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El hombre valiente

28 septiembre, 2017

José Luis Gonzalez

Casi todos los sueños –a decir de Erich Fromm– tienen una característica común: no siguen las leyes de la lógica que gobierna nuestro pensamiento cuando estamos despiertos. Las categorías de tiempo y espacio, en el mundo onírico, se difuminan. Cuando dormimos, pasamos a otra forma de existencia, tan real como la realidad que observamos en nuestro estado de vigilia. El presente texto propone explorar, literariamente, las interrogantes de: ¿Qué es la realidad? ¿Cómo sabemos que lo que soñamos es irreal y que lo que nos ocurre en la vida diaria es real? Un poeta chino expresó esta duda con mucho acierto: «Anoche soñé que era una mariposa, y ahora no sé si soy un hombre que ha soñado que era una mariposa, o una mariposa que está ahora soñando que es un hombre».


«Temores de mi cama, temores de vida y temores de muerte, se dan a la fuga. El hombre valiente asciende desde abajo y camina sin meditación, ese hombre valiente.» The brave man. Wallace Stevens

«Anoche soñé que era una mariposa, y ahora no sé si soy un hombre que ha soñado que era una mariposa, o una mariposa que está ahora soñando que es un hombre. » Poeta chino anónimo

El puñetazo violento que Alejandro dio a la mesa, provocó que la vajilla dispuesta para la comida —aún vacía— volara por los aires y que los platos más próximos a la orilla se despedazaran en el suelo. Los líquidos de las bebidas se derramaron por toda la superficie anegando las servilletas de papel, los individuales de tela y el mantel de flores; todo se chorreó por las orillas y mojó los zapatos de los comensales. Pero a pesar del desastre y el fastidio que conlleva levantar, limpiar y reemplazar todas las piezas para tener de nuevo «servida la mesa», el efecto más impactante del porrazo fue el estruendo intempestivo que anuló en el acto los gritos de reclamo que Luisa, su mujer, le articulaba hasta el hastío y los lloriqueos de sus dos adolescentes hijas, Paola y Laura.

Alejandro se había ausentado, sin que se supiera su paradero, dos días antes y entró a su casa ese día a plena luz como no lo había hecho en cinco años: bien a verga. Borracho hasta las chanclas: meado, vomitado, hediondo, sin zapatos y con los bolsillos vacíos.

Con esa borrachera frustró, como si nada, los cinco años en que se mantuvo abstemio, los cuales había inaugurado formalmente con el juramento que hizo con los alcohólicos anónimos de «El buen pensamiento», a la vuelta de su casa, cuando con una convicción que parecía invencible daba inicio a una nueva vida. Sin embargo, no fue la gravedad de ese juramento lo que lo había hecho enderezar el rumbo; tampoco fue el infortunio de ver fracasada su profesión de abogado por culpa del maldito licor; ni siquiera fue la tristeza profunda que le causó saber que la destrucción de su hogar era inminente; y ni aún fueron razones suficientes los inquietantes sangrados en el sistema digestivo y las gomas insoportables, después de las descomunales chupaderas, cuyas desintoxicaciones lo llevaron en más de alguna ocasión a pasar internado por varios días.

En cambio, fue un bendito episodio, breve pero contundente, que hizo que Alejandro se bajara de ese endemoniado corcel del vicio que lo llevaba a cualquier lugar a chupar en forma tan absurdamente compulsiva y que él, como un jinete de trapo, se dejaba llevar sin ejercer la menor dirección. En su habitación, producto del síndrome de abstinencia, en la noche más oscura de su vida, tuvo alucinaciones visuales y delirios de persecución acompañados de una elevada e insuperable sensación de angustia que lo impulsaron a dar gritos de terror, a jalarse el pelo, a darse de cabezazos contra la pared y de aferrarse a lo que encontrara a la mano por la impresión de vértigo que le hacía imaginar que se iba en un hoyo sin fin, con la certidumbre espantosa de que esa noche nunca terminaría.

Realmente fue el miedo terrible de experimentar un nuevo acceso de locura como aquel, el que lo hizo frenar ese tren de la muerte en que viajaba a toda velocidad y lo que, finalmente, lo detuvo fue la admonición perentoria de su médico: «si volvés a chupar, ¡te morís, cabrón!».

Con las manos temblorosas y el pulso acelerado, Alejandro se levantó de la mesa ante el rostro desencajado de su esposa; caminó presuroso a su habitación y la cerró de un portazo. Ahí sólo, comenzó a experimentar un sofocamiento y un nerviosismo incontrolado. Se desabotonó la camisa y se acostó. De pronto, vio que en el techo se formaba un gran enjambre de insectos voladores que comenzaba a descender buscándolo; escuchó magnificado el sonido de las alas y el zumbido espantoso de miles de moscas; cerró los ojos y se tapó la cara con una almohada tratando de contener un grito ahogado y justo cuando estaba haciendo ademanes violentos con sus manos para espantar a los insectos, escuchó, primero a lo lejos y luego con mayor intensidad e insistencia, golpes que lo hicieron abrir los ojos y despertarse. Se había quedado dormido dentro de su carro en el estacionamiento que está cerca de su casa y el guardián del lugar fue quien, al verlo haciendo gestos de angustia y pegando gritos, se había acercado y le golpeó el vidrio.

—¿Todo bien don Alejandro?, le preguntó preocupado el guardián.

Alejandro sólo se le quedó viendo e hizo un gesto de asentimiento, pero la mirada la tenía perdida, pues seguía desconcertado. Aún se sentía alterado y necesitó de unos minutos para recobrar el aliento e incorporarse.

El cielo estaba nublado y la tarde se sentía húmeda y apacible; en el ambiente se respiraba el inconfundible y penetrante aroma a tierra mojada y caía una tierna llovizna, casi imperceptible, que anunciaba una lluvia persistente durante toda la noche. Salió del estacionamiento, se abotonó el saco, dirigió la vista a ambos lados de la calle y, al no divisar a nadie, se enfiló, a paso ligero, a su casa, volteando la mirada a cada tanto para cerciorarse de que nadie lo estuviera siguiendo o vigilando. A medio trayecto y cuando comenzaron a caer los primeros goterones de la lluvia que de pronto había arreciado, escuchó cerca los pasos de unas personas que venían corriendo a sus espaldas; detuvo la marcha de inmediato y, como si un peligro mortal lo estuviera acechando, dio un rápido giro de ciento ochenta grados, a la defensiva, nervioso y con el corazón galopante que le provocó que el pulso lo sintiera incontrolablemente acelerado. Era una pareja de jóvenes, que corrían para guarecerse de la lluvia. Tragó saliva, respiró hondo y continuó la marcha, pero ahora casi trotando.

A los pocos minutos llegó a su casa; sacó la llave de su bolsillo y justo cuando iba a abrir la puerta para entrar, intempestivamente, a sus espaldas, escuchó una voz agitada que le decía:

–¡Así te quería encontrar hijueputa! Abogado de mierda. Hoy es el día en que debemos ajustar cuentas. –Le espetó enérgico un hombre con gorra.

A Alejandro se le heló el corazón y se quedó paralizado. Cerró los ojos, resignado, pensando si existiría tan sólo una oportunidad para salir librado de ésta. Como pudo, dio media vuelta y vio que el hombre cuyo rostro no alcanzaba a reconocer, con el ceño fruncido y una mirada penetrante y fría, le estaba apuntando con un arma de fuego a la altura de la cintura.

Cuando quiso apenas pronunciar unas palabras, pues en su mente creyó que podía persuadir a su agresor, Alejandro escuchó dos detonaciones e inmediatamente sintió mojada la ropa a mitad de su abdomen. No sentía dolor aún, pero la impresión de ver la camisa y el saco manchados de sangre le provocó una alarma terrible. Todo el que ha sido alguna vez herido sabe que el dolor de la herida no comienza hasta después de media hora de haber sido hecha, por lo que cayó en la cuenta de que no había una relación proporcional entre el dolor y el tremendo cuadro de la herida. Sin advertir siquiera la fuga de su agresor, se puso a llorar inconsoladamente de ver que la vida se le apagaría en breve. Entonces, se puso de cuclillas y se tapó la cara. El calor del área en donde ingresaron los proyectiles se extendió, inexplicablemente, a todo su cuerpo y especialmente a su cara, y percibió, aún teniendo los ojos cerrados, una luz intensa y hasta cierto punto agradable que le hizo recobrar paulatinamente la conciencia y darse cuenta que estaba acostado en su cama. Abrió los ojos y se sintió aliviado de saber que se trataba de una pesadilla. La luz del sol de la tarde, a través de la ventana de su cuarto, le daba justo en la cara. Esa luz intensa le hizo desaparecer, de manera fulminante, el terror de muerte que apenas unos segundos había padecido.

Se sentó en la cama y no terminaba de aclarar su mente. Mientras se ponía sus zapatos, pensó que se hallaba justo en la línea que divide el estado de vigilia y el del sueño, completamente desconcertado. Salió de su cuarto y perturbado todavía por esas vívidas y excitantes experiencias, cayó en la cuenta de que estaba sólo en su casa. No escuchaba la presencia de nadie. Es más, el silencio era absoluto, como si alguien le hubiese puesto mute al ambiente y de inmediato se comenzó a restregar las orejas y a meterse los dedos índices a los oídos, pero nada. Se sentía impresionado, pero lo extraño era que no se sentía fisiológicamente alterado; en otras palabras, no tenía ninguna señal de excitación física en su cuerpo. Cuando llegó al comedor vio que la mesa con el mantel de flores se hallaba estropeada; las servilletas de papel y los individuales de tela estaban mojados, y algunos platos de la vajilla quebrados bajo la mesa, y recordó extrañado el golpe que le había dado a ésta.

Alejandro caminó a la puerta de calle y cuando la abrió vio a su mujer e hijas abrazándose y consolándose, pues lloraban las tres acongojadas. Habían varias personas, entre ellas vecinos y familiares, policías y empleados del Ministerio Público. El área estaba acordonada con cintas que apartaban a los curiosos de la que parecía ser una escena del crimen. En el suelo, frente a la banqueta de su casa, se hallaba un bulto tapado con una sábana blanca. Alejandro sabía que era su cadáver, pero no sentía ninguna aflicción. Finalmente se dio perfecta cuenta de que estar muerto significa que todos los temores se dan a la fuga y que la vida comienza a tener cierto sentido.

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