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Lo que nos tocó vivir

27 enero, 2017

Joel Flores

– Su libro de cuentos, El amor nos dio cocodrilos, le abrió las puertas en 2008 de la residencia internacional para jóvenes artistas Fundación Antonio Gala, afincada en Andalucía. Su otro libro de cuentos, Rojo semidesiertofue reconocido en 2012 por el premio internacional Sor Juana Inés de la Cruz, convocado por el Estado de México. Y su novela, Nunca más su nombre, ganó en 2014 el premio Juan Rulfo INBA. Ha sido becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en la disciplina cuento en 2007 y en novela en 2014. Actualmente vive en Tijuana, donde escribe también su segunda novela, que cierra la Trilogía del semidesierto, y que enuncia los daños provocados por el crimen organizado en México, desde la mirada de los jóvenes nacidos en la década de los 80.


El sólo hecho de estar en una mesa de diálogo sobre la literatura del narcotráfico me parece accidental y circunstancial, como accidental y circunstancial es la formación de algunos artistas o escritores. Uno no escoge los libros. Los libros llegan a uno cuando nos sienten listos para leerlos. Uno busca muchas veces ofrecer un mensaje singular en lo que escribe y la mirada del lector —también dada por la circunstancia en la que vive— decodifica ese mensaje de formas inesperadas. Uno no escoge los encuentros y mesas redondas donde va a participar; llegan a uno para que en ellas hablemos de los fantasmas que nos han hecho escribir.Desde que comencé en este oficio, mi formación ha sido más práctica que teórica, más intuitiva que formativa, más plural que singular. Un camino sinuoso, accidentado y circunstancial me ha formado, como aquel viajero que busca llegar a casa y en el trayecto agarra elementos de un lado y otro que lo ayudarán a que su viaje cobre múltiples significados. Nunca he sido un académico, pero sí una especie de destripador que se sumerge en lo más profundo de los cuerpos literarios para redescubrir la magia que lo ayudará a pulir lo que quiere decir. Cada libro —hablo de los dos publicados y la novela que está en puerta, mas no de los que acabaron en la basura— y ciertos episodios de mi existencia me han exigido un tipo de formación distinta. Pero, sobre todo, cada uno me ha enseñado casi a responder las preguntas a ¿por qué escribo y qué busco con mi literatura?

En la creación literaria existen impulsos que obligan al escritor a iniciar o posponer la escritura de un libro. Algunos los nombran demonios, culpas, falta de energía o conocimiento. Pero se trata en realidad de accidentes del destino o circunstancias que se anidan en el escritor, para que en un futuro muy próximo o lejano las ficcionalice gracias a su manera de ver el mundo o renuncié a ellos. Es como si la vida misma fuera una niña traviesa que, desde un espacio secreto, nos lanzara hilos tramposos para encausar o retardar nuestro camino y dilucidar las respuestas a nuestra existencia.

Mario Vargas Llosa aseguraba que Los miserables jamás se habría escrito si Víctor Hugo no hubiera conocido la enorme injusticia social de su tiempo en las cárceles francesas. Al visitar una, descubrió que había individuos que estaban condenados a muerte por haber robado pan. Aquello fue el impulso inicial que lo obligaría a escribir una de las más grandes obras de su siglo. Y no se trataba de un compromiso social o moral del escritor ante el momento que le ha tocado vivir. Sino más bien una experiencia de vida muy concreta que se anidó en él hasta convertirse en el fantasma que lo obligó durante más de ocho años a levantarse de la cama para escribir. Lo mismo pasó con La Educación sentimental de Flaubert. Esa novelita de formación jamás habría nacido si el francés, en plena adolescencia, no hubiera visitado la playa en sus vacaciones de verano y visto cómo un chal, que estaba tirado en la arena, iba a ser mojado por el mar. Al rescatarlo y preguntar de quién podría ser, Flaubert conoció —para bien o para mal— el rostro de la mujer que lo marcaría con fuego de por vida y definiría su rumbo no sólo en la escritura, sino en el amor. Las tres versiones que hay de La educación sentimental tratan de reproducir el instante del descubrimiento: ese hechizo que surgió entre el joven y la señora al momento de mirarse. Es en, pocas palabras, como si una bacteria se hubiera apoderado del escritor para alterar no sólo su estado físico, sino también el mental por el resto de su vida.

Un caso contemporáneo de estos impulsos es Soldados de Salamina, obra que convirtió a Javier Cercas en un escritor visible en Iberoamérica. La novela ejemplifica muy bien cómo cierto entresijo de la historia se convierte en un secreto para un hombre y su búsqueda por encontrar la verdad se troca en su modus vivendi, una obsesión que lo constriñe a volcar el trayecto al papel como si de un exorcismo se tratara. El personaje principal de Salamina es un periodista que se ve persuadido y hasta preso —en el sentido más estricto de la palabra— por un hecho de la historia particular de la guerra civil española y no podrá liberarse de esa cárcel hasta que revele y escriba porqué un miliciano perdonó la vida al poeta y falangista Rafael Sánchez Masas, en aquellos fusilamientos masivos en el Conel. ¿Qué vio el miliciano en los ojos de Sánchez Masas que lo hizo dejarlo vivo y gritar “ya todos están muertos”?

Estas circunstancias o accidentes, algunas veces disfrazados bajo la cara de la injusticia, la pérdida, la belleza, el perdón, son caprichos del destino —quizá mensajes cifrados de los dioses— que se convierten en impulsos para que los novelistas escriban sus historias y toquen con la punta de sus dedos las posibles respuestas sobre la existencia humana. Tal pareciera que la literatura, este oficio por el que uno podría morir, en realidad no es elegido como una profesión o llamado por el escritor; la literatura los elige dándoles ciertos sucesos de una realidad determinada que lo marcarán para siempre, que lo ayudarán a forjar su carácter e imaginario, que trazarán su camino y lo desviarán para ponerlo en otros que lo volverán obstinado y lo conducirán —algunas veces a ciegas, otras más alumbrado— a escribir obras que finalmente son una realidad alterada de lo que le tocó vivir.

Yo empecé en la literatura por accidente, por circunstancia, y fue justo cuando desapareció mi mejor amigo. A veces me gusta decir que éramos dos líneas paralelas que cometieron el error de quererse emparejar demasiado. Y en ese esfuerzo acabaron intercambiando sus vidas. Al ser vecinos, ambos buscábamos la hombría, las raíces filiales y hasta un sentido de pertenencia juvenil en las bandas de Tres Cruces. Después de la muerte y el abandono de nuestros padres, creíamos que las respuestas se encontraban a golpes en contiendas contra rivales que sólo nos dejaban la autoestima herida y el cuerpo lesionado. Luego, tras buscar ser admitidos en la preparatoria, porque creíamos que la educación enderezaría nuestro rumbo, hubo un momento de quiebre: yo sí ingresé en las listas, pero mi amigo no obtuvo la calificación.

Desde entonces nació en él una extrema preocupación por protegerme. Si alguna banda contraria a la que pertenecíamos nos superaba en número, él prefería enfrentar a dos o lanzarse contra la banda entera y pedirme que corriera. Si me fugaba de casa por algún problema con mi madre, me daba asilo por tiempo indefinido y me ayudaba a pagar el pasaje de autobús a la escuela, gracias a un negrero trabajo que consiguió como mesero en un bar nocturno. Mi amigo prefería, siempre me lo dijo, que le arruinaran la vida a que me jodieran a mí, que ya había empezado una carrera. Era como si todo lo que siempre deseó ser lo quisiera ver cristalizado en mí.

Pude mantenerme en la preparatoria con una calificación regular, ingresé a un taller literario donde escribí mis primeros textos como narrador y me ofrecieron un cargo en la redacción de su revista. Mientras escribía un libro de cuentos que emulaba la voz de otros escritores con la ayuda de una beca —pues creía que para ser un buen escritor, primero hay que ser un buen lector—, a mi amigo lo subieron de cargo como cadenero del bar y se hizo de amistades misteriosas que le conseguirían un trabajo más remunerado. El tiempo pasó, nos distanciamos porque sus funciones nocturnas apenas le daban tregua, y las tareas en la universidad, mis preocupaciones y la responsabilidad de vivir solo casi siempre me absorbían. En algún momento quedábamos de vernos, pero él siempre cancelaba porque había surgido algún problema que jamás sabía cómo explicarme. Algunas veces llegaba golpeado a la casa y me contaba una que otra historia sobre su trabajo que me obligaba a escribir sin pretensiones literarias. De un momento a otro corrí con buena fortuna: una fundación artística en España me ofreció una residencia durante nueve meses para salir de mi país y escribir allá durante nueve meses. Entonces la seguridad en Zacatecas había empeorado. El lugar se tiñó de historias de muertos, sangre, extorciones y desaparecidos. Pertenezco a una generación que vivió la entrada del múltiple nombre de los cárteles, el fuego cruzado, el negro olor a pólvora nublando el cielo y ensuciando el asfalto. A todos nos han contado sobre una persecución, un secuestro, un asalto, la pérdida de un ser querido. Y como empezamos aborrecer vivir así, prostituimos nuestras mentes a cambio de becas que nos saquen del país, que nos den respiros intermitentes.

La circunstancia, el destino, empezaron a maquinar para hacerme entender que la mejor decisión que podía tomar era irme, tratar de hacer vida en otro sitio. Pero la universidad donde estudié, ni mi familia, tenía recursos para cubrir mi vuelo. La tarde que me quedé de ver con mi amigo para despedirnos, nuevamente me vio como su hermano menor y se ofreció a ayudarme. Horas más tarde, por la noche, me entregó en un sobre el dinero para que yo mismo comprara el boleto y me dijo, hosco, como era: “vete a follar españolas y te recae de madres si vuelves a México”. Nos quedamos mirando largo rato como si buscáramos recordar todo lo que habíamos pasado juntos desde niños y deseáramos que ese momento se fundiera para siempre en la memoria.Al final, como se me había desgañitado la voz, él añadió: “sigue escribiendo, güey, pero sobre nosotros”.

Regresé a Zacatecas un año después. La crisis del ladrillo en España redujo los empleos para latinoamericanos y se me había acabado el apoyo de la fundación. A los pocos días llamé a la casa de mi amigo y quien me contestó fue su madre mortificada. Al principio no pude comprender su enojo, el regaño que me llevé. Desde la muerte de su marido había quedado sensible y todos en el barrio decían que se le había zafado un tornillo. Sin embargo, le pregunté por su hijo, y lo que me contestó fue “¿qué estás loco?”, seguro me hablas para joder, cabrón. Cuando la calmé por fin, le expliqué que tenía mucho tiempo que no hablaba con mi amigo. Ella me dijo que había desaparecido hacía dos semanas en un accidente en carretera y nadie sabía de él. Creí que posiblemente había dejado la ciudad sin avisar a nadie. Siempre era así, actuaba de manera sigilosa, se desaparecía y al pasar una semana o más, volvía con dinero a casa de su madre e invitaba a sus conocidos a beber una cerveza. Pero en esta ocasión desapareció en serio.

Durante las semanas que visitamos procuradurías, conocidos, videntes, traté de descubrir las razones de su desaparición y quiénes estuvieron involucrados. Algunas veces, incluso, soñé que me decía que yo tenía la culpa porque se había comprometido con desconocidos al prestarme el dinero para pagar el boleto de avión, y en otras soñé que me pedía que no lo dejara de buscar y acompañara a su familia. Sin embargo su historia, muy parecida a la de muchos en este país, es un signo de interrogación sin respuesta, que solemos responder proyectando nuestros miedos o esperanzas. El tiempo pasó y lo mejor que le puede suceder a un ser humano es vivir, crecer, hacer amigos, mudarse continuamente de ciudades, enamorarse, fracasar, que le rompan el corazón, vivir toda clase de simulacros y de duelos para después resurgir y suponer o saber cuáles son las sustancias que hacen al hombre. Y con esa materia empezar a hacer literatura. Una literatura del yo que involucre a los otros, que oculte al yo, bajo disfraces y artilugios, y simpatice con los otros. Una literatura que interprete bajo una mirada propia el mundo que vivimos, el país que nos tocó habitar.

¿Lo escrito hasta aquí sugiere que escribo narcorrealismo o busco unirme a sus filas?

Para ser honor a la verdad, mi formación poco se ha ocupado por esa corriente. Si bien tuve una relación corta pero estrecha con uno de los escritores más representativos del norte, que es Luis Humberto Crosthwaite, mis lecturas se han inclinado más por autores como José Revueltas, Juan Rulfo y García Márquez. Incluso por norteamericanos como Raymound Carver, J.D. Salinger y Ernest Hemingway, escritores tan ajenos y lejanos a los problemas de mi país, pero que me han enseñado mucho sobre la técnica y mi oficio. Aun así, para ahondar en esta respuesta, quiero citar un pasaje del epílogo de la La primavera del mal, de Francisco Hagenbeck, uno de los escritores más apurados en hablar sobre los lindes de la literatura del mal o Noir y narcorrealismo y quien, en su novela La primavera del mal, cuenta que en cierta ocasión le preguntó a Elmer Mendoza por qué él no escribía sobre los orígenes del narcotráfico en Sinaloa. Elmer le contestó que no, “es muy cercano, es como si escribiera sobre mi familia”. Respuesta envidiable. Sin embargo, mi formación como lector y escritor se inclina sobre mi familia, más precisamente, sobre los amigos que he ido perdiendo desde que el narcotráfico y la corrupción ha ido ganando territorio y autoridad en México. A todos nos hacen los recuerdos, los caminos andados y no andados. La memoria. Lo que somos hoy es consecuencia directa de lo que fuimos ayer. La desaparición de mi amigo se ha transformado en un fantasma que anda como terco, ciego en el estudio donde escribo, reclamando que la mejor forma —o lo que en realidad debe hacer un escritor— es honrar con la palabra a todos aquellos que estuvieron en determinado tiempo en nuestro lado y luego, por azares del destino, por el orden natural de las cosas, por la tragedia, se han alejado, se han ido. Si todo ser humano tiene una deuda con los otros, la mía es honrar con la palabra a los muertos, nuestros muertos, pero también a nuestro desaparecidos.     Por otro lado, escribir sobre la violencia, el mal o el crimen no es un asunto del norte, centro o sur. La pobreza, la desgracia, el mal y la tragedia no distingue países, regiones o localidades. Cuando uno escribe, no pertenece a éste ni a otro territorio, más que a la patria misma forjada por sus libros y su conocimiento. Cuando uno escribe, no piensa en unirse a cierta corriente o moda literaria. Los fantasmas, las deudas, las circunstancias o preocupaciones son el verdadero impulso que nos lleva al escritorio.

A veces pienso que si yo no hubiera sido encontrado por la literatura, posiblemente hubiera seguido los pasos de mi amigo y él, por el contrario, quizá habría seguido los míos, es decir, la literatura lo hubiera encontrado y habríamos intercambiado papeles. Posiblemente yo habría sido el amigo desaparecido y él habría sido el escritor que fue invitado a este encuentro. Quizá en este momento mi amigo estaría a contando que tiene un amigo llamado Joel que se unió al crimen organizado y de pronto desapareció de manera misteriosa, quizá él ahora me estaría buscando y todas las noches se preguntaría dónde me encuentro.

A la fecha escribo una novela que habla sobre eso. No sé cómo acabará. Tampoco si gracias a ella logre encontrar, al menos, una pista del paradero de mi amigo y podamos, al fin, emparejar nuestros caminos. Sólo sé que comienza así:

Francisco Pérez Medina fue mi amigo desde la infancia y adolescencia. Fue mi familia y desapareció hace 7 años. Cuando veo a su madre, a su hermano, a su novia, y me abrazan, siento que en verdad no me están abrazando a mí, sino a él, y que en ese acto cariñoso buscan que yo sea el desaparecido y su hijo el ser humano que abrazan. Aunque muchos conocidos y desconocidos nos han dicho por igual que lo han visto y, a la vez, que ya está muerto, estoy escribiendo esta novela porque es la única manera que tengo para buscarlo. Mi fe, que es ciega, me dice que mis palabras serán el puente que lo traerá a casa y pronto él será abrazado por su familia.  

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Zacatecas, México, 1984.
Es pasante de la licenciatura en Letras, por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Ha trabajado como corrector de estilo, docente para varias escuelas privadas y consejero editorial de varias revistas de circulación nacional. También ha impartido talleres literarios. Sus artículos, ensayos y cuentos se han publicado en distintos medios electrónicos e impresos, tanto de Brasil, España, Nicaragua y México.

Tres antologías han recogido su trabajo: Son de marzo (Universidad Autónoma de Guanajuato), Antología de Letras, Dramaturgia y guión cinematográfico, Jóvenes Creadores 2006-2007, (CONACULTA FONCA) y Sensational Gourmets, (Nostromo Editores).

Ha obtenido los reconocimientos: premio Estatal Artista Joven Nueva Generación 2004 y el Artista Joven 2010; las becas FECAZ 2004-2005 y 2009-2010, el FONCA para Jóvenes Creadores 2006-2007 y la residencia Antonio Gala para Jóvenes Artistas 2008-2009, en Córdoba, España; y el Premio Ensayo Científico XI Nacional y I Iberoamericano “Leamos la Ciencia para Todos 2006”.

Ha escrito dos libros, El amor nos dio cocodrilos (cuento), Plaza de Armas (relato). En la actualidad finaliza su primera novela y escribe en su blog Bunker84.blogspot.com