La muerte del Niño Dios y otros cuentos

2 febrero, 2018

Selección del nuevo libro de cuentos de Carlos Perezalonso «La muerte de El niño Dios y otros cuentos”.


 

La muerte de “El Niño Dios”

a Enrique

En aquel año, la moda entre los chavalos del barrio era andar diciendo: “El Niño Dios no existe, el Niño Dios no existe…”

Yo no entraba en discusiones sobre el tema, porque estaba profundamente agradecido con el Niño Dios.

Una vez nos trajo, a mi hermano y a mí, un caballo. Al loco del Niño Dios se le ocurrió amarrarlo a las patas de las camas. Con los cohetes de la medianoche de la Navidad, el caballo se asustó y nos llevó arrastrados por los corredores de la casa de mi abuelo, hasta dar a la pila con los peces japoneses de mi abuela a medio patio, de donde el caballo y las camas no salieron, hasta en la mañana.

Otro regalo fue la bicicleta, siempre compartida, Raleigh Finita frágil, que tenía un tubo largo desde el manubrio al asiento y una pequeña parrilla atrás para cargar cosas. El problema consistía en que, quien no manejaba ni pedaleaba, tenía que ir sentado en el tubo, como mujer, en la parrilla trasera, donde con cada tumbo que daba la bicicleta en la calle empedrada casi se le rompía el cóccix.

Por aquellos días, también apareció el tal Santa Claus. Lo trajeron los muchachos, hijos de los algodoneros ricos que se iban de vacaciones a New Orleans a aprender inglés. Y ahí venía Santa Claus, colándose entre los nacimientos con ríos de espejos y patos, venados de barro, con su manada de renos atropellantes y aéreos. A mí nunca me cayó bien Santa Claus, por varias razones:

  1. a) ¿Por qué se llama como mujer si es hombre?
  2. b) ¿En qué chimenea va a entrar, si desde Chichigalpa hasta León solo hay dos, la del Ingenio San Antonio y la de la ladrillería de la Paz Centro? Y de ninguna de las dos, se los puedo asegurar, ningún reno sale si no es asado.
  3. c) ¿Por qué usa un traje de oso polar, en los cuarenta grados de calor del Pacífico de Nicaragua, y no un cómodo short?

En fin, misterios insondables y sin respuestas.

Y los muchachos cada vez más agresivos, como si fuera una cosa personal, pues yo no contestaba nada. “¡El Niño Dios no existe!”.

Pero si bien es cierto que el Niño Dios nos había dado regalos inusuales -ahí está el caballo, la bicicleta, el guante de Willy May, y las botas ticas- nunca había dejado pruebas concretas de su persona. La duda me carcomía y mi fe en el Niño Dios temblaba. Hasta que llegó aquella Navidad inolvidable.

Junto al árbol de navidad, pues ya teníamos árbol, cada vez más árbol y menos nacimiento, estaba la caja de cartón, envuelta en un papel de regalo con la figura de D’Artagnan, que decía en inglés: “Open the door in the name of the King”, y allá arriba, en una esquina, sobre el cartón, con hermosa y garigoleada letra, la dedicatoria: “Para Carlitos y Enriquito. Con todo el cariño.” (¿Saben de quién?) “El Niño Dios.”

Mientras mi hermano destrozaba el papel de regalo y abría la caja y miraba asombrado el acordeón con el que no sabía qué hacer, tantas teclas, tanto botón, yo me fui al costurero de mi madre y traje las tijeras con las que cuidadosamente recorté la dedicatoria. Apreté el pedazo de cartón con la dedicatoria contra mi pecho, como si fuera el título de un recién graduado en misterios. Mi hermano me quedó viendo con curiosidad. Se sentó lentamente en el borde de la cama donde yo estaba. Puse el cartón sobre mis rodillas y ambos leímos despacio y con seriedad la dedicatoria; con voz muy queda, casi un susurro, me dijo: “Se parece a la letra de mi mamá.”.

NADADORES

El noruego se levanta ahora del tronco sacudiéndose las nalgas llenas de arena. Se queda viendo en silencio el mar brillante, pleno de espuma como el anuncio de una cerveza. Después camina despacio hacia el agua azulada.

Sentado en la arena húmeda el indio lo mira interesado.

No se ha movido bajo el sol: -el pantalón corto remendado, deshilachado en las piernas- agachado pero sin llegar a sentarse, viendo ahí nada más. Ha estado observando quietamente al rubio. Lo ha visto sacar el termo y servirse la naranjada, comerse con desgano el sándwich y doblar cuidadosamente el papel encerado con las migajas, quitarse los anteojos ahumados, hacer gimnasia respirando profundo el aire caliente y después caminar, pesado, hacia el mar.

El gigante en cambio no ha determinado al sutiava. Lo ha creído tal vez una sombra en el paisaje que mira y que mañana describirá a su madre en la carta: “las casas pintadas de cal, el cielo más azul que haya visto jamás y la arena negra brillante, no como las de Bergen, sino más negras y pesadas…”

Al rato el indio se levanta con pasitos ligeros y de una vez se tira al mar.

El rubio mira sorprendido la espalda maqueada retorciéndose y avanzando casi sin desplazar el agua, el pecho seco abriéndose y encogiéndose como un viejo acordeón a cada brazada. Piensa, calcula más bien con sorna los metros a los que el otro podrá llegar nadando de esa manera. Pero lo ve alejarse con mucha rapidez. Deja entonces pasar la ola, se zambulle y sale, enorme, nadando él también a grandes brazadas.

Con el mar sereno como aquellos días en que pescaba en Salinas Grandes entre las pozas con el chinchorro en una mano y el arpón en la otra o amarrando las puntas de la atarraya espiando la langosta Lupe Ortega con el candil arriba en las peñas señalando la ruta de las canoas camaroneras y después mirando con nostalgia luces lejanas de barcos mercantes mientras se revolvía en la hamaca queriendo dormir soñando en pescas fabulosas en peces increíbles mareas favorables suaves canoas suaves canoas suaves.

Tenía miedo de adentrarse en el mar la costa rocosa de Narvik en aquel velero tan frágil y su padre gritándole desde el muelle “ningún Quisling le tiene miedo al mar” agitando el viejo los brazos como para empujarlo una y otra vez corriendo sin soltar la cuerda de babor a estribor con el timón en la otra mano sin tiempo para pensar para tener miedo lo que hizo de él el más eficiente en el equipo de regatas dos albatros azules una cruz púrpura y después su año de servicio en el ejército de la ONU en la Dominicana sin miedo y ahora de regreso por esta tierra extraña sin miedo sin miedo al mar sin miedo a nada todo un Quisling lo viera el viejo ahora sin miedo.

Detrás de las últimas olas el noruego está flotando con los brazos abiertos. Su pelo amarillo y largo se mece en el agua como un manojo de algas viejas. El otro, cuando lo mira, se acuerda de un vitral que vio en una iglesia de Managua, y también recuerda que el vitral tenía un hoyo a la altura del brazo: una pedrada que alguien, desde afuera de la iglesia, había tirado.

Colorado y con aire de triunfo el noruego ligero se endereza, pero ya no hay nadie a su lado. A los quince, veinte metros mira el cabecear del otro que ahora nada como los perros. Comienza pues él también a nadar de nuevo con firmeza, pero sin desesperación, sobre la estela. Siente bajo su estómago las sucesivas corrientes tibias y frías del agua profunda. Pero esto no atemoriza a un egresado de la Academia Naval de Oslo, que en un formidable alarde de condición física pronto alcanza al indio.

En lo profundo azul, lo más azul que se mira, despacio pero con determinación, pues están de por medio los güevos de los Ortega, los güevos de Caldoeconcha su abuelo, el mejor pescador de Poneloya, cuando allá se pescaba, cuando todavía no habían convertido el pueblo en un puterío y los comentarios de Georgensen riéndose con la pipa en la mano mientras le cuento esta extraña historia, esta muda competencia, lo lejos que llegamos nadando y él carcajeándose, diciendo ventajas nutricionales querido Olaf, ventajas nutricionales sobre el subdesarrollo.

Hace rato ya que los hombres no miran olas. Y nadan. El mar está tranquilo aquí y se puede oír su jadeo contenido. Los hombres apenas si se miran. Se saben parejos porque cada uno puede oír a su orilla el resoplar del otro. Y nadan. No se odian ni se quieren. No se conocen ni se hablan. Y nadan.

Mucho antes de que el sol baje –el sol baja tarde en este tiempo- ya no se verán los puntitos amarillo y negro de sus cabezas que se podían mirar desde las piedras.

NOTA DES-CONCERTANTE

Al Dr. Enoc Montalbán

Pasó toda la noche soñando con aquel sonar del címbalo y la viola –el desganado arrastrar del arco sobre las cuerdas- la entrada imperceptible del repetitivo cello. Cabeceaba en sueños los compases, agitaba sus regordetes y cortos brazos ante la orquesta con inusitada gracia, callando aquí, ordenando allá, qué precisión. Midiendo el silencio entre los acordes, tan importante el silencio para resaltar el contrapunto. Toda la santa noche con aquel sueño, aquel extraordinario tema que lo exaltaba. Se despertó deslumbrado.

Príncipe de Anhalt-Cöthen, Duque de Brandemburgo, diletante, protector de músicos y poetas, conocido por su gran bondad, sería ahora conocido por su genio musical. Mas ¿cómo plasmar aquel sueño si él nunca ha sabido escribir una nota? Apenas puede ejecutar unos acordes con el cello. Pero ahí está -¿cómo olvidarlo?- el Maestro Sebastián que hospeda en palacio y lo sacará del apuro.

Corre, pues, a buscarlo. Sólo se pone una bata. Olvida la peluca. Corre a través de pasillos interminables, jadeante, patizambo, hacia el ala oriental donde ya hace meses veranea el Maestro.

Con gran paciencia el Maestro Sebastián escucha al Príncipe que explica, ejecuta, tararea una y otra vez sin darse jamás a entender.

El Maestro entre cansado y triste trata de calmar a su protector. Le ofrece ejecutar para él un tema que apenas anoche acaba de componer. El Príncipe, desolado, decide escuchar.

Ejecuta, pues, el Maestro el tema del Quinto Concierto de Brandemburgo en el cual, el Príncipe, estupefacto, reconoce su sueño.

Este fue el penúltimo de los conciertos que Bach compuso bajo la protección de Anhalt-Cöthen. En ese concierto se combinaron violines, violas y contrabajos, además del fagot y la flauta y –oh sorpresa- en medio de tanta armonía, la clave, que imprimió un ritmo, staccati nunca antes oído. Los conciertos fueron olvidados durante mucho tiempo por su dificultad de interpretación, hasta el siglo diecinueve. Dicen que el duque murió de melancolía.

EL OTRO

(pertenece a la parte III del libro y esta lleva por título “Los nuevos otros”)

ACLARATORIA

El libro de arena, de Jorge Luis Borges, comienza con el relato “El otro”. Borges mismo explica en el epílogo del libro (odiaba los prólogos por absurdos) el sentido del texto:

“El relato inicial retoma el viejo tema del doble, que movió tantas veces la siempre afortunada pluma de Stevenson. En Inglaterra su nombre es fetch o, de manera más libresca, wraith of the living; en Alemania, Doppelgaenger. Sospecho que uno de los primeros apodos fue el alter ego. Esta aparición espectral habrá procedido de los espejos del metal o del agua, o simplemente de la memoria, que hace de cada cual un espectador y un actor. Mi deber era conseguir que los interlocutores fueran lo bastante distintos para ser dos y lo bastante parecidos para ser uno. ¿Valdrá la pena declarar que concebí la historia a orillas del río Charles, en New England, cuyo frío curso me recordó el lejano curso del Ródano?”

En el año 1968 fui premiado con el “Mariano Fiallos de cuentos” de la Revista Ventana de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua. El libro se llama “El guerrillero y otras historias” y durante mucho tiempo se perdió en medio de los avatares históricos de Nicaragua.

Años después del premio, los cuentos exigieron su vivencia y fueron apareciendo, gracias a la acuciosidad de los poetas e investigadores Julio Valle Castillo, Jorge Eduardo Arellano y mi hermana Mercedes que localizó en una universidad del sur de Estados Unidos una buena dotación de los originales.

Esta colección de cuentos trae entre su material al primer “El otro”, que se llama así en homenaje a Jorge Luis Borges. Este cuento nada tiene que ver con la idea de la “otredad”, como creo que el cuento de Borges tampoco. La “otredad” es una aspiración filosófica difícil de comprobar. Los otros “Otros” (el borgiano y los míos) son fenómenos reales, paranormales que, en el caso de Borges, juega con el tiempo y en mi caso proceden de inexplicables circunstancias y experiencias pavorosas, pero absolutamente reales.

El Nuevo Otro

Luis Gutiérrez Gómez levantó su dedo enjoyado por encima de la cara del otro (entonces noto que aquél no usaba joyas) y con voz nerviosa advirtió

¡Sepa que si esto se trata de chantaje, le va a pesar! –Jaló la silla, puso los codos en la mesa como quien va a contar un cuento, y mirando fijamente al rostro del otro, añadió:

-Si ahorita se me ocurre llamar al Comandante del Campo de Marte, en cinco minutos está aquí.

El otro sin alterarse miraba de manera comprensiva a Gutiérrez, que había desviado la vista otra vez hacia la puerta. Gutiérrez sentía una corriente helada que le corría de la garganta al estómago. Las manos y las axilas las tenía empapadas, y una vez perdió la compostura para mirar de reojo debajo de su brazo. Pensaba y no terminaba de tener una idea clara de lo que estaba pasando. Luis Gutiérrez Gómez, -de los Gutiérrez de León y los Gómez de Granada- Gerente de Préstamos Industriales, S.A., miembro activo de los Rotarios y amigo íntimo del General, ahí sentado dócilmente frente a un hombre que viste, habla, mira y todo exactamente igual a él.

El zumbido del aparato de aire acondicionado apenas sí se notaba, pero la corriente fría que le daba en la espalda empezaba a incomodarlo. Sabía que estaba rodeado de gente y que le bastaría dar un grito, correr hacia la puerta, pero algo que no podía precisar lo hacía estar ahí sentado quieto, sometido.

El otro contemplaba el cielo gris cargado, a través de la ventana.

Gutiérrez volvió a repasar su rostro y comprobó con fascinación y miedo lo que ya sabía. Vio a aquel hombre con su misma nariz grande aplastada por la punta, que había sido su complejo en la adolescencia. Su misma frente amplia, el pelo rizado y con canas, el cuello grueso y la corbata de seda italiana que había comprado en San Francisco. Le recordaba cierta fotografía suya tomada junto a la Fontana de Trevi con Pancho y Nené, en su último viaje a Europa. La imitación –si es que era imitación, ¡Dios mío!- era perfecta. Estos comunistas son capaces de todo.

El otro abandonó su postura distraída y le sonrió amable. Era curioso comprobar cómo se repetía fielmente aquella sonrisa ladeada que tanto éxito tenía con las mujeres y que siendo falsa, de tanto repetirla era ahora casi natural.

-En mí, -dijo el otro como si le adivinara el pensamiento- no hay nada falso.

Gutiérrez en silencio lo vio detenidamente de pies a cabeza con un gesto de repugnancia. Aunque no era exactamente que le repugnara, ya que había en aquel hombre una seguridad al hablar que le llamaba terriblemente la atención. Una seguridad que él creía poseer, y que sin embargo ahora no estaba muy seguro de poder utilizar.

El lugar estaba lleno, pero nadie parecía prestar mayor atención a la escena. Gutiérrez se sentía acorralado y, cosa extraña, primera vez en mucho tiempo, recordó sus años de pobreza. Afuera comenzaba a llover.

-Ha pasado el tiempo –dijo el otro calmado- y ya sólo nos queda un minuto.

-Qué minuto ni qué mierda –dijo Gutiérrez congestionado- ¡Ya se lo dije antes!

-Ha comenzado a llover –comentó el otro como con tristeza- y esto aunque no dificulta las cosas, no deja de ser molesto. Odio el invierno.

El nerviosismo de Gutiérrez se transformaba ahora en verdadero miedo. Oía su voz lejana con un deje irreconocible. Los pies le pesaban espantosamente y en algún lugar escondido de su conciencia buscaba una salida a este enredo. Bajó las manos de la mesa y rozó en su cintura la pistola. ¿Cómo la había podido olvidar? Cuando llegó, su primera reacción había sido obligar al desconocido a punta de pistola a que dijera qué era aquello. Pero había una nebulosa en su mente que no lo dejaba recordar por qué no la había usado. En parte por la sorpresa y en parte por ese algo desconocido que aún no lograba precisar y que, cuando minutos antes lo pensó, no le había permitido huir. Pero ahora ahí estaba la pistola que él sabía usar tan bien y que cargaba siempre por precaución, al alcance de su mano.

El otro subió suavemente la cabeza y dejó ver en la parte de debajo de su barba la larga cicatriz de aquel accidente de la infancia. Con la pierna cruzada parecía esbelto, aunque tenía cierta tendencia a la gordura. Tantos años de comodidad y vida reposada, tanta buena vida producto de aquel golpe audaz con que mandó a la quiebra a su antiguo patrón, y que no estaba dispuesto a perder por nada de este mundo.

Gutiérrez vigilaba con ansiedad los movimientos del otro, que veía hacia las mesas del fondo. Poco a poco fue volteando hacia él la cabeza entrecana. Cuando estuvieron de frente el otro sonrió. Todavía estaba sonriendo cuando sonó el primer disparo.

————-o————-

Bajo la luz de la ambulancia las caras de los policías y de la gente que trataba de asomarse al restaurante se habían teñido de un raro color rosado. Unos chavalos subían y bajaban las manos brincando entre la luz y la ventana. Cuando el Comandante, que traía del brazo a la viuda de Gutiérrez hacia fuera de “La Góndola”, vio a los chavalos, hizo señas con la boca a un capitán que estaba por ahí y el capitán los corrió.

Comparte en:

León, Nicaragua, 1943-2020.
Poeta, ensayista, crítico literario, abogado y economista. Desde sus 15 años se dio a conocer como poeta. Solía decir que la poesía es verdad; la novela, ficción. En su abundante obra, en parte aún inédita, puede rastrearse su propia vida. El amor y el desamor, la muerte, la cotidianidad, las frustraciones y contradicciones de la vida laboral; la naturaleza, los amigos, son sólo algunos temas de los abordados en su poesía. Recibió el Premio “Joaquín Pasos” de poesía en 1961, el “Mariano Fiallos Gil” de cuento en 1967 y el de Cuento Infantil de “Libros para Niños” en 2010. Publicó diez libros de poesía y uno de cuentos.