El silencio de un destierro

24 marzo, 2018

Chrisnel Sánchez Argüello (Colombia-Nicaragua). Nació en Managua en 1979. De padre colombiano y madre nicaragüense, su vida ha transcurrido entre Colombia y Nicaragua. Comunicadora social de profesión, Magíster en Literatura Hispanoamericana en Bogotá, donde actualmente reside. 


Capítulo I

Adios Viena

11 Abril de 1938

Una fresca noche de primavera marcaba el comienzo de lo que sería un periplo sin retorno para lograr sobrevivir.  El padre, Ernest Goldstein, había citado a sus tres hijos adultos para cenar: Sebastian, Cäcilia y Leopold, pues presentía que algo malo sucedería.  Estaban viviendo en Viena, la capital de Austria, y el día anterior se había llevado a cabo un plebiscito para que los austriacos decidieran si querían o no la anexión a Alemania. Sin embargo, tanto el padre como la madre –austriacos de nacimiento- no pudieron votar,  pues fueron excluidos del censo electoral por ser judíos: una carga muy pesada de soportar desde que Hitler llegó al poder en 1933.

El resultado del Plebiscito se veía venir tomando en cuenta que el voto no era secreto, pues debía realizarse frente a un oficial de la SS.  Austria hacía casi un mes se encontraba ocupada por los nazis, así que finalmente ganó el “Sí”, lo cual hacía de este, el tema obligatorio de discusión en la mesa:

– Muchachos, las cosas están mal aquí en Viena para nosotros, no sé qué va a pasar y ahora más con la anexión a Alemania. Hitler nos quiere destruir…

– Papá, no te preocupes, Hitler es solo palabrería y nada más, dijo Cäcilia.

-Pues yo también tengo miedo, papá, respondió Sebastian, el hijo mayor. Lo que dice Cäcilia puede ser cierto y Hitler no se va a atrever a nada, pero en las calles están diciendo que en Alemania van a prohibir la educación para los judíos y que les van a quitar sus licencias de conducir y no sé qué más cosas.

– Sí, es verdad, eso andan diciendo, dijo en tono apesadumbrado Leopold, el menor de los hermanos.

-Muchachos, yo también he escuchado muchas historias y no sé cuál creer, pero en los rumores siempre hay algo de verdad y lo cierto es que Hitler nunca nos ha querido. Hijos, creo que llegó la hora de irnos.

-¿Y dejar todo, papá?, dijo Cäcilia.

-Es la única opción que veo, hija.

– Pues yo no me voy, respondió enfática la única hija mujer de Ernest y Bertha Goldstein.-

–  ¿Qué dices Cäcilia? ¿Cómo qué no te vas?, le preguntó su madre.

– No me fui con mi marido a Jerusalem, menos que lo voy a hacer ahora.

– Yo sí me voy papá, afirmó Leopold, el menor de los Goldstein. De hecho un amigo del Partido Socialdemócrata de Austria me está tratando de conseguir una visa para algún país de Suramérica, pero eso no es seguro, yo lo veo difícil. La idea es que una vez tenga la visa, me quede allá mientras pasa todo este problema.

Casi toda la familia Goldstein: el señor Ernest y la señora Bertha, los hijos Leopold y Sebastian tenían claro que se querían ir. La excepción era  Cäcilia, la segunda hija de los tres, quien siempre se caracterizó por ser obstinada y todos sabían que cambiar su modo de pensar sería imposible. Dos años atrás  su esposo, también de origen judío,  le propuso que se fueran a vivir a Jerusalén y ella no quiso: prefirió el divorcio. En efecto, sería imposible para los Goldstein sacarla de allí.

Sebastian, el hijo mayor, ya estaba casado y tenía dos hijos.  Su esposa, Gretchen, también creía pertinente salir de Austria a un lugar donde el antisemitismo no estuviese tan arraigado.  El hijo menor de Ernest y Bertha, Leopold, no estaba casado y fue militante del Partido Socialdemócrata de Austria hasta que el Partido fue prohibido en 1934.  Sin embargo, Leopold continuaba apoyando las labores clandestinas de los socialdemócratas.

Leopold a sus veinticinco años apenas había incursionado en el mundo de la política, pero su liderazgo innato lo tenía en una posición privilegiada en el Partido.  Había estudiado hasta terminar el bachillerato, pero nunca pudo llegar a la Universidad, pues los constantes reveses económicos de la familia lo habían obligado a trabajar en lugar de dedicarse a sus estudios universitarios.

Aparte de su quehacer de militante clandestino en el Partido, Leopold se dedicaba a hacer trabajos en la construcción como obrero raso cuando así lo solicitaba una empresa de contrataciones temporales a la que se encontraba adscrito.  Defendía la lucha de clases y creía firmemente en la Revolución Rusa. Quizá por su militancia en este partido, Leopold comprendió muy pronto la amenaza que representaba Hitler para Austria y para todos los judíos.

En cuanto a su posición religiosa, Leopold mantenía algunas de las costumbres judías, como lo que refiere a la alimentación, aunque por otro lado, iba muy poco a la Sinagoga. Si bien era creyente, su fe nunca fue fervorosa como sí lo era la fe de sus padres y la de su hermana en particular.

Sucedió que un día Azriel, uno de sus amigos más cercanos, quien también era judío y había militado en el Partido Socialdemócrata, le comentó a  Leopold que tenía un amigo de origen colombiano, Amir, con quien se escribía cartas desde hacía algún tiempo.  Lo había conocido varios años atrás en Austria, en el III Congreso Socialista Internacional en que ambos habían coincidido.

En la última carta, Amir lo había invitado a él y a otro compatriota del Partido a visitar Colombia y ofreció su ayuda para conseguirles la visa.   Azriel le comentó a Leopold que podían aprovechar esta oportunidad para irse juntos y  Leopold aceptó; fue así como Azriel le escribió una carta a su amigo en Colombia pidiéndole que lo ayudara a salir de Austria tanto a él como a su amigo. Ante todo este proceso Leopold siempre se mantuvo incrédulo, y apostó al poco éxito de la empresa.

Corría el año 1938 y el gobierno de Colombia aun continuaba dando visas a los “polacos” como se les llamaba a los judíos europeos que  se iban a vivir a este país suramericano. Fue hasta final de año, en invierno, cuando llegó la carta de invitación para los dos amigos viajeros.  Leopold se sintió desconcertado: por un lado, le gustaba la idea de dejar Austria, pero por otro, quería irse con toda su familia, aunque sabía que esto era difícil.  No tenía novia ni compromiso alguno, así que la idea de sacar a su familia se convirtió desde entonces en una prioridad.

El trámite para conseguir la visa colombiana era difícil, pues en Colombia ya se vivía el antisemitismo. Debía entregar documentos que comprobaran su buena salud, su intachable conducta y demostrar su honorabilidad. Por si esto fuera poco, debía pagar la suma de 1000 pesos colombianos, que equivalía al pago durante seis meses del alquiler del apartamento donde vivía. Y lo peor: todo esto antes de que se venciera la vigencia de la carta de invitación: tenía un mes.  Aparte de todos estos gastos, también debía conseguir el dinero para el viaje, que sería en barco.

Decidido a irse, Leopold comenzó a recopilar la documentación. Tenía algunos ahorros con los cuales sufragaba parte de los gastos, pero le hacía falta un poco menos de la mitad para completar el pago.  Entonces, decidió hablar con su padre para que le ayudara, ante lo cual el padre aceptó.  Sin embargo, cuando Sebastian, el hermano mayor, supo que su padre había ayudado a su hermano menor, entró en cólera, pues creía firmemente  que ese dinero les serviría para su propia partida.  Se dirigió a casa de Leopold y le llamó la atención:

-Cómo puedes ser tan egoísta de pensar solo en ti: sabes bien que papá y mamá van a necesitar ese dinero para salir de aquí, le dijo en forma contundente Sebastian.

– Te aseguro que apenas llegue a Colombia, voy a trabajar y voy a enviar todo el dinero que gane para reponer el préstamo. Porque yo no le pedí el dinero a papá como un regalo, sino como un…

– Sí claro -le respondió Sebastian disgustado- los préstamos en la familia nunca se pagan; yo sé cómo funciona eso.

– Te lo juro, Sebastian, yo no los voy a dejar solos; te lo juro, le dijo afligido Leopold.

– No sigas diciendo tonterías Leopold…eso es lo que siempre has dicho durante toda tu vida: tonterías.

Y dicho esto, Sebastian se fue.  Leopold pensó en devolver el dinero a su padre, pero al final no lo hizo y siguió adelante con los trámites.  Consiguió una carta que venía de un compañero suyo del Partido y que daba fe de su honorabilidad  y buena conducta.  También pagó una consulta médica para presentar el certificado respectivo ante el Consulado: gastó hasta el último peso que tenía y de paso quedó endeudado con su familia. Estaba decidido a irse para luego enviar por el resto de sus seres queridos.

El día que fue a la entrevista en el Consulado, lo atendió un judío de origen alemán cuyo nombre era Ernest Lagebach.  Este hombre le preguntó para qué ciudad y con quien iba; además, cuáles eran sus planes  durante la estadía en Colombia.  Leopold respondió que lo había invitado un amigo suyo y que, por tanto, iba de paseo. En este momento tuvo que mentir, pues no podía arriesgarse a contar sus verdaderas intenciones: quedarse en el país. Al término de la entrevista, Lagebach lo miró sonriente y le dijo: “Ihr Visum wurde genehmigt” que significaba: visa otorgada.

Azriel corrió la misma buena suerte que su amigo y en menos de lo previsto, ya se alistaban para un largo viaje.  Ahora faltaba conseguir un tiquete en algún barco trasatlántico para ir a América.  Comenzaron las averiguaciones que los condujeron a la British Pacific Steamship Navigation Company. El próximo barco que zarpaba a América  era el Orduña y lo haría a fines de mayo.

Sin embargo, Leopold y Azriel enfrentaban un problema. El Orduña efectivamente iba a América, pero llegaba hasta La Habana, Cuba, lugar de tránsito para llegar a Estados Unidos: uno de los destinos más populares de los judíos en esos momentos.  Así las cosas, buscaron otras compañías,  pero era prácticamente imposible encontrar un barco que fuese hasta Colombia, pues eran muy pocas las personas que obtenían esta visa.   Así que de alguna manera debían llegar a la Habana y de allí buscar la forma de  pisar suelo colombiano.

Los padres de Leopold estaban dichosos por la partida, pues creían firmemente que en Austria ya no había futuro para ellos. El padre le dijo a su hijo que le sacara provecho a su viaje e inclusive que pensara en la posibilidad de radicarse en aquel país.  “Aquí ya no hay futuro para nosotros”, le dijo el padre en tono decepcionado a su hijo.

Por su parte, la señora Bertha, con los ojos llenos de lágrimas, le susurró al oído que lo amaba y le dio un beso en su mejilla.  Leopold sintió por primera vez que quizá no los volvería a ver, pero inmediatamente se obligó a no pensar en ello.  Cäcilia, su hermana, parecía no inmutarse con la noticia y simplemente le deseó a su hermano buena suerte. Sebastian, por su parte, seguía enojado y apenas le dio la mano a Leopold para despedirlo el último día que se vieron.

El día llegó y la ruta estaba trazada.  Saldrían del Puerto de Hamburgo en Alemania el 19 de mayo y cruzarían todo el Océano Atlántico hasta llegar a La Habana, Cuba, el 2 de junio.  El barco llevaba 120 judíos austriacos, checos y alemanes.   Leopold y Azriel viajaron hasta este puerto alemán en tren de pasajeros, pero tenían zozobra por ser retenidos en algún lugar y no poder llegar a su destino. Sin embargo, lograron llegar a puerto el 18 de mayo y tomar el barco que los alejaría del peligro inminente de caer en manos de su compatriota y enemigo austriaco, Adolf Hitler.

Una vez en el Orduña, la alegría de todos los pasajeros fue la constante desde el mismo momento en que zarparon.  Era tal la emoción, que se ofrecieron en el barco fiestas que celebraban la partida.  Leopold y Azriel iban con la ilusión de trabajar duro y poder sacar a sus familias de Austria, así que también iban desbordados de felicidad.

El 2 de  junio de 1938 llegaron a La Habana, tal como estaba previsto. Pero las cosas no salieron exactamente como esperaban.  Apenas 48 pasajeros del barco Orduña lograron ingresar a Cuba, pues eran los únicos que tenían permisos especiales de desembarque. El resto de pasajeros, cuyo destino más ansiado era Estados Unidos, tuvieron que permanecer en el barco, que volvió a zarpar el 4 de junio. Esta vez el  destino era Suramérica, donde el capitán del Orduña buscaría asilo político para los 72 pasajeros restantes, entre los que se encontraban Azriel y Leopold.

Luego de esto, el ambiente en el barco cambió. Ya no se sentía la felicidad del principio y la incertidumbre invadía la mente de todos los pasajeros.  Las fiestas no se repitieron pues además del desánimo, debían cuidar el agua y los alimentos, pues todo indicaba que no bajarían pronto del barco.  Leopold pensaba que la comunidad internacional tendría que hacer algo al respecto: no podría dejarlos para siempre en altamar.

Entonces, en el barco se organizaron para enviarle un radiograma al Presidente de Estados Unidos,  Franklin D. Roosvelt solicitándole refugio y argumentando que la mayoría de los pasajeros del Orduña tenían números de registro para inmigrar a los Estados Unidos y que iban para Cuba mientras lograban gestionar sus visas de entrada.  Evidentemente, en este grupo no contaban a los dos amigos austriacos, cuyo destino final se veía incierto.

Pero la vida le sonrió a Leopold y Azriel, cuando el Orduña atravesó el  Canal de Panamá y se dirigió hacia el Puerto de Buenaventura en Colombia como primer destino.  Al fin y al cabo, los países de Suramérica ofrecían visas a ciudadanos judíos y es por ello que al Capitán le pareció un buen destino  intentar dejar a los pasajeros en puertos de estos países.

Leopold y Azriel eran los únicos que contaban con visa colombiana, así que hablaron con el capitán sobre su situación y cuando llegaron a Buenaventura, solamente ellos dos pudieron bajar del barco.  El sueño finalmente se cumplió y estos dos buenos amigos, sin conocer la lengua del país al que habían llegado, buscaron refugio en este puerto.

El Orduña siguió su camino hacia Ecuador y Perú, países en los cuales logró dejar unos pocos pasajeros gracias a la intercesión de organizaciones judías en estos países.  Pero el grupo más grande terminó en Panamá, donde los judíos se refugiaron temporalmente mientras les otorgaban las visas para entrar a los Estados Unidos.  Las gestiones fueron apoyadas por la naviera British Pacific Steamship Navigation Company  y por el Capitán del Orduña, quienes contactaron a judíos influyentes en Estados Unidos para que ayudaran a los pasajeros del barco.

Una vez en Cali, lo primero que hicieron Azriel y Leopold fue llamar a su amigo colombiano, Amir, el responsable de que estuvieran allí.  Amir vivía en Bogotá y hablaba un poco de alemán mezclado con inglés. Él les recomendó que se fueran para Bogotá, ante lo cual ellos argumentaron que no tenían dinero.  Entonces, Amir les dijo que buscaran una pequeña asociación de judíos sefardíes que estaba allí en Cali.  Los dos amigos efectivamente lo hicieron y de esta forma lograron obtener un poco de dinero para movilizarse hasta la capital.

Viajaron en bus y luego de varios días llegaron una tarde a  Bogotá,  donde se toparon con una ciudad más grande que Cali, bastante fría y lluviosa.  Ese primer día que llegaron, cuando caminaban por la carrera séptima, en el centro de la ciudad, una mujer se le acercó a Azriel y le tocó el pelo con una mirada de extrañamiento.   La mujer dijo algunas palabras que Azriel no entendió y luego ella siguió su camino. Ambos amigos quedaron sorprendidos con la reacción de la gente, pues casi todas las personas los observaban.

Azriel era un hombre de piel blanca, 1.75 c.m. de estatura, cuerpo fornido, cabello rubio y ojos verdes.   Esa característica de su fisonomía no podía pasar desapercibida en una ciudad donde los rubios eran muy pocos. Por su parte, Leopold era un hombre bastante delgado, de 1.70 c.m. de estatura, piel blanca, cejas negras bien pobladas, ojos café claro y cabello negro. A pesar de no ser rubio, la estatura y fisonomía bastante delgada de este austriaco lo delataban como extranjero.

Fue el mismo día que llegaron a  Bogotá, cuando Amir se encontró por primera vez con sus invitados en la plaza de Bolívar. A pesar de que ya habían pasado varios años desde la última vez que se vieron, Azriel y Amir se lograron reconocer.  Amir con su poco dominio de alemán e inglés,  les dio información clave  sobre el país y también sobre el incipiente antisemitismo que reinaba por esa época. Finalmente, les recomendó dirigirse cuanto antes a la oficina de inmigración para legalizar su estatus migratorio.

Los austríacos estaban inquietos por conseguir trabajo y le pidieron a Amir que les recomendara alguna labor en la cual se pudieran desempeñar.  Amir les dijo que preguntaría en la sede de su partido para ver si había alguna vacante por cubrir. También les facilitó su número de teléfono y los invitó a cenar con él y su esposa esa misma noche.

Luego de la cita, los dos amigos se dirigieron a la oficina de inmigración, la cual estaba situada relativamente cerca a la plaza de Bolívar.  Al llegar los atendió una secretaria y a punta de señas ella los contactó con alguien en la oficina que dominaba un poco el alemán. Este hombre  les sirvió de traductor para hablar con el agente que les ayudaría a legalizar su situación.  Allí se encontraron con un panorama  no muy amable.

El agente les explicó que el gobierno colombiano les daría una visa de trabajo que los limitaba a dedicarse a profesiones tales como: mecánicos agrícolas, ingenieros de agua y riego o cualquier otra profesión práctica. Les quedaba prohibido dedicarse al comercio, tal como lo habían hecho sus compatriotas «polacos» que habían llegado al país a quitarles el trabajo a los colombianos. También se les informó que debían reportar cualquier cambio de domicilio o de actividad laboral, pues de lo contrario, serían expulsados del país.

Cuando salieron de la oficina de inmigración, los austríacos se dieron cuenta que las cosas no iban a ser fáciles en el país al que habían llegado. Sin embargo, la decisión ya estaba tomada y no había vuelta atrás: allí se quedarían mientras las cosas en Austria se solucionaban para los judíos. Ese mismo día Leopold escribió una carta a su familia pidiéndoles que solicitaran la visa colombiana para salir de Austria.

Mientras tanto, en Viena la familia de Leopold se exponía a la crueldad del antisemitismo. Resultó que un día de mediados de junio de 1938, es decir, cuando Leopold ya se encontraba en Colombia, corrió el rumor entre los judíos de que iban a ser expulsados de las escuelas y les iban a anular los permisos de conducir.  Además, se hablaba de oleadas de violencia en las que soldados de la SS mataban judíos que encontraran reunidos en las calles de Viena.

Toda esta situación inquietó mucho a la familia Goldstein, por lo que todos menos Cäcilia solicitaron la visa colombiana.  Pero a esas alturas ya era demasiado tarde y el gobierno colombiano había restringido el otorgamiento de visas.  A pesar de tener un familiar cercano en el país del sur, el cónsul le dijo a los Goldstein que su gobierno por ahora ya no daba visas a judíos.  Sin embargo, les recomendó ir al consulado de Paraguay, pues había escuchado que allí era más fácil conseguir la tan anhelada visa.

Sebastian y su padre fueron entonces al consulado paraguayo, donde les dijeron exactamente lo mismo que en el consulado colombiano: el otorgamiento de visas había sido suspendido. El señor Ernest comenzaba a resignarse ante la situación, pero Sebastian quería seguir luchando para salir del país.

El sueño se hizo realidad en agosto de ese mismo año, cuando un amigo de Sebastian le recomendó que se fuera a China, pues allí no pedían visa y estaban recibiendo muchos judíos procedentes de Alemania y Austria. Sebastian conversó con su esposa sobre la posibilidad de irse a este país con los dos hijos que ya tenía la pareja para ese tiempo, y ella inmediatamente aceptó. Luego se encargó de convencer a su padre y a su madre, lo cual no fue difícil. No obstante, la dificultad real fue con su hermana Cäcilia, quien siempre se mantuvo firme en su decisión de no abandonar Austria.  Todos intentaron convencerla, pero ella nunca aceptó.

Fue así como empezaron a hacer los trámites de pasaportes de toda la familia, con la firme ilusión de abandonar Austria.  Una vez tuvieron el viaje confirmado, el señor Ernest procedió a escribirle una carta a su hijo en Colombia:

Viena, 20 de agosto de 1938

Querido Leopold:

Aquí en casa te hemos extrañado mucho y todos esperamos que te encuentres bien. Tu hermano y yo estuvimos en el consulado colombiano para ver cómo era el trámite de la solicitud de visa para toda la familia, pero tuvimos mala suerte. El cónsul Lagebach, que entiendo es la misma persona que te otorgó la visa a ti, nos dijo que por órdenes del gobierno colombiano todos los permisos de entrada de judíos a Colombia estaban prohibidos. Por tanto, ni siquiera nos motivó a que hiciéramos el trámite.

Tal vez te acuerdes de Christoph, un amigo de tu hermano Sebastian, pues bien, él nos recomendó irnos para Shangai, en China, pues allá no nos piden visa, así que viajaremos en dos días para esta ciudad que no me atrae mucho, pero espero que estemos mejor.

Las cosas aquí se están poniendo difíciles y hay muchos rumores sobre lo que Hitler pueda hacer contra nosotros. Yo quisiera pensar que nada de todo lo que están diciendo sucederá, principalmente por tu hermana Cäcilia, pues nadie la ha podido convencer que deje Viena. Le ruego a Dios por el bienestar de tu hermana, el tuyo y el de todos nosotros.

Cuando tenga una dirección en Shangai donde me puedas escribir, te dejaré saber. Mientras tanto, recuerda que todos te queremos y te extrañamos mucho. Tu madre te envía otra carta en este mismo sobre y una foto para que nos recuerdes.

Cuídate,

Tu padre.

El viaje de los Golstein a Shangai se hizo realidad el 22 agosto de 1938, día en que llegaron a un refugio de una Asociación de Judíos Europeos que se encontraba en esta ciudad.  Las condiciones de vivienda eran incómodas, pues todos estaban hacinados.  Conseguir trabajo tampoco era fácil por el desconocimiento del idioma del país al cual llegaron.  La Asociación recibía donaciones  enviadas por judíos de origen norteamericano, pero cada vez escaseaban más.  Lo único que le quedaba a la familia Goldstein era soportar.

Mientras tanto en Bogotá, Azriel y Leopold se quedaron esa primera noche en el apartamento de Amir, durmiendo en colchonetas en  la sala porque el espacio era pequeño. La esposa del colombiano no estaba a gusto con la situación y lo hacía evidente. Así que Amir rápidamente movió contactos para que los austríacos se pudieran ubicar en un trabajo. Sucedió que la sede del Partido Comunista Colombiano   (PCC) iba a ser remodelada, así que esa fue la oportunidad que Amir encontró para recomendar a sus amigos, quienes podrían trabajar como obreros en dicha construcción.

Amir los presentó, tradujo algunas palabras en la entrevista con el jefe y los dejó trabajando. La comunicación era difícil, así que todo se limitaba a señas. El salario era bajo, pero les alcanzó para pagar un cuarto en una pensión del centro de la ciudad y de esta forma dejar tranquila a la esposa de Amir.  El trabajo duró cuatro meses, pero Leopold no ganó tanto dinero como esperaba, así que pudo enviar solo unos cuantos dólares a su familia en China, que en realidad no alcanzaban casi para nada.

En Shangai tuvieron que pasar ocho meses para que Sebastian  consiguiera un empleo, mientras que el señor Ernest  no lograba conseguir nada.   Las mujeres habían sido amas de casa, así que también fue difícil para ellas obtener un trabajo.  La situación era difícil para todos los Goldstein, pero empeoró para Cäcilia, quien tuvo que vivir los rigores del nazismo en Viena.

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Chrisnel Sánchez Argüello (Colombia-Nicaragua) Nació en Managua en 1979. De padre colombiano y madre nicaragüense, su vida ha transcurrido entre Colombia y Nicaragua. Comunicadora social de profesión, Magíster en Literatura Hispanoamericana en Bogotá, donde actualmente reside. Escribir literatura es el mayor delirio que la acompaña desde joven.