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La cueva del coyote (fragmento de novela)

29 noviembre, 2016

José A. Castro Urioste

– La cueva del coyote es una novela construida por un conjunto de relatos que se cruzan en un determinado punto. Entre ellos se encuentran la esterilización de mujeres sin que ellas lo autoricen, el parricidio como acto de benevolencia, la frustración sexual de uno de los personajes ante la frigidez de la esposa. Estas historias se vinculan con una de carácter policial, pues en la novela hay un crimen y un intento de investigación, sin embargo los detectives son antiheroes. Los relatos se desarrollan en diversos escenarios: un campamento minero, un barrio marginal cuyos habitantes son inmigrantes de la serranía, un prostíbulo, una zona rural. El titulo original de La cueva del coyote fue Historias de arena y bajo tal título fue finalista en el Premio de Novela organizado por el diario La Nación de Buenos Aires y la Editorial Sudamericana.


José A. Castro Urioste

-¿Y tú qué dices, Zegarra? – dijo el Capitán Guzmán antes de bajar del patrullero, el palito de fósforos dando vueltas en su boca-, ¿habrán carneado a alguien aquí?

Serían como las cinco y media de la tarde cuando los dos policías llegaron en un carro medio destartalado que levantaba una polvoreda hasta la punta del cerro. Cuadraron justo ahí, al frente de la posta médica, y algunos que andaban caminando se quedaron de curiosos.

-Todo se ve medio tranquilo, mi Capitán.
-Pero qué te tinca, Zegarra, qué te dice tu olfato.
-No me tinca nada. Si hasta parece que los vecinos han salido a chismear solo porque nosotros hemos llegado.
-Para mí que ha habido un crimen pasional -y el Capitán se sacó el palito de fósforos de la boca, lo partió con dos dedos.
-¿Franco? ¿Y de dónde saca usted eso?
-El olfato, Zegarra, el olfato. Y pasional de maricones.
-No sabía que tenía olfato para los maricones.
-¡Qué insinúas, huevón!
-Nada, mi Capitán, nada. ¿Pero usted cree que haya mariconería en este barrio que está a mitad del cerro?
-La hay hasta en la Policía del Perú. ¿O nunca te has enterado de esas historias? -el Capitán dio un escupitajo por la ventana, sintió que todavía una pequeña nube de tierra se colaba dentro del carro.
-De rato en rato he escuchado un chismecito por ahí.
-En fin, Zegarra, ahora vamos a ver quién tiene razón: tú o yo. ¿Quieres apostar algo?
-¿Le parece un par de chelas y un polvito en la Casa de las muñecas?
-Me parece. Yo voy a que hubo un crimen de maricas; y tú, a que no ha pasado nada.
-¡Hecho, mi Capitán!

Bajaron del patrullero. La gente seguía ahí, mirándolos. Los dos policías caminaban sin apuro. Total, pensó el Capitán y dio un escupitajo, si hay un muertito ya está frío y no tiene remedio; y si hubo un criminal, hace rato que salió corriendo hasta la punta del cerro. Entraron a la salita principal de la posta. El piso de cemento, un escritorio y un archivero grises, hechos de metal, de una pared estaba colgada la foto del presidente con su banda y su sonrisa de pendejo. Dos moscas volaban en círculos en medio de la sala. Zegarra miró la otra pared: había un almanaque del restaurante «El pollo pechugón». Era el mes de marzo. De pronto, de la otra puerta que estaba entreabierta escucharon algo que pareció un quejido, o un llanto. Los policías se miraron y el Capitán pensó que podría ganar la apuesta. Un polvo gratis en la Casa de las muñecas: no estaba mal, a quién se tiraría. Se acercaron a la puerta entreabierta. Las dos moscas igualito seguían dando vueltas en medio de la sala. El Capitán entró a lo que supuso sería el despacho del doctor. Vio a una mujer vestida de blanco. Estaba sentada en el piso, la espalda contra la pared, las piernas recogidas, con un llanto entrecortado que apenas se escuchaba, como si hubiera llorado a gritos por mucho rato y ya se le estuvieran acabando las fuerzas para eso. El Capitán notó que todo el cuerpo de la mujer temblaba al llorar. Pobrecita, pensó, salta como una epiléptica. Miró para el otro lado: había dos fulanos tendidos panza arriba, bañaditos en sangre.

-¡Me debes un polvo, Zegarra! – dijo el Capitán, y en su cabeza trataba de decidir a quién se tiraría: ¿a la Rita? ¿a la Vanesa? ¿o esa cuzqueñita que recién había llegado al burdel?

Entonces Zegarra entró al cuarto. Vio a la mujer de blanco. Debía ser la enfermera. La falda se le había corrido hasta medio muslo. Zegarra le miró el calzón. También era blanco. Le hacía juego con su vestidito y con sus medias, pensó.¿Todas las enfermeras se pondrían calzoncito blanco? ¿Quizás era una regla de los hospitales? Miró hacia donde había caminado el Capitán:
-¿Y quiénes serán esos dos? -dijo Zegarra.

El Capitán Guzmán se acercó al que llevaba un guardapolvo blanco. Se había quedado muerto con la boca completamente abierta y tenía unos ojos de carnero asustado. En la solapa derecha llevaba una tarjeta de identificación a la que habían caído unas gotitas de sangre.
-Éste era el doctor Gallardo -dijo el Capitán-. Quizás chambeaba aquí en la posta.
-¿Y el de terno?
-Aguanta, pue, Zegarra. Uno por uno.

El Capitán vio que el de terno tenía un corte en la entrepierna y otro debajo del pecho. Todo abierto como una res. Está jodido morir así, pensó. Luego le revisó los bolsillos interiores del saco. Una cajetilla de Malboro, un encendedor de plata. Tanteó los pantalones y allí encontró una billetera; la abrió, la revisó.
-Suárez apellidaba éste. Y de Lima parece -. El olfato se le encendió: ¿qué hacía ese señor tan elegante en esa posta de mala muerte?-

Zegarra se le acercó. Miró de cerca al finado.
-Bien bacán su terno, ¿no?

Con la punta de los dedos tocó la tela del saco, de los pantalones.
-Éste sí que es casimir fino, mi Capitán. Lástima que esté con tanta sangre porque todas esas manchas ya jodieron la tela. Y ahora, ¿qué hacemos?
-Habrá que llevar a esa mujer al hospital -y el olfato le seguía hablando, advirtiendo.
-Parece que se ha loqueado, ¿no?
-Del todo.
-¿Y con los finados?
-Ya están muertos, pue, Zegarra. ¿Qué carajo quieres hacerles?
-No sé. ¿Y usted cree que haya sido un crimen pasional?
-Eso está más claro que el agua.
-¿Y cómo lo sabe?
-Porque me huele que eran un par de maricas, y uno de ellos quería abandonar al otro. Entonces el despechado mató al que quería terminar el noviazgo, y luego se suicidó por amor.
-¿Usted me está hueveando, no Capitán? ¿Llamo a una ambulancia para que se lleven a la enfermera?
-Sí, llámalos nomás. De paso diles que nos traigan un par de chelas para que empieces a pagar tu apuesta.
-¿Prefiere Cristal o Pilsen?
-Pilsen, pue, Zegarra, Pilsen.
-¿Y qué le parece si hacemos una segunda apuesta?
– ¿Qué? ¿Te ha gustado perder? A ver, ¿qué carajo quieres apostar ahora?
-Sobre quién fue el pendejo que dejó finados a estos dos.

El Capitán sonrió. Abrió la billetera del muerto que apellidaba Suárez, sacó parte del dinero, y lo dividió con Zegarra.
-Toma -le dijo-, para que te ayudes a pagar lo que me debes, y dejes de apostar huevadas.

La enfermera seguía con su llanto de epiléptica. Zegarra aceptó la plata, la contó, se la metió al bolsillo.
-Pero deme la revancha, ¿no?
-Esa revancha está bien jodida.

El Capitán tanteó uno de los bolsillos del pantalón del doctor Gallardo. No había nada ahí.
-Así que me tiene miedo a una segunda apuesta.
-¿Miedo? ¿No te das cuenta que nadie va a averiguar quién mató a ese par?
-Pero mi Capitán…
-Ya no me jodas, Zegarra. Mientras menos sepamos, en menos problemas nos metemos.
Nunca se sabe qué hay detrás de un huevón con casimir fino.

Zegarra se rascó la cabeza. Le volvió a mirar el calzón blanco a la mujer que seguía con su llanto y su tembladera. Estaba buena esa hembra, pensó. El Capitán tanteó el otro bolsillo del pantalón del doctor Gallardo. Encontró la billetera, la abrió: estaba casi vacía. Se notaba que ése tenía un trabajo en una posta médica de mala muerte, y el otro en Lima. ¿En qué chambearía ese fulano que andaba tan bien vestido? Zegarra se encaminó hacia el patrullero para llamar la ambulancia. En la sala principal las dos moscas seguían volando en círculos.

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Escritor peruano, nacido en Montevideo, Uruguay, 1961.
Estudió Literatura en la Universidad Mayor de San Marcos y Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad de Lima. Se doctoró en en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Pittsburgh.

Ha publicado A la orilla del mundo (teatro, 1989), Aún viven las manos de
Santiago Berrios (noveleta, 1991), Ceviche en Pittsburgh (teatro, 1999), ¿Y tú que has hecho? (novela, 2001), De Doña Bárbara al neoliberalismo (crítica literaria, 2006).

Ha co-editado los volúmenes Dramaturgia peruana (1999) y América nuestra, antología de la narrativa en español en Estados Unidos (2011).

Ha sido dos veces finalista en Letras de Oro -con su obra Ceviche en Pittsburgh y con el libro de relatos Desnudos a medianoche- y también en el Premio de Novela La Nación-Editorial Sudamericana, con Historias de arena.

Es catedratico de Literatura Latinoamericana en Purdue University-Calumet y reside en Chicago.