Contra la fugacidad: José Emilio Pacheco en Maryland (1985 – 2007)
28 noviembre, 2016
Roberto Carlos Pérez
– De haber vivido en tiempos de Isaías a José Emilio lo hubieran llamado profeta. Sin embargo, desde que saltó a la fama con Los elementos de la noche (1963), colección de poemas escritos casi todos a los dieciocho años y de una extraordinaria profundidad, fue tildado de pesimista. No imaginábamos que todo lo que escribiría desde entonces se iba a cumplir letra a letra: la monstruosa transformación de la Ciudad de México, la destrucción del ecosistema, el exterminio de los animales y la guerra del hombre contra el hombre.
Después de la publicación de Como la lluvia y La edad de las tinieblas, y justo antes de serle otorgado el Premio Reina Sofía y el Cervantes, ambos en 2009, José Emilio Pacheco aseguró: «No tengo ninguna esperanza de sobrevivencia. Nadie se acordará de mí al día siguiente de mi muerte. Si por azar alguien lo hiciera, le rogaría que en vez de aumentar con inéditos cada edición las disminuyera hasta dejar libros de muy pocas páginas». El poeta que desde joven entendió como ley de vida el deterioro y la fugacidad del tiempo, no se imaginaba que sus escritos podrían ser eximidos.
La historia de la poesía está llena de humillaciones y derrotas. ¿Cuántos grandes poetas han caído en el olvido? La muerte no es garantía de éxito pues de mil que bajan a la tumba quizás uno encuentra reconocimiento sin saber exactamente cuánto le durará la gloria.
Como refutación a esta verdad tan dolorosa hoy tenemos a Homero y a Virgilio. El mismo José Emilio afirmó que La Ilíada, La Odisea y La Eneida fueron obras predilectas del público y los copistas, verdaderos best sellers de la época, que con su fama sepultaron a otras grandes obras que al pie del siglo XXI serían de gran interés, pues nos acercarían aún más al insondable universo del mundo antiguo. Desconcierta imaginar todo lo que se ha perdido en el tiempo y la pereza humana en ir tras sus huellas.
Basta un ejemplo: en 1950 Manuel Mujica Laínez (1910 – 1984), contemporáneo de Borges y Cortázar, publicó Misteriosa Buenos Aires, una espléndida colección de relatos que refiere la historia de Buenos Aires desde su fundación hasta 1904. Escritos en una prosa exquisita que raya en lo lírico y que explora desde el más ortodoxo realismo hasta lo maravilloso y lo fantástico, los cuentos de Misteriosa Buenos Aires sucumbieron ante la fama de El Aleph y Bestiario.
De haber vivido en tiempos de Isaías a José Emilio lo hubieran llamado profeta. Sin embargo, desde que saltó a la fama con Los elementos de la noche (1963), colección de poemas escritos casi todos a los dieciocho años y de una extraordinaria profundidad, fue tildado de pesimista. No imaginábamos que todo lo que escribiría desde entonces se iba a cumplir letra a letra: la monstruosa transformación de la Ciudad de México, la destrucción del ecosistema, el exterminio de los animales y la guerra del hombre contra el hombre.
Una luciérnaga, un arroyo, el canto de los pájaros y un budín de pan son motivos para el examen de conciencia con que José Emilio nos muestra el otro lado de las cosas. José Emilio alumbra las más hondas reflexiones filosóficas en un lenguaje paradójicamente sencillo y certero. Conversación y prosaísmo no son en la poesía de José Emilio categorías abstractas, sino la materia prima impuesta por nuestro tiempo, destinada a volverse metafórica, polisémica y simbólica.
De su poesía se ha dicho de todo, pues ocupó un lugar preferencial en su obra a partir de 1981. Pero José Emilio fue también un prosista sin par. Asombra ver cómo en México Las batallas en el desierto (1981), una de las mejores novelas cortas escritas en cualquier lengua, es leída por niños y adolescentes y cómo circula en versiones piratas en las estaciones de metro. Pero una novela vendida en millones de ejemplares no le deparó una casa en Polanco, y José Emilio vivió toda su vida, seguramente abrumado por la fama, en una colonia de clase media como vecino de Juan Gelman.
Desde 1985, gracias a las diligencias del entonces director del Departamento de Español de la Universidad de Maryland, Saúl Sosnowski, José Emilio llegó como maestro titular para enseñar durante un semestre al año una clase de literatura y un taller de escritura. Muchos estudiantes de posgrado pasaron por sus cursos y ninguno salió defraudado. Quienes no lo conocían lo esperaban con anticipación, contagiados por el entusiasmo de los «veteranos». Sus clases se abarrotaban.
La posición de Distinguished Professor le fue otorgada al cabo de algunos años, y si José Emilio no llegó claramente a entender la importancia académica del título, nunca dejó de sentirse impresionado al entrar en las mismas aulas donde, muchos años atrás, otro gran poeta había dictado cátedra: Juan Ramón Jiménez.
Asistir a una clase de José Emilio era como estar en los portales de la antigua Grecia, donde los estoicos enseñaban la retórica o el buen decir. José Emilio era capaz de recitar y analizar desde los epigramas de Teognis hasta los haikus de Kobayashi, y sus divagaciones adentraban al estudiante en las más grandes aventuras intelectuales. Uno sentía estar en presencia de un sabio que, desconfiando del poder de su insondable memoria, se afanaba en preparar largas notas para sus clases con un esmero que hasta el más novato de los maestros no alcanzaría. Sus readers, o las selecciones de lecturas hispanoamericanas que escogía para sus clases, bien podrían publicarse para el ancho público como antologías; tal era la diversidad y el exquisito equilibrio de temas que desplegaban.
Prueba de que, por ejercicio de modestia, José Emilio predijo erróneamente el supuesto olvido en el que caerían sus escritos después de su muerte, es que siguen reimprimiéndose sus poemarios y novelas, sus traducciones o aproximaciones como él las llamó. Así mismo, sus artículos de Inventario continúan suscitando interés e intriga por la lucidez de sus juicios y de su prosa deslumbrante. Según el propio José Emilio, el triunfo de todo poeta consiste en que al menos uno de sus poemas pase al anonimato, ya desprendidos del autor sus versos. ¿Quién no ha escuchado en las calles del México actual: «No amo mi patria./Su fulgor abstracto/es inasible» o «Mi único tema es lo que ya no está./Sólo parezco hablar de lo perdido./Mi punzante estribillo es nunca más»?
A diferencia de otros célebres profesores visitantes, José Emilio llevaba una vida monacal en Maryland. Rehusaba conceder entrevistas y apenas impartía conferencias salvo cuando la ocasión lo ameritaba. En College Park, el barrio en donde se ubica la Universidad de Maryland, su vida se repartía entre la enseñanza y el estudio.
Alejado del asedio al que seguramente era sometido en su México natal, José Emilio dedicaba la mayor parte de su tiempo, cuando no estaba enseñando o preparando clases, a la lectura y la escritura. Atraído a Maryland por su cercanía a la Biblioteca del Congreso, pronto descubrió los excelentes servicios que ofrecía la Biblioteca McKeldin, para uso de profesores y alumnos de postgrado en la Universidad de Maryland, y su sistema de préstamos con todas las bibliotecas universitarias del país y con la Biblioteca del Congreso. Miro la tierra (1987), Ciudad de la memoria (1990), El silencio de la luna (1996), La arena errante (1999), Siglo pasado (2000), Como la lluvia y La edad de las tinieblas (2009) fueron parcialmente concebidos en su apartamento de Berwyn House, en College Park, al igual que muchos de sus artículos para Inventario.
José Emilio era un verdadero profesional de la palabra. El día en que se anunciaba el Premio Nobel de Literatura se hacía con todos los libros escritos por el galardonado y al día siguiente entregaba sin falta la nota más lúcida dando a conocer los méritos del ganador.
En medio de la catástrofe del tiempo que todo lo destroza, José Emilio Pacheco en Maryland (1985 – 2007), publicado por Casasola Editores en 2015, es una muestra más de que José Emilio no ha caído y difícilmente caerá en el olvido. El pequeño libro presenta los textos leídos en el Instituto Cultural Mexicano como homenaje a su paso por Maryland.
Consta de tres ensayos. El primero, un breve panorama sobre la obra de José Emilio y su importancia en Hispanoamérica, escrito por Amelia Mondragón, quien también es autora de dos ensayos sobre el poeta mexicano.
Luego le toca la palabra a Saúl Sosnowski, el visionario que entendió el valor de tener a José Emilio como miembro del Departamento de Español. En sus líneas nos cuenta anécdotas hasta entonces desconocidas de cómo fue su acercamiento e insistencia para lograr que José Emilio llegara a la Universidad de Maryland. También nos presenta un hermoso recorrido a través de los poemas más emblemáticos del paso del escritor por la zona de Maryland, sobre todo por su flora y su fauna, y que reproducimos, junto a otros poemas también compuestos en Maryland, al pie de esta nota. Sosnowski termina uniendo la visión de espejo y cópula expuesta por Jorge Luis Borges en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» con la de guerra y cópula en el poema en prosa «La primavera en Maryland» de José Emilio, nexo irrefutable en tal aspecto, pues el poeta mexicano siempre profesó una gran admiración por el escritor argentino.
Quizás el ensayo más ambicioso de los tres sea «Eterno, luminoso José Emilio», de Hernán Sánchez Martínez de Pinillos. En él, el amigo y colega de José Emilio en la Universidad de Maryland, profesor de literatura española de los Siglos de Oro, aunque gran estudioso de la literatura contemporánea, asegura que no existe poeta que haya tratado con tanta naturalidad como José Emilio problemas morales, sociales y ecológicos.
¿Poeta metafísico de la otredad? También, y quizás sea Hernán Sánchez Martínez de Pinillos el primero que lo asegure, así como afirma que la poesía de José Emilio carga con el peso de la Historia, al tiempo que plantea una crítica del «Weltgeist» o «espíritu del mundo» de Hegel y del «pragmatismo cínico y brutal de Marx» (36). También lo llama poeta gnóstico, pues el espanto que «impone la impresión de ser arrojado a un mundo extraño está presente en muchos momentos de la poesía de José Emilio» (49).
El volumen concluye con unas breves palabras de agradecimiento por el autor de esta nota, quien le recuerda a José Emilio que el destino que vislumbró para sí mismo a lo largo de los años es refutado por uno de sus primeros poemas. Se trata del soneto «Presencia» de Los elementos de la noche, y dice así:
¿Qué va a quedar de mí cuando me muera
sino esta llave ilesa de agonía,
estas breves palabras con que el día,
regó ceniza entre la sombra fiera?
¿Qué va a quedar de mí cuando me hiera
esa daga final? Acaso mía
será la noche fúnebre y vacía.
No volverá a su luz la primavera.
No quedará el trabajo ni la pena
de creer ni de amar. El tiempo abierto,
semejante a los mares y al desierto,
ha de borrar de la confusa arena
todo lo que me salva o encadena.
Y si alguien vive yo estaré despierto.
Contra la fugacidad, contra el tiempo que todo lo corrompe y destruye, nos sigue hablando con su voz tan honda y lúcida el hombre que siempre llevó dentro un niño y que, con su inocencia y su perpetua sonrisa, seguirá ardiendo en la noche eterna y profunda del firmamento. Por eso, José Emilio Pacheco no ha muerto ni morirá nunca.
Selección mínima*
DOS POEMAS DE SLIGO CREEK
I. Arroyo
El arroyo de aguas clarísimas parte los bosques
en mitades de luz solar.
Se vuelven visibles
entre el silencio de las hojas.Nada anuncia bajo el reposo trémulo que en su interior
el sol ha gestionado la combustión
de los colores otoñales. Así,
estas generaciones de las hojas
se despiden del mundo.No hay belleza
como la de una hoja a punto de secarse
y caer al suelo
para que la tierra en donde sus restos van a ser vida
sea fecundada por la nieve.II. Escarcha
Escarcha, tul o nieve de plata
en las ramas de filigrana: los árboles
que fueron y serán
– a diferencia de nosotros.Es hora
de ponerse de pie y guardarse otro año
en el cuerpo que no da más.Orden cruel y perfecto de este mundo:
la simetría
de los cristales.
petrificados en el bosque muerto,
la nieve que será nube, el desierto
del ya me voy en silencio.De Ciudad de la memoria [1986 – 1989]
EL SAUCESe dobla el sauce sin quebrarse, toma
la forma impuesta por el viento que huye.Música del adiós, tiempo flotante
a la velocidad de vida y muerte.Resuenan en la hondura de la tarde
las desprendidas hojas sin retorno.
Amarga es la canción del árbol; mudo,
el otoño al hundirse en el crepúsculo.De Ciudad de la memoria [1986 – 1989]
LA DIOSA BLANCAPorque sabe cuánto la quiero y cómo hablo de ella en su ausencia,
la nieve vino a despedirme.
Pintó de Brueghel los árboles.
Hizo dibujo de Hokusai el campo sombrío.
Imposible dar gusto a todos.
La nieve que para mí es la diosa, la novia,
Astarté, Diana, la eterna muchacha,
para otros es la enemiga, la bruja, la condenable hoguera.
Estorba sus labores y sus ganancias.La odian por verla tanto y haber crecido en ella.
La relacionan con el sudario y la muerte.
A mis ojos en cambio es la joven vida, la Dios Blanca
que abre los brazos y nos envuelve por un segundo y se marcha.De El silencio de la luna [1985 – 1996]
BERWYN HOUSEEn silencio cae la nieve.
Arde la luz.
Vuelve a ser paraíso el mundo.De El silencio de la luna [1985 – 1996]
INDIAN CREEKMisteriosa abundancia de esta luz:
desciende entre los árboles y prende
el aire ya dispuesto para el otoño
como el que se disuelve bajo la hora incendiada.De El silencio de la luna [1985 – 1996]
RIVERSIDE DRIVEJuega con su amiguito en Riverside Drive.
(Han caído las bombas y ha terminado la guerra.)
Una tarde por fin lo invita a casa.
Ambos tienen cinco o seis años.
Nada saben de historia o geopolítica.
La madre le prepara el mejor sándwich
que ha probado en su vida.
El padre intenta ser no menos amable:«Conozco tu país.
Pasé una noche en Tijuana.
Éstas son las palabras que me sé de tu idioma:
puta, ladrón, auxilio, me robaron.»De La arena errante [1992 – 1998]
EN PRESENCIA DE LOS AUSENTES¿Quiénes serán Roy Millot,
Quintal Corbett, Dorothy Hammond,
Wilson Scott, Harriet Parker, los misteriosos
que vivieron antes aquí?
Cada semana llegan cuentas y cartas
que no abro nunca y devuelvo al correo.
Pero me intriga la coincidencia
de estar como ellos de paso.
¿Qué historias habrán vivido en estos dos cuartos?
¿Preservará el insondable espejo
vestigio o testimonio de sus caras?
Por lo demás no dejaron huella.Al fin de la otra semana
la persona que llegue al apartamento
se hará tal vez
preguntas semejantes en torno a mí.
Compartimos un sitio
al que no volveremos nunca en la vida.
Dejamos escapar entre sus paredes
un sector breve o largo de la existencia.
Fuimos navíos
que cruzan de noche y en altamar como en el poema
(aquí ya lugar común) de Longfellow.
Pero nunca jamás nos encontraremos.Como desde el nacer le decimos adiós a todo,
una vez más y siempre me despido.De Siglo pasado (Desenlace) [1999 – 2000]
EL VECINO DE ARRIBAEn una encantada torre,
por lo que sé vive preso.
CALDERÓN DE LA BARCA
La vida es sueñoEl vecino de arriba se pasea todo el día
Entre los muros de su encierro.
Cruje el edificio
Con la violencia inútil de sus pasos.
Se revuelca en el suelo.
Deja correr el agua como si abriera una presa.
Un minuto después suspende el acto
Y reanuda su andar en círculos.
Golpea las paredes de cartón-piedra.
Arroja cosas
Que saltan en añicos.Lo más terrible es el lamento incesante:
Muge, gime y aúlla
En un lenguaje incomprensible.
A veces pone música:
Tambores que repiten la misma nota obsesiva.No sé quién es ni lo he visto nunca.
Jamás sale a la calle.
No se atreve a acechar por la ventana.
Debe de haber personas que vean por él,
Lo alimenten, recojan la basura.Pasan semanas y el estruendo crece.
Se hacen más dolorosos los aullidos.Quiero irme de aquí cuanto antes.
Estoy casi seguro:
El vecino de arriba es Segismundo.Sin tener culpa alguna fue condenado
A esta prisión desde que abrió los ojos.
Y sin tregua protesta noche y día
Contra el crimen sin nombre de haber nacido.De Como la lluvia [2001 – 2008]
LA PRIMAVERA EN MARYLANDLa primavera en Maryland hizo pensar a Henry Adams que así debió de haber sido en la Grecia clásica. Al esplendor solar y vegetal, a la gloria de las flores y de las frondas que parecen brotadas de la nieve, contribuyen en gran medida los pájaros. Despierto entre su canto, bajo una sensación de dicha y paz. Su música, sus vuelos y colores disipan por un instante el horror del valle de lágrimas.
Hablo con el ornitólogo y me echa a perder la ilusión. Lo que veo es otro Auschwitz y una escenificación poética de lo que el hiperrealismo de las pantallas arroja como noticia de todos los días. El concierto no representa sino la trágica supremacía del más fuerte.
Estas aves, añade, se encuentran aquí porque son las vencedoras en una guerra de exterminio. Han hecho un largo viaje de ida y vuelta a este suelo natal a fin de regir en tiempo cálido los mejores lugares para comer, acoplarse, anidar y reproducirse.
Son tropas de asalto que han desterrado a la mayoría en campos de exterminio en donde no podrán alimentarse lo suficiente para emprender el vuelo de regreso. Se quedarán a morir en el exilio o caerán en la voracidad de las mareas.
Por obra de la ambición humana los lugares de hibernación desaparecen a gran velocidad. Se van estos refugios como se ausentan de la Tierra las abejas y las ranas. Si nada hacemos por frenar tales acciones no tardará en llegar un momento en que no existan primavera ni pájaros.
Mientras tanto los gorjeos que suenan a nuestro oído a manera de notas en un concierto, antes las aves son gritos de guerra que marcan su territorio y reclamos sexuales para atraer a su pareja.
Se desvanece el esplendor de la primavera en Maryland. El ámbito inocente de las aves se revela tan sórdido y violento como el nuestro. El mundo entero queda reducido a la guerra y la cópula.
De La edad de las tinieblas [2009]
COLLEGE PARK, MARYLANDEsas frondas también dicen adiós.
Las estremece un viento que llega ileso
Desde el pasado en este mismo instante.De Contraelegía [2009]
(*Selección autorizada por los herederos de la obra de José Emilio Pacheco)
Revista bimensual y digital que promueve las ideas, la creación y la crítica literaria. Fundada en 2004 por el escritor Sergio Ramírez