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Recordando a Juan Rulfo en el centenario de su nacimiento

24 mayo, 2017

Enrique Jaramillo Levi

– El universo literario de la lengua española –quizá de otras- atiende, conmemora y festeja a uno de sus grandes exponentes, justo en el centenario de su natalicio: el jaliciense Juan Rulfo. Charlas, reediciones de su obra, críticas, estudios universitarios y foros relacionados a su creación se efectúan en torno a la figura de este renombrado autor, cuyos libros: Pedro Páramo y El llano en llamas, son ya considerados clásicos en su género. La revista carátula no podía ser menos en el reconocimiento, y por intermedio del escritor panameño Enrique Jaramillo Levi –privilegiado discípulo de Rulfo en el mítico Centro Mexicano de Escritores de México, D. F.-, rinde también sentido homenaje con este escrito, en cuyo contenido muestra, algunas facetas tanto personales como pedagógicas del oficio escritural narrativo, que rezuma, por otro lado, admiración, nostalgia y agradecimiento, ante tan importante magisterio.


Juan Rulfo

I

Hay escritores, los menos, que se consagran por el impacto humano y la perfección formal de un solo libro, aunque la mayoría publique muchos y puedan  ser varios que les den la fama o que, por el contrario, jamás se la den. Otros tocan la flauta por casualidad, y los dioses parecen bendecir su ruta hasta que el tiempo los borra del camino. Lo que sí es seguro es que quien escribe principalmente para volverse famoso está destinado a no trascender su momento, su época. Sólo quien lo hace porque en ello se le va la paz interior y a veces la vida misma, a menudo en un proceso agónico, puede estar creando, sin saberlo, para la eternidad. Pero ni eso es seguro.

Y es que los buenos libros tiene una forma misteriosa de ir encontrando los caminos encubiertos o transparentes que pueden llevarlos hacia la trascendencia, aunque también puede ocurrir que se les dé su justo valor solamente cuando ya no están los autores para disfrutar su fama, lo cual no deja de ser lamentable. Y es que la buena literatura se construye con emotividad extrema, sangre y agallas, con dedicación absoluta, con dolor y felicidad alternándose, a borbotones imparables o en un lento goteo interminable… De todo hay en la viña del Señor, y por tanto en el mundo enigmático de la creación literaria. Pero en todo caso, el ejemplo de Juan Rulfo, su parquedad literaria en cuanto a publicaciones y en su propia personalidad, son proverbiales. Y por tanto en más de un sentido es un ejemplo paradigmático.

II

Hay escritores y escritores. Libros y libros. Los dos únicos que firmó el mexicano Juan Rulfo en el campo de la ficción literaria fueron más que suficientes para que él trascendiera su momento e, incluso a su país, y se remontara, sin habérselo propuesto, a alturas poco imaginables cuando, queriendo crear una obra acaso respetable, pergeñaba sus primeros cuentos en su vieja máquina  de escribir en los años cincuentas del siglo pasado. Era una Remington Rand Nº 17, también conocida como Modelo 17 o KMC. Negra, de hierro. 14,7 kilos. Un artefacto fabril del que salió una obra maestra: Pedro Páramo. Se conserva, sin tinta pero en buenas condiciones, en casa de Clara Angelina Aparicio Reyes, viuda de Rulfo.

Portada Pedro Paramo

Hablar de este autor en el centenario de su nacimiento es aludir a uno de los más importantes escritores latinoamericanos del siglo XX. Con sólo dos obras publicadas, el libro de cuentos El llano en llamas (1953) y la novela Pedro Páramo (1955), a los cuales habría que sumar un libro tardío que es una recopilación de sus  guiones cinematográficos, denominado El gallo de oro (1980), ha bastado para considerar a este tímido y callado escritor mexicano como un autor singular que, habiendo conocido en vida la fama, jamás permitió que ésta se le fuera a la cabeza y cambiara su apacible forma de ser.

Debo decir, con satisfacción y orgullo, que conocí personalmente a Rulfo. Lo traté durante 11 meses todos los miércoles de 1971 como becario internacional del Centro Mexicano de Escritores, ubicado en la Colonia del Valle, ya que junto con el escritor Salvador Elizondo era asesor de dicha entidad, hoy desaparecida. El mismo Rulfo había sido becario en ese sitio 15 años antes, y ahí terminó de escribir su célebre novela única. A nombre de Panamá me había ganado una beca centroamericana que por única vez abrieron para que un escritor joven, con al menos una obra publicada en cualquier género literario y un sólido proyecto literario por desarrollar, fuese a México a participar en un taller en donde escribiría un libro que, pasando el tiempo, pudiera ser publicado en ese país por su calidad. Ese libro, que se fue gestando poco a poco, en medio de la crítica de mis colegas y de los dos maestros antes mencionados, fue Duplicaciones, mi obra más reconocida, que en esa época constaba de 40 cuentos, y que en 1973 fue publicado por la prestigiosa editorial mexicana Joaquín Mortiz. La primera edición, inevitablemente, está dedicada a Rulfo, y alguna vez, un par de años más tarde, en un encuentro fortuito en la calle Insurgentes del DF mexicano, me dio las gracias sabiendo muy bien que con aquel pequeño gesto era yo quien se las daba a él. Pero otra vez se las di, en persona esa vez.

Fuera de ese taller literario en que participaba una vez a la semana durante cuatro horas consecutivas junto con otros cinco becarios jóvenes mexicanos (dos de ellos hoy reconocidos escritores: el poeta David Huerta; la cuentista y novelista Beatriz Espejo; y el ya fallecido dramaturgo Carlos Olmos),  Rulfo y yo nunca hablamos más de cincuenta palabras seguidas: su personalidad introspectiva y poco sociable no lo permitía. Hablaba cuando tenía que hacerlo, y sus comentarios críticos a las obras en ciernes que íbamos escribiendo y leyendo una vez por semana los seis becarios, era para ello el ambiente más propicio. Sin embargo, siempre he admitido que bajo su acuciosa tutela crítica, y la de Elizondo, perfeccioné al máximo el rigor de mi escritura, comprendí cómo la forma es en literatura tan importante como el contenido pero nunca, nunca debe “comerse a la historia” –expresión esta de Rulfo-; y así  fui entendiendo de manera profunda y permanente lo que en realidad significa ser escritor, sus responsabilidades, su trascendencia si lo que se escribe le habla con autenticidad al alma humana. Pese al acendrado nacionalismo mexicano, jamás me sentí extranjero en ese taller, ni en el país mismo en donde residí 15 años, habiendo ido solamente por uno.

Recuerdo cómo Rulfo siempre aludía a mí como “el panameño”, y que lo hacía con un tono suave muy suyo, afectuoso, como dándome una vez y otra una diáfana bienvenida.

Consigno hoy que mi admiración por Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaino, quien nació en Apulco, un pueblito de San Gabriel, perteneciente a Sayula, Jalisco, un 16 de mayo de 1917 y murió en la Ciudad de México el 7 de enero de 1986, llegó a ser enorme, y todavía hoy lo sigue siendo. Lo recuerdo con cariño y lo releo cada tanto tiempo por el sólo placer de hacerlo, y para no olvidar cómo se escriben obras maestras, aunque tenga plena conciencia de estar a años luz de poder lograrlo.

Rulfo me enseñó, entre otras cosas, a enterrar vanidades y a saber aceptar mis limitaciones. En más de un sentido, aunque mis coordenadas espirituales y humanas sean otras, y otro mi estilo literario, junto con la influencia de Julio Cortázar en otro momento de mi vida, ese mexicano sencillo y complejísimo en sus aristas interiores y proyecciones humanas, universales de tan puntualmente mexicanas –válgase la aparente paradoja-, acaso sin saberlo me enseñó a escribir.

Habiéndose traducido sus dos obras de ficción a más de 50 lenguas y sostenidamente merecido comentarios elogiosos de la crítica, su fama es desde hace ya mucho tiempo un universal. Ya él era admirado y respetado sobremanera cuando tuve la dicha de conocerlo, pero en esos primeros meses yo no lo sabía a fondo y la verdad es que aun no había leído su obra. Tengo, dedicadas por Rulfo, ambas obras, y las cuido como el tesoro sentimental que representan. Al leerlas la primera vez, poco a poco, a mi ritmo, con sostenida dificultad, pues pese a su aparente sencillez no son nada fáciles, quedé deslumbrado. Maestro absoluto del lenguaje, mexicanísimo sin dejar de ser universal, ese hombre que sufría de pánico escénico y que abominaba de las reuniones, escribía con una densidad y al mismo tiempo con  una transparencia tal, “castigando el lenguaje” (como en el taller nos decía siempre que debíamos hacer al crear), que uno podría pensar que sus cuentos y su novela se escribieron solos, o que siempre estuvieron ahí, maravillosamente escritos.

III

Portada El llano en llamas

“A menudo, la escritura rulfiana posee una sequedad desgarradora que no es del todo ajena a la eficacia fotográfica”, ha dicho el crítico José Miguel Ullán. Y por supuesto es cierto, pero hay mucho más, a tal grado que se han escrito muchísimas brillantes tesis de grado en diversas universidades del mundo, en variadas lenguas, y se han publicado no pocos libros interesantes en torno a su parca producción literaria, en las que hay cuestiones de fondo y de forma en las que los estudiosos básicamente coinciden de manera elogiosa y profunda como las obras examinadas, y otras que cada lector interpreta a su modo, como suele ocurrir con la gran literatura. Lo que siempre coincide, no obstante, es la convicción en todos los estudiosos de que la obra literaria de este mexicano obsesivo y exigente, autocrítico a ultranza, por su calidad insobornable está más allá del bien y del mal, aposentado cómodamente en un nicho luminoso, autónomo e  irreversible, pese a que en sus cuentos y novela un hecho irrefutable es que el mundo de las sombras prevalece permeándolo todo frente a cualquier asomo realista de esperanzadora luz.

Pero ocurre que esa es la percepción del mundo que tiene Rulfo, de sus lacónicos personajes, de la naturaleza humana misma, descarnada, y lamentablemente el México violento de hoy le está dando la razón a Rulfo. Sin embargo la prosa de este autor, tan seca y directa, tan nulamente alambicada o revestida de esperanza, a ratos nos resulta extremadamente poética, densa en los estratos líricos de su forma escueta de nombrar, de describir, de narrar. Y este fenómeno ocurre porque en Rulfo hay una visión poética del mundo más desolado, del paisaje más devastado, no se sabe bien si porque en esa desolación pervive una suerte de  poesía intrínseca, o porque es la mirada compasiva, animista del narrador, la que le imprime esa cualidad a las cosas, sobre todo a la naturaleza. Y tal vez en realidad no sea necesario decidir cuál de estas dos interpretaciones es la correcta, tal vez no importa. La calidad impecable de la prosa rulfiana, palpitando frente a nuestros ojos de lectores sensibles, habla por sí sola. Permanece. Y en cierta medida en eso estriba una parte al menos de la grandeza de ese callado escritor que era Juan Rulfo.

IV

Rulfo, quien fue asimismo un extraordinario fotógrafo y guionista de cine, llegó a tener tal conciencia del impacto que producían sus textos, de su grado de perfección y de su fama, que creyéndose incapaz de superar sus propios logros, nunca más publicó, aunque es sabido que por cierto tiempo siguió escribiendo y destruyendo lo que creaba. En 1983 mereció en España el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, el segundo más importante después del Cervantes en el mundo de las letras hispánicas, el cual sin duda también merecía. Y ese lauro en nada modificó su proverbial sencillez. Y sin embargo, es sin duda alguna el escritor mexicano más leído y reeditado en su país y en el extranjero. Más incluso que sus compatriotas Octavio Paz y Carlos Fuentes, sus pares literarios.

Como dato curioso, cabe señalar que el primer cuento que escribió Rulfo se llama La vida no es muy seria en sus cosas, y fue publicado por primera vez en la revista Pan, en Guadalajara, en 1942, y luego apareció en la revista América, en la misma ciudad, en 1945. El autor no lo recogió en  su libro El llano en llamas. Este texto tiene como su única  protagonista a una mujer (una viuda), lo cual no vuelve a ocurrir en ningún otro cuento suyo.

Compatriotas  suyos como los muy reconocidos escritores Carlos Fuentes, Octavio Paz, Juan José Arreola, Edmundo Valadés, Rosario Castellanos, Juan García Ponce, Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, Jaime Sabines, Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska, entre muchos otros, le dieron siempre en vida su lugar en el mundo de las letras. Un lugar privilegiado que Rulfo nunca buscó ostentar. Y lo mismo ocurría con reconocidas personalidades literarias de otras latitudes, como Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis, colombianos radicados en México, al igual que con los uruguayos Juan Carlos Onetti y Mario Benedetti, los argentinos Cortázar, Ernesto Sábato y Borges, los peruanos José María Arguedas y Mario Vargas Llosa, los chilenos Pablo Neruda y José Donoso, los cubanos Guillermo Cabrera Infante y Alejo Carpentier, el portugués José Saramago, el paraguayo Augusto Roa Bastos, el alemán Gunter Grass, la norteamericana Susan Sontag y el español Enrique Vila-Matas, entre otros tantos. Todos entendieron que no es cantidad lo que hace cuajar para la inmortalidad artística el prestigio de un autor, sino calidad profunda y humanamente trascendente.

Las dos últimas décadas de su vida las dedicó Rulfo a su trabajo en el Instituto Nacional Indigenista de México, en donde fungió como editor de más de 300 publicaciones antropológicas.

Los libros más recientes sobre Rulfo y su obra, publicados este año con motivo de del centenario de su nacimiento, son: Había mucha neblina o humo o no sé qué: Caminar con Juan Rulfo, de Cristina Rivera Garza, (2016); “Noticias sobre Juan  Rulfo. La biografía (Ediciones RM, México, 2017), de Alberto Vital, quien ya había publicado otros libros sobre Rulfo; Ladridos, astros, agonías. Rilke y Broch en el lector Rulfo (Ediciones RM, México, 2017), de Víctor Jiménez, actual director de la Fundación Juan Rulfo y El fotógrafo Juan Rulfo (Ediciones RM/Fundación Juan Rulfo/Museo Amparo, México, 2017), de Paulina Millán, con un ensayo de Jorge Zepeda, quien también había escrito antes sobre este autor mexicano.

Yo tuve el honor de conocer a Juan Rulfo, y hoy lo recuerdo desde Panamá con nostalgia y afecto.

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Colón, Panamá, 1944.
Poeta, cuentista, ensayista, profesor universitario, investigador literario, promotor cultural y editor independiente.

Maestría en Literatura Hispanoamericana y Maestría en Bellas Artes con especialización en Creación Literaria, por la Universidad de Iowa (Iowa, Estados Unidos), así como estudios completos de Doctorado en Letras Iberoamericanas en la Universidad Nacional Autónoma de México (México, D.F.).

Fundador y primer Presidente de la Asociación de Escritores de Panamá, fue Coordinador de Difusión Cultural de la Universidad Tecnológica de Panamá (1996-2007); fundador y Director de la revista cultural panameña “Maga; creador del Diplomado en Creación Literaria que se imparte en la Universidad Tecnológica de Panamá desde 2006; y fundador de la empresa 9 Signos Grupo Editorial.

Es autor de 12 poemarios, 20 libros de cuentos, 8 libros de ensayos, 2 libros de obras teatrales y 1 libro de entrevistas a escritores panameños; así como de numerosas antologías y compilaciones históricas sobre literatura mexicana, centroamericana y panameña; y de tres compilaciones de ensayos de especialistas panameños en torno al tema del Canal de Panamá.

Ha sido incluido en 25 antologías del cuento panameño e hispanoamericano. Hay 8 libros, de diversos autores, publicados en varios países, que estudian los aportes de su obra literaria.