agonzalez

Selección de cuentos

22 mayo, 2017

Arquímedes Gonzalez

– El libro Tengo un mal presentimiento del escritor nicaragüense Arquímedes González, será publicado próximamente en inglés en Estados Unidos. Este libro fue finalista del Premio Centroamericano de Cuento Rogelio Sinán en el año 2007 y dos años después, ganó el Concurso de Publicación de Obras Literarias del Centro Nicaragüense de Escritores.



La gallina de los huevos… azules

Señor policía, yo no sé para qué le voy a contar el cuento desde el principio si aquí en el pueblo todo mundo ya lo sabe, además, mi comadre le hubiera explicado mejor lo que pasó, pero desgraciadamente tuvo que salir de emergencia a la capital a ver a su abuelita que se está muriendo pero bueno, ojalá que esto que le voy a contar, sirva para recuperar a la Margarita.

Hace dos semanas yo ya estaba arrecha porque mi gallina Margarita no había puesto ningún huevo. Esa mañana me levanté, hice el desayuno, después me puse en la mesa a sacarle la suciedad a los frijoles y descansé un rato tomándome un café en el patio. Fue ahí cuando vi a la Margarita paseándose como si nada, la condenada haragana.

―Vas a ver jodida, hoy te corto el pescuezo ―le dije.
Fui a la casa y me puse a calentar los frijoles. Mario se levantó. Fue a bañarse y después se sentó a la mesa. Yo le serví el desayuno y le dije:
―Mirá Mario, hoy voy a matar a la Margarita porque esa jodida gallina nunca puso huevos.
―Matala el viernes para que comamos pollo el fin de semana ―me pidió Mario.
―No, hoy me la vuelo ―le dije enojada.
―Ah, bueno ―me contestó Mario y siguió comiendo.

Mario se puso la camisa y se fue al trabajo. Yo encendí el fuego de la cocina y puse la olla con agua para meter a la Margarita luego de matarla y así desplumarla. Agarré el machete y fui al patio a buscarla. La jodida Margarita no aparecía. La llamé, pero no pude encontrarla. Entonces me acordé de ir a buscarla al gallinero y ahí estaba la pendeja Margarita bien acomodada.

De seguro como me vio con el machete, salió corriendo y cacareando. En el nido vi algo de color azul. Dejé que la Margarita escapara y metí la mano a ver qué era. Lo que me encontré, fue un gran huevo de color azul. Estaba calientito. A mí me pareció que la Margarita lo había puesto, pero no estaba segura. Ella jamás había puesto un huevo y ese día que la iba a matar, ahí estaba ese gran huevo azul.

Yo me quedé viendo el huevo y ya no supe qué hacer. De todas formas, fui a buscar a la Margarita así que la llevé al cuarto de las herramientas donde le acomodé el nido. Ahí la dejé para ver si ponía otro huevo. También le dejé su agua, arroz, tomate y algunas verduras para que comiera.

En la noche que llegó Mario, le mostré el huevo.

―Ala, Jacinta, ese huevo es más grande que mis dos…
―No seás cochino, Mario.

Mario fue al cuarto y trajo la cinta métrica. El huevo azul medía nueve centímetros. Por lo demás, tenía la misma forma que los demás huevos. Lo llamativo era el color, el tamaño y el peso.

―¿Y qué hacemos con el huevo? ―me preguntó.
―Yo no sé. No me atrevo a romperlo.
―Yo, sí ―me dijo Mario y fue a la cocina.

Puso la paila, derramó aceite y sal y encendió el fuego. Partió el huevo azul golpeándolo contra la paila y cuál es mi susto cuando vimos salir tres grandes yemas de huevo.

Esa noche Mario y yo nos hartamos las yemas del huevo con tortillas y queso. Mientras bebíamos café, le expliqué a Mario que había dejado a la Margarita en el cuarto de herramientas porque quería saber si en realidad había sido ella la que había puesto el huevo azul.

En la mañana, casi a la misma hora del día anterior, fui al cuarto y en el nido encontré otro huevo azul del mismo tamaño. En cuanto me vio, la Margarita dio vueltas como loca por el cuarto. De seguro todavía no había olvidado el machete. Dejé que saliera al patio y a los pocos minutos, ya mi gallo Javier la estaba montando.

Limpié la casa, preparé la comida y después tomé el huevo azul y me fui donde la vecina.

―Hola, comadre ―le dije.
―Cómo estás ―me saludó.

Y entonces le conté lo que había pasado con la Margarita. A como esperaba, mi comadre no me creyó ni una palabra. Del delantal me saqué el huevo azul y le expliqué que el día anterior nos habíamos comido el primer huevo con las tres yemas.

―¡Dios mío! ―exclamó mi comadre tomando el huevo.
―¿Será que la Margarita está enferma? ―le consulté.
―Si ustedes se comieron ayer el primer huevo azul y no les pasó nada, no creo ―me calmó mi comadre.

Al rato fui con mi comadre a la casa y buscamos a la Margarita. La gallina estaba en una esquina del patio picoteando el suelo.

―Yo la veo normal ―me dijo mi comadre.
– Yo también. Vamos a ver si sigue poniendo huevos azules.
―¿Y no la pensás vender?
―No, comadre. Ahora que sé que la Margarita pone esos huevotes azules, mejor no. A la larga y me sirve hasta para salir de esta pobreza…
―Entonces, tené cuidado con la Margarita porque cuando se enteren en el pueblo, a más de alguno le va a entrar la envidia…
―¿Vos creés?
―Sí, comadre, cualquiera quisiera tener una gallina que ponga esos hermosos huevos azules…

Yo pedí a mi comadre que no le contara a nadie, pero como en pueblo pequeño cualquier pedo se huele a los segundos, para la tarde habían venido como treinta personas a ver el huevo azul y en cuatro días, el pueblo enterito sabía de la Margarita y los huevos azules.

A los cinco días vino Don Anselmo que tiene una finca fuera del pueblo. Don Anselmo es un hacendado con varias cabezas de ganado, unas parcelas de cultivos y seguido viaja a la cabecera departamental a dejar productos.

―Doña Jacinta, ¿cómo le va?
―Bien, Don Anselmo. ¿No me diga que usted también viene a conocer a la Margarita y sus huevos azules?
―Sí le digo. ¡Ya la Margarita es la gallina más famosa del pueblo!

Pues venga y le muestro. Don Anselmo vio los huevos porque los había ido reuniendo en una canasta y después hasta cargó a la Margarita.

―A mí me parece una gallina normal ―dijo estudiándola.
―A mí también, Don Anselmo.
―Pues vea, Jacinta, quisiera ofrecerle un dinerito a cambio de quedarme con la Margarita.
―¿Dinero?
―Sí, yo le ofrezco doscientos dólares. Aquí los traigo.
―No, yo a la Margarita no la vendo, Don Anselmo.
―Mire Jacinta, está bien. Le voy a dar trescientos dólares.
―No, para nada…
―También estaba pensando si me presta a la Margarita unos días…
―¿Para que le empolle unos huevos?
―Pues sí.
―No, con su perdón, la Margarita es mía.
―Mire Jacinta, le puedo pagar estos trescientos dólares sólo para que me preste unos días a la Margarita.
―No, Don Anselmo, muchas gracias, pero no…
―Bueno, al menos piénsela, Jacinta… No se pierde nada con pensarla…

Fue a los tres días que la Margarita desapareció. Yo estoy segura que Don Anselmo tuvo algo que ver. Claro, no tengo pruebas, pero mi corazón me dice que Don Anselmo se llevó a la Margarita. Yo le pido por favor que investiguen a Don Anselmo o a quien sea, pero que me devuelvan a mi Margarita y mis huevos azules.

 El ladrón de cadáveres

Desde que tenía veinte años empecé a robar automóviles. Aprendí a manejar a los quince años. Y a esa edad fue la primera vez que maté a alguien. He robado de todo, automóviles caros, baratos, familiares, de dos puertas, camionetas y una vez me robé un cabezal.

Dos veces me atraparon y pasé unos años en prisión, pero la cárcel no se come a nadie y salí y volví al negocio. De un automóvil puedo sacar dinero para unos tres meses de parranda con mujeres incluidas. Por lo general escojo vehículos nuevos y de marcas japonesas. Las marcas americanas ya no son tan atractivas. Es que es cierto lo que dicen. La calidad de los vehículos americanos ha disminuido mucho. Con los americanos yo necesito más tiempo para escapar de la policía. No aceleran a la velocidad que uno necesita, a cierta velocidad el timón comienza a vibrar y hay que tener cuidado con los frenos.

Los carros americanos van siempre al deshuesadero. Me gano un poco más por las piezas buenas y el resto lo vendo como chatarra. Con los vehículos japoneses es más fácil y rápido. Cualquiera de mis contactos me compra un carro japonés en un dos por tres, porque saben que están comprando calidad.

Yo he hecho un cálculo de estos años de trabajo y estoy seguro de que he robado más de trescientos vehículos. Algunos han ido a parar lejos, a Costa Rica, a Panamá e, incluso, me han asegurado que algunos los han llevado a Colombia.

Usualmente robo los vehículos de los estacionamientos de los centros comerciales o de las residenciales donde viven los burgueses. Una que otra vez he tenido la suerte de encontrar las puertas de los vehículos sin seguro y una vez encontré un automóvil con las llaves. En estos años he matado sólo a cuatro personas. Tres hombres y, desgraciadamente, una mujer. Yo no tengo nada contra las mujeres, pero esa se puso muy pesada y ni modo, tres tiros le pegué.

Una vez se me ocurrió robar vehículos a quienes anunciaban la venta a través de los clasificados de los periódicos. Tomaba cualquier periódico tirado y me ponía a leer la sección de venta de vehículos. Escogí un vehículo marca Honda de tres años de uso que lo vendían a buen precio quién sabe por qué, aunque supuse que lo habían chocado y luego de la reparación no había quedado igual.

El dueño vivía en la residencial Vista Verde. Era una de esas nuevas urbanizaciones de Managua donde los nuevos ricos huían de los siempre pobres. Lo llamé por teléfono y le pregunté si podía pasar por su casa a las siete de la noche del día siguiente. Me explicó que era muy tarde, pero le dije que hasta esa hora salía de mi trabajo. El hombre aceptó. Esa noche me vestí bien, cargué mi pistola y cogí un taxi. Llegué a las siete y media.

La casa era nueva y grande. Era de dos pisos. Toqué la puerta. Abrió la empleada.

―¿Diga?
―Busco a Don Juan Ramiro Tercero.
―Un momentito…

El vehículo estaba estacionado al lado de la casa. Se veía en buenas condiciones. Traté de definir qué lado había sido chocado, pero no encontré daño visible.

―Buenas noches ―saludó el hombre sacándome de concentración.
―Hola ―le contesté. ―Yo soy Francisco, el interesado en el vehículo que usted vende.
―Pase adelante ―me dijo.

Entré. La casa era un relajo. Había cajas por aquí y por allá. El piso estaba puro polvo y en vez de un sofá grande que ya me imaginaba al ver desde fuera la hermosa casa, sólo había dos sillas.

―¿Quiere un café?
―Sí, gracias ―dice sin pensar.
―Manuelita, un café por favor…

La empleada corrió a la cocina.

―¿Y usted en qué trabaja? ―me preguntó.
―Soy comerciante ―le respondí sin dudar.
―Qué bien. Yo hasta hace poco trabajaba en la alcaldía como asesor…
―¿Se están mudando? ―quise saber.
―No, nos estamos yendo… ―me reveló.
―¿Y hacia dónde?
―Fuera del país. Nos vamos a Miami. Es que aquí la cosa…
―Sí, lo sé. La economía no va tan bien. Aunque yo, con la ayuda de Dios, afortunadamente no puedo quejarme…
―Por eso es que estoy vendiendo el carro muy barato.

En eso llegó la empleada con la taza de café.

El hombre me explicó cómo, cuándo y por qué había comprado específicamente el carro, en qué empresa, cuántos días había esperado por el vehículo, los chequeos mensuales que le habían hecho en el taller, en fin, que el vehículo parecía más importante que la mudanza.

De pronto, escuché llorar a un bebé.

El hombre distrajo su atención y de la escalera que llevaba al segundo piso, vi aparecer a la esposa bajando con un recién nacido en brazos. Ella me saludó y pasó al bebé al papá. De inmediato dio la vuelta y fue a la cocina. A pesar de su rápida aparición, pude verle sus hermosas caderas y sus pronunciadas tetas llenas de leche. Qué suerte tenía el Juan…

―Este es Juan Junior.
―Hola, mucho gusto, pequeñín ―le dije al bebé que parpadeaba nervioso.
―Venga ―me dijo el hombre.

Yo me acerqué más al bebé. Sus brazos y piernas se movían nerviosos. En eso la mano derecha del bebé se aferró al dedo más pequeño de mi mano izquierda. Su mano era increíblemente diminuta, pero muy firme. Su piel era suave y las uñas de sus dedos frágiles. Su cuerpo despedía ese característico olor a sudor y leche materna. Imaginé las grandes tetas de la mujer mientras le daba de mamar al bebé. Qué suerte tenían Juan y el Juancito…

―¿Quiere dar una vuelta en el vehículo para que pruebe la máquina?
―Claro  ―le dije retirando mi mano del bebé y bebiendo el último sorbo de café.

El hombre se levantó, acurrucó al bebé en su pecho y avisó a su mujer:

―¡Amor, voy a salir con el señor interesado en el carro!
―¡Está bien! ―escuché decir.
―¡Me llevo al bebé!
―¡Cuidado con el sereno! ―pidió la mujer.

El hombre fue a buscar la llave del vehículo.

Yo me levanté y me acomodé la pistola.

Agradecí el café a la empleada y salimos. El recién nacido estaba muy tranquilo. El hombre abrió la puerta del vehículo, lo acomodó en la silla para bebé, le pasó el cinturón de seguridad, cerró la puerta y me dio la llave. Yo no sabía que en esta oportunidad iba a tener un trabajo tan fácil. El hombre se sentó en el asiento del copiloto y yo ya bien sentado y asegurado, encendí el motor. La máquina sonaba perfecta. Encendí las luces, quité el freno de mano y nos fuimos.

Salimos a la avenida y aceleré.

―Ahorita que hay poco tráfico, puede llevarlo hasta cien ―me dijo el hombre.
Yo hice caso y en pocos segundos iba a ciento veinte kilómetros por hora. El timón no vibraba.
―¿Y qué le parece? ―me preguntó.
―Está perfecto, perfecto…
―¿Y el precio?
―Es el precio justo. No le voy a pedir rebaja.

El hombre me dedicó una sonrisa de satisfacción y volvió a ver al bebé que se había dormido.

Yo mientras tanto buscaba un lugar para estacionarme, sacar la pistola y hacer bajar del vehículo al dueño. Si se ponía bravucón, podía dispararle a las patas y así el Juan Junior no se quedaba huérfano antes de tiempo…

―Bueno, ya sabe mi número telefónico. En cuanto quiera arreglamos la transacción…
―Mañana o pasado mañana lo llamaré.
―¡No espere mucho, porque puede haber otros interesados!
―Lo sé, lo sé. El vehículo está de maravillas.
―¡Y el precio también!
―Así es, el precio también…

Me estacioné. Era el momento. Sentí la pistola. Sabía cómo y cuándo sacarla. Tenía cinco tiros y desde hacía años mi puntería había ido mejorando. El hombre abrió la puerta y salió. Dio la vuelta y se acercó a la puerta de mi lado. Era el instante en el que sacaría mi pistola, le apuntaría en medio de las cejas y le ordenaría que sacara al bebé y me iría en el vehículo… pero no pude. Dócilmente abrí la puerta y salí. Le dije que lo llamaría por teléfono y me fui de ahí caminando y odiando haber dejado que el puto bebé me tocara con su mano.

Al día siguiente robé una furgoneta americana. La llevé directo a mi comprador, pero cuando abrimos la puerta trasera, encontramos dos ataúdes con una pareja de ancianos más tiesos que mi verga. Mi comprador no quiso saber nada más de la furgoneta. Yo me fui de ahí y manejé por la ciudad pensando dónde jodido tirar los ataúdes sin llamar la atención, hasta que escuché detrás de mí las sirenas de dos unidades de la policía. Aceleré y les disparé, pero como he dicho, los vehículos americanos son de mala calidad. Los agentes me alcanzaron y a los pocos minutos me arrestaron y ahora estoy aquí otra vez esperando a salir de esta jodida cárcel porque como dicen, sólo a los perros flacos se le pegan las pulgas… y el tal señor al que le iba a robar el carro, resultó ser un administrador de un programa de ayuda a gente pobre de la alcaldía, de donde se robó tres millones de dólares y ahora lo buscan hasta debajo de las piedras.

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Managua, Nicaragua, 1972.
Escritor y periodista. Ha publicado las novelas La muerte de Acuario (2002, 2005), Qué sola estás Maité (2007), Conduciendo a la salvaje Mercedes (2009) y El Fabuloso Blackwell (2010), con la que ganó el II Premio Centroamericano de Novela Corta de Honduras. Es autor además del libro de relatos Tengo un mal presentimiento (2010).

Su obra ha merecido múltiples reconocimientos: ganador del IV Concurso Internacional de Relato de Humor en España en 2011; ganador del IV Premio Internacional Sexto Continente de Relato Negro en España en 2011; ganador en 2009, del Certamen para Publicación de Obras Literarias organizado por el Centro Nicaragüense de Escritores; mMención en Panamá en el Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán en el género de libro de cuentos en 2007.

Se encuentra incluido en diversas antologías, como Puertos abiertos, publicada en el 2011 por el Fondo de Cultura Económica de México; la Microantología del Microrrelato III; antología El hombre que se ríe de todo (es que todo lo desprecia) y en la antología del relato negro III de la editorial española Ediciones Irreverentes en el 2011; la antología El océano en un pez impreso en Cuba por Editorial Arte y Literatura y presentado en la Feria del Libro de La Habana 2011; la antología Voces con vida impresa en México en el 2009 por editorial Palabras y Plumas Editores, S. A. y en la antología El futuro no es nuestro, escritores de la América Hispana 1970-1980, presentada en agosto del 2008 en la revista colombiana Pie de Página.