Octavio-Enriquez

El disco de Vicky Carr y las cosas vivas de nuestros muertos

24 marzo, 2018

A veces me pregunto si el mundo puede alcanzar en 140 caracteres; si ese límite, que era una regla infranqueable hasta noviembre pasado cuando lo aumentaron a 280, es suficiente para decir algo, para contar una historia en su justa dimensión. Pronto recuerdo que el escritor guatemalteco Augusto Monterroso hizo un cuento que sí cumplía con ese parámetro desaparecido de Twitter. Su nombre era El Dinosaurio y su extensión es de tan solo 51 caracteres.

Quiero intentarlo. Frente a la computadora, escribo: Hoy en la mañana leí el mensaje de una chica que llora a su madre. No pudo escribir, tomó una foto a una rosa blanca, la flor favorita de su progenitora.

{Tema: La muerte…}

Pienso que este intento de escribir algo distinto es un entrenamiento como escritor. Me falta mucho para lograrlo en el caso concreto, porque siento que la historia de la chica no queda redonda, sobrepasé además el límite con 153 caracteres. ¿Por qué ella no pudo escribir nada sobre su progenitora?, me pregunto. ¿Por qué llegué a la conclusión que llora a su madre si no pudo escribirlo, si tan solo puso una foto en su cuenta sin decir una palabra?

Quizás a nadie le importe ni el relato de la chica ni mi ensayo como escritor.

{Tema: El silencio}

–Tenía que ser periodista para recriminarme tanto– me digo, otra vez converso conmigo–: suelta tan solo la historia y ya está, recuerda que el maestro Hemingway siempre dejaba vacíos que el lector va llenando. Por ejemplo, si lees el cuento de Monterroso, El Dinosaurio, el de los 51 caracteres, solo te das cuenta que “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”, pero no sabés cómo llegó y te corroe el alma tratar de entender por qué diablos el animal sigue en el mismo lugar, te preguntás si continúa echado, qué hace.

–La literatura tiene unas libertades que nosotros los periodistas no podemos permitirnos– me digo. Otra vez intento frenarme. ¿Lo hago?

–Debes ceñirte a los hechos– escucho la voz anterior, como si el tema en realidad fuera una clase para hacer reportajes en una universidad cualquiera, cómo si le importara a alguien esa muletilla de cómo se escribe esta vaina, en qué género se puede hacer.

La literatura es un territorio de dioses, yo lo que quiero es contar cómo una rosa blanca es igual a la pérdida de una madre. Quiero hablar de “esos golpes en la vida, tan fuertes” de los que habló César Vallejo. La tarea parece más sencilla.

{Tema: La muerte (reescribo)}

La palabra muerte viene del latín mortis. Según el diccionario de la Real Academia Española, tiene seis significados, se usa en expresiones distintas como “luchar con la muerte” o “hasta la muerte” por ejemplo, pero a mí se vienen mis parientes: la palabra abuelo, abuela, tío y recientemente padre. Yo perdí a mi papá, uno de los pilares de mi vida, en septiembre de 2014. Él fue mi primer maestro sobre la muerte, de la que sabemos mucho en Nicaragua, una historia compartida con la guerra, divisiones familiares, héroes olvidados, locura, desaparecidos, víctimas del conflicto, revoluciones frustradas, dictadores, generales, o comandantes.

No es que mi padre tuviese una mortaja lista o comprase su ataúd antes. No es eso. Conozco gente que lo hizo así. Pero no me refiero a eso. Él me enseñó que no había que temer a la muerte. Me explicó que morir es vivir también, acompañó de risas un territorio tan serio como el fúnebre, quizás desde allá se esté riendo. De esa vida (quizás la palabra sea alegría) insufló todas las cosas suyas: su camisa favorita, su reloj, el último libro que leyó (Honrarás a tu padre, de Gay Talese) , o la cajetilla de los cigarrillos.

Meses después de su muerte, puse un disco de los Panchos, soné a Nat King Cole en Youtube, a Julio Iglesias, Vicky Carr, Ana Gabriel, Las Pandoras, Javier Solís, o Juan Gabriel. Sus cantantes preferidos, un santuario en que estaba José José, Pedro Infante. No fue dramático escucharlos, no lloré, pude incluso saborear los días de infancia.

Miré su viejo televisor sharp, una mecedora de esas que llaman abuelitas que él había heredado. Pensé en la casa nuestra, en nuestros recuerdos. Algunas cosas las guardamos con el paso del tiempo. Gente que guarda cartas, fotos viejos amarillentas, grabaciones para escuchar la voz que no volverán a oír. Por ejemplo, en el patio de una señora me sorprendió una vez encontrarme con una silla de ruedas que compartía espacio con un perro juguetón, que le encanta correr libre mientras llueve. Perteneció a su hermano, fallecido hacía meses, y el objeto seguía ahí como la extensión de la vida de su pariente ido; un fantasma que ella no se molesta en mover tal fuese un fardo grande y pesado, pero necesario.

A veces me pregunto si el mundo– la vida y la muerte– pueden alcanzar en 140 caracteres tal como estilaba Twitter. Quiero intentarlo. Frente a la computadora, escribo: Las cosas de las muertos están vivas…

Solo empiezo. Escucho la voz: “Ves, no te sale, es que intentás hacer periodismo y, bah, debiste escribir literatura”.

{Tema: rememorar, del latín rememorāre igual a recordar}.

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Octavio Enríquez (1980), editor del diario La Prensa. Es un contador de historias. Está dedicado a escribir crónicas, reportajes e investigaciones. Su carrera inició en el año 2000 con dos amores claros: la literatura y el periodismo, con los cuales debe compartirse por igual. Es ganador del premio Ortega y Gasset de periodismo, y del premio Rey de España. Esta vez escribe sobre un tema muy personal: las cosas de nuestros seres queridos que se nos han ido.