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Seis narradoras hondureñas nacidas después del 60

30 julio, 2017

Gustavo Campos

– Presentamos una muestra de cuentos de escritoras hondureñas. que forman parte de una antologia que está siendo elaborada por Gustavo Campos.


Prefacio

Las narradoras

«Cuando se llevaron la noche» es un cuento de María Eugenia Ramos (1959), publicado en Una cierta nostalgia (2010) y antologado en “Puertos abiertos”. Antología del cuento centroamericano por Segio Ramírez para el Fondo de Cultura Económica de México, en 2011; también ha sido incluida en L’a Amérique Centrale Raconte (L’atinoir, 2014) y en otras muchas antologías. Fue considerada como uno de los “Secretos mejor guardados de América Latina” en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Ha participado en numerosos encuentros literarios, entre ellos, la serie anual de Encuentros de Escritores Chiapas-Centroamérica y México-Centroamérica (Chiapas, México, 1992-2000), “América Latina, Tierra de Libros” (Roma, 2010), FIL Guadalajara (2011) y el Primer Encuentro de Narradores «Centroamérica cuenta» (Nicaragua, 2013).

«En la maleta» es un cuento de Ondina Zea (1960) que aparece en el libro “Sierra Mágina: territorio literario” publicado en Pigmalión en mayo 2017, Madrid. Es novelista y en 2014 publicó Bajo un mismo cielo (Sial Pigmalión, 2014) que se acreditó el Premio Escriduende a mejor novela dentro del marco de la Feria Internacional del libro de Madrid en 2015. Es una novela entre el relato de viaje, diario pluricontinental donde se cruzan dos mundos manipulados por la política estadounidense: la década de los 80s en Centroamérica y la Revolución Islámica.

«Proyecto amante» es aún inédito, su autora Rebeca Becerra (1969) ya ha publicado un par de sus cuentos en diarios de difusión nacional y en la Revista La Zebra que dirige Jorge Ávalos. Ha sido más conocida como poeta y gestora cultural. En 1992 recibió el Premio Único Centroamericano de Poesía “Hugo Lindo” en la ciudad de San Salvador, El Salvador. Su obra aparece en múltiples antologías de Estados Unidos, México, Nicaragua, El Salvador, Honduras y Costa Rica. En 2011 el escritor nicaragüense Sergio Ramírez la incluyó en “Puertas abiertas”. Antología de poesía centroamericana por el Fondo de Cultura Económica de México.

«Síndrome» de Jessica Sánchez (1974) es un relato de su libro Infinito cercano (Guatemala, 2010). Su obra ha sido incluida en las antologías Un espejo roto. Antología del nuevo cuento de Centroamérica y República Dominicana (comp. Sergio Ramírez GEICA, Goethe Institut, 2014), traducido al alemán Neue Erzähler aus Mittelamerikaal (Unionsverlag, 2014) alemán al francés en L’a Amérique Centrale Raconte (L’atinoir). Asistió al Segundo Encuentro de Narradores «Centroamérica cuenta» (Nicaragua, 2014).

Jessica Sánchez es de nacionalidad hondureña/ peruana. Licenciada en Letras, con una maestría en Estudios de Género. Ha trabajado con organizaciones de mujeres y ha realizado investigaciones para organismos internacionales como la OIT y el BID. Medalla de plata en los Juegos Florales de Santa Rosa de Copán, 2002. Es miembro de la Red de escritoras latinoamericanas. Ha trabajado en producción y distribución de la revista Letras de la UNAH— VS, (1995—2001). Coordinadora del Consejo Editorial “Capiro” (2000—2002). Diseño y montaje de la campaña radial sobre Derechos Humanos de las Mujeres en Honduras (1996—1999).

«Dunster, año 73B, después de Krogan» es un cuento de Ana Michelle Hernández Rodríguez (1991), estudiante de Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. Estudiante de Derecho en la Universidad Ceutec. Ganadora del concurso Internacional del Voluntariado 2014 de las Naciones Unidas y Curso International en la categoría de medio ambiente y gestión de riesgos. Ha trabajado en sondeos para Humane Society International. Miembro de la Red/e Latinoamericana de Voluntariado Corporativo—IAVE. El presente cuento le valió una invitación para ser publicado en un homenaje al Premio Nobel Ernest Hemingway, España.

«La historia que me contó Sash» es un cuento de Ambar Morales (1997). Es una artista polifacética, sus destrezas las demuestra como ilustradora, cineasta, en literatura y los cómics. Hace sólo poco más de dos años Ambar Nicté Morales se acreditó la octava edición del Certamen Nacional Literario Estudiantil convocado por la Sociedad Literaria de Honduras, SOLIHO, con su cuento «Búscalo en el reflejo», en el 2014. Ambar Morales es una joven polifacética, además de escribir, estudió música, ilustra y estudia en una Escuela de Cine al mismo tiempo que Arqueología en la Universidad de San Carlos, Guatemala


Los cuentos

María Eugenia Ramos

Cuando se llevaron la noche

CUANDO EL CIELO SE OSCURECIÓ, yo empezaba apenas a quitarme la ropa. Marcos me vio, sonrió con pereza y dijo:

—Va a llover.
—Sí —le contesté—. Así es mejor.

Aquella noche las cigarras cantaban con un toque especial, como a gritos. Había hecho demasiado calor durante el día. El sudor nos había pegado la ropa al cuerpo.

Cuando se empezaron a escuchar los primeros golpes en el techo de cinc, yo estaba cantando en mi interior una canción de Phil Collins, poniéndole la letra que se me antojó. Marcos estaba lejos, tal vez caminando sobre alguna duna. Cuando los golpes se hicieron demasiado fuertes, dejé de cantar y pellizqué a Marcos para que regresara. Él volvió con desgano, con un gesto de sufrimiento, como un niño al que desprenden abruptamente del pecho.

—¿Qué es eso? —pregunté.
—Granizo —había fastidio en su voz.

Pero entonces los golpes ya no eran aislados, sino un solo rumor, de avalancha cada vez más próxima. Salté de la cama y traté de ver por la ventana, pero la luz incierta de las seis de la tarde ya no estaba. En su lugar había una masa negra, y sentí una hebra helada que se me escurría dentro del corazón. Tragué saliva y me volví hacia Marcos.

—Marcos, ¿qué está pasando?
—Pues que está lloviendo, ¿no oís?
—No, es otra cosa —quería gritar, pero mi voz apenas se escuchaba. Quise apartar la cortina para mostrarle lo que no había, pero lo hice bruscamente y el trozo de tela floreada se me quedó en la mano.
—¿Qué estás haciendo? —se irritó Marcos—. ¿No ves que estoy desnudo? ¿Querés que nos vean e afuera?
—Pero Marcos, es que no hay nada, quiero decir, no se ve nada. No está.
—Estás loca. ¿Quién no está? —y se tiró de la cama, sábana en mano, para cubrir la ventana desnuda.
—La noche. Se llevaron la noche.

Él me miró y pude ver pasar por sus ojos la burla primero, después la incredulidad y por último un inicio de miedo.

—¿Estás tomando algo, o qué? Solo está lloviendo, ¿no entendés?

Me quedé callada. Él me tomó por un brazo, con cierta brusquedad.

—Vení, volvamos a la cama. Vamos a jugar de caballito.
—Marcos, por favor. Te digo que no está la noche.
—Qué joder, carajo. Te estás inventando esa estupidez. Si no querías acostarte conmigo, no hubieras venido.
—No, te juro que es cierto. Acercate, mirá.
—No, mirá vos —y sin soltarme el brazo, descorrió el pasador, abrió la ventana y me obligó a sacar la mano—. ¿Ves? ¿Sentís la lluvia?
—¡No, por favor!

Aunque Marcos me hacía estirar la mano con la palma hacia arriba, yo sentía que los dedos me rebotaban en una especie de colchón elástico. Definitivamente, el aire, la lluvia, las  cigarras, el calor, la noche entera, ya no estaban.

Él me soltó despacio y comenzó a vestirse, diciéndome:

—Yo creo que estás jugando conmigo —su voz tenía un tono de rencor—. Tengo mucho que hacer y solo vine a estar un rato con vos. ¿No podés entender eso? Pero está bien, si no querés, no volvamos a vernos.
—Marcos, no te vayás, por favor. No podés irte. No hay adónde ir.
—Quedate vos con tu locura, si querés. Me voy.

Tiró la puerta con tanta violencia que la sábana mal puesta sobre la ventana cayó al suelo. Yo la tomé, me acurruqué en la cama y me envolví toda para no ver eso que estaba afuera en lugar de la noche. Y aquí estoy desde entonces, esperando que pasen las horas y que cualquiera de los dos, o juntos, Marcos y la noche, vuelvan por mí.

Ondina Zea

En la maleta

Ha pasado ya un año desde su muerte. No me acostumbro al silencio de su ausencia. Extraño el “buenos días” y los momentos del café. Aún la siento arrastrar sus pasos y la imagino en la cocina preparando sus infusiones. De repente, creo escucharla en el salón viendo sus programas y bisbisando el Rosario.

Ayer, revisitando la habitación, decidí abrir su vieja maleta, cuyo apego siempre consideré excesivo; como si la maleta estuviera enlazada a su existencia. En ella encontré prendas sin valor, viejas recetas médicas, cartas postales, fotografías… Luego, explorándola detenidamente, por detrás de su forro interior encontré, pegado a la cubierta, un saco bordado a mano con una correspondencia.

Demasiadas cosas cambiaron después de la muerte de mamá. Su entierro tuvo lugar en una blanca y gélida mañana. Yo iba tiritando, sintiéndome muy mal detrás del cortejo. El recorrido desde la Asunción al Cementerio Municipal fue lento. No lograba sacarme el horrible escalofrío que me recorría el cuerpo. Maruja, la Candela, y mi tía Milagros iban bajando la calle del Emigrante cuando las escuché lamentarse; las tres iban quejándose de que mamá no pudiera regresar al pueblo a pasar sus últimos años. No sabía si sentirme culpable o satisfecha de haberla tenido viviendo a mi lado.

—¡La pobre Cruz soñaba con volver para quedarse! —repetía Maruja muy dolida. Secreteaban cabizbajas, pero oí a mi tía Milagros decir: “Al final, Chabelita resultó ser una verdadera hija”. Edelmira, la vieja vecina, se aproximó para ponerme una manta sobre los hombros “¡Arrebújate bien, nena, que estás pachucha…!” —susurró exhalando vaho de su aliento—. “¡Pobrecica mi amiga Cruz! ¡Tu hermana Soledad lamentará mucho su muerte!” —añadió con ironía—. Yo estaba de acuerdo. Sin embargo, esas observaciones dirigidas a mi hermana removieron aún más mis entrañas. Es cierto que yo vivía enfadada con ella por haberse apoderado de la casa del pueblo, y por haberle provocado a mamá tantas miserias, pero era mi hermanita. Entonces, volví la cabeza hacia atrás, y la percibí paliducha, ajena, artificial, con sus ojos requemados de lágrimas. Fue una sensación extraña. Me asedió la idea de que, quizá, Soledad había nacido sin conciencia, y sentí mucha pena por ella. Sin embargo, sus sollozos no tocaban el alma de nadie. Sentía deseos de decirle que se perdió hacer feliz a la persona que más la amó en el mundo, pero hubiera sido muy cruel y no era el momento. Desde muy joven, siempre quise arrojarle todiquitico lo que no logré digerir, y que me produjo arcadas. Estaba enferma, quizá, de rencor, de envidia…, pero sentía urgencia de vomitar las palabras que tenía atravesadas en mi pecho. Era consciente que necesitaba sanar mi corazón. Curiosamente, mi sosiego llegó cuando comprendí que mamá ya descansaba en paz.

No sé por dónde iniciar esta historia que me aqueja. Siempre pensé que tener a una hermana era como tener una mejor amiga de la que no te puedes deshacer, y que los lazos de sangre son inquebrantables. Recuerdo que yo esperaba que mi hermana llegara al mundo cuando las flores de los almendros revisten las veredas de la sierra; no obstante, su nacimiento coincidió con la Romería de San Isidro Labrador. Mi madre estaba en casa sintiéndose mal, y papá, preocupado, cerró la tienda; entonces mi abuela me mandó al desfile en compañía de la tía Milagros. Mi prima y yo, íbamos disfrazadas de ángeles en la carroza que seguía al santo. Los organizadores nos habían amarrado a unos soportes y, en mi papel de ángel, imaginé que mis alas eran reales y que volaba sobre Sierra Mágina hasta llegar al firmamento para pedir al Santísimo Cristo que mi madre pariera a una niña. Al volver de mi ensueño, en camino hacia la Fuente de Garcíez, mi padre se apareció pedaleando al costado de la carroza y me anunció:

—¡Chabelita! ¡Tu hermana Soledad acaba de nacer! La noticia me emocionó tanto, que intenté desatar la tomiza para saltar en sus brazos, pero tuve que esperar hasta llegar a la ermita. Soledad había llegado como un angélico a nuestras vidas. Madre tuvo muchas complicaciones con sus embarazos y vivía triste. Hipólito, mi padre atendía la tienda de comestibles situada en un barrio del pueblo; su comercio era productivo, principalmente, cuando el esparto se encontraba en la vega de Jandulilla y se hacían buenos negocios con las almazaras. Mi padre le concedía gran valor al trabajo, pero hacía mucho énfasis en el conocimiento; por eso, desde chicas nos mandó a estudiar al colegio Virgen de Fátima.

Soledad y yo éramos como la noche y el día. Ella no sólo destacaba por su carácter voluntarioso, sino también por su inusitada belleza: morena, de ojos almendrados de color verde como el de los olivares. Sole siempre fue el ojito derecho de madre. Debo decir que yo también la quería, aunque a su lado pasara totalmente desapercibida. Todavía estoy viendo a mi hermana lloriquear en las faldas de madre. Lo curioso es que cada día se enfurruñaba y le exigía más. A decir verdad, nunca entendí por qué crecía tan resabiada. Recuerdo horrorizarme viendo a mi hermana estrangular a un pobre gatito, o introducirse sigilosamente en la tienda para robar una caja entera de chicles Bazoka. En mi mente no había calificativo para lo que ya no era una travesura.

—¡Cruz, con Soledad tienes que pensar mal para que aciertes! —le recordaba papá. —¡Fui yo, Hipólito, no le regañes! Muchas veces madre se echaba la culpa para evitarle castigos. Mi hermana creció mintiendo, ella disculpándola, mi padre haciendo la vista gorda, y yo llena de dudas. Cuando salíamos a jugar al cangreje con los vecinos, Soledad llevaba siempre los bolsillos atiborrados de caramelos que se negaba a compartir; un día les ofreció unos dulces a los niños, pero estaban cubiertos de pimienta. En otra ocasión, mientras jugábamos con ellos, se atragantó con sus mismos caramelos. Recuerdo que yo noté que se asfixiaba porque se le volteaban los ojillos. La cogí de la mano y corrí espantada. “¡Se muere Sole!, ¡se muere mi hermana!” —gritaba como una loca—. Al oír el alboroto, el padre de Rufino, ido como un garbanzal, salió por una puerta en calzoncillos con su escopeta de caza lista para tirar —¡Irgen Nene! ¿Y ése ejarro qué es…? —exclamó sobresaltado—; y cuando vio a Sole, dejó su rifle en el suelo, le abarcó el tronco y de unos estrujones la hizo expulsar la esfera acaramelada. Yo pensé que la iba a matar, pero le salvó la vida. Entre risillas, el tal Rufino, canturreaba que, por poquitas, la nena de la calle, había hecho boca-topo. Me dio tanta rabia que le di un guantazo y salí corriendo. Y así, sumaron años, y mi hermanita se convirtió en una atractiva joven. Mamá se escapaba al taller de Candela para coserle algunas prendillas; ella era una señoritinga con privilegios y yo la hija con responsabilidades. Desde entonces calculé nuestras brechas. Luego, vino un período oscuro, murió el que llamaban el Generalísimo, y a los pocos meses falleció padre. Se derrumbó mi mundo. Liquidaron la tienda y para generar ingresos, yo tuve que emigrar a la ciudad. Entonces, nuestra casa del pueblo empezó a funcionar distinto.

Soledad dejó el cole y mamá la acomodó en el taller de Candela, hasta que se enemistaron porque Sole le robaba retazos de género. Luego, para complacerla, le compró una máquina de coser para que ocupara su tiempo haciendo retoques, pero duró muy poco porque se le iban las mejores. Durante una Semana Santa que fui al pueblo a pasar las vacaciones, la tía Milagros me llenó la cabeza de las habladurías de los churreteros del bar de abajo: . Así pues, el día de la Verónica, para los pasos de Jesús de Nazareno y de María Santísima, yo misma la vi desde nuestro balcón bajar la cuesta detrás de un tío que andaba en una moto tan ruidosa que me provocó espanto. Me pareció penoso verla abrazada a la cintura de un tipo tan presumido que se creía estar de toma pan y moja. ¡Qué vergüenza sentí que se fuera a la procesión en moto! Cuando le di las quejas a mi madre en vez de enfadarse, me dijo que era la nueva moda; hasta el día en que Sole regresó preñada después de haber estado medio desaparecida varios meses. El mozo, el muy apañao, que pregonaba estar enamorado de ella, estuvo ausente en el nacimiento de su hijo. Sin embargo, Soledad lo persiguió por el pueblo de al lado hasta que lo atrapó y se lo llevó a vivir a casa de madre. Empezaron los tiempos de infierno. Él era hijo de una familia de jornaleros que se instalaron en La Serrezuela, cuando todavía se encontraba esparto en los atochares. El chico llegó a vender capachos y capachetas a la tienda durante un tiempo. Luego, el muchacho creció y se centró en su apariencia física. Yo nunca le vi cara de trigo limpio. Sé que recogía aceitunas en una esportilla, y lo poco que ganaba se lo gastaba en la barra del bar de abajo. Desde que se fue con Soledad ya no le hizo falta cazar un conejo o una perdiz, porque ella se lo resolvía todo. El muchacho resultó ser agresivo y mi hermana se acostumbró a la violencia. ¡Cuánta tristeza sentía yo por su hijito que crecía viendo a sus padres sumidos en una guerra! ¡Cuántas veces Soledad echó al Toni de casa y cuántas le abrió la puerta! Madre ya no podía de tanta angustia. Las dos temíamos que un día apareciera muerta. Lo normal hubiera sido que buscaran un lugar donde vivir, pero madre se opuso: —¡Pobre Sole!, ella no tiene casa y el Toni tampoco —me decía. Soledad, por otro lado, me increpaba: —¡Tú Chabeli, chínchate! ¡Pilla y vete! Deja de insistir con madre para que me vaya de esta casa porque yo me ocupo de cuidarla. ¿Tú quieres que nos eche a la calle? ¡Anda ya! ¡Mejor vete a buscar un marido, que ya te está entrando la edad de vestir santos!

Soledad era una víctima de la vida. Y yo dejé de contar el tiempo que transcurrió, sintiéndome más sola que nunca, hasta que me concedieron la hipoteca; entonces decidí traerme a nuestra madre a la ciudad. Meses antes, ella me escribió una carta contándome de una caída en las escaleras. Por fortuna no se hizo nada. Mi prima me llamó del pueblo para cotillear; por ella me enteré que Soledad le había cambiado a una pieza diminuta, y que madre ya no salía de casa. Volví al pueblo para la Cruz de Mayo, y la encontré demacrada y triste. Salimos a ver pasar la balsa del Santo Cristo para que se distrajera, pero la sentí mortificada. Me quería contar algo, pero tenía las palabras trabadas, y aunque intenté sonsacárselas, fue imposible. Mi padre le había dejado un fondo para su vejez, y yo temía que la estuvieran extorsionando. Por otro lado, era imposible dialogar con Sole cuando ella se liaba la manta a la cabeza. Entonces decidí que me llevaba a madre una temporada. Creí que ella se acostumbraría a vivir en la ciudad, aunque me tocara lidiar entre el trabajo y hacerle compañía. Así transcurrieron unos años. Un día empezó a obsesionarse por regresar a su casa. Cuando le escribí a Sole, no me respondió. Seguramente temía que le tocara responsabilizarse. A cosa hecha, no quiso darle ni una miajititilla de atención. El colmo se produjo el último verano que pasamos en el pueblo; nos hospedamos en casa de la tía Rosita porque Soledad se evadió con pretextos. Al final, las mentiras tienen patas muy cortas.

—Espera hija, espera… —me dijo madre extrañada cuando la llevé a visitar a Edelmira.
—¿No es esa tu hermana? En efecto, era Sole, frente a la zapatería de la Plaza de España. No quisimos sorprenderla en su farsa. Mamá sacó de su bolso un pañuelo porque le saltaban las lágrimas y, con la cabeza gacha, dijo: “¡Soledad no tiene sesos. Pobrecica mía!”. Luego me miró como una chiquilla enfadada y me dijo: “¡Ya estoy cansada, Chabelita! ¡No quiero regresar contigo a la ciudad!”. Y se echó a llorar.
—¡Ea! Madre ¿Y cómo vas a hacer? —le pregunté. Quiero que me expliques ¿quién va a cuidarte? Tu hija menor se ha apropiado de tu casa y no desea que regreses. A menos que tú me permitas llamar a los Civiles para que la desalojen.

Entonces madre rabió: “¡Chabelita! ¡No seas malvada! ¡Por favor! ¡Entiende que a la pobre Soledad no le ha ido bien en la vida!”. Me impresionaba tanta compasión por ella y tanta desconsideración conmigo. ¡Era incomprensible! Y después, calmada, me dijo:

—Chabeli, quiero volver a mis cosas de antes. ¡Quiero morir en mi casa y que me entierren al lado de mi marido! Luego se quedó cabizbaja, se repuso y exclamó: “¡Quiero asomarme al balcón para contemplar el sol esconderse detrás de la sierra hasta el último de mis suspiros! ¿Me entiendes, Chabeli, me entiendes? —exclamó compungida—. “Quiero ver a Soledad y a mi nieto”. Lo que yo ignoraba es lo que no se atrevía a contarme.

Mamá sabía que era manipulada, pero su amor vehemente la cegaba. A partir de ese momento, comenzó mi guerra. Por mucho que madre supiera que yo la protegía, no admitía mis sospechas. Me puse entonces a investigar sobre la escrituración de su casa y, en efecto, el abogado me señaló que, María de la Cruz Torres, nuestra madre, había hecho el traspaso de la propiedad a nombre de mi hermana. Aquello me produjo mucho asombro. Pensé que había un error en el documento, pero en seguida, reconocí la firma de mamá. Me preguntaba cómo logró Soledad registrarla como suya estando madre todavía en vida ¿Estaba madre consciente? Llamé a Sole para protestar:

—¿Cómo pudiste hacerle eso a tu propia madre?
—¡Porque no es la tuya, Chabeli! —me respondió con tirria.
—¡Anda ya! Déjate de estupideces y hablemos con cordura, —sugerí; pero a mi hermana no le interesaba resolver lo que ya estaba ganado.

En los meses que siguieron, la salud de madre se deterioró, y falleció dejándome desconsolada y triste.

Soledad se mantenía lejos de mí; yo quería regresar al pueblo para buscarla. Deseaba quedarme sin prisas para recorrer la sierra; visitar la Plaza de San Marcos; y desde la puerta de la muralla contemplar las terrazas de los huertos y las líneas rectas de los olivares en el horizonte. Necesitaba encontrarme frente a los cerros azulados de Cazorla y Sierra Mágina para respirar tranquilidad.

Es así como empezaba a replantearme la vida cuando, violentamente, me encontré sumergida en una dimensión incierta. Leer lo que mamá guardó, celadamente, en su maleta, me duele.

En una carta manuscrita, firmada por Sor María de Jesús, se informa a: Don Hipólito y a Doña Cruz (mis padres), que en el hospicio ya nació su encargo; una niña. Que pueden pasar a recogerla tan pronto ellos hagan efectiva la cantidad acordada en su compromiso.

Esa niña recién nacida que menciona la correspondencia en la maleta, debe tener hoy la misma edad que yo.

Rebeca Becerra

Proyecto Amante

Me enviarán al correo alrededor de las 10:00 a.m., seguramente no habrá correspondencia. Antes de llegar al apartado 870 asignado a Proyecto Amante probaré la llave en el número 50, sé que algún día he de terminar y encontrar algo que me sosiegue. Para no perder tiempo entraré por la puerta trasera del edificio y cuando termine saldré por la puerta principal para observar a las recepcionistas acariciar las estampillas. Ojalá me enviaran a depositar alguna carta, el viaje sería más interesante, tendría más sentido esta vida: pegar sellos postales delicada y cuidadosamente sin lastimarlos para que lleguen intactos a manos de personas que ni siquiera conozco, no lo hace cualquiera. Me gusta mucho la recepcionista número cinco, no es que sea hermosa, al contrario, solamente a alguien como yo podría encantarle y tal vez a sus nietos, si los tiene, o quizás viva sola en una absurda colonia marginal de la capital, de esas que les nombran 15 de junio, 17 de marzo, 20 de noviembre, qué sé yo, para no complicarse la vida pensando un poco en buscar un nombre decente.

A mí no me gusta llenar las estampillas de saliva, es obsceno pasarles la lengua, cuidadosamente las lleno de pegamento y luego dejo deslizar la carta por la abertura de la pared, ¿interior o exterior? depende, después se escucha un roce, cae sobre otros cientos de cartas que desearía abrir en este momento. Me quedo un rato de pie frente a la pared esperando escuchar alguna voz, un murmullo, algo que me llame del interior, pero nunca sucede.

Ahora recojo esta basura, el jefe debe de estar por llegar, como siempre lo primero que ve es el piso, si brilla como a él le gusta me saluda amablemente, si está opaco ni siquiera me vuelve a ver y sube las gradas, tratando de hacerme sentir insignificante; cuando llega al escritorio llama a Sandra, la secretaría, y le pide que apunte en una libreta que el día de hoy el piso lo encontró opaco, Sandra me llama con esa voz chillona y coqueta que tiene y me da una copia de lo apuntado, luego sonríe y me dice «el jefe es el jefe» y se marcha moviendo el trasero como pata y graznando con los tacones de sus zapatos. Ahora llevo la escoba y el trapeador al baño del segundo piso, siempre deben de estar detrás de la puerta, en la oscuridad para que nadie los vea, eso es lo que me repite todos los días María Luisa, la administradora; hoy no ha venido, no ha de tardar, siempre es la última en llegar y yo soy el primero, a las seis de la mañana estoy aquí, para que a las ocho cuando todos vengan puedan poner sus traseros en unas sillas olorosas. Las cosas limpias y relucientes a veces me hablan, yo las he escuchado. Por la tarde cuando salgo de trabajar quedan llorando llenas de huellas honestas y deshonestas, por eso me quieren y me cuentan sus secretos, se pegan a mis manos y algunas se marchan conmigo a casa; lo único que hago es salvarlas de la gente y la rutina. Ahí viene el jefe.

—¡Buenos días, Aníbal!, hoy metió gol.

Su estruendosa voz se escuchó en todo el edificio.

—¡Buenos días!

Pasa a mi lado y vuelve a sonreír, sube las gradas con ese caminado amanerado que tiene. Sigo al imbécil con la mirada. «Hoy metió gol», que frase tan linda irá diciendo, si supiera que no me gusta el fútbol.

Está gritando la pata, debería de subir corriendo, pero voy a esperar, que venga a llamarme, que traiga el dinero aquí, que baje las gradas y me diga «por favor, Aníbal, vaya cómpreme lo mismo de siempre»: «un pan con frijoles y un jugo de naranja», yo sonreiré, tomaré el dinero y saldré a la calle con la cara apretada de la cólera, al regreso tocaré la puerta, fingiré que dejé olvidada la llave, ella aparecerá por el balcón, «aquí van las mías», dirá. También fingiré que no puedo abrir la puerta, entonces bajará, me abrirá, le daré el encargo y las llaves, dirá gracias hipócritamente, dará la vuelta y se marchará graznando hacia su escritorio.

La calle Lempira desciende hacia la ciudad así es que caminar hacia abajo es relajante. El edificio donde trabajo está ubicado en su cima, ahí entre varias casas de estilo colonial emerge un rótulo que dice «Proyecto Amante: la solución a sus problemas sexuales» Bien podría aparecer cualquier otro rótulo que no hiciera pensar a la gente en sexo. Pienso que, si me fuera volando en línea recta hacia la izquierda, de espaldas al norte, llegaría más rápido y descendería justo en el portón trasero del edificio de correos, trataría de ser extremadamente persuasivo para que nadie me viera y se asustara, además me sentiría muy bien si lo hiciera. Cada vez que vuelo me siento liviano, limpio, sin embargo, no puedo hacerlo porque desde el balcón del jefe se divisan todas las calles que llevan al correo, y me vigila con sus binoculares; por el contrario, podría ir rugiéndole a la gente indiscreta que me desnuda con la mirada cuando camino, nadie espera un rugido tremendo que los lance al suelo, mucho menos de un simple y miserable hombre como yo. Está lloviznando, el jefe no podrá ver bien desde el balcón, seguramente enojado ha guardado sus binoculares. En este instante se acerca adonde Sandra haciéndose el machito, le guiña un ojo, Sandra piensa que esta vez será la definitiva, que esta vez sí se lo dará. Ella no cabe en el asiento, comienza a elevarse, su cabeza topa con el techo, hasta que ya no soporta más la presión que la atora entonces ríe, llora, dice mamá, papá, palabras, pujidos, quejidos, otros muchos sonidos difíciles de comprender. El jefe le pide una taza de café, Sandra comienza a descender como avión en picada cuando cae al suelo, se levanta bruscamente, hace graznar sus tacones alrededor del escritorio desesperadamente y comienza a preparar el enemigo que se interpone entre ella y su jefe: la taza de café.

Camino con un paso extremadamente largo y apresurado, siempre lo he hecho así, me gusta mucho la rapidez, rapidez para escribir una carta, rapidez para preparar un pastel, rapidez para comer, rapidez para ser paciente, rapidez para hacer el amor, rapidez para todo, especialmente para cosas tan importantes como éstas. La gente me observa, me observa con lástima, con curiosidad, con desconfianza. Por eso les rujo, siempre trato de hacerlo lo más discretamente posible para no llamar la atención. Desde aquí puedo ver el edificio del correo, está lleno de capitalinos, turistas, vendedores. Bordearé su base y entraré por la puerta trasera, los pasillos parecen estar un poco despejados, eso es bueno porque actúo con mayor soltura y seguridad al insertar la llave, todo será fácil este día, primero en una casilla, luego en otra y en otra hasta que haya pasado el tiempo suficiente para regresar al trabajo y que nadie sospeche nada. Por último, revisaré el apartado postal de Proyecto Amante, total casi nunca llega algo importante que venza mis ganas de saber qué es lo que dicen, qué es lo que encierran esas cartas.

Subo las gradas de madera, acaricio su textura, nadie se detiene a observarlas, solamente las pisan de subida y de bajada. Al fondo del pasillo de madera está la sección de apartados postales, casillas con puertecillas de metal dan la apariencia de seguridad, individualidad, pero es falso, todo es un orden ficticio para engañar a las personas y que se sientan importantes de decir «mi apartado postal es el 248», «el mío es 456»; para ser dueños del delirio numérico pagan alquiler que solamente yo disfruto, es como si todo este enjambre de números fuera mío. Detrás de esta ilusión de ordenamiento matemático solamente hay huecos expuestos a las manos de los trabajadores: muchas manos tocan la correspondencia, la huelen, la sopesan y la violan. Dentro no hay seguridad, es doloroso, las cartas están expuesta a enfermedades, vocabularios obscenos, restos de comida, malos olores, perfumes baratos, gases, eructos, mal aliento e innumerables y deleznables cosas que sólo yo sé.

Cruzo el pasillo, una mujer se aproxima, viene en dirección contraria a la mía, o va, no lo sé, viene y va es lo mismo, llega a mi lado, se para y me mira como a las demás personas, ¿esto es común?, me mira, me mira, qué mirada tan interrogativa. Soy un simple conserje—aseador y vivo en el Barrio La Plazuela del centro de Tegucigalpa, casa 205, no tengo teléfono, soy soltero, esquizofrénico, maníaco—depresivo. ¡Uuuuf! ¡Cuántas cosas me saca esa mirada, esos ojos de tigre de bengala! Parece que me quitara la ropa, ¡qué vergüenza!: me ha desnudado. Ahora está a punto de tocarme, me ha tocado el hombro.

—¡Buenos días!, ¿no cree que hace un día hermoso hoy?

¿Un día hermoso? ¡claro!, ¡claro!, ¡claro!, pensé que solamente a mí me gustaban estos días detestables, tristes, desesperantes, brumosos, asquerosos, pegajosos. Me he quedado estático, completamente desnudo, con un rugido en mi pecho que quiere estallar. Ahora se aleja tranquilamente, ¡qué espléndido! ¡qué bello! ¡qué formidable!, no hace graznar sus tacones como Sandra, su cuerpo es ligero, parece que no existiera. Mi mirada la sigue y se va tras ella; quedo ciego, completamente ciego. Sin querer mis labios se despliegan hacia los lados, es una sonrisa enorme y profunda, seguramente me veo como un ángel. El pasillo se distorsiona, su materia se retuerce como intestinos sufriendo un cólico, varias personas al fondo se estiran, se encogen, explotan, desaparecen. Las casillas se abren y se cierran locamente dejando salir de su fondo lo que yo he querido ver: la palabra, la palabra que ahora puedo leer en el aire. La palabra ha escapado, como un poema: el último deseo de un suicida se adhiere al techo para lanzarse. Declaraciones de amor, palabras de amores lejanos, palabras de amantes locos, insultos inesperados, recuerdos de jardines, de playas, de besos, de madres, de hijos. ¡Cuántas cosas se dicen los hombres y las mujeres!, ¡cuánta cosa escondida ha volado!, ¡cuánta cosa inesperada!, es como si hubiera leído todos los libros del mundo. El techo se ha llenado de palabras, mi vida se ha llenado de palabras. Nadie lo sabe, solamente yo, yo, un maldito conserje—aseador que quizás ha podido leer el corazón del mundo.

Subo cobardemente apoderado de un paso atontado que no es digno de mí, de mi corazón, de mis pulmones o de mis piernas. Es un paso cansado propio de otro hombre, o de una mujer que no conozco; de otro corazón que quiere latir sin compromiso. Me dirijo hacia allá, hacia Proyecto Amante, pero ¿qué saben ellos de amor si no conocen la palabra, si nunca la han visto volar por los aires, penetrar por la nariz y los oídos, sentirla explotar en las venas y en el corazón? ¿Adónde voy entonces con mis espinas?, ¿quién querrá darle trabajo a un hombre convertido en vocal? Camino lleno de significados, las cartas vuelan en mi memoria, coletean como tiburones, sus esquinas se asoman a mi frente, la palabra me chorrea por los poros: es un hilo continuo de pensamientos ajenos pero míos, míos ahora como mis hijos. Aquí voy, seguramente son las tres de la tarde, el jefe debe de estar enojado, ¿qué decirle de la correspondencia que esperaba? si toda voló hacia mi interior, podría recitarla, narrarla fácilmente, pero pensará que estoy completamente loco y no es así, soy un hombre serio, trabajador. Las tres de la tarde, ya estaré despedido sin duda, ¿qué me queda? ¿volar como las palabras?, ¿qué dirán mañana las cosas?, ¿quién las limpiará para que pongan sobre ellas sus sucios traseros?, ¿quién?, ¿quién?

Jessica Sánchez

Síndrome

Cuando el médico me dijo que tenía un síndrome extraño en los ovarios, me eché a llorar con ganas, con fuerza y desconsoladamente o eso fue lo que mi imaginación de escritora quiso hacer. No hice nada de eso: sonreí y agradecí al doctor las explicaciones que me iba dando, mientras solo una parte de mi cerebro lo entendía y la otra parte quería correr loca de terror hacia alguna parte donde gritar y esconderme debajo de una mesa. Un lugar de total oscuridad donde nadie pudiera verme, ni oírme, donde pudiera llorar, babear y sentirme miserable durante todo el tiempo que me diera la gana.

La parte cuerda me decía que sonriera y pusiera atención, mucha atención porque después todo se me olvida y ando preguntando y atando cabos sueltos y la gente me pregunta ¿es qué no escuchaste? ¿por qué no le preguntaste al doctor? Que para eso una paga la consulta para preguntar hasta reventarse. Yo sólo me inmovilizo mientras una sonrisa estúpida aparece en mi cara. La otra parte, la de la locura superpone imágenes de mujeres desnudas (nunca imagino hombres, sólo mujeres) que me hacen guiños y gestos sugerentes. Me quedo hipnotizada viendo en mi fantasía los enormes senos de revista pornográfica y pienso cómo me gustaría lamerlos, chuparlos, prenderme de ellos y quedarme allí, mientras esas hermosas mujeres me acarician el pelo y me dejan hacer. Suspiro.

Mi parte cuerda hace un esfuerzo por ver al doctor a la cara, poniendo cara de interés: que no me vea por favor que estoy vacía, que no me vea que no estoy poniendo atención, que no me descubra por favor. Soy buena alumna, no quiero que sepa que voy cayendo en un pozo oscuro y ¡zas! En un momentito estoy en el fondo, sentada, embadurnada de una especie de pegamento resinoso, negro como el pez y sin moverme miro hacia arriba. La claridad empieza a darse permiso arriba en la cima del pozo. Por mí que se vaya a la mierda.

No la quiero. Me gusta estar en medio de esa resina tibia y acostarme allí, sentir que me fundo sin pensar, que nadie va a venir a rescatarme porque no quiero que nadie venga a interrumpirme. Yo y la resina. El pozo y yo.

Otro ramalazo de conciencia me cruza y veo la imagen del “El Aro”, la comparo con mi pozo y me río por dentro, con esa risa que una sabe que tiene, pero que no siempre aparece. —No se preocupe —me dice el doctor —tiene arreglo, tiene que tomar terapia hormonal y se va a curar. Mire aquí está, le voy a dar cita para dentro de tres meses. No se preocupe.

No, no tengo nada parecido a la preocupación, tengo terror y tengo rabia, me dice mi parte consciente, la otra parte se sumerge y sólo quiere sentirse pequeñita, buscar refugio, quedarse callada para siempre, como una autista: ¿Por qué no puedo ser autista? ¿Quién carajos me dice lo que tengo que hacer?

Me levanto y agradezco profusamente al doctor, que sí, que dentro de tres semanas regresaré a verlo, que sí, que no me preocupo, que haré dieta. Veo la imagen de mi abuela atorándose fritangas y café: si me muero que me entierren con mi gusto mientras decido que lo primero que haré al entrar a la casa es tomarme una taza de café acompañada de dos grandes semitas de yema por mientras empiezo a comer balanceado, pienso en que momento haré ejercicio porque tengo la mala manía de hacer sólo lo que apasiona y definitivamente el ejercicio no es una de esas cosas. Y camino hacia la puerta. ¡Hey, señora, no olvide su libro! —me dice la enfermera. La veo y pienso que estará pensando: ¡qué mujer más rara, que en vez de cartera lleva un libro!, pero luego se me borra la idea cuando la veo con la sonrisa más amable que he encontrado en un consultorio y vuelvo a pensar que si solo es una mujer que me quiere hacer un favor, que es una mujer honrada, total a quien le gustaría llevarse un libro, a cualquiera me dice mi voz consciente, un libro es un libro, si no lo lees, lo puedes regalar o al menos tenerlo en tu casa para que vean que lees y gastas en libros o para decir que te lo encontraste y qué suerte que tuve.

En fin, le doy las gracias y salgo con mi libro apretado hacia la calle, mi libro que me calienta el pecho, mientras salgo a la lluvia sin importarme que me moje. Afuera una mujer me toca el hombro y me sonríe. Esta vez también le sonrío. Busco a mi parte consciente y no está porque no se oye ninguna voz en mi cabeza. Y pienso, se ha ido. Me volteo a la mujer de la sonrisa que me acoge entre sus brazos, mientras rompo a llorar y sé que eso no es real, pero qué importa. Estoy llorando y así no tendré que hacerlo a escondidas o en sueños y levantarme con la certeza de que he llorado mucho y sentirme cansada. Nada de eso. Mi pozo me espera. La claridad se fue hace mucho tiempo.

Ana Michelle Hernández Rodríguez

Dunster, año 73B, después de Krogan
1
Lo primero que dijo fue: «Quiero tocar el piano». Fue a la vez una orden, una presentación y un saludo. Lo primero que la gente pide, cuando entra al bar de Reyes, es un whisky; pero él no: sus palabras fueron «Quiero tocar el piano», dichas con la urgencia de quien pide agua antes de morirse, por encima de la música que brotaba, apenas audible, de los tres parlantes sucios de siempre, y se notó de inmediato que no había llegado al pueblo en una ghanta ni en otro bípedo del norte, sino en un viejo aeromotor de dos turbinas, de esas que lloran aceite en pleno vuelo y que parecen una verdadera chatarra por lo descoloridas.

Sobra decir que nos interrumpimos para verlo; que casi esperamos a que se disipara el humo de los cigarrillos para contemplarlo bien a la poca luz, a la casi tiniebla que nos arropaba a todos. De no haber sido por aquellas palabras, nos habría parecido un tipejo insignificante; probablemente, ni nos habríamos enterado de su llegada. Era diminuto en comparación con hombres como Steven Marcos o Fred el Gordo, que han sido siempre de baja estatura, pero no por ello menos temibles. Era evidente que jamás había tenido barba, y aunque apretaba las mandíbulas para aparentar un rostro duro, pensé que su cara infantil y frágil no podía engañar a nadie.

Procuraba que el sombrero le opacara los ojos cada vez que volvía la cabeza hacia alguien, aunque también era fácil adivinar que no soportaba una mirada durante mucho tiempo; por eso, no fue sino hasta el final cuando supimos de qué color tenía los ojos. Un abrigo de cuero negro lo envolvía como un manto hasta las rodillas y tenía unos zapatos deslustrados por el polvo de muchos kilómetros, pero no tenía aspecto de peregrino ni de profeta de Krogan ni de ninguno de los fanáticos que recorrían los pueblos del Oeste inventando palabras y escrituras sagradas: esa gente que siempre lleva en la curva caída de los hombros y en las arrugas de la cara el cansancio de haber subido y bajado montañas por las tierras de Gredales, de haberse adentrado por los bosques cercanos a Aldea del Sol, de no haber comido nada mientras recorrían los anchos valles del este.

Había trepado a una butaca junto a la barra antes de decir «Quiero tocar el piano», y nos ignoró a los pocos que ocupábamos las seis mesas del local. Esa arrogancia solo consiguió que nos pareciera más ridículo, acostumbrados como estábamos a que la gente les advirtiera a los recién llegados: «Cuando entren al bar de Reyes, más les vale saludar al Comisario y a sus hombres si no quieren tener problemas».

Faltaba apenas una hora para que empezaran los lanzamientos. Hacía años que aquello había dejado de ser un fenómeno, pero a los niños les fascinaba todavía reunirse en la plaza para contemplar las estelas de fuego blanco de los cohetes que despegaban de Cabo Alfa, en la capital, y cuyo vuelo se podía contemplar desde varios pueblos a la redonda. Habían descubierto otro planeta semanas antes, y los viajes para establecer nuevas colonias no podían esperar. Sin embargo, la algarabía de la calle no nos distrajo: el hombre había dicho «Quiero tocar el piano», y todos esperábamos una respuesta.

—No puedo pagarle por tocar —dijo Reyes mientras terminaba de servir un trago en el mostrador. Era un hombre canoso y cadavérico, de hombros severos y una estatura superior a la de todas las puertas del pueblo (incluso la de la biblioteca, que era bastante alta), y siempre había sabido poner en su sitio a los buscapleitos o a los sabelotodo que querían inmiscuirse en lo que no les importaba, de modo que nos acomodamos a gusto para ver cómo despachaba al supuesto «pianista».
—Yo no quiero que me pague —dijo el hombrecito—. Solamente quiero tocar el piano.
Llenamos con miradas el silencio que hubo. Había notado que al pronunciar la palabra «quiero», el forastero había apretado los dientes, como emitiendo un gruñido. Una mosca me pasó por la cara, pero fue Ricky, sentado junto a mí, quien hizo el ademán de apartarla con la mano. La lentitud de ese momento nos hizo conscientes, por primera vez en mucho tiempo, del olor de los rincones, del mal aliento que los clientes dejaban olvidado sobre las mesas antes de marcharse, del hálito perfumado de tequila y de cerveza que provenía de los orinales.
—Nadie ha tocado ese piano en más de cinco años —dijo Reyes.
—Déjeme a mí —contestó el forastero.
—Déjalo que lo intente —intervino de pronto Pardo, que había estado concentrado, mirando la escena al igual que los otros—. Con esas manos —dijo— no creo que sea capaz ni de sacarle un suspiro.
Alguien soltó una carcajada en la oscuridad. El hombrecito hizo girar su cuerpo en la butaca, teatral y parsimonioso, y buscó a Pardo con una ojeada lenta. Se detuvo cuando enfrentó su rostro y se atrevió a medirlo rápidamente con un aletazo de los párpados. Sobre las rodillas de Pardo estaba sentada Lily Olson, una de las chicas de la Calle Roja, que sonreía ante la situación, pero sin comprenderla del todo. El hombre que la sostenía era calvo y fornido, llevaba al descubierto los brazos para que se le notara la musculatura todavía recia a pesar de los años, y tenía las manos abrigadas con unos guantes de piel marrones.
—Mis manos, por lo menos, todavía sirven para sacar suspiros —dijo el recién llegado, con los ojos puestos en la chica, después de haber mirado a Pardo como quien mira un bicho recién aplastado por una bota.

No pudimos contener a Pardo. Saltó, tumbó a Lily Olson y pateó la silla en un arrebato casi simultáneo e introdujo la mano izquierda en el chaleco para sacar su arma. Pero era tarde: sin que nadie se hubiera dado cuenta, el hombrecito ya le apuntaba a la cabeza con una Lightning Crash calibre 22. No solo Pardo, sino también los demás clientes, y hasta el mismo Reyes, y la chica en el suelo, nos quedamos paralizados ante el cañón de la pistola. El silencio, de apenas unos segundos, pareció durar horas. Garcés se había llevado la mano al cinturón, pero Olmos había sido más rápido y ahora le sostenía la muñeca, y cuando ambos me miraron les dije que no con la cabeza.

—Dije que solamente quiero tocar el piano —insistió el forastero, despacio, sin dejar de apuntar, con la voz gutural de un perro que se prepara a morder.

Reyes levantó las manos y nos pidió a todos que nos calmáramos. Se interpuso entre Pardo y el arma, obligó al hombrecito a mirarlo a los ojos (creo que él y Sofía fueron los únicos que realmente lo miraron, y un poco también Pardo) y le preguntó cómo se llamaba. —Andy —respondió. Reyes hizo dos gestos: uno para ordenarle que guardara su pistola y otro para señalar el piano, que estaba en el rincón más oscuro del recinto, callado y quieto como un toro dormido. Llevábamos años viéndolo allí, siempre limpio y callado, sin que lo tocara nadie, y en más de una ocasión habíamos visto a Reyes sacar a puntapiés a cualquier borracho que se atreviera a ponerle un dedo encima.

El tal Andy enfundó el arma en una cargadera que pasaba bajo sus axilas, oculta por el abrigo. Mientras lo veíamos caminar hacia el piano nos preguntamos cómo pudo haber desenfundado tan rápido. Entonces se encendió en aquel rincón una luz oxidada y vieja, y al entrar en ella, Andy aumentó en edad y en tamaño, y vimos que hizo un gesto de mucho cansancio al sentarse en el banquito y levantar la cubierta del teclado.

Jamás lo reconocí ante nadie, pero aquella fue la primera de una serie de noches memorables. Las notas del piano ensancharon el espacio apretado del bar y suavizaron los rostros siempre peludos y sucios de los clientes más frecuentes, y atrajeron caras nuevas, de jóvenes y de mujeres. Éramos muy pocos (bastaba mirarnos entre todos con disimulo para notarlo) los que reconocíamos aquellas canciones, y sin ponernos de acuerdo empezamos a fingir que no nos conmovían.

Fue inútil.

Eran las canciones de nuestra juventud; las de nuestros padres y abuelos; las que, cuando niños, habíamos odiado para luego aprender a quererlas cuando viejos, cansados ya de enamorarnos o de estar contentos. Andy las tocaba como si él mismo las hubiera compuesto, algo encorvado, como cargando el peso de otro piano sobre la espalda, y con una cadencia en la que se notaba el cuidado (casi el miedo) con que elegía cada una de las notas.

Creo que fue en el momento en que el forastero tocó una versión de «Eleanor Rigby», cuando Pardo, incapaz de soportarlo más, se levantó, arrojó furioso dos monedas al mostrador y se fue con Lily sin despedirse de nadie. Yo, en cambio, supe controlar el deseo de llorar sobre la mesa, y me perdí en la melodía sin reparar en los demás, y creo que hasta cerré los ojos un momento, y pensé en Gaby y en Simona, y también un poco en mi madre, que había muerto hacía tanto tiempo, y en los limoneros de una hacienda donde viví con mi hija, y en los ojos de Brandon, mi perro. Recordé que Gaby cantaba a veces, siempre y cuando Simona la acompañara, y que las dos jugaban a perseguirme para ofrecerme un concierto, y que yo fingía odiar sus voces y escapar tapándome los oídos, y que siempre terminaban riendo sobre mí, después de tirarme al suelo, y hasta me obligaban a cantar con ellas para que el concierto estuviera completo.

Cuando abrí los párpados ya era de noche, y desde mi asiento junto a la ventana orientada hacia la plaza, vi los lanzamientos. Los cohetes se elevaban hacia el cielo negro, titilando, y sus colas de fuego, estruendosas y brillantes, se alargaban para luego deformarse y quedar dibujadas en el aire como rayas torcidas de humo. Me gustó pensar que la música del piano los despedía, les deseaba buena suerte, lloraba por ellos un poco y se alegraba al mismo tiempo porque las vidas de sus ocupantes iban a ser diferentes.

Ese fue el cambio de cada noche durante casi tres meses. Nadie sabe si en el bar se vivió, antes de que llegáramos, una mejor época que esa. La gente no cabía en el local, y el pianista apenas parecía darse cuenta de los aplausos que llegaban hasta la calle, de las personas que al no poder entrar se agolpaban contra las ventanas para verlo. Y nunca tocó dos veces una misma canción.

Hasta aquella noche.

La noche en que lo mataron.

Ámbar Morales

La historia que me contó Sasha

La historia que me contó Sasha, en medio del calor de nuestra sala, mientras jugábamos a las muñecas, escuchando la seguridad de mi madre escribiendo en su computadora allá a lo lejos (entre su habitación llena de lana), fue la siguiente:

«Había una vez un niño al que lo visitaban todas las noches las aves», dijo, mientras sudaba la gota gorda y veía el suelo de forma ausente. «Todas las noches llegaban, esperando verlo solo. Y al verlo solo, empezaban a picotearle la piel con sus picos curvos y largos, sus picos afilados como cuchillos, hasta que quedaban sus huesos. Sin nada. Sin piel. Y luego iba a visitar a su prima, un esqueleto, y le iba a tocar la ventana, preguntándole: ¿Por qué no me salvaste? Así que cuando escuches cuando toquen tu ventana en la noche, sabrás que soy yo, que he venido a llevarte».

Y yo me puse a llorar del miedo, tanto, tan inmediatamente, que Sasha se asustó, mi mamá se asustó, todos se asustaron, porque, aunque yo lloraba, y a menudo, nunca con tanto terror, nunca con tanto miedo, nunca a mediodía cuando la noche estaba tan alejada y estando tan rodeada del calor de la gente. Era tan pequeña que mis emociones y el llanto iban juntos, los sentimientos y el sonido son la misma cosa, así que no deje de abrir la boca hasta que mi papá llegó y me rodeó con sus brazos, abrazando mi corazón roto, echando a Sasha, diciéndole que estaba castigado, aunque yo no quería, no, no lo alejes, no lo dejes que se vaya solo o las aves se lo comerán.

Sasha me miró con odio y se marchó a mi habitación (porque en esa casa no tenía una habitación para él solo) y se encerró. Mi madre lo vio desfilar por el pasillo, con el ceño fruncido, llevándose una mano a la garganta, y otra al corazón.

A la mañana siguiente aún estaba herida. Me sentía traicionada y adolorida. No había hablado con mi primo en toda la noche, ni en todo el día, pero sentía que tenía sed de venganza, como usualmente lo tienen los niños crueles. Fui hacia donde él estaba jugando con un rompecabezas medio deshecho y le puyé dónde más le dolía:

—¿Por qué sigues aquí? —le dije— y él volvió a verme con sus ojos profundos como pozos. ¿Por qué no estás en tu casa? ¿Por qué tu mamá no quiere verte? Pues fíjate que aquí nadie tampoco te quiere. Sólo te tenemos lastima. Esta es mi casa. Vete tú a tu casa. Aunque sea más pequeña, sucia, y mucho más fea que la mía. Seguramente cabes, porque tía Canela nunca está ¿verdad?

Supe que lo había herido por la expresión desencajada de su rostro y cómo abrió la boca en un grito ahogado de dolor, como si quisiera respirar, buscando el aire. Sentí una gran satisfacción al ver sus ojos que luchaban por las lágrimas, aunque me duró poco, porque enseguida escuché los pasos enfurecidos de mi madre que obviamente me había escuchado, y que no tuvo ninguna duda en darme una cachetada en plena cara mientras se arrodillaba a consolar a Sasha. Lo miré, con la mejilla colorada, y vi su llanto de dolor, no tanto por mis palabras, sino por la precisión en que habían dado en el blanco. Descubrí que era más poderosa que él: tenía el poder de la verdad cruda y dura, cruel y fea, llena de llagas y enferma. La tenía y no estaba muy segura de qué hacer con ella.

Decidí no volver a utilizarla.

Sin embargo, desde entonces, Sasha y yo nunca nos llevamos bien. Aunque llegaba a menudo a mi casa para escapar de los horrores de la suya, siempre nos peleábamos, siempre nos echábamos las culpas. Me tenía un rencor profundo, y, aunque yo lo quería, no podía entenderlo. No entendía su dolor de abandono.

Nunca me decía nada, incluso cuando yo le preguntaba por los moretones que aparecían en sus brazos todas las noches. Él me miraba con odio y los escondía. Y yo no me atrevía a decirle nada a mi madre por cómo él podría mirarme después. Luego, a menudo, cuando lo molestaba mucho con mis preguntas, él volvía a contarme la historia de las aves, y se reía ante mi terror, aunque nunca volví a llorar como antes.

—¿Son reales? —le dije, con los ojos abiertos. ¿De verdad?

Y él asentía con una sonrisa malévola. Luego yo señalaba sus moretones con mi dedo índice, que lo dejaba descolocado.

—¿Ellas te hicieron eso?

Sasha, en ese momento, dejó de sonreír. Me miró enfadado, con ojos furiosos, y no me volvió a dirigir la palabra en todo el día.

Eventualmente las vi mientras me escondía en su armario. Eran tan horribles como me había imaginado: grandes, de plumas negras, ojos crueles y largas garras. Seres que se materializaban en su ventana todas las noches, entraban a la habitación y lo miraban de forma asesina. Entraban graznando como posesos. Y Sasha, para mi sorpresa, sacaba un cepillo viejo y les limpiaba las horribles y largas plumas. Las acariciaba con cariño. Cuando se equivocaba, le daban unos picotazos en la piel desnuda, lo suficientemente fuertes como para dejarle marcas rojas. Cuando terminaba, justo antes de irse, las abrazaba, enterrando la cara en sus pechos oscuros.

Y luego se iban, sin mirar atrás. Sin darle ni una muestra de cariño a cambio. Sin mimarle, dejándolo solo contra el alféizar de la ventana, mirando el cielo, como quien mira la luna caer del cielo.

Nunca le dije a Sasha lo que había visto. Ni a él ni a nadie más. Era lo más íntimo que jamás hubiera presenciado, lo más secreto y lleno de sentimientos que rozaban entre el amor y el dolor. Ni a mi madre ni a mi padre. Lo mantuve en secreto, viendo siempre los moretones en sus brazos que resaltaban en su morena piel de niño costeño.

Nunca mencioné nada, ni siquiera cuando la mamá de Sasha llegaba a casa con su ceño eternamente fruncido, ni siquiera cuando apartaba a Sasha con obvio repudio. Ni siquiera cuando dejaba marcas rojas en la piel de su hijo, pellizcándole, o, especialmente, cuando dejaba una estela de plumas negras a su paso que solamente yo podía ver.

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