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El fantasma del doctor Koestler

25 septiembre, 2017

“La tinta del olvido”, publicado en Costa Rica en 2007, es quizás el mejor libro de cuentos del escritor hondureño Roberto Castillo (1950 – 2008), en el que se nota un rejuvenecimiento en su lenguaje y que, por su estilo y temática, estéticamente se imbrica con la generación actual de narradores de la región”. Fue durante 25 años profesor de filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, donde impartió, entre otras asignaturas, teoría estética, filosofía de la historia, pensamiento hondureño y pensamiento centroamericano. Gustavo Campos nos hace llegar uno de los cuentos, “El fantasma del doctor Koestler” para su publicación en Carátula.


El escritor hondureño Roberto Castillo (qepd)

Carlos Garrido Dalfau era magnífico conversador y pésimo prosista. La savia de su conversación discurría fluida, como un torrente de erudición lleno de lugares comunes pero matizado con misterio. Y es que el misterio estaba con él, no en su prosa. Lo abandonaba cuando pasaba del lenguaje hablado al escrito.

Como cirujano solamente llevó la cuchilla tres veces, y… los tres pacientes murieron. El gremio se conmocionó y no le permitió operar nunca más. Él, entonces, montó una cadena de casas de salud que se convirtieron pronto en atractivas y jugosas empresas. No sabía manejar la cuchilla, pero aprendió bien el arte de dirigir a otros médicos.

Yo lo conocí bien y comenzamos una amistad condenada a romperse pronto. Fue en el 39. Volamos juntos hacia Panamá. Era muy corpulento y cada vez que se movía –porque iba incómodo en su asiento– daba la impresión de que el avión iba a caerse. Y se cayó poco después de la escala en Managua. Logramos aterrizar de emergencia en un potrero cerca, de Rivas. Tardaron por lo menos cinco horas en reparar la máquina. Los mecánicos no podían hacer nada y él sorprendió a todos cuando detectó la falla.

–Es allí. Allí mismo la tiene usted –dijo con una voz demasiado suave. Nadie parecía entenderle. Con el dedo señalaba hacia la tuerca que estaba cerca de un pistón.

Arreglaron la máquina pero nadie quería arriesgarse a volar otra vez. Él fue el primero que subió, muerto de risa. Se bajó y convenció a dos ancianas, estremecidas de pánico, que se aferraban a un rosario. Puso las manos en el hombro de cada una y las llevó hasta los asientos.

Nadie sabía por qué motivo viajaba él. En Panamá lo esperaba una comitiva muy extraña. Quiso presentármelos a todos, pero yo me despedí moviendo la mano desde lejos. Al día siguiente, mientras caminaba por la Avenida Central, me dieron una hoja volante de tono enigmático:

GRAN OBRA DE ACTUALIDAD CIÉNTIFICA

La Enciclopedia de la salud, del Dr. Koestler, recientemente traducida del húngaro al castellano, es una obra que a lo cómodo de su precio une su magnífica calidad tipográfica. Única en su género por la forma rigurosa y novedosa como trata temas que han sido tabú para la misma ciencia, entre ellos la sexualidad y las enfermedades mentales. Necesitamos representantes en varios países.

Sospeché que la propaganda de la hoja volante tenía algo que ver con Carlos, pero no la tomé en serio. A los cuatro días regresamos en el mismo avión. Desde que nos encontramos en Campo Francia lo noté con ganas de evadirme; fui a saludarlo como si no pasara nada. Declaró su equipaje y los demás pasajeros nos volvimos a ver las caras pensando exactamente lo mismo: que jamás lograríamos despegar con tanto peso encima. Eran cajas y más cajas con el rótulo muy claro, en letras grandes: ENCICLOPEDIAS. No abrió la boca durante todo el vuelo. Aterrizamos y él se despidió de mí con mucha prisa; luego, tomó un camión que se lo llevó con todo su cargamento. No lo volví a ver en semanas.

A los pocos días la ciudad amaneció tapizada con la enciclopedia del Dr. Koestler. Los tomos verdes estaban en las librerías, tiendas, farmacias, quioscos, parques, aceras y atrios de las iglesias. Yo no lo podía creer. Lo que más redoblaba mis sospechas era que no había visto a nadie abriendo uno solo de esos libros, sellados y envueltos en papel de celofán. Quise salir de mis dudas. Saqué dinero de mi bolsillo y me acerqué a un puesto de venta. Pregunté a la mujer el precio de una colección y ella enrojeció de vergüenza, puse mi mano encima de un ejemplar y me la apartó con indignación. Quedé confundido. Pensé que se avergonzaba de venderme a mí, un hombre, esa enciclopedia. Al fin y al cabo estaba dedicada a la sexualidad y posiblemente era pornografía disfrazada. No me dio pena seguir preguntando, pues todo mundo sabía que yo era médico.

Entré a la librería más cercana. No había terminado de señalar hacia los volúmenes cuando el dueño me gritó: – ¡Pero es que no tiene otra cosa qué hacer, cretino!

No me había reconocido. Me sentí confundido y en el más completo ridículo. Los clientes comentaban sin ninguna discreción que yo era el que había tenido el atrevimiento de preguntar por las enciclopedias del doctor Koestler. Nervioso, me fumé dos cigarrillos. Compré un periódico cuya primera plana exhibía el más gigantesco titular que se hubiera visto jamás: ¡DR. KOESTLER!

Monté repentinamente en cólera y decidí aclarar el misterio de una vez por todas. Pensé que lo mejor sería dar un rodeo, tender yo una trampa para no ser atrapado tan estúpidamente, ser yo mismo el atrapador. Corrí hacia la farmacia América y me dirigí a uno de los dependientes. Serio sonrió al verme. Inclinándome sobre él y sin decir palabra, hice con la mano la seña de siempre. Di mi espalda a dos señoras, para que no vieran lo que compraba.

-Le doy de la misma marca, ¿verdad, doctor? Luego me pasó disimuladamente el paquetito de profilácticos y yo lo cogí sin que nadie se diera cuenta.

Sergio puso su eterna sonrisa bobalicona y me dijo: -Siempre compra su marca preferida. De los que no fallan un solo tiro.

Le seguí la corriente.

-Es que debemos usar lo que tienen probado y recontraprobado ustedes, los jóvenes –contesté.

Disparó a quemarropa una carcajada abierta que atrajo hacia nosotros las miradas de los clientes. -¡Doctor, doctor! ¡Usted sí que se las sabe todas! ¡Y las que no, se las inventa!

-Y ahora nos vamos a inventar una de las buenas –dije resuelto, ya seguro de mí mismo, estimulado el ánimo por las bromas. Quiero que me des una colección de esos tomitos enciclopédicos que tienes a tu derecha. Voy a disponer de todo el santo día para hojearlos.

Su expresión cambió violentamente. Dejó de reír y no me contestó por encima del mostrador me lanzó una bofetada que yo esquivé a tiempo.

-¡Fuera de aquí! –me gritó, señalándome la puerta.

Los presentes me veían rabiosos y con los ojos me decían lo mismo que el dependiente, que me fuera.

Era el colmo. Justo en ese momento, Carlos Garrido Dalfau traspasaba la puerta de la farmacia Unión, calle de por medio. Corrí a su encuentro, ya neurasténico, y me puse a su lado. Él se secreteaba con un caballero vestido de blanco a quien yo no conocía. Ni saludé siquiera. Ya no me importaba parecer mal educado. Tomándolo del brazo, le dije:

-¡Carlos! Un brillo alegre iluminó con gran fuerza su frente y sus ojos se movieron complacidos.

-¡Pero si es usted, mi dilecto colega! ¿A qué debo el honor de su conversación tan mañanera?

-Carlos, hay una situación extraña y tal vez delicada de la que debo hablarle. Se trata de la enciclopedia de un tal doctor Koestler. La que usted traía de Panamá el día que volamos en el mismo avión. ¿Se acuerda?

-Es imposible que me acuerde porque yo no traía ninguna enciclopedia. Usted está confundido y muy excitado. Venga, tómese una taza de café conmigo para que se tranquilice.

Salimos. Misteriosamente, ya no había ninguna enciclopedia en la calle. Habían desaparecido todas. También de las librerías y farmacias.

No conseguí sacarle ninguna palabra. No quiso creerme nada y me mandó a casa. Que no fuera a trabajar en ese estado, me recomendó. No quise hacer el ridículo y preferí callar. Pedí perdón por lo que había dicho y me despedí.

No hice casi nada ese día. Atendí sin ganas a los pocos pacientes que llegaron a la clínica y después de almorzar dormí una larga siesta. Mi esposa pasó pendiente de mí. Yo no quise contarle nada. Esa noche abrí la ventana para que entrara un poco de aire fresco a nuestra recámara. En la cima de El Broquel, el cerro más alto de los que rodean la ciudad, un gran rótulo luminoso rezaba: ¡DR. KOESTLER!

No pude más. Tomé el teléfono y llamé a Carlos. El gran sinvergüenza hizo como que estaba malo su aparato y no podía oír mi voz. Colgó. Yo estaba furioso. Llamé a los periódicos, a las estaciones de radio, a familiares y amigos, pero todos me aseguraban que no veían nada. Por último decidí participar a mi esposa del misterio. La llevé al balcón y apunté con mi mano hacia el cerro.

-Allí no hay nada –me dijo.

Y era cierto. Ya no había nada. El rótulo había desaparecido.

Al día siguiente me levanté de mal humor. Aguardaba paciente la llegada del periódico. Estaba decidido a recorrer calles y todo tipo de comercios hasta aclarar lo de la enciclopedia. Por un momento pensé que todo era una broma grosera y de mal gusto de Garrido Dalfau, pero no esperaba de él una cosa así.

Media hora más tarde seis policías llamaron a mi puerta. Preguntaban por mí mostrando una orden de allanamiento y de captura. No podía creerlo. Me acusaban de mantener escondido a un agente de la KOMINTERN que se movía a través de varios países de América, un tal doctor Koestler. También traían una hoja de papel enigmática y dudosa, donde el general español Queipo del Llano describía con su puño y letra los hábitos y características del extraño personaje. Mis captores sostenían que varios médicos de la ciudad, entre ellos el doctor Carlos Garrido Dalfau, estaban conjurados con el peligro terrorista. Al menos tuve el consuelo de comprobar que el misterio pasaba por él.

Como nos pusieron en la misma celda, no me contuve. Salté hasta su cuello, me prendí de él y le reclamé furioso:

-¿Se da cuenta de lo que ha hecho? ¡Por su culpa estoy metido en semejante lío! ¡Por lo menos explíqueme quién es ese tal doctor Koestler que parece haber enloquecido a la ciudad entera! ¿A qué viene lo de las enciclopedias?

Se puso histérico y empezó a gritar como si yo lo estuviera matando. Dos guardas entraron y se lo llevaron a otra celda.

Desde la distancia, el muy lépero me hizo un gesto de adiós que era una verdadera burla.

Me las vi mal por un tiempo y mi economía sufrió un duro golpe al depositar la fianza. No pudieron probarme nada. Salí absuelto. Los demás, incluido Carlos Garrido Dalfau, también. Las enciclopedias desaparecieron y nunca se les mencionó en ninguna parte. Tampoco al doctor Koestler. Para la ciudad fue como un episodio que no existió nunca.

No me quedó más que volverme enemigo de Garrido Dalfau. Algunos caballeros, especialmente médicos, intentaron mediar para que se reconciliaran los dos hermanos masones. Yo no hubiera podido volver a estrechar su mano y por eso me salí de la masonería. Inexplicablemente, él también había llegado a odiarme y, por el mismo motivo que yo, se hizo exmasón.

Muchos creen que su maldad empezó de viejo. No es cierto. Ya de joven era malo. A los veinticuatro años fue enviado a La Mosquitia, donde aportó mucho al desprestigio de la profesión médica. Repartió medicinas y fondos de gobierno como si fueran regalos salidos de su bolsa. Exterminó el geñirol, mamífero acuático cuyo aceite pagaban a precio de oro los laboratorios suizos. Ya se rodeaba de una turba infame de aduladores, que décadas más tarde lo proclamaron genio de la ciencia y en esos días organizaron un acto que recordó la vergonzosa coronación de Kingston.

Una mañana tuvimos un encontronazo. Yo evitaba coincidir con él en reuniones de cualquier tipo o en la calle. Si lo veía venir, me cambiaba inmediatamente de acera y seguía de largo. Esa vez fue inevitable. La acera era muy alta y yo había olvidado traer mi bastón. No tuvimos más que toparnos frente a frente. Ninguno de los dos quiso ceder el centro. Parecíamos dos animales enloquecidos disputándose la posesión de una covacha. Fue un pleito estúpido, sin sonido pero con furia. Inconscientemente, yo actué como si anduviera el bastón en la mano y empujara con él al protervo. Perdí el equilibrio. Él se aprovechó para dejarme en la pura orilla, con dos metros y medio de altura a mis espaldas. Desesperado, le agarré la corbata y le dije cuatro veces “sapo”. Él, tan grandote, tomó la ventaja del gorila y se pudo zafar de mí con sus manazas. Pero yo prefería morirme a retroceder y, entonces, le eché encima el peso de mi tronco. Él no lo esperaba y se quedó asustado, el muy cobarde. La gente se había congregado en la calle y gozaba con el espectáculo.

-No te olvides que somos doctores, imbécil –le dije. Hay que comportarse al menos como practicante.

Pero los practicantes del Hospital General San Felipe eran los que más reclamaban pelea de verdad.

Él ya estaba morado de la rabia que se cargaba. Me seguía agrediendo con su mirada de orate, como queriendo hipnotizarme. Siendo sus brazos tan largos, como los de todos los simios, me soltó un puñetazo que no pude esquivar. No logró tumbarme porque me agarré de una verja con las dos manos. No aguantaba el dolor, pero le coloqué un puntapié en la barriga. Él también tuvo que aullar por el golpe y se replegó para atacar de nuevo.

Un grupo de respetables caballeros intervino eficientemente. Nos llevaron por la misma acera, a cada uno en dirección contraria. Nunca olvidaré lo bochornoso del espectáculo ante tanta gente de la calle que gritaba:

-¡Que venga ya! ¡Que corra sangre de doctores!

Acostumbraba repetir sentencias famosas y ponerlas como propias. Así satisfizo parte de su megalomanía, haciéndose pasar por pensador original. Cuando le dio por decir que la naturaleza “es un libro abierto, escrito en lengua matemática”, su coro de aclamadores alabó el plagio descarado y lo calificó de profunda y actualizada reflexión. Yo denuncié esta explotación de las tinieblas ambientales durante una conferencia en el Club Rotario. Demostré que la sentencia era de Galileo. Uno de sus comparsas tuvo el cinismo (¿o su ignorancia era tan grande?) de “refutarme”. En tono exaltado, a gritos, me interrumpió y dijo que yo hablaba falsedades, pues en ninguno de los evangelios se afirmaba que la naturaleza fuera matemática y esa máxima, por tanto, no procedía de Galileo sino del doctor Carlos Garrido Dalfau.

Desde entonces cambié mi estrategia. Jamás lo volví a enfrentar en público, sino que me encerré a trabajar en esta biografía que mostrará la relación entre Garrido Dalfau y el extraño doctor Koestler. Mi lucha es heroica; no solo ante la escritura, sino sobre todo para mantener el texto a salvo de miradas indiscretas. Acariciaba con la mente un título precioso: El laberinto de su soledad, pero me acabo de enterar que en México han editado este año y hace furor un libro de igual denominación.

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