Ileana Rodriguez
Ileana Rodriguez

Contemplar lo escrito-meditar lo leído

29 enero, 2017

Ileana Rodríguez

– El nombre de Juan José Saer resuena en cualquier estudioso de la literatura latinoamericana pero uno no necesariamente lo lee, como no lee uno tantos otros libros recomendados por los amigos y colegas. Yo llegué a El limonero real por casualidad. Lo andaba leyendo mi colega-buena-amiga Laura Martins cuando vino de visita hace unos meses a Nicaragua. El título me recordaba el de una película que también ella me había recomendado, El sol del membrillo de Víctor Erice, que me pareció poética también. Ambos, literatura y cinematografía, se contrapunteaban en torno a la luz de un árbol, una fruta, membrillo o limonero. Entonces lo abrí y leí:


Juan José Saer

AMANECE Y YA ESTA CON LOS OJOS ABIERTOS.  Parece no escuchar el ladrido de los perros ni el canto agudo y largo de los gallos ni el de los pájaros reunidos en el paraíso del patio delantero que suena interminable y rico, ni a los perros de la casa, el Negro y el Chiquito, que recorren el patio inquietos, ronroneando excitados por el alba, respondiendo con ladridos secos a los llamados intermitentes de los perros lejanos que vienen desde la otra orilla del río (7)

Quedé completamente prendada—besotted es la palabra en inglés—porque el libro resonaba en mi interior: abrir los ojos y escuchar ladrar los perros del otro lado de la tapia, los gallos, los pájaros en el mango, ver clarear la mañana bajo la luz del alba: amanece y ya estoy con los ojos abiertos, atenta al canto de los animales que me acompañan.  Laura me había traído unos aretes que le gustaban mucho y en los que admiraba el reflejo de la luz.  “Te los cambio por el libro de Saer,” le propuse.  No respondió.  No quería hacerlo.  Me dispuse a comprarlo.  Era carísimo.  Desistí.  Desistí un momento, recapacité, lo conseguí, lo leí, quedé más prendada aún—besotted.

Sosteniendo el libro entre mis manos, lo leía línea a línea despacito, como haciendo el amor; luego, lo dejaba reposar en mi regazo mientras contemplaba mi jardín de primor.  Me recordaba al Rulfo de aquel cuento “No oyes ladrar los perros,” a Pablo Antonio Cuadra de los Cantos de Cifar dejándose llevar de la música y del viento, pero también a Juan L. Ortiz, el poeta entrerriano que me presentó la misma Laura en un su ensayo “Las florcitas salvajes: Gustavo Fontán sobre/con Juan L. Ortiz (consonancia sutil amorosamente construida),” (LASA 2012)—ensayo que también enamora, como lo hace el río, el poeta, la vida rural, la ruralía de ese Ortiz que Saer consideraba el más grande poeta argentino del siglo XX y que precisamente vive entre ríos y habla de la ruralía en su justa, sencilla y abonada palabra.  Así mismo Saer:

Empezar cada día con el sol, subiendo despacio, hasta pegar de firme y derecho como cuando veníamos por el camino en dirección al almacén de Berini…. Hay cómo le puedo decir sol únicamente y no luz porque usté mira alrededor y ve todo envuelto en un aire de un blanco que tira a gris….  Después de tanto marchar tengo los ojos mojados como si me hubiesen estado saltando las lágrimas.  Ha de ser por eso que veo todo medio borroso (95).

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Blanco que tira a gris! Ojos mojados por el salto o asalto de las lágrimas! Mundo emborronado, borroso!  Me fui al mapa a buscar su pueblo,  Sarodino, pequeño, de apenas 3,375 habitantes hoy, y encontré Jinotepe, el mío propio; busqué también Colastiné, pueblo isleño, en la provincia de Santa Fe, su ‘zona’ a la que vuelve en una recursividad narrativa, memoria circular, redundante, con una prosa trabajada con primor de orfebre, gran pulcritud en la descripción de espacios de ese llamado Litoral, territorio santafesino, fijación del paisaje, contemplación del río, anécdota repetitiva  y minimalista, manufacturada durante nueve largos años de meditar la letra que deben de haber sido de intenso placer también para el que escribe, perdido en la contemplación de unos isleños de “piel tostada y endurecida por años de intemperie” (35), durante un largo día de fiesta.

Claro, Juan José había nacido ahí, en la insignificancia  rural, en 1937, pero vivió largos años en Paris, de 1968 hasta el 2005, treinta y tres años, fecha en que murió y desde ahí vivió la lengua que oyó tempranito y no olvidó, lengua que oímos repetida en El limonero real tal cual, con su escritura fonética, su habla sin puntuación, con esa flema que tan bien viene al ritmo humano, mesura que en la prosa es a la letra lo que la melodía al canto, lo más difícil, sin prisas, sin grandes dramas, o con dramas grandes vividos en silencio, en el retiro del rancho, tras la cortina de cretona donde ella “despierta…aunque no habla ni suspira ni se mueve…ella o bien simula dormir, o bien quiere creer que duerme todavía, o bien cree de veras que sigue durmiendo y que todavía no ha despertado y que recién despertará cuando él se levante y salga de la cama” (7)—silencio tenaz por la muerte del hijo, seis años ha, ella en severo duelo y por eso él dice que “a los muertos hay que rechazarlos más vea que a la bosta” (94), y “que más vale empezar cada día junto con el sol aunque sepamos que las ánimas andan vea olfateándose en el infierno” (95).

Drama sordo, sólido, de piedra, como el de los que viven en esas rancherías de “paredes blancas fosforesciendo entre la hojas, ásperas, con resplandores [que] nimban sus bordes y se corren manchando la oscuridad” (67) cuando entran en el círculo de sol.  Tras ellas se verá doblar el vestido verde de Rosita una y otra vez ante la mirada de Wenceslao—Rosita, hija de su cuñada, hermana de ‘ella’, su esposa en estado de espasmo; Rosita, la hija de Rogelio, su hermano del alma con el que va a beber vino a lo de Berini y con el que va a traer el cordero y lo degüella y lo vacía y lo cuelga y lo asa después de prender el fuego con meticulosidad filosófica, en esas celebraciones que aprendió Saer en Serodino o Colastiné, desde Paris, oliendo y respirando el humus de esa lengua suya, para hacer de él uno de los más importantes escritores en lengua castellana, sus libros anotados en la lista de los 100 mejores escritos en ese idioma en el siglo.

el-limonero-real-juan-jose-saerEl limonero real aparece al final del relato pero no es el árbol insignia del mismo: lo es el paraíso, frondoso y floreció, a cuya sombra ubicua vive la novela. Cunde también el río, presencia perenne, húmeda, por la que se transita—geografías locales que nos unen y conectan en un universal en el que en un momento de sueño o ensueño, el personaje imagina turgencias sobre la superficie lisa, sin arrugas del agua donde emerge una islita y otra y otra más hasta que toda el agua se llena de islas que crecen y que serán isletas vivibles como las del gran lago Cocibolca de Granada, Nicaragua; solo que estamos en Santa Fe, provincia Argentina.  Y ahí se trata de hacernos ver cómo es que vive esa gente, cómo y de qué habla, y es precisamente en el detalle narrado con un vocabulario a propósito estrecho y de invención donde está el detalle, palabras suplemento de la lengua, nombres de origen adjetivo o verbal—‘rotoso,’ ‘argentear,’ ‘pringoso,’ ‘cabrillear’ ‘amonticulado’:

El patio delantero es “adelante.”  “Atrás” hay naranjos, mandarinos y limoneros plantados a tresbolillo, y paraísos y  una higuera, y debajo de uno de los paraísos una chocita endeble que es el excusado.  Sostenida por travesaños y puntales de madera, una parra cargada de hojas y de racimos que ya negrean forma una techumbre apretada…. Hay tantos árboles que desde el fondo del patio el rancho apenas si se vería.  Durante treinta años Wenceslao ha trabajado esa tierra con sus propias manos, ha cuidado los árboles, podándolos y curándolos de plagas y enfermedades, ha orientado paciente la parra con puntales y travesaños para que forme cada verano esa techumbre entretejida de hojas y racimos (9)

Exactamente de la misma manera, oriento yo la parra del ayote para que no se enrede y mate a limoneros, mandarinos, naranjales.  No hay nada artificioso en este lenguaje tan simple pero tan trabajado con empeño de orfebre palabra por palabra, como quisiera hacerlo yo.  Se nota esto en la calculada sobriedad del lenguaje, en el buscar con atención el vocablo que corresponda preciso a cada descripción para así crear una atmósfera que se va a sostener a lo largo y ancho del relato.  En todo momento y toda instancia el árbol se llamará paraíso, nunca estará metaforizado, igual el río, el amanecer y ella en su mutismo empeñoso.   El sentido es de una continencia ante lo conocido y cotidiano, ante la diariedad de esos personajes que se mueven en esos espacios siempre iguales y entre esos sentires y afectos idénticos siempre también.  No habrá sorpresas y si las hay serán causadas por los entramados de la luz y la indirección que causa el irrumpir del sentimiento en forma luminosa o sombría:

No sólo se ha reducido: se ha desvanecido también de golpe en la niebla y su corporeidad consiste ahora en unas manchas oscuras que relumbran húmedas y se mueven transformándose, incesantes.  Parecen la figura de un hombre vista a través de un vidrio empañado.  Después las manchas avanzan, adelantándose, moviéndose, atraviesan la envoltura húmeda y mordiente de la nada, y cuajan otra vez, después de metamorfosearse varias veces y vacilar, en la figura de su padre…. [quien] Va poblando el reducido universo corpóreo y errátil con otros objetos que saca de la nada y que van encontrando su lugar en el sistema cerrado que constituyen.  Después agarra el palo y una bolsa de lona que cuelga de su hombro y tercia sobre el pecho.  Guarda el bulto envuelto en el trapo sucio y otros paquetes, hecho con papeles de diario, dentro de la bolsa, y se tercia también la escopeta en sentido contrario a la bolsa…. En su lugar queda otra vez la niebla cerrada, la miríada de partículas blancas húmedas que han devorado la masa roja de lo que ellos llamaban “la canoa” (15).

La luz, la sombra, la figura, lo relampagueante, luminoso, borroso, lo que se perfila apenas a lo lejos por un ojo que no puede distinguir, entre la bruma húmeda de la niebla del río, la figura, el perfil que siempre va a aparecer como mancha a través de un vidrio empañado o de un cristalino del ojo emborronado por las lágrimas o el limo del río al sumergirse en él.  Y lo mismo los objetos, trampas, nutrias, corderos, cuchillos, canoa, bulto, trapo, papeles, escopeta que son los utensilios de la vida del que vive de la caza y de la pesca; sin que falte la figura literaria que nos deslumbra por su sencillez, la “envoltura húmeda y mordiente de la nada,” “el reducido universo corpóreo y errátil,” “las partículas blancas húmedas que han devorado la masa roja,” “refulgencia que se apaga,” “mancha rojiza que se aviene a la opacidad vaga del resto’, “aguas intactas tostadas por un sol joven,” “sombra que oscurece el agua” en “argéntea impasibilidad.”

Contar la historia a través del juego de luz y sombra es hablar con colores y narrar con formas y siluetas; contemplar lo humano en el momento que cae “bajo el dibujo de luz y sombra que proyecta la parra” (28), en medio de los sonidos del viento y de las voces disgregadas “chocando contra la luz solar expandida sobre el claro donde quedan todavía los grumos secos de la regada de la tarde anterior” (28).  Así, acomodados en el juego de esferas de luces y sombras, esos seres curtidos por el sol alcanzan lo poético rodeados de “una esfera todavía más grande de luz matinal,” esa que empieza a “recalentar la tierra que no ha tenido tiempo durante la noche de enfriarse del todo después de la resolana del día anterior” (31).  Bajo esa atmósfera de belleza narrada viven y se abrazan y nutren unos personajes que “Parecen ignorarse, uno al otro, pero sin furia ni irritación: más bien como si la larga convivencia los hubiese ido cerrando tanto a cada uno en sí mismo que ponen al otro en completo olvido” (30).

Se diría que toda la organización pende de una luz que en el campo sube perpendicular a lo alto del cielo y reduce mansamente la sombra, misma que a ratos permanece quieta arriba mientras los rayos de un sol al rojo blanco destella la tierra chocando “contra las cosas, penetrando con incisión sorda la materia que cambia en reposo aparente; la luz llevará por el aire el reflejo de los ríos y de los esteros y lo proyectará sobre el camino de asfalto que corre liso hacia la ciudad creando ante los ojos de los viajeros espejismos de agua” (35).

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La luz ordena los cuerpos en el espacio, ya sea que los divisa reducidos por la distancia o que los  “ve” con los ojos cerrados, “como cuando “ve” cómo el líquido oscuro, lleno de reflejos morados, disminuye en el interior de la botella de vidrio verde…. de un modo borroso” (64-65).  Ver y no ver, por eso las comillas, o ver por un instante, o creer ver organizando el ojo el fugaz fragmento antes de dispersarse, perseguirlo con la mirada parsimoniosamente entre lo violáceo y lo amarillento, entre las ramas de los árboles manchados por una luz centrífuga, o la de brillo apagado, salpicado de humedad, ahora luz solar, rojo blanco; ahora sombra veteada por las ramas; ahora volúmenes amarillos suspendidos en la fronda de los árboles reposando sobre las ramas.  Luz horizontal o vertical, desde arriba o desde abajo, meditativa como cuando ve a dos hacer el amor hablando de la claridad que entra por las rendijas:

Abre los ojos y ve los diminutos filamentos de luz que se cuelan a través de las hendijas del tejido de paja del sombrero. Son unas rayas delgadas de luz que acaban con un destello en cada extremo…. Ahora son las partes borrosas del conjunto lo que “ve”…como si el núcleo brillante se hubiese empañado, empastando y borroneando las figuras y los sonidos borrosos lo que “oye”, pieles quemadas por el sol que se convierten en manchas” (65).

Así mismo ve el verde del vestido que se esfuma en el momento en que costea la pared blanco fulgente y el descolorido vestido de Rosita que ha ido adelgazando con las lavadas hasta diluir sus florecitas azules y dejar entrever sus piernas en su transparencia.  Ese es el uso de la luz que disminuye y se disipa en la oscuridad o se abrillanta con los rayos perpendiculares de un sol rojo blanco y en sus entreveres puede divisarse porciones de paredes relumbrantes o amarillosos techos de pajas, tersa intensidad, luz que se convierte en agua, en cortina oscura, líquida, murmurante de un río que se alisa, se arruga, traga, se cierra sobre el cuerpo y “va dejando una estela que apenas si turba la superficie dorada, lisa” (79)

El limonero real entrama la memoria circular de un tiempo detenido en el trauma de la muerte de un hijo y en el recuerdo que ese hijo trae al padre, pájaros que gorjean, chapoteos de un chapuzón en el río, trazos de memoria que vuelven a comenzar de repente para organizarnos una historia en sus continuidades y discontinuidades, “Amanece.  Y ya está con los ojos abiertos,” frase que nos sorprende gratamente porque parece llevarnos de nuevo al mismo lugar en medio del lugar, principio del relato de nuevo, donde el tiempo fluye y se encolocha desde estas discontinuidades para reconstruir con perseverancia obsesiva de nuevo toda la historia que en un momento resume en un presente perfecto por si acaso el lector ha olvidado algo:

Amanece y ya está con los ojos abiertos.  Se ha levantado, ha dejado sacudiéndose después de atravesar la cortina de cretona descolorida que separa el dormitorio de lo que ellos llaman el comedor, ha sido recibido por los perros al salir al patio, ha recordado, mientras orinaba en el excusado, como todas las mañanas, de un modo fugaz, como si el acto de orinar tuviera una correlación refleja con ese recuerdo, la mañana de niebla en que puso por primera vez los pies en la isla, en compañías de su padre….

La frase nos sorprende cada vez que la encontramos, por lo que repite y por lo que añade y porque así con cambios verbales del presente, al pasado, al presente perfecto nos va llevando de la mano hacia el río: “Amanece…”

Post Scriptum

Saer se permite intercalar un cuento infantil casi al final del relato.  Debía de haber sido editado porque poco tiene que ver con el resto del relato; caída indulgente del autor que ha sido comparado con Joyce y que sin duda está emparentado con su contemporáneo Robbe-Grillet.

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Jinotepe, Nicaragua. Licenciada en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. BA. Philosophy and Ph.D. en Literatura Hispánica de la Universidad de California, San Diego La Jolla, California,es profesora en The Ohio State University donde ejerce como Humanities Distinguished Professor of Spanish. Sus áreas de especialización son la Literatura y Cultura Latinoamericana, la Teoría Postcolonial, los Estudios Feministas y Subalternos con énfasis en Literatura Centroamericana y del Caribe.
Su último libro publicado se titula Hombres de empresa, saber y poder en Centroamérica: Identidades regionales/Modernidades periféricas: Managua: IHNCA, 2011. Títulos anteriores son:Debates Culturales y Agendas de Campo: Estudios Culturales, Postcoloniales, Subalternos, Transatlánticos, Transoceánicos(Santiago de Chile: Cuarto Propio, 2011).
Es autora de Liberalism at its Limits: Illegitimacy and Criminality at the Heart of the Latin American Cultural Text.(University of Pittsburgh Press, 2009); Transatlantic Topographies: Island, Highlands, Jungle. (Minneapolis, London: University of Minnesota Press, 2005); Women, Guerrillas, and Love: Understanding War in Central America (Minneapolis, London: University of Minnesota Press, 1996);House/Garden/Nation: Space, Gender, and Ethnicity in Post-Colonia Latin American Literatures by Women (Durham: London: Duke University Press 1994); Registradas en la historia: 10 años del quehacer feminista en Nicaragua (Managua: Editorial Vanguardia, 1990); Primer inventario del invasor (Managua: Editorial Nueva Nicaragua, 1984).
Ha editado los volúmenesEstudios Transatlánticos: Narrativas Comando/ Sistemas Mundos: Colonialidad/ Modernidad. With Josebe Martínez. (Barcelona: Anthropos, 2010); Convergencia de tiempos: Estudios Subalternos/Contextos Latinoamericanos—Estado, Cultura, Subalternidad(Amsterdam: Rodopi, 2001); Latin American Subaltern Studies Reader ( Durham: Duke University Press, 2001); Cánones literarios masculinos y relecturas transculturales. Lo trans-femenino/masculino/queer (Barcelona: Anthropos, 2001); Process of Unity in Caribbean Society: Ideologies and Literature (con Marc Zimmerman. Minneapolis: Institute for the Study of Ideologies and Literature, 1983); Nicaragua in Revolution: The Poets Speak. Nicaragua en Revolución: Los poetas hablan (con Bridget Aldaraca, Edward Baker, and Marc Zimmerman. 2nd ed. Minneapolis: Marxist Educational Press, 1981); Marxism and New Left Ideology (con William L. Rowe, Studies in Marxism. 1 Minneapolis: Marxist Educational Press, 1977). En la actualidad trabaja sobre abuso—en particular incesto, pedofilia y violación—tal como estos casos son reportados en los medios de comunicación.