Juan Galván Paulin
Juan Galván Paulin

Conversaciones sobre «La vida breve» de Juan Carlos Onetti y la novela negra «otra»

29 septiembre, 2017

Juan Galván Paulin

La estupenda interpretación de La vida breve, novela de Juan Carlos Onetti, a través de la prosa densa y con entrañas realizada por Juan Galván Paulin, nos acerca a la obra del uruguayo –también densa y con entrañas- en la que la desdicha, la soledad y el desamparo, aparecen acompañando los andares de personajes que Galván Paulin avizora en su lectura, soslayando a partir de ello al “hombre desolado” del universo onettiano: un ser que realiza “acciones que encarnan desesperación, provocadas por la impotencia, por un hueco que supura bilis de tristeza”. Entramos así, en esta conversación sobre La vida breve propuesta por Paulin, a la poderosa invitación para transitar en la narrativa de tintes tan singulares, de un autor fuerte de la literatura latinoamericana, como es Juan Carlos Onetti.


Para Aída.

…una doble ausencia late en su inmisericordia, se despliega para envolver, lo amortaja, al personaje de La vida breve de Juan Carlos Onetti; ambas son el abismo de la existencia en que deambulará desahuciado -qué personaje, qué historia de Onetti no lo es- o tratando de encontrar esa promesa, ese furor del Minotauro en su oscuridad de todo laberinto, que es el sentido de la vida, uno que pueda redimir, hacernos abjurar un instante del dolor que significa haber perdido sombra, rostro, voz y nombre cuando ella (o él) se ha marchado, cuando el exilio es la conciencia de las horas, el ardor de la fatalidad en la piel, de que el territorio donde transcurrimos en el tiempo es el de la memoria predadora, el del anhelo, la sórdida atmósfera de los días decorada con esa evidencia atroz y sudorosa de nuestras pesadillas que va cobrando cuerpo, el denso cuerpo de una soledad que nos asalta impune, y nosotros sin fármaco… para este personaje de Onetti, la soledad -el maduro y deletéreo fruto con el que nos regala la ausente-, incluso ese sonido obsesivo del silencio después de la media noche -en todo momento en un cuarto cualquiera (no importa su apariencia)- se convierte en un espectro carnicero, un Huésped de nuestros recovecos más íntimos, a la mejor manera de esa angustia vital revelada en los relatos de Amparo Dávila; sí, un ave, una bestia carnicera a imagen y semejanza nuestra; para este personaje la soledad, su acantilado oscuro, torna a la condición de ámbito, sorda y sórdida cualidad en la que el resabio, la frustración, el fracaso se convertirán en savia con la que Onetti tejerá una anécdota, esa con la que el hombre desolado sostiene y justifica, no sus actos, la existencia toda que desplegará como una venganza enmascarada de cotidianeidad, acciones que encarnan desesperación, no desesperadas, provocada por la impotencia, por un hueco del que supura bilis de tristeza: una vida que debe imaginarse como la tal y única vida posible, a pesar de tener ante nosotros la evidencia de lo que el personaje puede pensar le ha sido dado con usura o arrebatado sin piedad… oquedad, abismo, eso es lo que (recuerda el personaje a pesar de la rotunda presencia de ello por medio de la evocación del tacto) sintió al acariciar (¿con la mirada, con la mano, con el deseo erotizado en la piel?) el espacio vacío del seno amputado quirúrgicamente del cuerpo de su esposa -metáfora también del límite de una libertad, la de ella, que se marcha hacia el horizonte de sí misma, de todos, esa eternidad a solas antes (pueden ser años) del momento de la muerte; se marcha y le deja, piensa él, el consuelo de una traición con la que pueda cebar cualquier víctima, cualquier minuto de la vida-; así, toda acción, todo hecho o elucubración en La vida breve se entiende la irrevocable certidumbre de lo que ya no es ni será más, ese inapresable del tiempo que es nuestro acto infinitesimal de voluntad en el pleroma de las circunstancias, el día, el instante del Ya No, líquida densidad del pasado en reverberación de la desdicha -la tragedia- de que el presente ha sido; ese hueco palpita el desamparo de la esposa a través del exilio de él, un trasterrado de la dicha, cualquier cosa que ésta sea; de ella no sabremos más que ha regresado a la casa de su familia, que le escribirá acaso algunas cartas donde será prolija, en su sinónimo de hiriente, sin clemencia, acerca de su nuevo vivir desesperado a causa del desahucio en que la enfermedad la ha colocado (siempre estamos ante la última cena); pero él, desde ese lugar que es la ausencia del seno, que es la de ella, la ausencia de sí mismo en el interior de un ahora fugaz, esa agonía sutil del devenir que deseamos al menos habitar con lucidez y que de esta manera permanezca intocado, que esté siempre aquí, que fuera esto, lo que deseamos, o poder aceptar sin resentimiento ni remordimientos lo que es, y con ello colmar el vacío en su mano ahuecada (la medida justa del seno ausente, también en los labios) con actos, como los del criminal, como los del héroe en ostracismo, sin futuro, en el yermo de una vida que se cree sin resonancias, o con la cacofonía que le suponemos a los días cuando despertamos… digo aquí futuro como anhelo del presente en petrificarse -paradójica imagen del devenir en su imposible permanencia, una que reviene siempre desde lo memorioso hasta la memoria-; el personaje querrá colmar ese hueco, esa doble ausencia ya caleidoscópica en el correr de los días, con esa desesperación que es la vida atribulada de un amante que ha quedado solo y, de pronto, en el espejo, en los aparadores de las calles tiene ante sí, no un rostro desconocido sino ese al que la fatalidad, resquebrajamiento de su frágil y siempre impermanente dicha, le ha tatuado en las arrugas, en su rictus: una cartografía como dédalo que deberá desenmarañar con la imagen de sí mismo persiguiéndolo en todo momento, incluso en la vigilia atroz de sus pesadillas porque, sí, lo que ha entrevisto en ello es el vacío, el abismo en el que se asume condenado por la dolorosa sensación de la cicatriz en el pecho de su esposa, presencia que no recuperará jamás; presencia que es oquedad en la mano, certidumbre de esa vida que, se le ha revelado al inicio de la novela, ha perdido todo axis, toda redención y, sin embargo… La vida breve es una metáfora en la conciencia acerca de la condición de la vida en su desahucio, un latigazo que cercena para siempre ese continuo que suponíamos era la vida como raíz y fronda de aquello que llamamos la propia felicidad… para Onetti la vida está desahuciada como consecuencia de la condición humana vencida por las circunstancias, pero sus personajes a pesar de ello encaran de cualquier modo la existencia; y sí, están desolados, son una taxonomía de la desolación: crápulas o cínicos o víctimas de otros gánsteres del alma, de la conciencia, del cuerpo; son personajes -somos- originariamente desamparados, incluso los más crueles, o los vulnerables, los más ingenuos, los puros; pero para Onetti no hay culpa en ellos, sus vacilaciones morales no provienen de otro lugar que no sea de la única respuesta, del acto único en su concatenación con la circunstancia por la que atraviesan; lo que poseen es una sórdida avidez existencial, una cruenta vitalidad expresada hasta en el tedio, en hechos y deseos, en seducciones y enamoramientos, imposibles los más, entramados a cualquier forma de la fatalidad -el discurrir mismo de la vida (El pozo; Los adioses)- en una esperanza última derrotada, como el guiño que anhelamos advertir en fotografías de grupo o de rincones o callejuelas en sepia, que no es guiño del deseo sino el de la tortura de lo que ya no es, en su fijeza; sí, imagen estática en la que efervece el tiempo pero de la que debemos, falsa o fallidamente, imaginar una vida, un presente a partir de ahí para que tenga sentido narrativo eso que estamos mirando desde lo memorioso… porque la de Onetti es una forma otra de la novela policíaca; fuera del canon de todo ejercicio del pensamiento, toda especulación deductiva no va encaminada, si lo vemos así, a la búsqueda de un actor, de un culpable, digamos, no se avoca al esclarecimiento de un crimen: lo que persiguen sus personajes es a sí mismos con las pistas de cada derrota; lo que parece ocultárseles en cuartuchos de hotel, en bares y callejuelas, en los espejos de las barras de las cantinas, en los baños mientras se afeitan, es una identidad; ésta es el verdadero motivo de sus pesquisas, un sentido del ser ávido, tortuoso, acaso siniestro que hurta su sombra como un asesino, que se oculta y convierte en terriblemente anónimo en su ansia de existir en el hueco de una habitación a oscuras, en el desempeño de la anécdota narrada con desesperación ontológica; una identidad entrevista en la intermitencia de la luz neón atravesando las persianas de un cuartucho raído; sí, los protagonistas buscan esa identidad que les tiende trampas para atraparlos más allá del hastío, en una derrota que busca dejarlos laxos en el pasmo propuesto por las convenciones de las sociedades a las que pertenecen, presos, sentenciados… en La vida breve la ausencia del seno en la mano ahuecada que intenta la caricia es pasmo ante la certeza de la desolación habitada por primera vez en el dolor de su evidencia; desamparo, ausencia, desolación, una trinidad -la de todo amante abandonado en medio de esa calle solitaria desde la que se ve desaparecer la silueta de la mujer que ha dicho ya no-, una trinidad que parece configurar el ámbito onettiano del interior del alma de sus personajes, de la cratofanía de sus anécdotas en historias sin clemencia para el lector, sin clemencia para los personajes; para estos no hay nunca redención, lo que hay es el espejo mismo de la vida, velado, pernicioso o esperanzado de quienes leemos… una derilección que cobrará la fuerza de toda la poética onettiana en El Astillero y en Juntacadáveres, la que ya inflaba su levadura desde Tierra de nadie, en ese lugar que es Santa María; Buenos Aires, Montevideo como ciudades en un estanque neblinoso, a veces, como un espejo cariado o pulido, con atmósferas y escenarios y ruidos y transeúntes y calles en sordidez conjugada con la sinceridad, la agonía o la crápula de Larsen, de Díaz-Grey, o el muchacho poeta que traicionará sus anhelos adolescentes -su pureza-, falansterios, burdeles… una población que se revela pacata como la más provinciana e hipócrita de las sociedades con su buena-mala conciencia… Santa María, que más que mítica a la manera de esas ciudades casi babilónicas de la ficción borgesiana, reclama una filiación con los engendros de la angustia y la ansiedad capaz de plantar en nuestros sueños y vigilias la larva de la pesadilla, de la obsesión por deambular los rincones de nuestra mente, del alma, como la de algunos personajes de un cine negro argentino -sonorizado en nuestro delirio con Harlem nocturne, al saxofón Illinois Jacquet- con sus encuadres claustrofóbicos -los mismos donde discurre el vacío sentimental del Castel de Sábato en El túnel (adaptada al cine en 1946)- en la reverberación de una tormenta calando abrigos y sombreros, como en Pasaporte a Río de 1949, con Arturo de Córdova, o en ese drama psicológico con el mismo actor que es la película mexicana Cuando la niebla levanta-… pero la derilección a la que nos lleva La vida breve es la de esa fatalidad en la que el destino, condición irrenunciable de la aventura, nos coloca, incita, para volver a encontrar entre las sombras del espejo miserable del cuarto de hotel en el que quizá purgamos una soledad alimentada de noches en vela, del latido de esos ruidos de la habitación vecina donde una mujer se gana o pierde la vida con recién conocidos, en los que imaginamos ser nosotros mismos aliviando la melancolía… así, en el solitario de La vida breve, que va de la soledad al acto de venganza último sobre sí mismo a través de otro, cometiendo una acción paralela a su vida para justificar ¿asumir? que está definitivamente derrotado, la ausencia del seno de su mujer en el hueco de su mano, la ausencia de la esposa lo hace llegar a ese “sentirse vivo” al que lo conduce ese plan criminal en el que implica (como su doble, como su sombra) a otro hombre, a un chulo arrogante y estúpido, como una personalidad alterna que emergiera de su interior para habitar los actos que él mismo no se atreve a cometer… una suerte de ¿psicopatía? que no podemos inscribir fácilmente en los prontuarios de las patologías sino, quizá, sólo como el sentido más oscuro, sofisticado y preciso de la condición humana indiagnosticable y eventual, sí, impredecible; en una familiaridad desde la que no nos parece ajena la “arbitrariedad” de su furia, la precisión con la que ejecuta la inclemencia contra sí mismo… sí, más allá de las definiciones genéricas, la de Onetti es una forma otra de la novela negra, con un contenido existencial y metafísico cuya exquisitez metafórica cruenta expresa las implicaciones de una ontología que se va desempeñando en el territorio de una realidad insoportable, por gracia de la mirada con la que abarcan sus personajes cada momento opresor del día, por esa certidumbre de que todo anhelo y toda dicha han sido traicionados desde su origen… Onetti nos encara, entonces, con el peor de los homicidas; las pistas para descubrir sus maquinaciones y sus madrigueras son todos y cada uno de los actos, de los diálogos en la articulación narrativa delirante, imposible en su posibilidad espejo; el criminal no es otro que nosotros mismo, si traicionamos nuestra propia vida breve…

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Nació en la ciudad de México, octubre 9 de 1955. Poeta, narrador y ensayista. Cursó estudios en la UNAM: Sociología, Ingeniería Agrícola, Lengua y Literatura Hispánicas.

Obra publicada:
Poesía: Ritual en piedra. Desnudo peregrino de mi boca. La arena de sus huellas. Cuento: De biznagas y otros nombres. Fotografía del cementerio judío de Praga. Novela: Plúmbago Polanco. Ensayo: Me mato por una mujer traidora; La pintura de Abraham Ángel.
Obra inédita:
Poesía: Pavana para dos infantes. Mi cuerpo germina temblor entre tus labios. Novela: Dama León.

Maestro y conferencista especializado en fenomenología y simbólica del pensamiento religioso, en mitología y en las áreas del pensamiento místico judío, cristiano, del islam, así como en el taoísmo, el budismo Zen y el budismo vajrayana o tibetano; en literatura medieval caballeresca del ciclo artúrico; en literatura fantástica; y en literatura latinoamericana, en particular, entre otros, en las obras de José Lezama Lima, Juan Carlos Onetti, Ernesto Sábato, José Revueltas, Amparo Dávila, Esther Seligson y Gloria Gervitz; también en la obra de Yasunari Kawabata.
En el Distrito Federal es catedrático de las materias Mitología y Religiones Primitivas, Seminario del sistema poético de José Lezama Lima, Literatura del Ciclo Artúrico, Metodología de la Investigación, Didáctica de la Historia del Arte, Seminario de Literatura Fantástica para el Instituto de Cultura Superior (1989-2014).
Para el Instituto Cultural Helénico A.C. (2000-2014) catedrático en la maestría Humanismo y Cultura, en el Diplomado y Curso Religiones del Mundo, y la Experiencia Mística. Catedrático en la Escuela Mexicana de Escritores en la materia La Construcción del Imaginario y el Sentido de la Ficción (2013-2014).
Conferencista en diversos foros sobre los temas: Mito y Poesía; Literatura Fantástica: de Lovecraft a Bradbury; Los Poetas Malditos; La Figura de la Diosa en la Literatura Caballeresca; La División del Cosmos en Femenino-Masculino; El Mito y Jaime Sabines; El Mito y Juan Rulfo; La Función del Héroe y el Cuento de Hadas; La Diosa, el Héroe y el Villano, del Poema de Gilgamesh al Código da Vinci; Ciclo de Conferencias titulado De la Batalla de los Dioses a la Tragedia de Edipo, entre otros.
Actualmente, junto con la soprano Aída Rivera de la Cabada presenta en diversos foros el espectáculo Poesía y Canto con el ensamble del mismo nombre.