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Cuando escuches al viento

25 noviembre, 2017

Germán Rodriguez Márquez

“Nos es inevitable atravesar un día sin visitar el ayer, ese rompecabezas de reflexiones nostálgicas que se propaga con la edad y la distancia que nos separa de nuestra tierra; de aquellos tiempos. Así, este relato rastrea dichos momentos o actividades que a lo largo de 12 horas me llevan de la mano a tocar el instrumento más irónico del presente: el pasado.”


Germán Rodríguez

Me levanto en la madrugada a escribir por dos o tres horas. Al acabar apunto el número de palabras en la casilla correspondiente del calendario.  Aquel sábado 23 de Julio no fue la excepción: 432p./FIN. Llevaba dos semanas trabajando en un cuento para la revista literaria Ítaca y finalmente lo terminaba. Lo imprimí y lo puse sobre el sillón. Preparé la cafetera y leí el periódico mientras el agua hervía. Eran apenas las seis de la mañana y Lea dormía profundamente.

Las primeras horas del día las dedico a escribir pues, arropado por el silencio, permanezco en estado somnoliento por largo tiempo y es como traspasar los sueños a la página de un solo tirón. Luego los edito y así voy sobreviviendo. Si hubiera sido un lunes o un miércoles, me habría tocado vestirme y tomarme el café a la carrera, dejar mi traje de escritor y entrar al mundo laboral y a la ruda gente del tranvía. Pero era sábado, con calma llené las tazas de café y fui a la habitación. Lea tardó en notar mi presencia. Al hacerlo se estiró. Llevé el café  hasta su mesa de noche y con modorra añadió: «gracias, huele exquisito».

Entonces volví al sillón, me senté junto al cuento y seguí con la lectura del periódico. A pesar de que había finalizado el relato no me convencía su título, por lo que subrayé aleatoriamente palabras de las diferentes noticias, esperando así tropezar con los vocablos satisfactorios.

El aroma del café colmaba el pequeño estudio. Lea se había mudado conmigo unas semanas atrás. Vivíamos apretados ya que los pocos espacios donde no había libros fueron ocupados por sus bordados, sus utensilios de costuras y por su colección de ornamentos indígenas de la comunidad Ahousaht, con la cual ella trabajó muchos años.

El café, que mi madre me enviaba por encomienda tres veces al año, era de la finca de mi abuelo en La Majada, un pueblito ubicado en el corazón de las montañas cafeteras de El Salvador. El primer trago me hizo recordar tardes de mi infancia entre los cafetales, aquellas ráfagas de viento rompiéndose contra las cortinas de Copalchi, las calles de piedra cerradas por la niebla espesa. Pero cada intento de hincar la mente en mi niñez era interrumpido por imágenes del cuerpo de Lea que flotaba por ahí, tan denso como aquella niebla, tan lento como una pantera acechando la jungla, y del que yo aún traía su fuerte olor a bálsamo en la piel.

La noche anterior había sido sin duda una noche de mucho vino, en la que no renunciamos a ningún milímetro de nuestros cuerpos. Su sexualidad era impetuosa. Muchas veces incluso llegó a intimidarme tanto como a retarme. Especialmente cuando sus ojos verdes, llenos de codicia, se incrustaban sin piedad en los míos, mientras ella se desprendía una por una las ropas.

En eso Lea atravesó la sala con su caminar de pasos robustos y espaciados. Mi cavilación se detuvo y mis ojos persiguieron su silueta desnuda. Quise retomar los pensamientos (las palabras aleatorias que subrayaba, mi infancia…) sin embargo la efigie de Lea deambulando desvestida me hizo recordar a Balthus. Balthus y sus pinturas de niñas adolescentes: Alice frente al espejo, Thérèse soñando, Katia leyendo.

─ ¿Estás listo? ─dijo Lea desde la cocina mientras abría el refrigerador. Su voz aún tenía destellos de pereza─. Hay que apresurarnos para aprovechar el día en la montaña, ¿quieres más café?”.

─ Dame unos minutos ─respondí sin deseos de abandonar el estudio para ir a escalar Moose Mountain.

En fin, pensé, una caminata al aire libre me haría bien y en el mejor de los casos me ayudaría a descifrar el título del cuento.

Media hora después nos encontrábamos rumbo a Kananaskis Park, sistema de cordilleras en las montañas rocosas de Canadá.

Dire Straits sonaba en las bocinas. Lea canturreaba Sultans Of Swing mientras yo, manos al volante, miraba la carretera. A los costados ya no había campos de trigo ni de canola. Ahora la enormidad de las montañas rocosas nos encerraba, haciéndome sentir putamente ínfimo. Pero su brutal esplendor a la vez convertía el sentimiento de insignificancia en una extraña fascinación, que invitaba a perderse detrás de esas cordilleras.

Seguí todas las indicaciones de Lea y pronto nos encontramos en un camino alterno de terracería. Al cabo de un tiempo llegamos hasta el parqueo donde solo había otros dos vehículos estacionados. Cuando apagué el carro escuché la voz de David Bowie desfallecer lentamente.

Tomamos nuestras mochilas y caminamos hasta el letrero que leía: “Moose Mountain. Estudiamos el mapa de senderos contiguo a este. Luego entramos en una vereda angosta y zigzagueante.  El bosque de abetos nos envolvió. Por el suelo húmedo el musgo se expandía como alfombra bajo el cielo azul. Nuestros pasos hacían crujir las hojas y las ramas secas que cubrían la ruta.

Pasaron unas horas y habíamos hablado poco, nos gusta aprovechar al máximo el silencio de la montaña. Entonces apareció un riachuelo, corría en dirección contraria a nosotros, creando pequeñas cascadas al bajar. Lea guiaba el camino y yo seguía sus pasos (así como lo he hecho desde la primeva vez que la vi en Mikey’s Juke Box Pub). Junto al riachuelo busqué donde acomodarme, bebí agua y revisé el mapa. Luego agarré los binoculares y apunté hacia la cresta de la montaña. Un grupo de  caminantes, que se miraban como pequeñas hormigas escalando el lomo de un elefante, se aproximaban a la cúspide.

“¡Mierda! nos faltan unas dos horas más…”, murmuré, retirándome los largavistas de la cara.

Lea por su parte alistaba la merienda bajo el bosquecito de abedules que nacía a un costado del riachuelo y bebía de la cantimplora que llevaba el vino. Para nuestra sorpresa, al terminar nuestros sándwiches, realizamos que habíamos terminado también con el tinto.  Nos acomodamos en la sabana. Los ojos de Lea me miraron desafiantes y nos la ingeniamos para hacer el amor ahí para luego quedarnos dormidos. El grupo de caminantes que venía muy detrás de nosotros nos había alcanzado y su ruido nos despertó. Ellos no nos podían mirar. Los dejamos avanzar. Lea se enjuago la cara en el riachuelo, yo metí la cabeza en el agua, el hielo me despabiló al instante y retomamos la senda.

La vegetación fue quedando atrás. El paisaje era de piedra y arena. Gris. Y sobre ese terreno avanzamos cuesta arriba. Del otro lado de la montaña había más montañas y un cielo azul inagotable. Finalmente llegamos a la cima. Donde nos separamos para encontrar un lugar aparte cada uno. Yo me senté sobre una piedra de forma caprichosa desde la cual se miraba todo el acantilado. Tomé mi libreta de apuntes y encendí la pipa. El tabaco, fuerte y amargo, combinó muy bien con el café que aún permanecía caliente dentro del termo. A unos cien metros y con los pies colgando al vacío, Lea tejía una bufanda en el mero filo de la montaña. Fumé y dejé que mis ojos se perdieran en el horizonte herido por las cúspides. Pasaron varios minutos y tuve que retaquear la pipa. Volví a pensar en el título del cuento sin ninguna suerte. Luego el café me quiso llevar de nuevo a mi niñez, pero ya era demasiado tarde, “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”, canta Sabina.

Los picos grises de las montañas apuñalaban el manto azul del firmamento. No obstante algunos conservaban restos de nieve. Su blancura me reconforto. Como deseaba que el invierno viniera para que aplacara la ciudad, para que petrificara los fantasmas que llevo dentro. De repente una briza barrio el humo de la pipa y escuché a los copalchi batirse sin merced contra el viento.

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