lugar, infeliz.
–   ¿Qué tiene de malo el lugar?
–   Tenerlo encima de la cabeza. Cuando estamos acostados casi no se ve.

Mi mujer fingió creerlo, y yo no volví sobre el tema. Las primeras noches, antes de dormirme, me molestó mucho la sensación de la imagen que replicaba exactamente lo que sucedía en la realidad. Molestia no era quizás la palabra adecuada. No entendía la naturaleza del abrazo entre el hombre y la mujer en el mural. Por cierto, mi mujer nunca hubiera querido pintar a un hombre que sofocaba una mujer, sin embargo a veces parecía así. El brazo izquierdo del hombre terminada encima del cuello de la mujer, pesado como un cadena. El mural me daba escalofríos, eso. En la imposibilidad de borrarlo, intenté interrumpir esa absurda imagen especular a mi manera: dejé de abrazar a mi mujer en la cama. Después compré un antifaz. Podía dormirme sólo en la oscuridad más absoluta e impenetrable. Sin el antifaz, esos colores eran demasiado llamativos, demasiado vivos. Lograban darse paso en la oscuridad, me parecía que ese azul y ese rojo de pronto pudieran gotearme encima.

–   ¿Puedo pintar algo más?
–   Y ¿dónde?
–   La mayoría de las paredes son blancas, me sobra un poco de pintura.

Cuando mi mujer me lo propuso, con inocente entusiasmo, me arrojé al desván para recuperar los cuadros que nos había regalado su madre, y que siempre había detestado. Cuadritos en serie, más que otra cosa naturalezas muertas, acuarelas de flores y frutas. Dejé las cajas llenas de polvo en el pasillo. No quería colgarlos de verdad, pero por suerte el gesto fue suficiente para disuadir a mi mujer.

Me repetía que solo era cuestión de costumbre. El mural encima de la cama no me gustaba, pero al final su constante proximidad, su haber sido colocado en el centro de nuestra intimidad, podría tener utilidad. Con el paso del tiempo no le haría caso. Estaba convencido de que sería así, pero después pasó algo irreparable.

Desde hace tiempo me afligían migrañas muy fuertes, que no sabía explicarme. Me habían visitado un par de especialistas: al parecer, nadie entendía nada. El dolor de cabeza iba y venía como le daba la gana, dejándome en un estado de impotencia dolorosa. En esos momento, me tendía en la cama, con el antifaz en los ojos. No podía hacer otra cosa sino esperar. Después de una crisis más virulenta que las otras, noté en el mural un cambio inquietante. A la altura de la cabeza del hombre la pintura se había quitado. Se había desincrustado justo un trozo de barniz, dejando el hombre azul con la cabeza rota. Ya no podía más y decidí decírselo a mi mujer.

–   ¿Te das cuenta?
–   Pero es normal que la pared se agriete, es una tintura barata, y con toda esta humedad…
–   No soporto ese mural.
–   Se trata de una coincidencia, si lo piensas es gracioso.
–   ¿Gracioso? No lo veo nada gracioso. Quiero que tú cojas una espátula y quites la pintura.
–   ¿Tendría que destruirlo?
–   Sí.
–   Pero al final dijiste que te gustaba.
–   Nunca he dicho eso.
–   ¿No te gusta?
–   No, no me gusta. Lo aborrezco.

La cosa se puso mala. Discutimos. Y como es obvio quedamos cada uno con su propia opinión. Mi mujer no quiso borrar el mural. Por días y días no nos hablamos. Decidí que había sido un idiota, que había exagerado, que al fin y al cabo podía verdaderamente tratarse de una simple coincidencia. Di un paso atrás, me disculpé con mi mujer. Esa noche hicimos el amor sin precauciones, hasta el final.

–   ¿Mañana por la noche también?
–   Mañana por la noche también.
–   ¿Y también pasado mañana?
–   Hasta que tengamos un hijo.

Mi mujer me lo había pedido enseguida, y yo había ido postergándolo, como con los cuadros de su mamá. La armonía parecía restablecida, menos por un pequeño, determinante detalle. Me sentía receloso y desconcertado. Aunque no tuvieran facciones, no cabía dudas: el hombre y la mujer del mural habían perdido sus bocas. La pintura azul y roja se había desincrustado exactamente en ese punto.

3.

No hablé de esto directamente con mi mujer, para evitar otra riña. En realidad, no podía creer que el mural fuera una clase de gráfico de nuestras desgracias, y que de alguna manera las grabara como un fetiche mágico después de que hubieran ocurrido. Pensé que mi mujer tuviera algo que ver con ello, que fuera obra suya. Que gozara en agrietar la pared justo en los puntos neurálgicos que nos concernían. Desde ese momento en adelante controlé obsesivamente la espátula en la caja de las herramientas. Pero habría sido bastante con un dedo. Levantar el revoque pintado con el dedo índice: de lo más simple, de lo más difícil de controlar.

El anuncio del embarazo de mi mujer nos salvó. En un momento todas las preocupaciones, las ansiedades y los roces se desvanecieron. Durante meses no existimos sino nosotros, personas de carne y hueso, y el niño que iba a llegar. Entre la decimonovena y la vigésimo-segunda semana la ecografía no podía ser más clara: llegaría un varón. Creía haber dejado a un lado la temporada crítica, pero lo peor todavía estaba por venir. Mi mujer se desmayó por el dolor. Llamé la ambulancia. Me dijeron que estuviera tranquilo, que solo el veinte por ciento de las mujeres sufría un aborto espontáneo, y en el ochenta y cinco por ciento de los casos tenía lugar en los primeros tres meses desde la concepción, mientras nosotros ya íbamos en el quinto. En el quirófano las estadísticas de poco sirvieron. La interrupción del embarazo fue inevitable y nos hundió en un abismo de desesperación. Volvieron las preocupaciones, las ansiedades y los roces, amplificados, además, por la desgracia luctuosa.

Y después estaba ese maldito mural: el vientre de la mujer se había desincrustado, se había agrietado todo. Un gran espacio blanco representaba la macabra ausencia del bebé.

–   ¿Por qué lo has hecho?
–   ¿Qué he hecho?
–   Lo has hecho otra vez, quitaste el bebé del vientre de la mujer.
–   Tu estás loco.
–   ¿Y tú, entonces?
–   Yo no toqué el mural.
–   Eres una mentirosa y una masoquista.

Mi mujer gritó que le impedía expresarse artísticamente. Aumentó la dosis amenazando con pintar todo el resto de la casa porque las paredes eran blancas y frías como una tumba.

Cuando las cosas empiezan a enredarse entran ganas de seguirlas, lanzarse en ellas como peso muerto. Mi mujer y yo andábamos por la casa como fieras heridas. No lográbamos apaciguarnos. Por el niño, por cierto, y también por todas las otras cuestiones. Cada uno pensaba que su parte de razón era mejor, más razonable que la del otro. Le prohibí a mi mujer que pintara de nuevo y continué considerándola responsable de los cambios en el mural. En casa solo estábamos nosotros, ¿que otra cosa podía pensar?

Abrí las cajas con los cuadros de su madre, comencé a colgarlos. Daba golpes con el martillo sin ganas. Torcí algunos clavos, me lastimé. La uña del pulgar ennegreció, salió un poco de sangre. Mi mujer estaba en el sofá, dormitando. Pasaba los días así, la televisión encendida sin utilidad. Quise controlar el mural enseguida. Fui al dormitorio, me acerqué. Me alejé y me acerqué otra vez. Del dedo del hombre se había desincrustado un intangible trocito de pintura. Me sentí caer al suelo, tuve vértigo. Esta vez no podía haber sido mi mujer. A lo mejor la culpa era de la humedad. A lo mejor era normal que las pinturas en la pared se cayeran poco a poco.

Pero ¿por qué no se había estropeado una pantorrilla, una cadera, un codo? ¿por qué se había estropeado justo la uña del pulgar? Reí socarronamente como un loco. El pelo desgreñado, las ojeras, la barba de tres días. Me chupé el pulgar, después dejé caer los brazos. No me moví de la cama hasta la noche. Cuando mi mujer se vino a la cama estaba tumbado, en posición fetal. No me consideró digno ni de una mirada, y se recostó. Ese era el momento: quise preguntárselo en un murmullo.

–   He cambiado de idea sobre el mural.
–   ¿Qué has dicho?
–   Entendiste perfectamente.
–   ¿Ahora te gusta?
–   Has pintado una verdadera obra maestra.

Esperé a que el sueño la petrificara para abrazarla. Le tiré el brazo encima del cuello, pesado como una cadena.

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