sergio-2017

¿Quién es esta mujer que pasa, esta sombra, esta noche? (Introducción a la Antología «Poesía Reunida» de Ana Ilce Gómez)

4 diciembre, 2017

Sergio Ramírez

Introducción a la Antología «Poesía Reunida», de Ana Ilce Gómez


Ana Ilce Gómez y Sergio Ramírez

¿Quién es esta mujer que pasa
esta sombra,
esta noche?

¿Quién conoce su nombre?
¿Quién la nombra
del otro lado de la nada
para nada?

¿Quién es esta mujer que pasa
y no deja nada de sí?

Sólo su  paso rueda en la noche,
sólo su voz.

Ana Ilce Gómez
Esa mujer que pasa.

La poesía nicaragüense no se agotó en los esplendores del modernismo, y es su propio fundador, Rubén Darío (1867-1916), nacido en una aldea de las montañas del norte del país, quien dio a esta poesía un impulso nacional, hasta convertirla en un fenómeno orgánico a lo largo del siglo veinte.

No se quedó en el modernismo ya desgastado, sino que avanzó hacia la modernidad, transformándose a cada paso, un curioso fenómeno para un país geográficamente pequeño y culturalmente marginal, desprovisto de bibliotecas, editoriales o librerías, y en general de instituciones culturales, víctima de tiranías militares, golpes de estado y ocupaciones extranjeras.

Pero de Salomón de la Selva (1893-1959), a José Coronel Urtecho (1906-1994), y de allí a Ernesto Cardenal (1925) y Carlos Martínez Rivas (1924-1998), sólo para citar cuatro nombres de una fecunda y larga lista, fue siempre una poesía escrita por hombres, un fenómeno de patriarcado literario que se repite a lo largo de América Latina con algunas excepciones, la más notable de ellas Uruguay donde, al revés, el panorama resulta dominado por mujeres.

En la Antología de la Poesía Nicaragüense publicada en 1949 en Madrid por el Instituto de Cultura Hispánica,  prologada y escogida por Cardenal, no aparece ninguna mujer.  No es que se las excluyera, es que no las había.

Pero desde los comienzos de la década de los años sesenta del siglo pasado se presenta un vuelco sorprendente. Las mujeres se apoderan del paisaje de manera decisiva y son ellas quienes se hacen cargo del fenómeno de renovación: Vidaluz Meneses (1944-2016), Ana Ilce Gómez (1945), Michéle Najlis (1946),  Gioconda Belli (1948), Daisy Zamora (1950). Y es una poesía que enseña a plenitud sus armas de novedad, desafío y ruptura, empuñadas por adolescentes que apenas están dejando las aulas de la escuela secundaria.

Entre ellas, Ana Ilce se presenta con una voz muy singular, honda e íntima, de persistente calidad, una verdadera escritora de culto para los jóvenes que hoy la buscan en Internet porque sus libros difícilmente están disponibles en las librerías. Empeñada en una terca voluntad de anonimato, cuesta convencerla de acercarse a los reflectores. Huraña y discreta, aunque de risa fácil, se asusta al oír mencionar su nombre en público, como si asomarse al mundo fuera un pecado capital.

Toda su obra consta de dos libros, Las Ceremonias del silencio (1975), que reúne su obra de juventud, publicada en revistas y suplementos, principalmente en La Prensa Literaria que dirigía el poeta, y maestro de poetas, Pablo Antonio Cuadra (1912-2002); y Poemas de lo humano cotidiano (2004), además de algunos últimos que no pertenecen a ningún libro, y que se incluyen en esta antología.

En esta reticencia a dejarse ver, Ana Ilce sólo es comparable a Martínez Rivas, escritor de culto también, quien luchó denodadamente a lo largo de su vida por el anonimato, defendiéndolo con dientes y garras.

Pero el puente entre ambos no se tiende solamente gracias a esa voluntad de quedarse al margen, y su rechazo a la literatura como escenario, sino a la calidad íntima de su poesía, silencio y soledad. Las ceremonias del silencio, pareja de La insurrección solitaria, como se llamó el libro único de Martínez Rivas, publicado originalmente en México en 1951 y cuya edición casi íntegra, trasladada a Nicaragua, quedó abandonada en la bodega de aperos de una hacienda; un libro único, al que el autor fue haciendo sucesivas adiciones.

En la poesía de Ana Ilce, difícilmente encontramos eso que podríamos llamar paisaje exterior. Coronel Urtecho dijo de ella “que extrae, con excruciante necesidad, de la médula de sus huesos, la deliciosa concreción poética de su más íntima experiencia femenina”.

Hay en ella una exigente precisión en la escogencia de las palabras que contienen imágenes de doble o triple fondo y que siempre están descendiendo hacia adentro, hacia lo profundo, desdeñando toda retórica, toda exaltación verbal.

La suya es una búsqueda constante de las claves secretas de la intimidad a través de una apasionada búsqueda de la expresión precisa que siempre está huyendo de nosotros: ese “yo persigo una forma que no encuentra mi estilo” que enuncia Darío; o según el mandato de Octavio Paz para domeñar las palabras, “dales la vuelta, cógelas del rabo (chillen, putas), azótalas…”.

Los poemas, urdidos de palabras, son para ella, tal lo declara en Los ocultos límites, una verdadera ars poética suya, son como caballos indomables que

atraviesan tus sueños
Sueltan las negras crines en medio
de la noche
Cruzan por tu vigilia relinchando
Se agrupan en manadas inmensas
en el fondo del bosque
desde donde te arrojan
a los ciegos espacios del incendio…

Y a los que llama para que
vengan a pastar a mi página blanca.

La búsqueda de la palabra precisa para componer esa intimidad y hacerla aflorar se convierte en tarea apasionada. Rigor e introspección es lo que hace estéticamente perdurable la poesía de Ana Ilce y le da un acento propio. En su escritura no hay nada gratuito, ni palabra que sobre, cada una colocada en su sitio con precisión de relojería.

La lectura de cada uno de sus poemas nos lleva a un acto de meditación, y ninguna de sus líneas nos pasa desapercibida; una maestría que la ha acompañado desde los primeros poemas en los que no encontramos vacilaciones, escritos desde entonces con mano juvenil, pero maestra. Ahora, en la madurez, su obra es dueña de un esplendor como pocos en nuestra literatura.

Ana Ilce nació en el barrio indígena de Monimbó, en la ciudad de Masaya. Su padre. Sofonías Gómez, era un artesano de oficios múltiples, pero sobre todo pintor de imágenes religiosas. “Yo me crie en el mundo mágico que para mí tejió mi padre”,  dice ella, “él me fue llevando de revelación en revelación. Con mis ojos de niña vi con asombro como tomaba una hoja de papel y la convertía en mariposa, de un trozo de tela sacaba una muñeca, de un tronco de madera emergía un pájaro”.

Y un devoto lector, que puso en sus manos los primeros libros, y corrigió los primeros poemas que ella escribió entre los ocho y los nueve años. “Me acuerdo muy bien de un poema que le leí a mi papá. Era sobre un pájaro y mi padre me corrigió porque yo puse que el ave “gorgojeaba” y era “gorjeaba”.

Ana Ilce fue autodidáctica, algo nada extraño entre los escritores nicaragüenses de cualquier generación. Los libros que la prestaban los amigos: “me encantaba leer a Edna Saint Vincent Millay, fue una gran bohemia feminista, ganó el Pulitzer de poesía, a la primera mujer que se lo dieron, eso dicen. También leía mucho a Walt Whitman y Robert Frost, y bueno a todos los norteamericanos de la primera mitad del siglo veinte. ¡Ah! y por supuesto que a César Vallejo, me encantaba, me encanta”. Sin duda, la huella de Vallejo es profunda en su poesía.

Se licenció en periodismo en la Universidad Nacional de Nicaragua y luego obtuvo una maestría en Gestión y Organización de Bibliotecas en la Universidad de Barcelona, y ejerció los oficios de relacionista pública y directora de bibliotecas. Ahora ha vuelto a Monimbó, donde vive retirada.

Su barrio de nacimiento es uno de los lugares emblemáticos del país por su tradición cultural vernácula y por su espíritu de resistencia. En 1978 Monimbó de alzó de primero en contra de la dictadura de Somoza, y allí en sus calles comenzó la insurrección revolucionaria que llevaría al poder al Frente Sandinista de Liberación Nacional.

“¿Y por qué vos que sos de un barrio indígena, de Monimbó, nunca has escrito nada sobre tu gente?” cuenta que le han preguntado. “Y respondía que porque no se me viene”, dice. Su identidad está en su intimidad, revelada en sus poemas. Y de esa misma hondura surge su sentimiento de pertenencia, sin pretender darle un tinte de reclamo racial.

“Pero un día de tantos se me ocurrió y escribí un poema, y después escribí otro y otro sobre mis raíces indígenas, negras, sobre mis ancestros, nada que ver con mi otra poesía, nada que ver. Sin embargo, no me atrevo a publicarlo”, dice.

Uno de esos poemas, Canto y llanto de los abuelos, cierra esta antología, y allí nos muestra cómo en su textura desolada no abandona ese territorio tan suyo de la intimidad. Son sus ancestros precolombinos, vistos en el espejo interior de su escritura, como figuras que regresan del pasado alzándose en el polvo, sin grandilocuencia, más bien en la sustancia de un rito funeral en murmullos.

Es la naturaleza de la poesía de Ana Ilce, que no alza nunca la voz, que no perturba el oído con estridencias, que no llega nunca a romper esa delicada membrana tejida de palabras.

Comparte en:

Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.