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Lo que recuerdo de Juan José Arreola

28 marzo, 2017

Manuel Obregón

– El México inolvidable de los sesenta tuvo para mí varias facetas. Siendo estudiante de Economía, no sé por qué química secreta me dio por [no me gusta hablar en primera persona], ávidamente, visitar las librerías del centro [Zaplana, Porrúa, Juárez] cuya manía se extendió a la librería de la UNAM y a la librería Cristal que quedaba en Insurgentes con Baja california. Sin descontar, por supuesto, ser fiel seguidor de las ediciones del Fondo de Cultura Económica y de las librerías de sótano de la avenida Dolores Hidalgo, frente a la Alameda Central.


Juan José Arreola (México, 1918)

El  México inolvidable de los sesenta tuvo para mí varias facetas. Siendo estudiante de Economía, no sé por qué química secreta me dio por [no me gusta hablar en primera persona], ávidamente, visitar las librerías del centro [Zaplana, Porrúa, Juárez] cuya manía se  extendió  a la librería de la UNAM y a la librería  Cristal que quedaba en Insurgentes con Baja california. Sin descontar,  por supuesto, ser fiel seguidor de  las ediciones del Fondo de Cultura Económica y de las librerías de sótano de la avenida Dolores Hidalgo, frente a la Alameda Central.

Siempre combiné, o eran lecturas independientes,  economía  y literatura.  Uno se entusiasma por tantas cosas, incluido el cine y el teatro, las revistas, los suplementos culturales y las conferencias, [cómo olvidarlas] de la Casa del Lago.  Por lo general eran los domingos cuando uno se levanta tarde y quiere disfrutar de una mañana al aire libre. Me iba con algunos paisanos amigos al Bosque de Chapultepec a oír a un Carlos Fuentes disertar sobre el futuro de la novela, a un Víctor Flores Olea hablar de la política mexicana o a un nervioso, nerviosísimo Juan José Arreola, contar su historia personal o la de algún clásico del romanticismo.

Esto último viene al caso por lo que leo en El Correo, el blog digital que el poeta Luis Rocha retoma de sus ancestros, y en el cual se reproduce un artículo de Álvaro Mutis sobre Juan José Arreola, cuyo texto ya data de varias décadas y me trae algunos recuerdos de su obra, su voz y su inquieta figura, como la de un alocado Quijote.

Juan José Arreola  tenía  una manera muy peculiar de expresarse,  una coordinación, [a veces descoordinación], entre la palabra y sus manos, que siempre estaban moviéndose. Hablaba como conteniendo la respiración y con una facilidad asombrosa se salía del tema para divagar sobre otros tópicos, como en un sueño, para luego retomar el principio. Era un erudito y un gran improvisador, aunque como él lo afirmaba, orgullosamente, autodidacta. Su figura delgada y un cabello desordenado lo hacían diferente, como descolocado frente al auditorio, y, cuando hablaba, era mordaz en sus observaciones.

Mi primer encuentro con su obra fue Confabulario [1962] que desde la introducción se retrataba como un provinciano que jamás se adaptó o nunca quiso adaptarse a la caldera del diablo que era la capital mexicana. Gustaba repetir “Yo, señores, soy de Zapotlán  el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años. Pero nosotros seguimos siendo tan pueblo que todavía le decimos Zapotlán”.

De esa ficción me quedó grabado su cuento “La Migala” [1949] alusivo a un repugnante insecto que compra en una feria y que por accidente se le escapa de su pequeño encierro en que lo tenía cautivo y se le pierde en el desorden de  su cuarto. Ese hecho habría de cambiar su vida, el no encontrarlo le produce angustia, se siente vigilado y amenazado, para venir a descubrir después que esa sospecha era cierta, pues a quien realmente le teme y  huye, es,  a su propia mujer.

El otro cuento que más que cuento era una agudísima crítica a los ferrocarriles mexicanos, es El Guardagujas [1951] referido a  viajeros que compran sus boletos y pasan meses esperando el tren que nunca llega y algunos pasan años y envejecen en las estaciones con la esperanza de regresar a su pueblo y los ya duchos aconsejan buscar un hospedaje cercano y estar atento a la llegada o salida de esos trenes fantásticos.

En esa afición por su prosa sencilla pero con acidez en el lápiz leí “La feria” [1963]  párrafos cortos, lo que hoy llamaríamos un blog. La edición viene  ilustrada con figuras alusivas a peces, sonajas, bonetes de curas, coronas, llaves, dados, hojas, violines, cuchillos, herraduras, jaulas, sombreros, pistolas y animales domésticos [todas en pequeño]  y tantas otras que acompañan la vida diaria. Un ejemplo de esas observaciones campestres “La limpia del campo puede hacerse por tareas individuales o en grupos, según le convenga más al patrón. La tumba se lleva a cabo en la mañana, y por la tarde se amontona el rastrojo y la maleza y se le prende fuego” o puntadas como “Abundancia, ¡madre! Somos un pueblo de muertos de hambre”.

Ya en Nicaragua cayó en mis manos un librito sobre “La palabra educación”[1973] con  ensayos cortos sobre la vida , la cultura, los jóvenes,  los maestros y el don de la palabra. Aquí las ilustraciones son ampliadas: artilugios de laboratorio, cañones, jinetes, mapamundi, máquinas infernales y alegorías diversas. Pone en duda muchos de los éxitos del mundo moderno, así apunta “La gente ahora se enriquece a costa de su pobreza espiritual en medio del apogeo de ciencias y técnicas. Esta es la prueba evidente del fracaso de nuestra civilización, que siempre ha ido contra la vida”.

Gran  crítico del entorno y de los políticos, señala “Vivimos en un mundo en que se atenta contra la vida individual y colectiva, en el acto personal del asesino o el colectivo del jefe de Estado”.

Tuve la suerte de verlo de cerca, no sólo en actos públicos, sino también en actividades un poco ajenas a la literatura; valga decir que Juan José Arreola  era un buen ajedrecista y algunas veces llegaba a la casa de huéspedes donde yo vivía en Coahuila 60 esquina con Orizaba en la Colonia Roma. Sus visitas eran privadas y llegaba a ver a su amigo Edmundo Dávila, nicaragüense, quien llegó a ser campeón de ajedrez de México, CA y el Caribe, por quien sentía una gran simpatía.

Se sentaban en la sala un sábado y jugaban tranquilos. Un día Mundo me mostró una dedicatoria en un libro de ajedrez que decía mucho de su talento: “Para  Mundo, poeta de alfiles y caballos”.

En otra ocasión, [sería  por 1965], se presentó en el Auditorio de Ciencias de la UNAM, ante un lleno completo, para darle la bienvenida a Pablo Neruda, quien  estaba regresando  del “Pen Club” de Nueva York y estaría por un día o dos en México. Había una mesa llena de libros, todos del poeta, con separadores, para leer algunos poemas. Fue una tarde muy especial. Neruda hizo alusión a la visita anterior y a la actual. Agradeció a Juan José Arreola por recibirlo con tanta espontaneidad y entusiasmo. Dijo que en esa primera ocasión decidió hacer el viaje de regreso por tierra porque quería conocer el sur de México y que pasó por Tabasco y quedó deslumbrado por la selva y que a medio camino en una noche cerrada se bajo del carro para  tocar las luciérnagas. Habló también de España y de la guerra civil y leyó su poema de solidaridad con los republicanos y también leyó poemas de su juventud.

Se me quedó en la mente uno pequeñito que aludía a una niña “Dónde estará la Guillermina”[1958] que cuenta que siendo adolescente su hermana invitó a alguien que cuando él  abrió la puerta “ entró el sol, entraron las estrellas, entraron dos trenzas de trigo y dos ojos interminables”. Un amor a primera vista es una gran sorpresa y produce la alegría de un regalo. Neruda nunca olvidaría esa tarde en Temuco,  que sería diferente a  las otras tardes que le tocó deambular por el mundo, llevaría donde estuviese esa sensación de cuando “Entonces entró la Guillermina  con dos relámpagos azules que me atravesaron el pelo y me clavaron como espadas contra los muros del invierno”.

Dejo aquí estos retazos de la memoria que a vuelo de pájaro reproduzco como un homenaje a ese perfil que tengo de un escritor que tuvo un gran compromiso con la palabra, a Juan José Arreola,  que siempre se sintió extraño metido en las entrañas del  monstruo que, era, y sigue siendo, el Distrito Federal, hoy, rebautizada, como Ciudad de México.

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Licenciado en Economía por La Universidad Nacional Autónoma de México, con Maestría por la Universidad de Vanderbilt, Tennessee, ha laborado como funcionario bancario en el Banco Central de Nicaragua (1967-1997) y ha colaborado en la fundación de la actual biblioteca de dicho Banco, además de Asesor cultural. Jubilado de las actividades bancarias viró su oficio hacia el de la agricultura, sin olvidar nunca sus grandes pasiones: la lectura y la escritura de textos.