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Al ritmo cansino del campo

25 septiembre, 2017

Ileana Rodríguez

Varios personajes y una larga conversación tomando vino junto al ataúd. Es la historia de William Collingwood, «El Inglés» (Montevideo, Estuario Editora, 2015), la novela del escritor uruguayo Martin Bentancor (1979), ganadora del Premio Nacional de Literatura 2014, que ya va por su segunda edición.


Martin Bentancor

Tratando de espantar una enfermedad bronquial, me levanté de la cama, me bañé, vestí y, como recomendaba Isabel Allende, me pinté los labios y dispuse irme al trabajo, aun si esto significaba solo caminar unos cuantos pasos de mi aposento a mi estudio. Busqué música para sentarme a trabajar y elegí un programa de opera magnífico, serie dirigida por Ramón Gener Sala, que hablaba de coros, especialmente de Nabuco de Verdi. Me dispuse a oírla pensando en mi colega Silvia Gianni que me había prometido llevarme a oír opera en un teatro al aire libre en Italia pero eso no fue posible porque llegué a Milán al final de la temporada. Empecé a oír Nabuco, a gozar la simple disposición de los cantantes en el escenario, las caras de sopranos, contraltos, bajos, tenores ya investidos de su papel dramático. Con la música, entré en estado de gracia y me olvidé de la literatura. El Inglés de Martin Bentancor me miraba desde la pantalla, mientras yo, conmovida, contenta, plena, de Nabuco pasé a los coros de Aída y de ahí a la “Oda a la Alegría” de Beethoven, cantada por el coro más grande del mundo, coro japonés. La cara del director, descompuesta por la emoción, me llevó de nuevo a la literatura y empecé a leer El Inglés. Lo tengo en PDF, perdón Martín, pero así me lo mandó tu buen amigo, Alejandro Ferrari, y todavía con las caras de los cantantes en rapto y el absoluto acompañamiento del director de orquesta, henchido de la energía de la música del gran maestro alemán, leí:

Deslizó apenas el postigo y la intensidad de la claridad lunar volvió a revelarle todos los detalles de aquella parte del patio dominada por la presencia ominosa y estática del tractor John Deere, cuyas ruedas traseras delimitaban el paso hacia los almácigos y el sendero por el que el dueño de casa, todos los días, desde las ocho a las doce y desde las dos a las ocho, se dirigía hacia la chacra, bajo soles inclementes, cerradas ráfagas de lluvia, densas cerrazones y hasta pequeños tornados que, dos por tres, cruzaban la Tercera Sección dejando a su paso chapas de galpones levantadas, tarinas enganchadas en los alambrados, cientos de árboles silvestres caídos y, en época de cosecha, un tendal de manzanas, peras, uvas, membrillos e higos que, lentamente, como ocurre con los cuerpos humanos, se iban pudriendo entre la tierra, convirtiéndose en una mezcolanza difusa de pulpa marchita y acartonada, nutriendo el suelo negro de sus orígenes y reconvirtiéndose en savia que volvía a subir, troncos y gajos arriba, hasta adquirir la forma de nuevos frutos (21-22).

Un sólo verbo, “deslizar,” en tiempo pasado, abre simultáneamente y en un solo golpe de voz tres mundos, el de la Tercera Sección, el de John Deere y el mío; y bajo la intensidad de la claridad lunar, una sola oración de período largo, como los de John Steinbeck, escribe un ambiente, “aquella parte del patio,” donde ordenadamente vemos el tractor, los almácigos, senderos, el dueño de casa, el trabajo, la chacra, la lluvia, alambrados, árboles, cosechas que, como cuerpos humanos, se van pudriendo entre la tierra. Estamos en un velorio. El dueño de casa ha muerto. Todavía bajo el efecto de la monumentalidad de la música recién escuchada, me empecé a adentrar en la poética del lugar minúsculo donde ocurría una historia pequeña, donde la gente se reunía a propósito de un funeral y ahí, un hombre, un magnífico personaje, Samurio, su silueta recortada contra el trasfondo tranquilo de una tradición a la que yo entré gracias a Juan José Saer, contaba una historia. Con la música coral todavía resonándome en el cuerpo, me senté a oír el cuento del Inglés, escrito en mayúscula, como se escribe Inglés en inglés, mientras asistía al funeral de Ferreira, Don Mario Ferreira por precisión, cuya historia ensamblaba con la del Inglés después de dos cuartas partes de las tres del relato.

A medida que sigo el compás y ritmo de la historia, a veces a regañadientes porque quiero más bien permanecer en el paisaje, en las ambientaciones, en vez de oír el cuento, esto es, quiero más bien leer a Saer que a Bentancor, éste me guiña suavemente en dirección de la historia y me enamora. Poco a poco voy juntando música y poesía. Primero me cautiva la entrada en escena del cuentista, el mustio Samurio, de movimientos lentos y parsimonia se diría calculada, imperturbable, ojos ligeramente entrecerrados, en reposo, estado casi se diría de piedra, masticando en silencio su tabaco. Su figura de casi dos metros de altura, se nos dirá más tarde, seduce; seduce tanto como seducen sus silencios, su andar de caracol, su quietud, a medida que deshilvana la pregunta de Fagúndez “dígame una cosa, Samurio, usted que ha andado por tantos templaderales y conocido a tantos cristianos, ¿era o no era el finado, que Dios lo tenga en su Santa Gloria, hijo natural del Inglés” (37); o hace dilatar el relato levantándose de la silla, o metiéndose la mano en el bolsillo para extraer un paquete de tabaco Toro, retirar las fibras secas, enrollarlas, llevárselas a la boca mientras ignora una pregunta que le haría sesgar su cuento. Todos los otros tres personajes del cuarteto, Fagúdez, el gordo, yerno de Ferreira, el maestro presentados; el suceso de la muerte, explicado. Estamos sentados todos en una casa cita en la Tercera Sección, lugar donde se cuenta el cuento.

Ese sentarse de todos quietos en un lugar me aquieta. El esfuerzo poético me va tranquilizando, los ojos fijos en el virtuosismo desplegado en la voz escrita del cuentista, voz cansina, mientras el sentimiento germinal empieza a despertar en mí una leve sonrisa de contento. Oigo así el canto de la letra que sigo a pie juntillas, coma a coma, sin perder detalle. Me dejo llevar por la cadencia del cuento que Samurio va “sazonando…. con los registros de otras voces, testimonios personales íntimos y anónimos, en ocasiones de seguro inventados, arbitrarios en su propia percepción de la realidad” (43). Me percato que, como el director de orquesta, empiezo a perder el sentido del lugar y sigo a ciegas el ritmo del relato, ya fuera de control, tarareando en silencio la letra o acompañando con la cabeza de un lado hacia otra en abrazo sincrético, “la ensoñación que de golpe se había apoderado del narrador, ensoñación por la que de seguro aparecía nítida la imagen de aquel tío tropero…joven y cercano en el recuerdo del viejo marchito, más joven y más cercano que muchas de las personas con la que a diario se encontraba” (45). Así veo como Samurio cruza las piernas, se aclara la voz, se levanta de un asiento cuyo mimbre tostado cruje, sale de la habitación y lo espero a que vuelva para que continúe una historia que promete, que volverá al pasado, a mezclar antes y después y a perderme con él en un pasar las horas en medio de la ensoñación, devanando un hilo hasta llegar al momento en que Samurio, aclarándose la voz, nos dice como “en el pueblo se supo la historia de la mujer y del niño que el Inglés cobijó en su casa. La madre desapareció al poco tiempo y al niño, que luego se hizo muchacho, hombre y anciano, lo estamos velando esta noche” (96).

Climax alcanzado casi al final del relato, dos cuartas de las tres partes transcurridas—piano, piano, sin drama, sin diálogo. Bajo el mismo efecto del rapto musical, entrecierro los ojos en posición de descanso; respiro con lentitud a ritmo acompasado a fin de guardar dentro de mí la sensación de placer, de no dejarme perturbar del todo y de hacerme sentir las vibraciones musicales de la palabra que prolonga el flujo de placer causado por el otro. Aprieto los ojos impávidos, con enorme probidad y limpieza crítica, en silencio, recogida en mi misma, hasta se diría avergonzada del placer, siguiendo el trote de “ese ritmo cansino del campo,” gracias, Martin, que es para Bentancor la mejor forma de contar una historia en una literatura que es su “proyecto de vida” y que para mi es un vals ralentí perturbado a veces por el intento de un controlado remix.

Y así llegamos al final donde la veracidad del relato va a ser signada por un objeto, un bastón con puño de ébano del Inglés que el gordo, yerno de Ferreira, va a traer de encima de un ropero que fue a buscar al aposento del muerto. ¡Calma inusitada; relato que cautiva y promete! Viaje al pasado que viene reconstruyendo con fragmentos de recuerdos, versiones y trascendidos, y que termina en un amén, amén, cuando “un chacarero detuvo la yunta de bueyes con la que araba en mitad de un surco y quitándose el sombrero se paró al lado de los animales, inclinando la cabeza como si estuviera rezando” (130), al pasar del féretro. Ese es el momento del llanto; momento donde el esfuerzo poético es ético y, semejante al del cantor de un aria operática que llora al haber terminado su dura faena, produce las oleadas de sorpresa licitadas por la perfección y logro en el cumplimiento del ejercicio artístico. Y de la misma manera como al obedecer el mandato de la melodía, la figura humana se desfigura, el rostro del cantante se tuerce en el afán de adueñarse del altibajo en la frase musical, así mismo el poeta va modelando, con la letra, ambientación e historia, el sentimiento de los públicos lectores para que ambos palpiten en justa sincronía.

ADENDA: Alejandro Ferrari, a quien conocí en un seminario sobre Nicaragua en la Universidad de Wuppertal, me envió el libro El Inglés (Montevideo, Estuario Editora, 2015, Premio Anual de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura, en Narrativa Inédita), de Martín Bentancor, junto a una entrevista de Fernando Iglesias a dicho autor para El País en la que supe que Bentancor nació en 1979, en Los Cerrillos, en familia de pocos recursos, sin luz eléctrica ni libros[i]. Supe que leía en la escuela y cuando visitaba a sus abuelos en El Colorado, paraje cercano a Las Piedras, y que su amor por la palabra impresa se nutre de las historias que le contaba el abuelo “a ese ritmo cansino del campo…mientras mascaba tabaco.”

arbol-del-paraiso o cinamomo

Arbol del paraíso o cinamomo

Estamos en plena ruralía sureña, donde crecen los paraísos, árbol que nunca he visto pero que jamás olvidaré porque abunda en uno de mis relatos favoritos, El limonero real, de Juan José Saer. El Inglés me llevó de nuevo a ese árbol, a esos ambientes conocidos solo a través de la mirada poética, con un vocabulario que no se usa en Centroamérica—chacra, facón, tembladera. Sentada junto al cuarteto que compone el cuento, me instalo en la Tercera Sección, misma que busqué en el mapa con afán creyendo que si no era el nombre de una división territorial quedaba en algún lugar del Uruguay; y si no, era inventada, como Macondo y Yoknapathawa. Y en efecto, existía en la geografía real, en Canelones, zona rural donde el autor se crió y vive, y en la ficción que la reconstruye tal como el autor la vivió en su niñez, poblándola de personajes que conoció en aquel entonces.

La Tercera Sección, le interesó a Bentancor para una rendición literaria desprovista de intención telúrica o nativista, punto de memoria de los cuentos del abuelo, padre, amigos, que se oían en los boliches, historias locales de vivencia oral llenas de caballos y gauchos. William Collingwood, el Inglés, se entera de esos parajes, los compra y resuelve ahí instalarse durante los años veinte del pasado siglo. La historia de este episodio abarca una noche, la del velorio, en la que el punto de amarre es el momento en que la historia del muerto y la del Inglés ensamblan. Lo importante de este campo es el lenguaje con que se narra y la tensión entre las ambientaciones y el argumento de la historia—algunos de cuyos quiebres yo editaría, tal el del teléfono celular y los mensajes y amoríos del maestro, porque estorban, introduciendo otro tipo de sensibilidad en un campo donde la presencia del Inglés sirve para retrotraernos de modernidades exitosas, espíritus empresariales y situarnos ante un

Puñado de chacareroshombres toscos y silenciosos, en eterna lucha con la escasez de herramientas, semillas y cosechas, que miraban con cierto resentimiento, cuando no con lisa y llana envidia, al grupo de granjeros de la localidad vecina, cuyas camisas y sombreros livianos y sus manos delicadas revelaban un contacto limitado con la tierra, de la que extraían los frutos por intermedio de sus respectivas peonadas (54).

El campo sirve como vehículo lírico para situarnos en una experiencia sacra. La novela empieza con uno de los tanto pasajes líricos, a tempo larghissimo, párrafo piano, como habrán muchos, esencia de lo que llamo estilo, y de los cuales copio abajo uno largo y cabal como ejemplo de orfebrería:

El maestro levantó de golpe la cabeza, que había dejado caer sobre el pecho mientras se acomodaba la rusticidad del asiento, al escuchar que se nombraba al Inglés. Como el aura que rodeaba a Samurio en el presente, dotándolo de un manto difuso de secretos que esa noche había comenzado a resquebrajarse, al menos para él, al revelar al viejo en su naturaleza más cercana, mortal, aquel otro nombre anclaba el misterio en el pasado, constituyéndose en una figura de leyenda en la Tercera Sección, una suerte de deidad a la que todos parecían reclamarle algo y de la que muchos dudaban de que hubiera tenido forma física, dejando tras de sí, como un testamento infranqueable o como una losa de plomo que no podía ser removida, un conjunto de predios salvajes y espinosos, en ocasiones explotados por terceros, aleatoriamente alambrados, refugio de liebres, apereaces, zorros, lagartos, comadrejas, carpinchos, mulitas, perros cimarrones y hasta ocasionales prófugos de la ley que muchas veces lograban escapar de aquella extensión de monte silvestre, bañados y altos chircales y, en otras, las menos, terminaban perdido en la indomeñable extensión, cayendo muertos sobre el suelo rojizo y arcilloso, desapareciendo literalmente en la faz de la tierra, enterrados por los accidentes del terreno, por todos conocido en la zona como “los campos del Inglés” (38).

Las dos oraciones de este párrafo, una corta y una larga, producen un ligero staccato. La coloratura está en la larga donde la ornamentación de la melodía de la lengua se hace presente a pesar de los tan desrecomendados gerundios. La primera nos alerta de que algo importante va a suceder, van a hablar del Inglés que, para estas alturas, mitad del relato casi, es una leyenda, sombra que cruza la tranquilidad y altera la ordinariedad de la vida de esta gente aun si solo por contraste. La primera frase es una ordenanza, bastón que pide silencio a la entrada de un principal a un recinto. La segunda empieza con el ‘aura’ que rodea al cuentista-relator Samurio, aura que le dota de un ‘manto difuso’ constituido por un secreto “que esa noche había comenzado a resquebrajarse.” Esta es un aura que posee el cuentista antes de que aparecieran quienes la iban a desplazar—radio, cinematografía, televisor, celular—que luego, como comentará Fagúndez, reordenó los públicos y restó interés a la oralidad—silencios, apartes, respiros de ensueño conque el narrador mantenía en vilo a sus oidores. Quizá el período largo es espejo de una diestra oralidad que alcanza la perfección que los maestros de gramática de inglés señalan a John Steinbeck, una subordinación donde cada función gramatical ocupa su lugar perfecto en la oración—adjetivo junto al nombre, adverbio junto al adverbio y así al igual las clausulas.

El nombre—¿el del Inglés?—anclaba el misterio en el pasado, en la historia de los hombres sin historia escrita, con historias solamente habladas, que ahora la literatura iba a simular como si hubiesen estado siempre escritas. Y ahí, el malhadado gerundio que confunde como en ‘constituyéndose en una figura de leyenda’ y uno se pregunta— ¿quien, se constituye en figura de leyenda, el muerto o el Inglés. Perdonamos el desliz y entendemos contextualmente que la leyenda es el Inglés porque es el no-lugareño, el extranjero de nuestra Tercera Sección. Pero si interrogamos la palabra leyenda y esa ‘suerte de deidad a la que todos parecían reclamarle algo,’ ¿qué era lo que los lugareños le reclamaban al Inglés? Le señalaban ser otro; la distancia con la ruralía de la Tercera Sección. Tanto así que se dudaba que hubiese tenido ‘forma física,’ esto es, que tuviese tan solo forma figurada, que fuese únicamente un tropo literario, pretexto para un cuento, encarnación de una fantasía justamente porque al desaparecer el Inglés de sus campos dejó tras de sí una imposibilidad que solo cobra cuerpo en una larguísima serie nominal: predios, alambrados, liebres, zorros, lagartos, comadrejas, carpinchos, mulitas cimarronas, prófugos, monte silvestre, chircales, que cayeron “muertos sobre el suelo rojizo,” “desapareciendo literalmente en la faz de la tierra, enterrados en aquella tierra baldía conocida como “los campos del Inglés,”—con mayúscula como se escriben las nacionalidades en inglés. Dos oraciones en estacato y un solo verbo ‘anclar’—lo demás es florilegio, formas verbales con otras funciones, subordinadas adjetivales y adverbiales, gerundios, infinitivos usados como nombres.

Termino con una reflexión sobre el arte de narrar o la oralidad que según Fagúndez

es mejor que el biógrafo…dijo Fagúndez…exhibiendo una sonrisa de auténtico goce, entreverado aún en la narración de la historia del Inglés… y que parecía ser, a la luz de su expectativa y su atención, la verdadera razón por la que estaba en el velorio. Al biógrafo usted iba, pagaba la entrada, le apagaban las luces y le llenaban un vidrio con gente corriendo y hablando. Después le metían una música, le prendían las luces y usted salía…. Para mí no hay como escuchar a la gente que sabe…. Usted se calla, escucha y aprende, y si lo que le cuentan es una historia, usted se va armando el asunto solito en la cabeza, ¿no es verdad? El maestro asintió. Lo que usted dice es muy cierto, dijo, y es en ese mecanismo personal e intransferible en que se basa el poder de la literatura sobre cualquier producto audiovisual. (49-50).

Muy discutible, no es cierto?

EPILOGO. Sentada en la vela de don Mario Ferreira leo el cuento que los otros oyen. ¿Se trata realmente de la historia del Inglés, William Collingwood, que llegó a la Tercera Sección y compró unas tierras que los lugareños llaman “los campos del Inglés”? ¿O se trata de la recepción que los lugareños, chacareros, estancieros, troperos, fleteros, administradores y autoridades en general dan a un extranjero? En otro lenguaje, se trata muy brevemente de la historia de las mentalidades y comportamientos, de la constitución de identidades, del registro de lecturas erróneas de comportamientos que se oyen ofensivos, linderos entre él y nosotros.

Por eso es que notamos la traducción de una afirmación de hecho en un insulto: “el Inglés había insultado no solo a la Comisión [Agraria] sino a toda la Tercera Sección al afirmar…que la relación que los productores tenían con la tierra, con sus cultivos y con los animales que criaban era muy primitiva” (58); luego leemos la definición de William Collingwood como un “fiel representante del país del que provenía, una nación…repleta de mercachifles liberales que de poco a poco se iban apoderando de todo el mundo” (79). Este alejamiento viene del desconocimiento de otros comportamientos agrícolas patentes en el impacto que causa la figura del toro Hereford campeón que el Inglés “se hizo enviar desde Southampton…un animal robusto, con los cuernos cortados, que a los ojos del tío de Samurio era el bicho más cuidado y elegante que había pisado alguna vez la Tercera Sección” (46). Hombre y toro compartían las mismas predicaciones: no acusar signo de cansancio, aparentar o vivir en la indiferencia, ignorar la mirada curiosa de los otros. El Ingles, también más animal que hombre, es un inmigrante receloso, gringo “que le había demostrado a la agreste geografía de la Tercera Sección la fuerza del orgullo y el trabajo en circunstancias adversas” (43). Y cuando le roban el toro los Lucero, les da una lección de civismo que habla de ley y justicia pero advierte “que la próxima vez que los viera merodeando por sus campos, lamentablemente tendría que matarlos” (93-94).

El meollo de la cuestión no es esto sino aquello (¿o no?) que en la tercera parte de la novela sabemos: que la historia del Inglés y la del muerto están encabalgadas por un vínculo que empieza a dibujar otra persona, quizás una a la que los chacareros, fleteros y troteros van a apreciar más y que abre la interrogante acerca de historias de carácter más terrible y azaroso que le ocurrieron: “Fue por lo que una vez contó Lugo, dijo Samurio aclarándose la voz, que en el pueblo se supo la historia de la mujer y del niño que el inglés cobijó en su casa” (96). En cuanto a nudo, ese es el nudo; pero en cuanto a manera de narrar, lo central es el trote de Samurio al cabalgar el cuento a paso sostenido, y como Bentancor lo escribe desde que entran en escena los personajes hasta que el féretro sale de la casa

Nota: La verdadera sombra de la historia que cuenta Samudio y Bentancor es la del chino. Sin nombre y sin habla, ¿cuál es el afán de meterlo en el relato? ¿Qué gana el cuento con su presencia y que perdería con su ausencia? O, mejor aún, ¿podría el escritor narrar la historia de ese asiático en la Tercera Sección?


Nota

[i] En 2013 ganó el Premio Nacional de Narrativa «Narradores de la Banda Oriental» con su novela Muerte y vida del sargento poeta(Banda Oriental, 2014), entre otras distinciones.  Publicó, además, libros de relatos, nouvelles, novelas gráficas y novelas escritas en conjunto con Rodolfo Santullo. Toda información personal es tomada de la entrevista en El País que realizó Luis Fernando Iglesias. “Con Martín Bentancor.  ‘La fama es puro cuento.”’ http://www.elpais.com.uy/cultural/fama-puro-cuento-martin-bentancor.html

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Jinotepe, Nicaragua. Licenciada en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. BA. Philosophy and Ph.D. en Literatura Hispánica de la Universidad de California, San Diego La Jolla, California,es profesora en The Ohio State University donde ejerce como Humanities Distinguished Professor of Spanish. Sus áreas de especialización son la Literatura y Cultura Latinoamericana, la Teoría Postcolonial, los Estudios Feministas y Subalternos con énfasis en Literatura Centroamericana y del Caribe.
Su último libro publicado se titula Hombres de empresa, saber y poder en Centroamérica: Identidades regionales/Modernidades periféricas: Managua: IHNCA, 2011. Títulos anteriores son:Debates Culturales y Agendas de Campo: Estudios Culturales, Postcoloniales, Subalternos, Transatlánticos, Transoceánicos(Santiago de Chile: Cuarto Propio, 2011).
Es autora de Liberalism at its Limits: Illegitimacy and Criminality at the Heart of the Latin American Cultural Text.(University of Pittsburgh Press, 2009); Transatlantic Topographies: Island, Highlands, Jungle. (Minneapolis, London: University of Minnesota Press, 2005); Women, Guerrillas, and Love: Understanding War in Central America (Minneapolis, London: University of Minnesota Press, 1996);House/Garden/Nation: Space, Gender, and Ethnicity in Post-Colonia Latin American Literatures by Women (Durham: London: Duke University Press 1994); Registradas en la historia: 10 años del quehacer feminista en Nicaragua (Managua: Editorial Vanguardia, 1990); Primer inventario del invasor (Managua: Editorial Nueva Nicaragua, 1984).
Ha editado los volúmenesEstudios Transatlánticos: Narrativas Comando/ Sistemas Mundos: Colonialidad/ Modernidad. With Josebe Martínez. (Barcelona: Anthropos, 2010); Convergencia de tiempos: Estudios Subalternos/Contextos Latinoamericanos—Estado, Cultura, Subalternidad(Amsterdam: Rodopi, 2001); Latin American Subaltern Studies Reader ( Durham: Duke University Press, 2001); Cánones literarios masculinos y relecturas transculturales. Lo trans-femenino/masculino/queer (Barcelona: Anthropos, 2001); Process of Unity in Caribbean Society: Ideologies and Literature (con Marc Zimmerman. Minneapolis: Institute for the Study of Ideologies and Literature, 1983); Nicaragua in Revolution: The Poets Speak. Nicaragua en Revolución: Los poetas hablan (con Bridget Aldaraca, Edward Baker, and Marc Zimmerman. 2nd ed. Minneapolis: Marxist Educational Press, 1981); Marxism and New Left Ideology (con William L. Rowe, Studies in Marxism. 1 Minneapolis: Marxist Educational Press, 1977). En la actualidad trabaja sobre abuso—en particular incesto, pedofilia y violación—tal como estos casos son reportados en los medios de comunicación.