CARantologia

La necesidad de contar

1 febrero, 2018

Prólogo a la Antología Personal (50 años de cuentos) publicada por la Editorial Océano en México


Cuando tenía catorce años, en 1956, sin que nadie en mi casa se enterara, mandé un cuento al suplemento literario dominical del diario La Prensa, dirigido por el poeta Pablo Antonio Cuadra, donde recreaba una leyenda de la tradición oral de Nicaragua, La Carreta Nagua, o náhuatl, animado porque cada domingo aparecían en sus páginas narraciones vernáculas, entre ellas consejas de aparecidos.

Esa carreta fantasmal recorre en la alta noche los caminos, traqueteando con acentos fúnebres, conducida por un boyero que es un esqueleto, como lo son los bueyes, y los parales del camastro no son sino fémures; su misión es llevarse a las almas pecadoras al otro mundo.

Al abrir el periódico un domingo de agosto, me encontré el cuento publicado con títulos a colores y una xilografía como ilustración. Mi nombre estaba allí, y no supe por qué me llene de horror, y de vergüenza, como si se tratara de un pecado capital que había sido revelado a todos para mi desgracia. Y ya me decidía a esconder el periódico, o a huir, cuando una empleada de mi abuela Petrona, llegó de parte suya a proclamar la noticia, como si se tratara de una alegre catástrofe. Ya tenía en sus manos el periódico y quería que fuera a su casa  a leerle en voz alta el cuento.

Había trabajado el tema como si fuera de mi propia invención, lo puse en mi propio lenguaje, y lo sometí a variaciones, creando personajes que se libraban del boyero que recogía almas. Pablo Antonio debió haber pensado que yo era un estudioso del folclore ya entrado en años, porque subtituló el cuento versión de Masatepe. No lo supe entonces, pero estaba triunfando en una de las reglas de la escritura, que es convencer a quien lee que lo relatado es ajeno a la invención.

Mi familia paterna era de músicos pobres, y mi abuelo y sus hijos se ganaban la vida tocando en todo lo que les viniera a mano, bailes galantes, procesiones de santos, misas de gloria, entierros solemnes y lo mismo serenatas, todos menos mi padre, que se negó rotundamente a hacerse cargo de tocar el contrabajo, pesado de cargar en las andanzas musicales; y mi propio abuelo, y no pocos de mis tíos también compositores bohemios de valses, foxtrots y boleros.

Mi padre se decidió por el comercio, abriendo una tienda frente a la plaza, esquina con la iglesia parroquial, donde todas las tardes recalaban sus hermanos de la orquesta Ramírez antes de que el repique de las campanas los convocara para tocar el rosario de las seis, y ese tiempo de espera se iba en un jolgorio de risas.

Contaban a distintas voces historias picarescas, reales o inventadas, se burlaban de los personajes del pueblo, o de cualquier hijo de vecino que pasara por la calle,  y nadie se salvaba de aquella insidia festiva en la que menudeaban los apodos, ni siquiera ellos, que se burlaban sin piedad de sí mismos, aún de sus propias desgracias, el primero de ellos mi padre.

El humor, aprendí en aquellas tertulias, es una manera de tomar distancia de la propia narración, una forma de no involucrarse y librarse de las tentaciones siempre presentes del melodrama. Y no hay humor, aprendí también, si uno sólo es capaz de burlarse de los demás.

Y su manera de contar me sirvió también para acercarme a las estrategias y a los trucos de la narración, pues cada uno de ellos conocía las reglas que obligan a quien escucha a mantener el interés, creando suspenso, todo en preparación para el desenlace y el estallido final de las risas, o para provocar al cierre el desconcierto y el asombro.

Todo lo contrario al carácter desenfadado de mi padre era el de mi madre, siempre distante y rigurosa, y enemiga de mostrar sus sentimientos en público, quizás porque provenía de un mundo radicalmente distinto. Mi abuelo materno se había convertido, junto con toda su familia, a la iglesia bautista fundada a comienzos del siglo por misioneros de Alabama, y sus hijos habían estudiado en el colegio que la misión abrió en Managua, donde mi madre sacó su título de bachillera, la primera mujer en lograrlo en Masatepe.

Fue un noviazgo difícil el de mis padres, bajo la férrea oposición de mi abuelo protestante, que además era cafetalero próspero, y se casaron contra su voluntad. Ella dirigía con mano rigurosa el instituto público de Masatepe donde yo estudié la secundaria; fue, además, mi profesora de preceptiva literaria, y quien me inició en la lectura de los poetas del siglo de oro.

Mi padre se empeñó en que yo debería ser abogado, el primero entre mis más de cincuenta primos hermanos en obtener un título profesional. La única escuela de derecho que había en Nicaragua se hallaba en la ciudad de León, a unos 150 kilómetros de Masatepe, y hacia allá me fui a los 16 años. Éramos más de cien estudiantes primerizos, vestidos de manera estrafalaria porque  se nos obligaba a asistir a clases de saco y corbata, hacinados en un aula caliente como un horno de cocer pan, y todos además rapados, pues como parte de la ceremonia de iniciación los veteranos nos habían metido tijera.

El aula se iba despejando a medida que pasaban las semanas, y cada vez había más bancos vacíos, porque muchos no podían sostenerse, o sus padres no podían hacerlo, y volvían a sus lugares de origen, derrotados por la pobreza.

Ese año de 1959 hubo diversos alzamientos armados contra la familia Somoza, bajo el ejemplo del reciente triunfo de la revolución cubana. Mi vida de adolescente comenzó a ser entonces radicalmente diferente a la que llevaba en el ambiente bucólico de Masatepe. Discursos incendiarios contra la dictadura que yo mismo aprendí a pronunciar, manifestaciones callejeras, una de ellas disuelta a balazos apenas a semanas de mi llegada, la tarde del 23 de julio, con cuatro estudiantes asesinados, dos de ellos mis compañeros de banca, y más de sesenta heridos.

Quienes se regresaban se iban dejando en las casas de usura sus libros de texto, que eran caros, y sus anillos de bachillerato. Estos elementos, sacados de la de la vida que me rodeaba, me sirvieron para escribir un cuento que se alejaba ya del mundo vernáculo, El estudiante, publicado en 1960. Mi personaje llega de un pueblo lejano a estudiar derecho a León, su padre es metido en la cárcel por la dictadura a raíz de uno de aquellos alzamientos, y el muchacho no tiene más remedio que desertar, pasando antes por el ritual de la casa de empeño.

Para entonces recién había aparecido en mi vida un personaje decisivo para cambiar mi visión de la escritura, que fue Juan Aburto, a quien no conocí en León, sino en Managua, adonde ahora iba los fines de semana a encontrarme con escritores amigos que publicaban en Ventana, la revista literaria que empezamos a sacar en 1960 entre Fernando Gordillo, un poeta muerto tempranamente, y yo.

Juan era un correcto empleado del Banco Nacional de Nicaragua que llevaba una especie de doble vida, pues era también, en secreto frente a sus superiores, un excelente cuentista. Él me franqueó  su biblioteca, modesta, pero para mí infinita, en la medida en que las posibilidades que me abrió fueron infinitas. Cabía en una vitrina colocada en la sala de su casa al oriente de Managua, una zona popular de burdeles, bailongos, billares y cantinas donde celebrábamos con él tertulias literarias.

Cuando supo que yo escribía, o quería escribir cuentos, me tomó como su discípulo. Tenía 40 años y yo 17. Cada fin de semana yo escogía dos o tres libros, los devolvía al siguiente, y así, hasta que supongo que me los leí todos. Una antología del cuento norteamericano, un tomo de relatos de Edgar Allan Poe, y otro de Maupassant. Los cuentos de Chejov. Los cuentos de O´ Henry, los de Rudyard Kipling. Los Cuentos de amor, de locura y de muerte, de Horacio Quiroga.

Esos cuentos me guiaron hacia la conquista de ese territorio donde realidad y mentira no pueden separarse, y hay que borrar toda huella de esa frontera entre ambas, disolverla, pulir la soldadura hasta que sólo quede una superficie lisa y brillante.

Chejov y O ‘Henry, dos de los maestros encerrados en la vitrina de Juan, me abrieron caminos diferentes: el del cuento que sin espavientos va construyéndose línea tras línea, creando esa atmósfera sutil que parece no llevarnos a ninguna parte, con humor sosegado y suave ironía, que es el camino Chejov; y el cuento que se arma como una propuesta matemática, o un mecanismo perfecto de relojería, y al final se resuelve de manera sorpresiva, que es el de O’ Henry.

La publicación de mi primer libro, Cuentos, a los 20 años de edad, la financié de mi propio bolsillo, una edición de 500 ejemplares. Un hermoso libro artesanal, compuesto a mano por los tipógrafos que trabajan semidesnudos en el calor de 40 grados a la sombra, los torsos relucientes, como en las novelas de Balzac, en la imprenta de mi amigo el escritor Mario Cajina Vega, de la calle del Triunfo en Managua. Tulita Guerrero, mi novia entonces, salió a venderlo de puerta en puerta por las calles de León, llena de entusiasmo, y yo, aterrorizado igual que cuando mi abuela proclamó mi proeza literaria en Masatepe, pasé escondido tres días en mi pieza de estudiante.

Otra parte de la edición la dejé consignada a las pocas librerías de la capital para volver cada sábado a preguntar cuántas copias se habían vendido. Me gusta repetir que en una de esas ocasiones la propietaria de la librería Selva, que quedaba entre la avenida Roosevelt y la avenida Bolívar de la Managua que pulverizó el terremoto de la Navidad de 1972, al contar los diez ejemplares que le había dejado, halló que había once.

Era impensable que una librería pagara por adelantado ejemplares de tu libro. Impensable que un amigo comprara ese libro, pues siempre esperaba que el autor debía obsequiárselo, y, además estaba de por medio una broma lapidaria. Quien lo recibía de regalo, te decía: “firmámelo, para que no digan que lo compré”. Le conté una vez a Gabo esa historia, que celebró mucho, y cuando me dedicó El amor en tiempos del cólera, escribió: A Sergio, para que no digan que compró este libro; con el abrazo de siempre. 1987.

Antes de presentarme delante de mi padre con mi título de abogado y notario público, primero le llevé aquel libro de cuentos. Temí entonces lo que iba a decirme,  que de escribir no se come, primero la maldición de la música y ahora la maldición de la literatura; pero tomó el pequeño volumen entre tus manos, le dio vuelta al revés y al derecho, lo hojeó, y entonces alzó la vista y me dijo: “ahora tenés que escribir una novela”.

Quiso animarme a seguir adelante en mi carrera de escritor, contra lo que yo esperaba, pero no es como él pensaba, que el cuento es un primer escalón para ascender a la novela. Se trata de dos géneros con pesos distintos, pero no subordinados, cada uno con su propio grado de dificultad.

Pero yo me había preparado para ser cuentista, y lo que leía fundamentalmente eran cuentos, además de poesía, según me había iniciado mi madre, y creía que el cuento se bastaba a sí mismo como género literario. Y en eso apareció Pedro Páramo de Rulfo, para el tiempo en que me fui a vivir a Costa Rica en 1964, recién graduado y recién casado con Tulita, y entonces se me abrió una nueva perspectiva y volví a leer novelas, de las que las librerías de San José estaban espléndidamente surtidas, ahora con el propósito de ver cómo estaban dadas las puntadas de las costuras, cómo era el revés del bordado, igual que me había entrenado leyendo cuentos para ser cuentista.

Cuando a un escritor se le pregunta por los primeros libros que leyó, generalmente comienza citando Sandokán, el tigre de la Malasia, de Emilio Salgari, o La Isla del tesoro, de Stevenson. Pero yo no leí esos libros de niño, sino que los oí.

Soy de la mitad del siglo anterior, cuando dominaba la radio antes del advenimiento de la televisión, y a comienzo de los años cincuenta en Nicaragua reinaban las radionovelas, igual que reinaba el cine, también decisivo en mi formación de escritor, junto a las  historietas cómicas.

Todos ellas son maneras de contar, y así aprendí a verlas. La palabra, mi instrumento de expresión, se vería excitada por esos otros instrumentos que aparentemente le son ajenos: la imagen fija, pero cinética, de los dibujos de los comics; la imagen en movimiento del cine; y la voz sin imagen de la radio.

Era eso lo que me fascinaba de las radionovelas, el poder soberano de las voces, que se convertían en personajes por sí mismas, con autonomía de los rostros y figuras de los actores dueños de esas voces. Las voces me incitaban a imaginar la imagen.

YNW Radio Mundial tenía su propio “cuadro dramático”, y además de Sandokán, y La isla del tesoro,  pasaba por capítulos El derecho de nacer, del prolífico escritor cubano Félix B. Caignet, guionista, novelista, poeta, periodista, crítico de teatro, compositor y cantante. Sus radionovelas, más tarde telenovelas, superan las trescientas.

El Derecho de Nacer era trasmitida al mediodía, y se abría con los compases iniciales del primer movimiento del concierto para piano de Tchaikovski.  Si mi padre me enviaba a hacer algún mandado a esas horas, un cobro a alguno de sus clientes rezagados, o llevar a remendar unos zapatos, al principio temía perderme la trama. Pero los receptores estaban sintonizados a alto volumen en todas las casas en la misma estación, y podía ir oyendo la radionovela mientras andaba por la calle, sin perderme una palabra. Dejaba las voces y los arpegios atrás, me encontraba con ellos al paso, y me esperaban adelante, nítidos porque no había ningún otro ruido en el pueblo.

También era popular una serie de la misma radio que tenía por personajes a la clásica pareja del marido oprimido y la esposa mandamás. Los oyentes eran invitados a enviar argumentos por correo, y si alguno era escogido, su autor se ganaba un premio.  Envié uno a los doce años, que se acercaba a un verdadero guión, y gané. Mi argumento, cuya trama no recuerdo, había sido dramatizado por aquellas voces famosas.

Mi padre, envanecido por mi triunfo, financió mi viaje en bus a Managua para que fuera a recibir el premio, y pude penetrar entonces al santuario mítico de Radio Mundial en el barrio San Sebastián. El director del “cuadro dramático”  me acogió con elevados elogios. Luego tecleó en su máquina una orden para que retirara en las oficinas de Licores Bell, patrocinador del programa, dos botellas de ron Cañita, el más popular entonces en las cantinas de Nicaragua. Fue el primer premio literario que recibí en mi vida.

Pero antes, había entrado en al mundo de las narraciones imaginarias a través de las historias que dibujaba para mí mismo bajo la influencia de los comics. Me recuerdo haciendo trazos con una tiza en los ladrillos del piso de la tienda de mi padre, la mejilla pegada a la superficie fría, lo que él llamaba micos. Seguía  la línea de un argumento que iba creando a medida que avanzaba ladrillo a ladrillo, dibujando las secuencias por todo el piso, mientras la empleada venía detrás de mí con el lampazo borrando aquella obra efímera.

Las revistas de historietas eran para mí como para don Quijote los libros de caballería, y cuando en el día no me alcanzaba para leer las que me prestaban, o alquilaba en los pequeños negocios donde se exhibían en cuerdas, sostenidas por prensadores de ropa, me las llevaba a la cama. Los personajes, vestidos de manera estrafalaria, porque sus atuendos eran circenses, tenían súper poderes como Amadís de Gaula o Belianís de Grecia, y una doble identidad bajo la máscara, como en las novelas decimonónicas.

Esas revistas llegaban a Nicaragua principalmente desde Argentina en los años de Perón, y el Capitán Marvel era principal en mi catálogo de héroes. Vestido enteramente de rojo con un rayo en el pecho, y capa bordada de domador de leones, me resultaba más atractivo que Supermán. Su alter ego era un canillita minusválido. El humilde voceador de periódicos, que  se apoyaba en una muleta al caminar, se transformaba prestamente en el Capitán Marvel al pronunciar el nombre del mago SHAZAM, un anciano que le había otorgado sus poderes sobrenaturales como un acto de consagración mística, para defender el bien y la justicia.

El misterio de la doble identidad, o la identidad oculta, como en las novelas de Dumas, estaba de por medio en mi fascinación. El vendedor de periódicos tullido, capaz de convertirse en héroe poderoso. El Fantasma, el duende que camina, enfundado en su sobretodo y de lentes oscuros, cuando no de antifaz y traje ceñido, dueño del anillo de la calavera heredado generación tras generación de fantasmas, con el que marcaba la quijada de sus enemigos tras los duelos a puñetazos.

Pero hay algo más en las historietas que se aparta de las reglas de construcción del espacio temporal de las narraciones escritas, donde los personajes  de los relatos tienen siempre una vida finita, que damos por supuesta. Nacen, crecen, envejecen, mueren, porque siguen la lógica de la vida a la que la invención busca imitar.

En las historietas cómicas, en cambio, los personajes son inmortales. No envejecen, ni mueren, porque la saga de sus aventuras y por tanto de sus vidas, se vuelve infinita, ya que pertenecen a una secuencia inacabable que no deja de repetirse. Mueren los dibujantes y guionistas, pero serán repuestos por otros.

Ya tenía más de doce años cuando empecé a leer novelas, después de haberlas oído. Doña Zoila Monterrey, una hermosa señora de risa franca y agradable, que llegaba a temperar a Masatepe los fines de semana, consintió en prestarme sus libros, impresos a dos columnas, sin ilustración alguna, de una colección de clásicos de la Editorial Sopena Argentina. Así entré en Los Tres Mosqueteros y El conde Montecristo.

Pero la que mejor recuerdo de esa época era una novela clandestina, un cuaderno mecanografiado con pastas de papel manila y cosido con hilo, como los folios judiciales, que amenazaba deshacerse de tanto pasar de mano en mano entre mis compañeros de escuela.

Su dueño era Marcos Guerrero, un lejano primo de mi madre, de pelo y barba rizada y ojos de fiebre, como un personaje de D.H. Lawrence,  que hablaba arrastrando las palabras con deje algo ronco y cansino. Vivía solitario en una casa desastrada, sus gallos de pelea por única compañía, desde que su hermano Telémaco se había suicidado de un balazo en la cabeza.

Guardaba la copia a máquina de ese libro en un cajón de pino, de esos de embalar jabón de lavar ropa, junto con otros tan dispares como Flor de Fango de Vargas Vila. Esa era su biblioteca secreta.

Trataba de una condesa pervertida, muy refinada en sus juegos sexuales, que solía solazarse no sólo con hombres, fueran nobles o criados, y mujeres: «morirás, pero de placer», le susurraba la condesa a Fanny, la inocente y experta jovencita; sino también con animales, principalmente perros de caza.

Sólo muchos años después, en mis correrías por tantas librerías, volví a encontrarme con aquel libro. Se  llamaba Gamiani, dos noches de excesos, y descubrí que no había sido escrito por una mano anónima como siempre había creído, pues en ninguna parte del viejo cuaderno se mencionaba el nombre del autor. Era una obrita de Alfred de Musset, no por menor menos deliciosa para un adolescente ansioso de penetrar en los secretos del sexo, con todo lo que entonces tenía de mito y adivinación a ciegas.

Y el cine, que fulgura en mis primeros recuerdos. En un patio, quizás antes de los cinco años, estoy sentado en el suelo viendo una película que se proyecta en una sábana colgada entre los árboles. Es un cine ambulante. Un asesino de gabán negro y sombrero, quizás mejor un ladrón, el pañuelo cubriéndole medio rostro, se acerca entre las sombras con una lámpara sorda en la mano, para abrir una caja fuerte. O la película en que el personaje principal era una mano cortada, que andaba sola apoyándose en los dedos, y estrangulaba a sus víctimas.

Frente a la plaza,  y a media cuadra de mi casa, estaba el Teatro Darío, entonces  el único cine del pueblo, con boletería de rejilla, balcón y platea, y dotado de un escenario con tramoya y camerinos. Allí empecé a aficionarme a los seriales de gánsteres que nunca botaban el sombrero por muy rudas que fueran las peleas, libradas en bodegas sórdidas y estaciones abandonadas de ferrocarril.

Como mi padre era presidente del Club de Leones, mi madre era presidenta de las Damas Leonas, y solía organizar en el Teatro Darío veladas de beneficencia, que eran espectáculos de variedades donde la gente del pueblo hacía de artistas junto con otros que llegaban de fuera.

Recuerdo, por ejemplo, una representación en pose estática que se presentaba como «cuadro humano», a guisa de una pintura, o fotografía, basado en un cuento de hadas, o una escena histórica, o religiosa. Había dramatizaciones de poesías, como la de La Sonatina de Rubén Darío; parejas que bailaban el tango apache, con  música de La Comparsita, o El Choclo, el dueto de Los paraguas de Cherburgo,  y  jotas aragonesas  y otras españolerías interpretadas por una muchacha espigada que llegaba de Jinotepe con sus trajes de manola y sus mantones y mantillas en una valija.

En esas veladas se cantaban también barcarolas con alardes de escenografía, telones pintados de azul que simulaban olas, manipulados tras bambalinas desde ambos lados a ras del tablado, delante de un bote de remos que sólo existía en la mitad de estribor visible al público, cargado de muchachas pulsando mandolinas.

Aquello era lo que más me impresionaba: que la realidad se pudiera partir en dos, y que el bote sólo fuera verdadero en su mitad visible, mientras la otra era inexistente; un parapeto, una falacia convertida en ilusión que semejaba la realidad. Un engaño del que sólo se enteraban quienes, como yo, gracias a que mi madre era la directora escénica, podían penetrar el misterio tras bambalinas.

En agosto de 1948, mi tío Ángel Mercado, el menor de los hermanos de mi madre volvió de la mina La India, donde había sido contador jefe, para quedarse a vivir al lado de mis abuelos, ya para entonces solos. Lo conocí hasta entonces.  Llegó a visitarnos, y extendió sobre una de las vitrinas de la tienda de mi padre, en la que se exhibían zapatos,  las fotos que había tomado de las calles de León oscurecidas bajo la erupción del cerro Negro.

Pocos años después adquirió el Cine Triunfo, también a media cuadra de mi casa, el único que para entonces existía en Masatepe tras el cierre del Teatro Darío.  Funcionaba al aire libre, y de la cumbrera surgía la caseta de proyección como un palomar. El corredor de mediagua era el palco, y la luneta el  inmenso patio que antes había sido un corral de ordeño. Le cambió el nombre y le puso Cine Club.

Yo pasaba horas dentro de la caseta del cine, a la que se subía por una escalera vertical, y  fastidiaba al operador para que me regalara cuadros sobrantes de película, hechizado por las imágenes fijas que podían verse a trasluz, y que luego proyectaba usando una lámpara de mano y un lente de anteojos.

Lo ayudaba a abrir los cajoncitos de palo donde los rollos viajaban acomodados en sus latas, y a devanarlos, porque siempre llegaban corridos de Managua; y después, a la hora de la función, a instalarlos en los aparatos.

Cuando el celuloide tostado de las viejas películas se trababa entre los dientes de la polea y el cuadro se quemaba en la pantalla, calcinado desde el centro como si le hubiera caído una gota de lava, los silbidos se transforman en el corral insurreccionado en una lluvia de piedras disparadas contra la caseta. El operador me entrenó entonces en el arte de desmontar el rollo, llevarlo a la devanadora, cortar el cuadro quemado, pegar la película con acetato, instalar de nuevo el rollo metiendo la película entre los dientes de la polea, ajustar los carbones y echar a andar el motor, todo en menos de un minuto.

El fulgor de la proyección iluminaba las palmeras reales, y sus penachos parecían arder en el temblor del reflejo de las imágenes. Las constelaciones brillaban, arriba, en el espacio sereno, y las voces cavernosas saltaban desde los parlantes ocultos tras la pantalla de madera, voces de gigantes sobrenaturales a los que se oía hablar y llorar aún en los linderos del pueblo. El aire de la noche dispersaba por los aposentos el arpegio que anunciaba un beso, y en la lejanía podía entenderse el llanto de una mujer, su voz doliente que reclamaba entre lágrimas, los pasos de alguien alejándose con premura por la oscuridad de una calle, un tropel de caballos, el rumor de una lluvia extranjera cayendo sobre los techos.

Mi tío Ángel propuso a mi padre que me dejaran asumir el puesto del operador, al que había terminado por despedir debido a sus borracheras. Se negó. Ya me veía abandonando los estudios de secundaria que apenas empezaba. Pero al fin se dejó persuadir: podía estudiar, y trabajar, así me haría responsable desde niño; además, iba a ser como una distracción, si de todos modos yo vivía metido en la caseta. Y la extraña condición de mi padre, al aceptar, fue que no podía recibir ningún sueldo.

En aquella caseta de tablas, con sus ventanillas que se cerraban con postigos movibles clavados a un fiel para que el haz de luz de un aparato no estorbara al que lo reponía, tuve mi escuela de cine, y de escritor, porque la forma de narrar se emparentó desde entonces en mí de manera natural, con los encadenamientos, las disolvencias, los fundidos, los retrocesos en el tiempo, los planos. Aprendí a ver por medio de imágenes, a pensar por medio de imágenes.

Empecé mi vida de escritor como cuentista, y lo sigo siendo hoy, después de cincuenta años, cuando alterno aquel oficio con el de novelista. En ambos casos escribo porque siento la imprescindible necesidad de contar a otros lo que de otro modo se perdería de manera irremediable. Aprendí a explicarme a mí mismo esta necesidad desde que leí algo parecido que había dicho Isaac Bashevis Singer en una entrevista. Una necesidad apremiante, como lo son las necesidades físicas.

Desde mi adolescencia escribir ha sido eso, una necesidad que la imaginación transforma en palabras. Desde esa necesidad que no tiene sustitutos, es que se escribe. Se nace con ella o no se nace. Es un don, un regalo. La camisa de mil puntas cruentas que decía Rubén Darío; se sufre con ella puesta, pero uno no se la quitará nunca de encima. Un regalo del cielo, y también un regalo del infierno, que te da la facultad extraordinaria de ver lo que otros no ven sino cuando está ya escrito.

Regalo del cielo y del infierno será también la curiosidad insaciable que te llevará a leer las cartas mal puestas, escuchar lo que no debes para utilizarlo después en tu beneficio, es decir, en beneficio de la escritura de invención, junto con las historias de familia fielmente guardadas que de ninguna manera te resignas a respetar. Por eso es peligroso contarle secretos a un escritor, porque las confidencias irán a terminar en un cuento, o en una novela. La ética de la escritura tolera aprovecharlo todo, porque es un quehacer ajeno al desperdicio.

El papel de un escritor es actuar de médium entre los espíritus invisibles de lo aún no escrito, o que está por escribirse, y las palabras que otros leerán. Una vez oí decir a Carlos Fuentes que al sentarse uno a escribir por la mañana, no está sino transcribiendo los sueños de la noche anterior que no se recuerdan al despertar.

Es una buena clave para adentrarse en el misterio de la escritura, desde luego que imágenes y personajes surgen de esa nata oscura del subconsciente, que debe ser muy parecida a la del caldo primordial de la creación de los seres vivos, agua, metano, amoníaco, hidrógeno en combustión, nada menos que el barro primigenio, un mundo donde todo es informe pero tiene un destino que es el de ser animado por un soplo. El soplo que dará vida a las criaturas de la imaginación.

La escritura de una novela es un viaje incierto, con un destino improbable por mucho que el escritor detalle su ruta en la carta de marear; y peor, porque en algún momento de la travesía los pasajeros se apoderarán del barco y tomarán control del derrotero. Motín a bordo. Te llevarán a donde no quieres ir, o donde no pensabas ir. Llegarás a puerto, pero no al que te proponías, sino a otro diferente, y algunos de los pasajeros se habrán bajado en algún punto intermedio, y otros, actores de reparto, pasarán a ser protagonistas principales.

En cambio, un cuento tiene reglas precisas que no pueden ser quebrantadas a voluntad, desde luego que el espacio de que se dispone es limitado. Un relato corto en páginas no admite sino una sola historia, y muy pocos personajes, y uno debe saber desde el principio dónde y cómo va a terminar. Y si se tienen ya las palabras finales en la cabeza, aún mejor.

Los temas de la literatura se cuentan con los dedos de una mano: amor, locura, muerte, poder. El poder, que es ya una locura en sí mismo. Si lady Macbeth hubiera sido una esposa sosegada, capaz de hacer feliz a su marido y envejecer en paz con él, no existiría en la literatura. Existe porque convirtió la ambición de poder en crimen. Por eso mismo los relatos no son sobre la política, ni sobre la historia, ni sobre el paisaje. Versan sobre los seres humanos, sus pasiones desbordadas, sus amores infelices,  las ambiciones que no tienen cura, la codicia, el deseo.

Los cuentos que uno escucha de niño siempre terminando diciendo “y fueron felices para siempre…”. Es cuando ya no hay nada que valga la pena contar, porque los conflictos, obstáculos vencidos, vicisitudes, imposibilidades resueltas, quedaron atrás, en el relato que ya hemos leído.

La literatura depara el placer de imaginar, y a la vez la tortura de corregir, pero ambos vienen a ser dos caras de la misma moneda. Si las monedas de tres caras son posibles, y en la literatura nada es imposible, entonces debo agregar el placer de hablar de la escritura, de sus secretos y de sus mecanismos. Disfruto contando a quienes quieren escucharme los trabajos y los placeres que depara mi oficio.

Uno lo que escribe son mentiras, pero deben ser mentiras bien contadas, en las que se pueda creer a ciegas. “Esto me pasó a mí también”, dice el lector, y uno recibe entonces su corona de triunfo porque se ha hecho merecedor de la credibilidad ajena. Han confiado en ti, y no los has defraudado. Esperaban una mentira bien contada, sin fisuras, sin dobleces, y se las ha dado. No tienen de qué quejarse. Y cuando al llegar al final el lector quisiera seguir adelante, porque se encuentra metido sin remedio en los laberintos de ese mundo que creaste para él, y quiere vivir al lado de los personajes, no abandonarlos, entonces tu corona es doble.

Ese lector al que nunca debes aburrir. Dice Billy Wilder, que hizo cine y no literatura, pero que viene a ser lo mismo,  que su primer mandamiento es precisamente ése: “no aburrirás”. Ese mismo lector al que es necesario atrapar, antes de atrapar al asesino.

No sé si esto último lo oí, lo leí, o lo inventé, pero procuro  no olvidarlo. Es peor que huya el lector, a que huya el asesino, eso hay que tenerlo por regla.

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Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.