La nostalgia nos trae los veranos
24 marzo, 2017
Oscar López Castaño
– Oscar López Castaño (Colombia) es Profesor titular de Literatura latinoamericana y español del Departamento de Lenguas, Literaturas y Culturas en Saint Louis University. Saint Louis, Missouri. Es autor de varios libros y ha publicado artículos en diversos medios académicos y literarios de prestigio.
¿Qué es lo que hace un taxista seduciendo a la vida?
¿Qué es lo que hace un taxista construyendo una herida?
Antes de salir a tomar el taxi en la calle le pedí a Lucía, mi hermana, cancelar la carrera. No era la primera vez que la misma compañía quedaba mal. Cuando lo requerí, en un primer intento, una voz automática anunció el código del taxi que en dos minutos estaría en la carrera 55 No. 3-70. A los diez minutos volví a marcar. Me dieron un código diferente y supe que esta vez el segundo taxi llegaría en tres minutos. Pasaron otros cinco minutos. Me di cuenta de que el plan inicial de tomar el taxi para llegar hasta la estación del Metro en El Poblado no era lo aconsejable, pues por el incumplimiento de los taxis corría el riesgo de que el Metro, a esa hora, pasara lleno o casi tan lleno que para meterse en un vagón habría que forcejear con la gente pujando por montarse. Salí a la calle en busca de una vía menos segura. En un segundo ya había abordado el primer taxi disponible, el que acababa de descargar a una joven pareja. Le pregunté al taxista si podría estar a tiempo en la estación del Metro en la Universidad de Antioquia. A las 3 de la tarde tenía una cita concertada con Irma. No la veía desde hacía tres años. Estaba ansioso por reencontrarme con ella ahora que volvíamos a coincidir en la ciudad en época de verano. Para ambos, regresar a la ciudad en verano era el premio esperado luego de meses de intenso trabajo en las universidades, vidas casi monacales y aburridas en nuestros destinos actuales, pero reconocíamos alto mérito en el orden y seguridad en los entornos que frecuentábamos. En menos de una hora íbamos a reencontrarnos. Ella siempre fue puntual, pero desde que se acostumbró a vivir en Alemania, solía equiparar su disciplina con la de Emmanuel Kant. Para el efecto, recordaba que los pueblerinos de Königsberg veían pasar al filósofo ocho veces durante el día, y lo hacía con tal puntualidad que ajustaban los relojes a la exactitud con la que, sin falta, aparecía el pensador por la calle. Cada vez que lo hacía insinuaba que no estaba dispuesta a tolerar tardanzas. Tal vez si conseguía estar en las escalas de la estación en el tiempo exacto, el calor agobiante de ese viernes de finales de julio podría crear un ambiente de magia en el que el reencuentro con Irma derivaría desbordado y febril. Pensar en la idea de terminar sumergidos en un jacuzzi, no era descabellado. Así había sucedido tantas veces en el pasado antes de que nos separaran las bombas que estallaban por cualquier parte de la ciudad puestas por los hombres de Pablo Escobar, cuando el narcotraficante le declaró la guerra al Gobierno. Pero no me hacía ilusiones. Lo más probable es que Irma no me esperara. En la época de las bombas, ya andaba cansada de tolerarme las tardanzas habituales. En medio de la depresión por el final evidente de nuestra relación y por la zozobra diaria que vivíamos en Medellín, ella viajó a estudiar a Alemania. Yo a los Estados Unidos. Ambos ahora habitábamos realidades hechas para la quietud que nos gustaban, pero manteníamos en los recuerdos una nostalgia insuperable que la sentíamos como una pesada maleta de recuerdos que no nos desamparaba por recóndito que fuera el lugar a donde viajáramos.
Por la fecha de este encuentro de verano, el hermetismo de sus correos electrónicos en los últimos meses me llevaba a suponer que andaba en amoríos con alguien de quien todavía no estaba segura o con quien todavía no tenía una relación consolidada. Cuando ella quería guardarse algo no había modo de arrancárselo. Irma sabía defender su territorio amurallándose de silencios o desviando la atención hacia conversaciones no solicitadas que alcanzaban tanto interés que así mantenía a raya las preguntas incómodas. En todo caso, llegar a tiempo para el reencuentro de esa tarde se tornaba en un imperativo prometedor, fuera porque termináramos refocilándonos en un jacuzzi o por el simple gusto de volver a vernos luego de tres años.
-¿Cómo va la cosa?- Le dije al taxista para iniciar una conversación. Me encantaba hablar con los taxistas en Medellín. De ellos siempre recibía los datos de primera mano sobre la ciudad y el país. No ocurría así con los taxistas en Saint Louis quienes luego de un saludo de cortesía sólo volvían a hablar para cantar la tarifa y desear un buen día, así el servicio se diera a las seis de la tarde. Hablaba con ellos cada vez que visitaba la ciudad en los veranos. Sin embargo, en mi familia me aconsejaron, esta vez, no hablar mucho con “esa gente” . Se habían convertido en una especie de policía encubierta al servicio del gobierno del presidente que había hecho cambiar un artículo de la constitución para hacerse reelegir. Durante su presidencia había aumentado el número de compatriotas desplazados por el mundo entero. Ahora no eran las bombas la causa, sino las masacres ocasionadas por los paramilitares.
– Ya usted ve, con este calor se frita un huevo. Pero mientras tenga uno trabajo hay que darle.
Le hice ver que el Hyundai olía a nuevo.
– Claro. Lo cuido como a mi mujer. Hace cinco meses lo saqué de la agencia. No me puedo quejar. Le respondo a mi mujer y a los dos hijos y no le niego nada al cacharrito. Hay que ser agradecido. Eso sí, voleo desde las 6 de la mañana y no paro hasta las 8 de la noche. Solo descanso los domingos como manda el Señor.
– ¿Maneja a cualquier parte?
– Claro. En este oficio uno no se puede arrugar. Si usted se pone con remilgos termina ruletiando. Yo voy donde sea. Me encomiendo a la Virgen del Carmen y le doy pa’ donde sea. Además, el que nada debe nada teme. Yo no necesito ir a los acopios porque voy pa’ donde sea y recojo pasajeros dondequiera que sea.
– Bueno, pero en esta ciudad…
– Míreme a la cara. ¿Usted me ve cara de deber algo?- Y me miró a su vez al rostro. Yo iba sentado en el asiento de al lado -, además la ciudad anda segura hace rato. ¿Le molesta si me voy por ese atajo? Si seguimos por la 65, lo hago llegar tarde. No soy de los taxistas que se abren vía a punta de pito. Me comprometí a llevarlo a tiempo y lo voy a llevar, pero hay que buscarle la comba al palo.
Era cierto. No había pitado una sola vez, pese a que el tráfico estaba pesado, pero al girar hacia la derecha en el semáforo y tomar por la calle 25, me pareció ver ese número, trepó por el andén y no pudo evitar montarse sobre el jardín delantero de un negocio de licores. Así fue como le ganó el pulso a un pickup Ford que intentó adelantarlo. No se volteó a mirar cuando el conductor le hizo un gesto obsceno con el dedo. La calle 25 se encontraba llena de vehículos mal aparcados en sus negocios de licores, ventas de comida rápida, prostíbulos, discotecas y restaurantes. Los dos carriles aparecían congestionados. El movimiento era muy lento. Por un instante pensé que era la misma calle en la que escenificaron Griselda Blanco, una serie de televisión pasada por cable en primavera y que yo había visto durante las noches en Saint Louis.
– La gente cree que la Feria de las flores es buena pa’ los taxistas. Qué va, es puro cuento. La feria no hace sino congestionar el tráfico. Fíjese usted, me vine por aquí porque meterse por la Bolivariana o por la 30 es buscar el infierno. Pero no se preocupe, yo a usted lo llevo a tiempo a la estación que me dijo, esté seguro.
De pronto, el tráfico se detuvo, faltaban unos cien metros para alcanzar el puente de la 30, el que atravesaba el río y al que convergía el atajo elegido por el taxista.
– O si no vea. Lo que faltaba. Una de dos, o hay un choque adelante, o hay un guarda controlando el tráfico. Téngalo por seguro. Si usted ve un Azul controlando el tráfico, fijo que hay congestión.
Miró el reloj automático encima de la consola del Hyundai.
– Todavía hay tiempo. Es mejor tomarla suave cuando hay trancón. Yo no sé por qué los conductores creen que el tráfico avanza… avanza a punta de pito… Trato de mirar más adelante, pero no veo qué es lo que pasa.
– Supongo que termina usted sordo y con la cabeza caliente…
– Noo… estas no son penas. Yo ya me estresé lo que me tenía que estresar. Uno aprende a coger cayo.
– ¿En cinco meses de taxista?
– Ah no… Yo dije que saqué este taxi de la agencia hace cinco meses, pero yo fui taxista antes. A ver… ¿Cómo le digo? Por nueve años tuve que parar de ser taxista. Pagué cárcel durante nueve años.
– Usted…
– No ponga esa cara. No soy criminal. Míreme bien, míreme bien. Soy una persona reconciliada. No le hago daño a nadie. Lo que hice, pero ya lo pagué. No tengo que esconderme de nadie. Fui yo mismo quien le avisó a la policía por lo que hice. Como le dije antes, voy donde sea…
– ¿Qué hizo para pagar una condena de nueve años?
A la altura de la carrera 52 el tráfico adelantó un poco, unos cuantos metros. Ahora íbamos a subir por el puente de la 30. El calor exasperaba y el sudor empezaba a bañarme el rostro. Hilillos de sudor corrían también por las axilas empapándome la camisa. De nada había valido darme una ducha antes de dejar la casa. El taxista sacó un pañuelo desechable de una caja fijada en el techo del Hyundai y me lo entregó.
– Mi servicio es de cinco estrellas-. Esbozó una leve sonrisa antes de proseguir con su relato.
– Pa’ que me entienda. Dios me puso a cumplir un destino. O si no cómo se explica que entre tanto taxista que tiene la ciudad, miles, miles, en tres millones de habitantes, un solo pasajero, un solo pasajero, óigame bien, me pone la mano a las 5:50 de la tarde, una tarde de fuerte lluvia. Lo recojo. El tipo traía colgada a la espalda una mochila y en la mano derecha traía una Biblia. ¿Me está siguiendo?
– Sí, por supuesto.
– Lo recojo, pues, y apenas arranco me dice: «Dios lo bendiga mi Señor, él lo puso en mi camino». Era un evangélico. Yo oigo esa voz y algo por allá como un chip en mi cabeza enciende una chispa, un corrientazo. No sé cómo explicarlo, pero… ¿Ah, no le dije?, mire a la derecha, tenía que haber un Azul… ahora que lo pasamos, el tráfico empieza a fluir.
Cierto, un guarda Azul daba el paso mientras a unos diez metros se veían dos taxis arrimados a la vereda derecha, a la altura de Punto clave. El calor se sentía despiadado y el resplandor enceguecía.
– Sí los ve, el de adelante, el Renault Clío, véalo cómo quedó, arrugado en toda la parte trasera. Y vea el de atrás, el Chevette Spark, acabadito de sacar de la agencia y quedó como un estropajo.
Pensé que quizá el resplandor del sol había obnubilado a los taxistas. Los guardas azules, con talonarios en mano, conversaban con varias personas, al parecer los dos taxistas y los testigos. Miré el reloj y me dije que habría sido mejor idea seguir el plan inicial de allegarme hasta la estación del Metro en El Poblado. A esta hora estaría esperando la aparición de Irma por las escalinatas de la estación del Metro en la Universidad de Antioquia. Prefería esperarla antes que llegarle tarde. Ella decía que es tan impuntual quien llega temprano como quien llega tarde. Con un poco de suerte iba a estar a tiempo, pero el sudor impregnado por todo el cuerpo y en la ropa me hacía sentir incómodo. Que el encuentro desembocara en la refrescante agua de un jacuzzi, enclaustrados en lo que hoy en la ciudad llaman un portal, era lo más deseable, pero con Irma había que andarse con cuidado. Interpretar con acierto sus momentos era una manera de halagarla. Hacerla sentir dueña de sus decisiones resultaba, sin duda, más prometedor.
En menos de dos minutos estábamos en la Avenida del Río. El tráfico se notaba concurrido, pero avanzaba sin interrupciones. Los árboles a lado y lado del río parecían estatuas pasmadas por la languidez amarillenta del cauce. Ni una hoja se movía a esa hora. El Metro pasó paralelo a nosotros. Pensé que quizá si hubiera optado por la estación de El Poblado, el que pasó podrá ser mi Metro. El taxista pareció notar que mi mente navegaba por algún lugar ajeno al taxi. Subió un poco el tono para llamar la atención:
– Le decía que apenas oí esa voz sentí algo que me estremeció muy adentro. Pa’ estar seguro de que no andaba equivocado le volví a preguntar pa’ dónde iba. Oírlo otra vez me confirmó que el tipo que me pedía que lo llevara a la parte alta de San Javier era el mismo tipo que doce años antes había matado a mi hermano. Empecé a sudar. Pa’ qué le doy detalles, pero me agarró un temblor que pudo causar un accidente. El tipo como que notó mi nerviosismo porque preguntó: «¿Ha tenido un día lleno de bendiciones del Señor o el Señor lo ha puesto a prueba?» No respondí. A mi cabeza fue viniendo la película de aquella tarde y aquella noche cuando mi hermano regresó de su trabajo de mensajero. Llegó a la casa empanicado. Dos tipos en moto se le habían cruzado cuando regresaba del trabajo. Lo arrinconaron contra un paredón apuntándole con una pistola. Querían tomar prestada la moto pa’ un trabajito, pero mi hermano los sorprendió con un empujón. Ellos cayeron al piso, pero le gritaron: «Te tenemos visto, pirobo». Mi hermano nos dijo que tenía que perderse, que esa gente era de sangre fría y vendrían a buscarlo. No pudimos tranquilizarlo. Esa misma noche, como a las 11, tocaron la puerta. Eran los mismos tipos de la tarde. Se entraron y exigieron que mi hermano saliera. A la sala. Mi padre y mi madre les rogaron que no hicieran nada, que se llevaran la moto, que tuvieran compasión. Lo acribillaron en frente de nosotros. Tres tiros, tres tiros le dieron. Yo lloraba de rabia y temblaba de miedo. Tenía en ese momento doce años. Ver a mi hermano mayor muerto en el piso, él que era el que le ayudaba a llevar la casa a mi padre, verlo tirado en el piso, desangrándose, y sin poder hacer nada fue algo horrible. El tipo que hablaba, antes de abandonar la casa, se dirigió a mí: «Y vos mariconcito crecé pa’ que nos veamos las caras. Crecé que yo te espero».
En ese punto no sabría decir si el taxista sudaba a chorros por el calor de la tarde o al recordar el episodio de la muerte de su hermano.
– Alguna pista le debí dar al asesino porque después de un largo silencio me dijo « ¿Se siente bien, mi Señor?»
-Sí. Dios me está poniendo a prueba. Usted mató a mi hermano. ¿Me recuerda? Lo vi poner las manos sobre la Biblia y oírlo decir, sin alterarse: «Yo fui soldado del Patrón. Maté a muchos. Fui uno de los sicarios de su ejército. Ese era mi trabajo. Sé que hice mal, pero en ese momento así me ganaba la vida. Pagué cárcel y allí encontré la voz del Señor que me trajo al camino del bien, el camino de la vida. Ahora tengo familia y les enseño la palabra del Señor a mis hijos y a los hijos de Dios. A usted, mi Señor, le pido perdón por el mal que le haya hecho a usted y a su familia». Me puso la mano izquierda sobre el hombro como queriéndome decir que hay que pasar la página. Al llegar a la entrada de San Javier, al alcanzar una pequeña planicie, me pidió que parara. Me pagó y me miró a los ojos. «Que Dios lo llene de bendiciones», me dijo. Lo vi caminar, despacio, con la Biblia en el brazo derecho y la mochila en la espalda. De pronto, en un impulso que no pude controlar, se lo juro como se lo juré al juez que me metió nueve años y pico, pegué un primerazo. Le di con la derecha del bomper delantero. Lo vi caer. Reversé el Ford Escort, que era el taxi que manejaba, y lo pasé por encima del hombre. Volví a pegar un primerazo. Lo pasé de nuevo por encima del cuerpo del hombre. No supe cuántas veces más lo hice. Cuando me había sacado la rabia de muchos años me detuve. Llamé a la policía. Seguía cayendo un aguacero que se llevaba la sangre del muerto. Por esa muerte pagué casi diez años.
Ahora estábamos a la altura de la calle Barranquilla. El semáforo nos detuvo.
-Mire usted, faltan dos minutos para las 3 de la tarde. Vea que lo he traído a tiempo. Este semáforo dura 30 segundos.
Mientras caminaba hacia las escalinatas del Metro, todavía temblando, deseé que Irma no estuviera, pero la vi descender el último escalón. Percibí que me levantaba la mano anticipándome un saludo afectuoso. Nos abrazamos. Sentí la suavidad de su cuerpo esbelto que tanto me encantaba y observé que se mostraba efusiva, pero de inmediato notó el estado de mi abatimiento.
– Luces descompuesto…
-Lo siento Irma. Acabo de escuchar una historia de boca del taxista que me trajo, Voy a necesitar tiempo para tranquilizarme. Después de esto, no sé si quiera venir el año entrante. La nostalgia nos trae los veranos, pero la realidad nos devuelve al exilio.
-Ya te veo en seis meses buscando tiquete para regresar. Pero mira lo que es la vida. Nunca se sabe con los encuentros. Con un calor como el que hace y casi tres veranos sin vernos, un jacuzzi nos vendría bien, pero es mejor que busquemos un café, así me cuentas y consigues calmarte. Salgo temprano en la mañana para Madrid, luego tomo otro avión para Berlín y de ahí un tren para Wittemberg. Me espera una agobiante jornada. No sé cuándo regrese de nuevo a Medellín, pero ahora hagamos lo urgente. La cara que traes no admite un plan distinto.