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A la mesa con Rubén Darío

26 enero, 2017

Edgardo Rodríguez Juliá

– La trinidad de personajes inmiscuidos en este breve comentario relacionado a la gastronomía, es por demás atractivo; por un lado Edgardo Rodríguez Juliá -autor del texto, elogia agradecido la escritura del libro A la mesa con Rubén Darío, de Sergio Ramírez, fincada en los sibaríticos gustos del poeta nicaragüense por antonomasia, cuando de comer se trata. Por otra parte Ramírez se asoma con los bártulos de la sinestesia, para mostrar esa faceta del Darío “gourmand” o “gourmet” que lo descubre humano a más no poder.


Este magnífico libro del buen amigo Sergio Ramírez será algo más que una entrada en la extensa bibliografía de Rubén Darío. Se ocupa de dos pasiones del poeta, es decir, la buena mesa y la crónica como estimable género literario, cómo ésta informa sobre aquella, cómo el buen comer provocó el arte descriptivo y narrativo del poeta. En este libro, cuya lectura resulta en salivación y deleite, hay muchas insinuaciones que terminan en interrogantes, datos nada escondidos aunque sí misteriosos, como corresponde a lo que llega a convertirse en la caracterización de un temperamento genial, siempre esquivo, donde debemos adivinar el perfil, la semblanza, entre anécdotas, escritos y recetas, ahí entre los “cacharros”, como lo quiso la santa.

Por ejemplo, siendo Darío un bebedor de gustos exquisitos, y que en el “venga más” también fue alcohólico, nos preguntamos en qué proporción el poeta fue un mero tragón, o comelón, un gourmand, y en qué medida, y de qué manera, también fue un gourmet, es decir, alguien que no solo tiene gusto por la comida sino que también se deleita con ella. La definición de la buena mesa y su disfrute, con ese trasfondo de la mera adicción a la comida, está insinuada en esta extraordinaria sentencia del poeta: “En la mesa se espacia el espíritu, se ensancha la imaginación. Antes de llegar al precipicio Borrachera, está el jardín Alegría”.

Y es que Rubén Darío viaja a Francia justo en el momento cuando la comida francesa se convierte en arte depurado y mayor. En la “belle époque” esa cocina deja atrás sus comienzos rurales, ya de por sí complejos, hasta alcanzar un refinamiento gustativo que le da fama y establece norma para el mundo entero. Hacia esos años, nos señala Sergio Ramírez, “la cocina ha sido declarada la décima musa, a la que Brillat Savarin da el nombre de Gasterea: la musa que preside los deleites del gusto.”

Pero lo que más sorprende de este libro son los datos algo insólitos, y que testimonian un gusto por la buena mesa desde los años de formación del poeta en León. El poeta reconoce el gran refinamiento de la cocina francesa precisamente porque en su patria chica y pobre se cocinaba con gran arte. En 1851 Garibaldi —durante su segundo exilio— se alojó  en León en el hotel El León de oro, de Giuseppe Tuzzo, soldado y cocinero del propio Garibaldi. Posiblemente en el restaurante de ese hotel se creó una receta de tallarines con pollo que se convirtió en parte del recetario nicaragüense y favorita de Darío. León, como podemos ver, era una ciudad, como tantas nuestras, plantada en la ruralía, pero con ambición cosmopolita.

Para Darío la buena mesa siempre exige una ética que podríamos aplicarle a la cocina actual, tan inclinada al “fast food” o las extravagancias de lujo. Nos dice el poeta: “Hoy se come de prisa y mal, pues los mismos cocineros, con singular excepciones, no se preocupan por la exquisitez de platos y los hacen como una máquina, sin reflexión ni amor.” Ese “amor” y esa “reflexión” la pagamos hoy día a razón de doscientos dólares la pareja en restaurantes de lujo. En los años parisinos de Rubén Darío los chefs todavía eran honrados cocineros; hoy son celebridades con estilos, firmas y hasta marcas. Quizás fue en esta época, con los patos numerados de la Tour d’Argent, cuando comenzó más que el arte de la buena mesa la mixtificación del comer costoso.

Pero Rubén Darío jamás olvidó sus raíces pueblerinas. Hasta podríamos decir que se da en él cierta disyuntiva que identificamos con el señor adúltero de todas las épocas. Con su mujer —hoy se llamaría compañera—, Francisca Sánchez, disfrutaba de platos nicaragüenses y españoles tradicionales, como los llamados “huevos al plato” con chorizo de Ávila y jamón serrano. En los restaurantes de gran postín se deleitaba con lo exótico y refinado, como las guineas, el chapon de pintade farci au boudin blanc et foie de volaille.  lo hogareño y lo evocativo se lo preparaba Francisca; lo refinado se lo preparaba algún chef notorio con bigotes de manubrio y puntas al ojo. Sería como una transposición metafórica de la erótica de todos los tiempos: la mujer para el gusto placentero aunque hogareño, la amante como ocasión para la perversidad.

Algo que no sorprende, en las citas que hace Ramírez de los escritos gastronómicos de Darío, es la gran capacidad del cronista modernista —justo lo mismo que en Martí— para la descripción. En la Crónica Málaga II, de 1904, nos presenta este bodegón barroco que hubiese emocionado a ese otro gran degustador de mercados, y me refiero a Alfonso Reyes: “Se compran en las dulcerías y confiterías las sabrosas cosas miliunanochescas o monjiles, hechas de harinas y mieles, y cuya nomenclatura regocijaría a pantagruélicos abates: turrones y mazapanes, pestiños, roscas, tortas de aceite y manteca, y entre cientos otros, los polvorones de Estepa y Lanjar, los alfajores exquisitos y golosinas de almendras y azúcar que se deshacen inefablemente en el paladar”. Aquí el narrador y cronista nos revela esa especificidad de los grandes poetas, la capacidad para lo concreto que tanto estimaba Antonio Machado. Es una descripción deleitosa que culmina con la manera en que todos esos dulces se deshacen en la boca.

Los curas tragones y sibaritas, galdosianos, como el Nicolás Rubín de Fortunata y Jacinta, también tienen su protagonismo en el libro. La alimentación en exceso, la tragonería, se convierte en remedio perverso para los votos de castidad.

Se nos insinúa, por supuesto, la relación del disfrute de Darío por la buena mesa con el trasfondo de los llamados “paraísos artificiales”; la “belle époque” fue la primera gran época de las adicciones, justo por el descubrimiento en las colonias de substancias hasta entonces desconocidas por las droguerías europeas. Su alcoholismo, el consumo del terrible ajenjo, la novedad de vinos fortificados con coca, testimonian no sólo su temperamento sino su momento histórico. En Darío su gusto por la comida no estaba muy lejos de esa enfermedad de la voluntad que es la adicción.

En las Islas Baleares, lugar que luego exploraría Walter Benjamin, también en los linderos de la borrachera y la adicción, Darío siente la nostalgia de esa cocina nicaragüense que he testimoniado en varias crónicas, y que el propio Sergio Ramírez ha recopilado en su libro Lo que sabe el paladar, Diccionario de los alimentos de Nicaragua. Entre los platos más añorados está la sopa de albóndigas, o el  sancocho como variante de la olla podrida española.

En su Diccionario de Italia, Darío nos deleita con esa descripción que no por rebuscada —a modo de la luna en el Romance Sonámbulo de Lorca— resulta menos bella: “bajo una parra cargada de racimos de unas uvas claras que invitaban a hacer la experiencia del sátiro mallarmeano: chupar el jugo, soplar en el pellejo vacío, y a través de la cápsula transparente, ¡mirar el sol!…”

A todo esto, su gran interlocutor literario en el disfrute de la buena mesa es, por supuesto, Alejandro Dumas, padre, quien no era solamente un cocinero algo teórico, como Darío, sino alguien que sabía ponerse el delantal y afilar los cuchillos.

Muchas veces su sensualidad es capaz de evocar, mediante las frutas y los mariscos, el asombroso cuadro de Courbet titulado El origen del mundo. El gusto por la buena mesa invoca los placeres de lo que él llamaría “tálamo” y Machado cama. Nos dice: “Muestra el sexual higo dos labios entreabiertos”.

Encontramos en Rubén Darío  el mismo gusto evocativo, y a la vez extático, del Oller impresionista por los nísperos y las piñas, las guayabas y las guanábanas. Es como si la cornucopia del trópico, luego del regreso del exilio francés, se hubiese vuelto exótica, extraña, a través de la evocación. Es una recuperación sentimental en que la mirada se embelesa, se fija con  extrañeza. Estos bodegones son señas de una identidad recuperada.

Otras nostalgias gustativas son menos sutiles: Una y otra vez Darío elogia los frijoles fritos en manteca de cerdo, acompañados del queso frito, plato que evoca texturas similares con los garbanzos fritos y el queso blanco para freír de la cocina antillana. En el centro de la evocación de su gusto, regusto, está, por supuesto, la asesina fritanga, esta vez a la antigua, como se cocinaba el arroz blanco de nuestra infancia, es decir, con manteca de cerdo El Cochinito.

La segunda parte del libro se llama Recetas Darianas, en que quizás lo más cercano a los orígenes gastronómicos del poeta sea lo más provechoso, ello así en todos los sentidos. Las morcillas, o morongas —mala palabra en Puerto Rico— también son elogiadas por otro poeta nicaragüense, José Coronel Urtecho. Estas son hechas a la manera nuestra, con la tripa, la grasa del cerdo y su sangre, también el arroz. Nos asegura Coronel Urtecho: “sino más bien en cierto modo superiores (a las españolas) combinadas con telilla del mismo cerdo y con granos de arroz que les dan consistencia y mejoran su gusto.”

Pero quizás este elogio de la sensualidad refinada y la voracidad fondera se centra en ese plato nacional nicaragüense que intenté describir en mi libro más reciente, Breve historia de mi tiempo urbano. El Nacatamal se parece, en su textura, al pastel de masa nuestro. Pero hasta ahí el parecido. El nacatamal es confeccionado con maíz blanco y en Nicaragua se come hasta en el desayuno, lo cual no extraña por su confección a base de maíz. Decía Alejandro Tapia y Rivera en Mis memorias que él apreciaba lo propio sin ser mofonguero, haciendo alusión a ese plato centenario que con los años, y en la medida en que se ha ido simplificando, se ha convertido en una especie de religión menor puertorriqueña, casi “marca” nacional. Rubén Darío tampoco era nacatamalero, aunque su aprecio último fuera para aquella cocina compleja, y a la vez rústica, que conoció de niño. Francia y sus refinamientos lo sedujeron como igual lo cautivaron los cisnes, es decir, más con el asombro que con la fascinación, por lo que su cocina serviría para distinguir entre lo favorecido por la época y lo favorito de sus recuerdos.

Gracias, Sergio, por entregarnos este libro de investigación y deleite, donde nos regalas, a través de los escritos del poeta y tu propia cultura gastronómica, a un Rubén Darío casi inédito, o sea, el cronista de su propio gusto, de sus apetencias, de sus descubrimientos y nostalgias.

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Inicia como escritor en 1973, después de obtener el tercer premio en el certamen anual de cuentos del Ateneo Puertorriqueño. Surge durante la generación setenta cuando da a la luz su primera novela La renuncia del héroe Baltasar 1974. Originario de Río Piedras en Puerto Rico donde nació un 9 de octubre de 1946, Edgardo pasó su infancia en la población de Aguas Buenas.

Estudió Humanidades, con énfasis en Estudios Hispánicos, e hizo la maestría en Madrid en el Programa de la Universidad de Nueva York. Actualmente es catedrático jubilado de la Universidad de Puerto Rico. Ha publicado, al menos, una decena de novelas, un libro de relatos y dieciséis libros de crónicas y ensayos. Obra que le ha significado ser considerado uno de los más sobresalientes escritores puertorriqueños.

Desde 1999 Rodríguez Juliá es miembro de número de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, adscrita a la Real Academia Española. En 2006 fue nombrado Profesor Distinguido en el Conservatorio de Música de Puerto Rico. Es Escritor Residente de la Universidad del Turabo desde 2007. Ha tenido a su cargo cursos de Composición Literaria y un curso graduado sobre Literatura Antillana en la Florida International University.

Hasta junio de 2010 dirigió la colección Antología Personal en La Editorial, Universidad de Puerto Rico, así como la revista La Torre de la misma institución. En junio de 2011, impartió en la Universidad de Guadalajara la prestigiosa cátedra Julio Cortázar, presidida por los escritores Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez.

En 1974 publicó su primera novela, La renuncia del héroe Baltasar. Su segunda La noche oscura del Niño Avilés, aparece en 1984 y fue publicada en francés por Ediciones Belfond bajo el título Chronique de la Nouvelle Venise (1991). El libro de relatos Cortejos fúnebres es de 1997. En 1986 recibe la Beca Guggenheim de Literatura. Con la novela Cartagena fue primer finalista del Premio Planeta-Joaquín Mortiz 1992. Publica El camino de Yyaloide, ed. Grijalbo, 1994. En 1995 gana el Concurso Internacional de Novela Francisco Herrera Luque con Sol de medianoche, también galardonada con el Premio Bolívar Pagán del Instituto de Literatura de Puerto Rico en 2001. El entierro de Cortijo fue traducido al inglés en 2004 por Duke University Press con el título Cortijo’s Wake, y en 1991 al francés por Éditions L’Harmattan con el título L’enterrement de Cortijo. En 1997 la editorial Four Walls Eight Windows de Nueva York publicó la traducción al inglés de La renuncia del héroe Baltasar (The Renunciation). Bajo el título San Juan, Memoir of a City. En 2007 The University of Wisconsin Press publicó la traducción al inglés de su guía literaria de San Juan: San Juan, Ciudad Soñada. Su novela Mujer con sombrero panamá, 2004, ed. Mondadori en 2004, fue premiada por el Instituto de Literatura Puertorriqueña. Sus más recientes creaciones novelísticas son: El espíritu de la luz (San Juan: Editorial, Universidad de Puerto Rico, 2010) y La piscina (Buenos Aires: Corregidor, 2012). Además, ha publicado los siguientes libros de crónicas y ensayos: Las tribulaciones de Jonás, 1981; El entierro de Cortijo, 1983; Una noche con Iris Chacón, 1986; Campeche o los diablejos de la melancolía, 1986; Puertorriqueños, 1988; El cruce de la Bahía de Guánica, 1989; Cámara secreta, 1994; Peloteros, 1997; Elogio de la fonda, 2000; Caribeños, 2002; Mapa de una pasión literaria, 2003; Musarañas de domingo, 2004; y San Juan, Ciudad Soñada, 2005. En 2009 publica con Beatriz Viterbo de Argentina la Antología Personal de crónicas La nave del olvido. Para 2012 publica el libro de ensayos Mapa desfigurado de la Literatura Antillana, ed.Callejón.