Erich Fromm: La desobediencia y sus implicaciones en el caso Eichmann
25 noviembre, 2017
Emilio Montoya Velarde
La obediencia es una facultad que ha sido reconocida históricamente como virtud mientras que la desobediencia ha sido relegada a la consideración de vicio deleznable. En este artículo examinaremos el porqué de está situación a través de un análisis histórico y cultural de algunos mitos y tradiciones. Para Erich Fromm, la obediencia ciega, el celo excesivo en el cumplimiento del deber, podrían conducirnos a una catástrofe a nivel antropológico. A una sociedad burocratizada en la que Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS, sería el paradigma ideal de una sociedad todavía distópica.
Prácticamente desde la aparición de la cultura y el desarrollo humanos, las altas esferas, las oligarquías, es decir, reyes, sacerdotes, empresarios, han insistido en subrayar la idea de que la obediencia es una virtud canónica y y la desobediencia un vicio deleznable. Obviamente, este precepto no tiene el estatus de norma para ellos. Eurípides, en Medea, lo avisaba al hablar por boca de la nodriza.“Terribles son las decisiones de los soberanos, y, como saben obedecer poco y mandar mucho, difícilmente corrigen sus impulsos”.[1] No obstante, para Fromm, existe otro punto de vista que pasaremos a examinar; a saber, el de que la historia humana comenzó con un acto de desobediencia. Así es como sucede en las mitologías hebrea y griega, la cuna de la civilización occidental.
En la historia bíblica de Adán y Eva hay una orden de Dios de no comer del árbol, y el hombre, o mejor dicho, la mujer, se atreve a decir “no”. Ella desobedece y logra convencer a su compañero para que, de igual manera, desobedezca.[2] En opinión de Fromm, muy versado desde la infancia en la interpretación de los relatos del Antiguo Testamento, Adán y Eva al vivir en el Jardín del Edén formaban una unidad con la naturaleza, estaban en equilibrio con ella, pero no podían trascenderla. Es decir, se encontraban en la naturaleza como el feto en el vientre materno. Eran humanos, sin embargo, al mismo tiempo no lo eran, pues no eran libres ni independientes respecto al mundo natural. Tras infringir el mandato todo esto cambió. “En el mito, el hombre es expulsado del Paraíso, lo que equivale a decir que es expulsado de la situación preindividualista, preconsciente, prehistórica y si se desea, prehumana”.[3] Así, es puesto en la senda que lo lleva a la historia.
El acto de desobediencia liberó a Adán y a Eva y les abrió los ojos. Se reconocieron uno a otro como extraños y al mundo exterior como extraño e incluso hostil. Su acto de desobediencia rompió el vínculo primario con la naturaleza y los transformó en individuos. El «pecado original», lejos de corromper al hombre, lo liberó; fue el comienzo de la historia. El hombre tuvo que abandonar el Jardín del Edén para aprender a confiar en sus propias fuerzas y llegar a ser plenamente humano.[4]
Y ya no hay posibilidad de dar marcha atrás para el ser humano. Y es que para Fromm, cuando el hombre comienza a tener conciencia de sí mismo, de la naturaleza y de que no está unido a ella ni a los otros seres vivos, no puede regresar a un estado anterior de equilibrio y armonía que existía antes de su mítica expulsión del Paraíso. “Con este primer acto de desobediencia comienza la historia del hombre y este primer acto de desobediencia es el primer acto de libertad”.[5]
Los griegos utilizan una simbología diferente en el mito de Prometeo aunque, al igual que en la cosmología hebrea, el comienzo y el sucesivo progreso cultural se fundamenta en un acto de desobediencia. Cuando el titan Prometeo roba el fuego a los dioses comete un acto de insubordinación, pero al mismo tiempo, pone los cimientos de la posterior evolución humana. Con este acto de desobediencia da comienzo la historia y se inicia un proceso que desembocará en el desarrollo de la civilización contemporánea. Prometeo, es castigado por su comportamiento pero no se aflige ni se siente arrepentido de su acto. De hecho, Fromm señala que Karl Marx escribió en cierta ocasión que Prometeo es el santo patrón de todos los filósofos. Esta afirmación del pensador y economista prusiano apunta de manera certera al problema de la vinculación entre la filosofía y la desobediencia. La mayor parte de los filósofos no se rebeló ante las autoridades de su época. Sócrates obedeció la ley que le condenaba a morir, Spinoza prefirió renunciar a su puesto de profesor antes que enfrentarse a la autoridad,[6] Kant fue un ciudadano respetuoso con las leyes, Hegel cambió sus simpatías revolucionarias juveniles por la ponderación del Estado en sus años finales. Es obvio y reseñable, que permanecieron en la Academia y prosiguieron sus estudios sin salir a la calle.[7] No obstante, en el campo del conocimiento tuvieron un papel crucial, puesto que intentaron liberar al hombre de abundantes tópicos y de un “sinsentido” que, para nuestro autor, posteriormente pasó a denominarse sentido común. Fromm lo expresa muy bellamente en el siguiente párrafo: si como ciudadanos obedecieron las leyes,
«como filósofos desobedecieron a la autoridad de los pensamientos y conceptos tradicionales, a los clichés que eran objeto de creencia y de enseñanza. Ellos trajeron luz a la oscuridad, despertaron a quienes dormitaban, se atrevieron a saber. El filósofo desobedece a los clichés y a la opinión pública porque obedece a la razón y a la humanidad. Precisamente porque la razón es universal y trasciende todas las fronteras nacionales, el filósofo que la sigue es un ciudadano del mundo.»[8]
El hombre, a lo largo de la historia, se ha desarrollado espiritualmente merced a que hubo grandes maestros que se aventuraron a decir “no” al poder establecido en nombre de su conciencia y de sus ideas. Buda, los profetas, Lao Tsé, Sócrates, Jesús de Nazaret, Giordano Bruno, Galileo, Karl Marx o Einstein son algunos de los que se atrevieron a desobedecer, a decir no, a ver la realidad tal y como la ve el niño del cuento de Andersen El nuevo traje del emperador, quien vio que éste estaba desnudo y lo que dijo era exactamente lo que había visto, sin dejarse engañar por ningún tipo de ilusión.[9] Estamos hablando de personas conscientes de la realidad y del mundo exterior, es decir, representan lo que Erich Fromm ha denominado carácter revolucionario, y que más adelante examinaremos.
El desarrollo y crecimiento intelectual del hombre dependía, para nuestro autor, de la capacidad de conocerse a sí mismos, a su conciencia, y de desobedecer al poder, que siempre ha intentado silenciar los nuevos pensamientos y movimientos. “Si la capacidad de desobediencia
constituyó el comienzo de la historia humana, la obediencia podría muy bien provocar el fin de la historia humana”,[10] afirma Fromm.
Para él, “la desobediencia es un concepto dialéctico, pues, todo acto de desobediencia es en realidad un acto de obediencia y todo acto de obediencia un acto de desobediencia. (…) Todo acto de desobediencia, salvo que sea mera rebelión, es obediencia a otro principio”.[11] Se desobedece al ídolo por obediencia a Dios, desobedezco a César porque rindo obediencia a Dios o, si se habla de manera menos teológica, obedezco a principios y valores, a mi conciencia, a las leyes de la humanidad, en lugar de al poder político o a la economía.[12]
La cuestión, pues, para Fromm no se basa en si obedecemos o desobedecemos, sino a qué o quién escuchamos y obedecemos. Es decir, a nuestra conciencia humana, o inconsciente colectivo utilizando conceptos de la filosofía de Jung, o a la autoridad exterior o superego freudiano. Precisamente, cuando el 1 de diciembre de 1955, Rosa Parks, una costurera negra estadounidense que se subió a un autobús de Montgomery en el que los ciudadanos negros estaban obligados a cederles el asiento a los blancos, desobedeció la orden del conductor de levantarse, estaba obedeciendo a otro principio, que en este caso podría ser la justicia. Así es como lo explica Martin Luther King: “Llega un momento en que la gente se cansa de ser aplastada por la opresión. Llega un momento en que la gente se cansa de permanecer hundida en el abismo de la explotación y de la injusticia. La historia de Montgomery es la historia de 50.000 negros que querían sustituir sus cansados pies por sus cansadas almas, y andar por las calles de Montgomery hasta que los muros de la segregación fueran finalmente abatidos por las fuerzas de la justicia”.[13] Parks al desobedecer esta inaceptable orden obedeció a su conciencia, sus valores y gracias a este acto la población negra se concienció de que era menester luchar pacíficamente por la desegregación en Estados Unidos.
La desobediencia fue, según Fromm, más fácilmente reconocible en el siglo XIX, puesto que esa época se caracterizó por ser más conservadora. En ella, la autoridad familiar y del Estado era latente, y esos estamentos dirigían la vida de las personas. El mundo actual es totalmente diferente, es la época del hombre industrial o del hombre-organización que es “presa de un deseo compulsivo de comprar cosas, o, en otros casos, el hombre moderno tiene un insaciable apetito de poseer y usar objetos nuevos, necesidad que él racionaliza como una expresión de su deseo de una vida mejor”.[14] En un mundo globalizado como en el que vivimos la producción y el consumo infinitos son la meta suprema a la que podemos y debemos esperar. “La producción así como la distribución están organizadas dentro de grandes corporaciones que emplean cientos de miles de obreros, oficinistas, técnicos, ingenieros, vendedores, etc. Éstos están dirigidos por una burocracia jerárquicamente organizada, y cada persona se transforma en un engranaje de esa maquinaria”.[15] De esta forma, el hombre “vive bajo la ilusión de ser un individuo, cuando en realidad se ha transformado en un objeto. Como resultado de ello, cabe observar un aumento en la falta de audacia, de individualismo, de voluntad para adoptar decisiones y afrontar riesgos”.[16] Tanto es así, que todos los estudios sociológicos y psicológicos sobre las generaciones jóvenes muestran un cuadro altamente homogéneo, puesto que dichas generaciones se caracterizan por poseer “razonamientos e ideas estereotipados, conformismo y obediencia a la anónima autoridad de la opinión pública y de los habituales esquemas emocionales”.[17]
Actualmente, la obediencia no es reconocida como una cualidad indispensable que fomenta el mantenimiento del sistema, sino que es racionalizada como sentido común, como una cualidad objetiva y necesaria para que se dé la paz social. Por eso, Fromm nos avisa del peligro que podría entrañar la obediencia ciega, o la falta de espíritu crítico en gran parte de la sociedad, y esta vez el mensaje no es simbólico o mitológico: existe la probabilidad de que la raza humana acabe con la civilización. Es cierto que estamos en una época en que la tecnología es un elemento fundamental en la vida cotidiana de los individuos y, si bien puede considerarse que nuestro desarrollo científico está muy avanzado, es decir, en materia de astronomía, matemáticas, genética etc, para nuestro autor, la mayor parte de ideas referentes a las ciencias sociales y políticas o al Estado son retrógradas y obsoletas si las comparamos con la época científica contemporánea. Esto es observable en plena crisis económica y a comienzos del siglo XXI. Así pues, se antoja probable que emocionalmente, (nos referimos al individuo medio y quizá a la mayor parte de nuestros gobernantes), estemos viviendo en el Paleolítico “si la humanidad se suicida, será porque la gente obedecerá a quienes le ordenan apretar los botones de la muerte; porque obedecerá a las pasiones arcaicas de temor, odio y codicia; porque obedecerá a clisés obsoletos de soberanía estatal y honor nacional”.[18]
No obstante, cabría preguntarse por qué se inclina tanto el hombre a obedecer y a la vez le resulta tan doloroso desobedecer. Hablando en términos psicológicos, para Fromm, la respuesta es que el hombre se siente más seguro y a resguardo si obedece al poder religioso, estatal,o de la opinión pública. La obediencia produce en el individuo una falsa sensación de fuerza, al participar y adorar a la autoridad reverenciada. La autoridad se ocupa del individuo al evitar que éste cometa errores, pues ya sabe lo que debe hacer, sin embargo, las consecuencias de esta sumisión son muy elevadas. Para desobedecer, el hombre debe ser valiente y atreverse a estar solo, equivocarse y fallar. Debe de ser mayor de edad, desde una perspectiva ilustrada y no temerle a la libertad. No obstante, la valentía no lo es todo. La capacidad para decir “no” se basa en el desarrollo de una persona. Sólo si un hombre se ha liberado del amparo materno y de los mandatos de su padre, hablando simbólicamente, si ha logrado desarrollar la capacidad de pensar y sentir por sí mismo, es decir, de ser un carácter revolucionario, puede tener el coraje de desobedecer.[19]
Sin embargo, ¿en qué consiste este carácter revolucionario que nos propone Erich Fromm? Lo primero que hay que puntualizar es que el carácter revolucionario no se refiere a un tipo de conducta sino a un concepto dinámico de carácter. “Es revolucionario el hombre que se haya emancipado de los lazos de sangre y suelo, de su madre y de su padre, de fidelidades especiales al Estado, clase, raza, partido o religión”.[20] Para Fromm, el carácter revolucionario es un humanista, puesto que escucha la voz interna de su conciencia humana dejando de lado la conciencia autoritaria, impuesta desde el exterior. Es biófilo, pues ama y reverencia la vida. Es escéptico pero confiado al mismo tiempo. “Puede decir no y ser desobediente precisamente porque puede decir sí y obedecer aquellos principios que le son genuinamente propios. No está semidormido sino plenamente despierto ante las realidades personales y sociales que lo rodean”.[21] Su capacidad de juicio crítico sobresale sin caer nunca en el cinismo. Su lema podría ser la frase latina De omnibus est dubitandum (es necesario dudar de todo).
Es cierto que no han existido demasiados caracteres revolucionarios a lo largo de la historia de la humanidad. Pero la razón por las que ya no vivimos en el Paleolítico es precisamente porque algunos de estos caracteres revolucionarios pudieron alzar la voz, formular advertencias y señalar alternativas. Estos hombres vivieron lo que predicaban, no buscaban el poder, sino que lo evitaron. No les impresionó el poder y dijeron la verdad aunque esto les condujese a la cárcel, al ostracismo o a la muerte. Ellos ayudaron a sacar al hombre de las cavernas y le guiaron hasta progresar y evolucionar en amplios campos del saber hasta límites insospechados.
Sin embargo, para Fromm, hay una razón más poderosa que nos complica el que desobedezcamos a la autoridad. Prácticamente, a lo largo de todo el desarrollo histórico, la obediencia ha sido identificada con la virtud y el bien, mientras, la desobediencia lo fue con el vicio y la maldad. “La razón es simple: hasta ahora a lo largo de la mayor parte de la historia una minoría ha gobernado a la mayoría. Este dominio fue necesario por el hecho de que las cosas buenas que existían sólo bastaban para unos pocos, y los más debían conformarse con las migajas. Si los pocos deseaban gozar de las cosas buenas y además, de ello, hacer que los muchos los sirvieran y trabajaran para ellos, se requería una condición: que los muchos (la masa) aprendieran a obedecer”.[22] Sin lugar a dudas, la obediencia podía instituirse por la fuerza, pero esta no es una solución satisfactoria del todo, pues daría origen a numerosas revueltas. Así pues, era necesario que el hombre deseara obedecer, que esta necesidad surgiera de su propio corazón. Para conseguirlo,
«la autoridad debe asumir las cualidades del Sumo Bien, de la Suma Sabiduría; debe convertirse en Omnisciente. Si esto sucede, la autoridad puede proclamar que la desobediencia es un pecado y la obediencia una virtud; y una vez proclamado esto, los muchos pueden aceptar la obediencia porque es buena, y detestar la desobediencia porque es mala, más bien que detestarse a sí mismos por ser cobardes.»[23]
La lucha del hombre contra la autoridad del Estado y la existente en la familia promovía el desarrollo de las cualidades que le hacían llegar a ser un carácter revolucionario. Esta pugna, además de la iluminación intelectual fueron atributos que caracterizaron a los filósofos de la Ilustración y a los científicos. El principio sapere aude -atrévete a saber- era un lema típico de la actitud crítica e independiente que fomentaba y fortalecía la capacidad de desobediencia y de decir no a las autoridades.
El caso de Adolf Eichmann es un ejemplo simbólico de nuestra situación a nivel antropológico en la actualidad. Ya lo avisaba Fromm, la obediencia podría perfectamente provocar el fin de la historia humana. Esta afirmación puede confirmarse de la mano del ejemplo del nazismo y el proceso abierto a Eichmann, Teniente Coronel de las SS que basó su defensa, en el juicio celebrado en Jerusalén en 1961, amparándose en que “sólo obedecía órdenes”. Sus actos, según su abogado defensor Servatius, solo podían considerarse delictivos si se miraba retrospectivamente: “Eichmann siempre había sido un ciudadano fiel cumplidor de las leyes, y las órdenes de Hitler, que él cumplió con todo celo, tenían fuerza de ley en el Tercer Reich”.[24] Eichmann sería, para Fromm, la encarnación extrema del hombre organización, del funcionario gris, de la conciencia autoritaria, del burócrata enajenado para quien los seres humanos dejan de ser personas y se convierten en números.
Así, en una de sus últimas declaraciones frente al tribunal de Jerusalén, Eichmann declaró que podría haber dejado de ejecutar su terrible labor, tal y como hicieron otros compañeros suyos, pero siempre tuvo la férrea convicción de que esa postura era inadmisible. Él estaba hecho de otra pasta, pues siempre se vanagloriaba de haber cumplido las órdenes, de haberlas obedecido tal y como lo demandaba su juramento. Otra de las afirmaciones que resultaron más sorprendentes al tribunal fue la declaración por parte del acusado de su afinidad con los preceptos morales de Kant, más concretamente con la definición kantiana del deber. Esto es rechazado rotundamente por Arendt, quien manifiesta esta adhesión como “simplemente indignante y también incomprensible, ya que la filosofía moral de Kant está tan estrechamente unida a la facultad humana de juzgar que elimina en absoluto la obediencia ciega”.[25]
No obstante, esta aseveración podría ser discutible y no se ha profundizado en ella tan claramente como Arendt nos quiere hacer ver. Tanto es así, que el filósofo francés Michel Onfray en su polémica obra Un kantiano entre los nazis mantiene la postura contraria, a saber, que el pensamiento de Eichmann encaja perfectamente dentro de los límites de la filosofía de Kant. La tesis que defiende Onfray se fundamenta en el hecho de que en toda la obra de Kant no exista un derecho ético y político a desobedecer. Para él, el quid de la cuestión de este asunto radica en el análisis de la figura de Eichmann y sus célebres cualidades como la obediencia ciega, la lealtad o el sometimiento que identifica con algunos aspectos de la filosofía kantiana.
Una de las primeras cuestiones que nos surge en torno a la figura del dirigente nazi sería conocer la forma en la que éste entró en contacto con la obra de Kant. Cuenta Onfray que es probable que la persona que le introdujo en el marco de la filosofía kantiana fuese su propio padre. Éste era un devoto contable de ideas tradicionales y conservadoras que disponía de una gran biblioteca de autores clásicos. Casi con toda seguridad la filosofía kantiana estuvo presente en el hogar de los Eichmann.
No debemos presumir, sin embargo, una lectura filosófica o meticulosa de la Crítica de la razón práctica. No es necesario estudiar filosofía de manera exhaustiva para tener acceso a la obra de Aristóteles, Spinoza o Nietzsche. Entonces, ¿podríamos inferir que el funcionario nazi no entendió a Kant? Esto es precisamente lo que piensa Arendt, pues para ella la filosofía moral de Kant necesita de la facultad del juicio como guía, de tal forma que quedaría neutralizada la obediencia ciega y absoluta. Pero, se pregunta Onfray, ¿en qué facultad del juicio está pensando Arendt? “Ese famoso juicio sin epíteto de que habla Arendt, ¿dispensaría pues de obedecer ciegamente? En ninguna parte, el autor de la Crítica de la razón práctica dice que haya que examinar el contenido de la ley -ética o política- antes de decidirse a obedecerla o a infringirla, a rebelarse contra ella o a observarla”.[26] Esta idea no significa que el hombre deba examinar y aprobar el contenido de la ley por su propia razón; más bien al contrario. El individuo debe acatar y someterse obedientemente a la ley moral y a la estatal.
De esta forma, la conciencia de un kantiano, aunque sea nazi, puede sentirse segura, y en paz cuando el hombre obedece a los imperativos éticos y políticos del filósofo prusiano que prescribe aceptar la ley no porque sea buena o capaz de producir satisfacciones internas, como el gozo interior tras realizar una acción justa, sino porque se trata de la ley.[27] “De ahí la diferencia entre la legalidad, un valor positivo, ciertamente, pero que está situado muy por debajo, y la moralidad que es preferible porque supone la pureza de las intenciones”.[28]
No obstante, “en su defensa, Eichmann no cesará de clamar que lo único que hizo fue cumplir su juramento nacionalsocialista ejecutando sin discutir las órdenes emanadas por sus superiores. Por lo tanto, obedeció la ley porque era ley, por amor a su forma, independientemente del contenido y aunque éste fuera enviar al matadero a millones de personas”.[29] Para Onfray, pues, Kant es el filósofo de la obediencia ciega a la autoridad y a la ley. La rebelión quedaría supeditada al pensamiento privado del individuo dentro del sistema kantiano. De hecho, es reconocida la admiración que el filósofo de Köningsberg sentía hacia la figura de Federico II, hasta el punto de hacer suya una famosa fórmula del emperador: “Razonad cuanto queráis y sobre todos los temas que os plazca, pero obedeced”. Prohibiendo, así, al pueblo que se resista a los abusos insoportables cometidos por un tirano. En ningún caso el ejercicio libre de su razón lo dispensa de su obligación de obedecer órdenes.
En su breve opúsculo ¿Qué es la Ilustración? nos encontramos con esta sentencia del maestro prusiano: “Sería muy perturbador que un oficial que recibe una orden de sus superiores se pusiera a argumentar en el cuartel sobre la pertinencia o utilidad de la orden: tiene que obedecer”.[30] Onfray interpreta esta cita en el contexto del nazismo y en la persona de Adolf Eichmann, “Sería muy peligroso que el oficial Eichmann, que ha recibido una orden de su superior Müller quisiera razonar en su servicio sobre la oportunidad o la utilidad de esa orden; debe obedecer. El mismo Hitler en persona podría haber firmado esta frase kantiana”.[31] Entonces, y después de lo expuesto, ¿podríamos afirmar que Eichmann no entendió la filosofía kantiana? Es decir, nos encontramos con un funcionario ejemplar que cumple la tarea que se le ha asignado de manera modélica y sin dejar cabos sueltos. Tampoco se deja influenciar por sus estados emocionales, cumpliendo sus tareas con el celo profesional que se le supone a un empleado ideal. Parece que nos topamos con todo un ejemplo kantiano si hemos de seguir lo que se dice en ¿Qué es la Ilustración? o en otras obras como De un tono de distinción adoptado recientemente en filosofía (1796) o en Ideas para una historia universal en clave cosmopolita (1784) en las que encontramos planteamientos similares en torno a temas como la obediencia, el deber o la fidelidad a la ley tanto en el ámbito de lo privado como en lo público. Por tanto, la moral quedaría supeditada al derecho en el pensamiento kantiano.
Evidentemente, no se puede culpar a un filósofo de la trascendencia y la profundidad de Immanuel Kant del triunfo del instinto de muerte en una nación donde la maldad, el odio furibundo o los asesinatos en masa eran lo normal y no la excepción. Si de algo se puede acusar a Kant es de razonar alejado de la realidad del mundo, de las personas, refugiándose en un mundo de ideas en el cual se instaló viviendo solo por y para ellas.[32] Lo que le falta a la filosofía del maestro prusiano, en opinión de Onfray, son “puertas de emergencia para salir de su mundo de ideas puras que evita la realidad de los hombres, su fenomenalidad”.[33]
De hecho, todo este asunto de la obediencia, suscitó un enorme debate intelectual sobre todo a mediados de los años sesenta, hasta el extremo de que el psicólogo y profesor de la Universidad estadounidense de Yale, Stanley Milgram, llevó a cabo unos experimentos, basados en la psicología social, que fueron conocidos posteriormente como experimento de Milgram. Este experimento se publicó en forma de artículo en el año 1963 bajo el título Behavioral Study of Obedience (Estudio del comportamiento de la obediencia). La finalidad del experimento consistía en medir (si es que esto es posible dentro de la esfera humana) el grado de obediencia de un sujeto a una autoridad, aún cuando las normas dictadas por esa autoridad pudieran estar en conflicto con normas ético morales de carácter universal.
Las pruebas tuvieron lugar en julio de 1961, solo unos meses después de la condena y la ejecución del dirigente nazi Adolf Eichmann, por crímenes contra la humanidad. Una de las motivaciones principales de Milgram era conocer si Eichmann y los miles de funcionarios que como él participaron en los procesos de aniquilación nazis, solo obedecían órdenes de sus superiores.
El mismo científico resumía las bases de su experimento en su artículo “Los peligros de la obediencia” de 1974, de esta forma: “Los aspectos legales y filosóficos de la obediencia son trascendentes en alto grado, pero nos aclaran muy poco en el comportamiento de la mayoría de las personas enfrentadas a situaciones concretas. En la Universidad de Yale preparé un sencillo experimento para averiguar cuánto dolor infligiría un ciudadano común a otra persona simplemente porque un experimentador le ordenara hacerlo”.[34]
El experimento podría resumirse brevemente así:
El sujeto fue instruido para enseñar pares de palabras al aprendiz. Cuando el alumno cometía un error, el sujeto fue instruido para castigar al aprendiz por medio de una descarga, con 15 voltios más por cada error. El aprendiz nunca recibió las descargas, pero cuando se pulsaba un interruptor de descarga se activaba un audio grabado anteriormente.
Si se llamaba al experimentador que estaba sentado en la misma habitación, éste respondía con una «provocación» predefinida («Continúe, por favor», «Siga, por favor», «El experimento necesita que usted siga», «Es absolutamente esencial que continúe «, «No tiene otra opción, debe continuar»), empezando con la provocación más suave y avanzando hacia las más autoritarias a medida que el sujeto contactaba al experimentador. Si el sujeto preguntaba quién era responsable si algo le pasaba al aprendiz, el experimentador respondía: «Yo soy responsable». Esto brindaba alivio al sujeto y así muchos continuaban.
Durante el Experimento de Stanley Milgram, muchos sujetos mostraron signos de tensión. 3 personas tuvieron «ataques largos e incontrolables». Si bien la mayoría de los sujetos se sintieron incómodos haciéndolo, los 40 sujetos obedecieron hasta los 300 voltios. 25 de los 40 sujetos siguieron dando descargas hasta llegar al nivel máximo de 450 voltios.
Antes del experimento de Stanley Milgram, los expertos pensaban que aproximadamente entre el 1 y el 3% de los sujetos no dejaría de realizar las descargas. Creían que tendrías que ser morboso o psicópata para hacerlo. Sin embargo, el 65% no dejó de realizar las descargas.[35]
Nadie se detuvo cuando el aprendiz dijo que sufría ataques y problemas de corazón. Como el mismo Milgram afirmó:
las implicaciones de nuestro estudio se aplican igualmente en situaciones menos extremas. Así, el conflicto entre conciencia y autoridad sólo en cierta medida es un problema filosófico o moral. Muchos sujetos del experimento comprendían, por lo menos en el plano teórico de los valores, que no debían seguir, pero no fueron capaces de traducir en actos su convicción. No se necesita una persona mala para servir en un mal sistema. La gente común se integra fácilmente en sistemas malévolos.[36]
Esta tesis refuerza la opinión planteada por Arendt. Pero no todo el mundo tiene por qué ser igual. El famoso divulgador Isaac Asimov relata una anécdota en sus memorias, en la cual narra como siguiendo órdenes de su profesor en los estudios de zoología tuvo que matar a un gato callejero con el fin de experimentar con el cuerpo:
El problema era que teníamos que encontrar un gato extraviado y matarlo metiéndolo en un cubo de la basura que llenábamos con cloroformo. Lo hice, como un estúpido. Después de todo, solo seguía las órdenes de mi superior, como cualquier funcionario nazi de los campos de concentración. Pero nunca lo superé. Aquel gato muerto siempre me acompaña, e incluso en la actualidad, medio siglo después, cuando lo recuerdo, me retuerzo de pena.[37]
Como vemos, hay todavía un gran número de personas que no está tan burocratizada como para no poder distinguir la vida de la muerte. No obstante, si seguimos por este camino de sumisión a los numerosos ídolos y a la autoridad quizá nos encontremos, en un futuro no muy lejano, con un nuevo modelo de hombre tan eficaz y obediente como lo fue Eichmann.
Por tanto, a modo de conclusión se antoja conveniente incidir en que los hombres solo podemos alcanzar la libertad esencialmente a través de desarrollar la capacidad para decir “no”, de tener la valentía de desobedecer. Como afirma Fromm, “en verdad la libertad y la capacidad de desobediencia son inseparables; de ahí que cualquier sistema social, político y religioso que
proclame la libertad pero reprima la desobediencia, no puede ser sincero”.[38]
Nuestro autor pretende preguntarse por qué se inclina tanto el hombre a obedecer y por qué le resulta tan complicado desobedecer. El hombre burocratizado ha perdido la facultad de pensar libre y críticamente, y por lo tanto, de desobedecer. No es siquiera consciente de que está permanentemente obedeciendo.
En este mundo tan confuso en el que los poderes económicos prevalecen por encima de los derechos de las personas, Fromm nos muestra que a través de la obediencia nos sometemos a la autoridad a la que también rendimos culto, como un falso ídolo, proporcionándonos, así, una sensación de seguridad y fortaleza. ¿Hay alguna vía de escape a este juego inconsciente al que la mayoría estamos sometidos? Fromm es optimista y a lo largo de su obra intenta dilucidar esa cuestión pero sin obviar las dificultades que entraña este interrogante puesto que las ideas inconscientes fomentadas por la base económica y que forman parte del carácter social crean numerosas ilusiones en las que el hombre se enreda, encadenándose a ellas y a la vez alejándole de la realidad y creando un prototipo de hombre-organización, enajenado, una especie de autómata que cree pensar por sí mismo pero que no es más que un muñeco dirigido por enormes fuerzas que lo trascienden. Así, al asociar la idea de la obediencia a la virtud, se crea una falsa conciencia que genera hombres dóciles y obedientes, los cuales no se rebelan ni ante su destino ni ante ideas trascendentales o de carácter ético-moral que forman parte de la esencia de la humanidad.
El dirigente nazi Adolf Eichmann es un claro paradigma de este tipo de hombres, burócrata alienado que es incapaz de desobedecer la ley por muy injusta y flagrante que le parezca, para el que mujeres, ancianos, niños y hombres se transforman en números, siendo capaz de no sentir el más mínimo remordimiento años después en el juicio de Jerusalén y alegar que actuó con buena fe, para declararse inocente.
1. Eurípides. Medea. Clásicos, Madrid, 1997. p. 31. 2. Cf. Fromm. La condición humana actual. Paidós. Barcelona, 2009, p. 83. 3. Ibid., p. 83. 4. Fromm. Sobre la desobediencia y otros ensayos. Paidós. Buenos Aires 1984. p. 9. 5. Fromm. La condición humana actual. Op. cit., p. 84. 6. En cierto sentido, se podría interpretar que Sócrates y Spinoza fueron rebeldes a su manera y no obedientes. 7. Cf. Fromm. Sobre la desobediencia y otros ensayos. Op. cit., p. 59. 8. Ibid., p. 59-60. 9. Cf. Fromm. La condición humana actual. Op. cit., p. 85. 10. Fromm. Sobre la desobediencia y otros ensayos. Op. cit., p. 11. 11. Fromm. La condición humana actual. Op. cit., p. 84-85. 12. Cf. Ibid., p. 85. 13. Luther King. Un sueño de igualdad. Los libros de la catarata. Madrid, 2010. p. 38 14. Fromm. Las cadenas de la ilusión. Paidós. Madrid, 2008. p. 240. 15. Ibid., p. 241. 16. Ibid., p. 241. 17. Ibid., p. 242. 18. Fromm. Sobre la desobediencia y otros ensayos. Op. cit., p. 11. 19. Cf. Ibid., p. 12. |
20. Fromm. La condición humana actual. Op. cit., p. 88. 21. Ibid., p. 88. 22. Fromm. Sobre la desobediencia y otros ensayos. Op. cit., p. 18. 23. Ibid., p. 19. 24. Arendt. Eichmann en Jerusalén. DeBosillo. Barcelona, 2005. p. 44. 25. Ibid., p. 199. 26. Onfray. Un kantiano entre los nazis. Gedisa. Barcelona, 2008. p. 23-24. 27. Cf. Ibid., p. 23. 28. Ibid., p. 23. 29. Ibid., p. 23. 30. Kant. Filosofía de la historia. Fondo de cultura económica. 1992. p. 29. 31. Onfray. Un kantiano entre los nazis. Op. cit., p. 36-37. 32. Cf. Ibid., p. 42. 33. Ibid., p. 43. 34. Milgram. “Los peligros de la obediencia”. http://polis.revues.org. Consultado el 26 de agosto de 2014. 35. https://explorable.com/es/el-experimento-de-milgram. Consultado el 3 de mayo de 2016. 36. Milgram. Op. cit., p. 1. 37. Asimov. Memorias. Ed. Grupo Zeta. Barcelona. 2000. p. 124. 38. Fromm. Sobre la desobediencia y otros ensayos. Op. cit., p. 18. |
Bibliografía
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