Elogio del libro electrónico

21 marzo, 2018

Decía Borges que Joyce había fracasado, esencialmente, porque para leerlo se requiere de mucho esfuerzo. Amparado en esta paráfrasis, me propongo hacer una breve reflexión en torno al libro electrónico y su controversial proyección actual. Muchos lo ven como una amenaza hacia el libro físico, mas no veo la necesidad de entrar en pánico. De la misma forma que, en el siglo XV, la imprenta llegó de la mano de Gutenberg para arrebatarle la Biblia a los obispos y reyes de Europa, y entregársela al pueblo, hoy en día presenciamos la revolución del libro electrónico, que no viene sino a crear más lectores, proteger el medio ambiente, y dar a conocer obras que, en físico, sería casi imposible conseguir.

Sin el formato electrónico, por ejemplo, yo nunca hubiese leído VOCES, de Antonio Porchia, una obra escasísima por la rareza de su autor: un carpintero ítalo-argentino que en sus ratos de ocio escribía aforismos. Porchia nunca se consideró a sí mismo un escritor, mucho menos un intelectual. Escribió, sin embargo, reflexiones descollantes que inspiraron a Alejandra Pizarnik, quien se amparó en su sabiduría: «El libro de Porchia es el más solitario que se ha escrito en el mundo y, no obstante, me hizo sentir acompañada, o, mejor dicho, amparada». Porchia también despertó elogios cumbres en Borges, quien lo honró con estas palabras: «Los aforismos de Porchia no son un final, sino un principio. Podemos sospechar que los escribió para sí mismo, sin saber que trazaba para los otros la imagen de un hombre solitario, lúcido y consciente del singular misterio de cada instante».

Entre las ventajas del libro electrónico está el hecho de acceder a libros “gratuitos” y a revistas especializadas que, al igual que Carátula, se pueden leer sólo pagando el acceso a internet, haciendo a un lado, por supuesto, el costo que puede tener el dispositivo en el cual las leemos. Muchas veces me pregunté, en mi primera juventud, si el libro merecía ser gratuito. Me pregunté si en realidad el libro físico debía ser accesible a todo público sin el valor de cambio comercial que lo convierte en un producto más. Esta reflexión agitó mi espíritu cuando estuve en Cuba, y obtuve, de forma gratuita, una serie de libros impresos en hoja de papel periódico, los cuales venían reunidos en una caja artesanal. Esta epifanía, la de acceder a documentos tan valiosos, sin costo monetario de por medio, en un país donde la cultura se respira en todas partes, me hizo pensar profundamente en torno al valor real del libro. Hasta cierto punto, está claro que lo que a uno le venden en una librería no solamente es el contenido del libro, sino, sobre todo, su envoltura, su diseño de portada, su pasta, sus hojas, su tinta, en fin, todo aquello que sea tangible; transporte y difunda el contenido del libro, mas no solamente el contenido del libro en sí.

También ocurre muy a menudo que, la trascendencia de la obra, su valor intangible, no es transferible por el valor de cambio comercial. Esto ocurre porque, en realidad, nadie puede vender objetivamente una metáfora, un soneto o un poema visual. Nadie puede poner a la venta un párrafo hiperbólico de García Márquez o un epíteto imaginativo de Darío. Mucho menos un aforismo de Porchia. Los libros nacen muertos, parafraseando a Kierkegaard, y son cadáveres ansiosos que se reproducen de generación en generación. De allí la idea de inmortalidad que nos transmite un artefacto como el libro, el cual, según el propio Borges, es la mejor invención del ser humano porque es una extensión de su memoria y su imaginación, no así de su cuerpo finito.

Nos venden, entonces, el formato del libro, sobre todo, no tanto el libro en sí. A veces pasa, también, que nos venden a su autor. A menudo, cuando el autor está vivo, los libros se encarecen y se editan con mayor eficacia porque también la industria editorial nos intenta vender la sensación de novedad. Ese autor dará una conferencia en la Universidad de Buenos Aires y por eso tendrá un precio. Ese autor se graduó en Letras Modernas, tiene un doctorado en Literatura Comparada, y por eso tendrá un precio. Ese autor existe, y por el simple hecho de existir y tener una columna semanal donde opina sobre otro autor, tendrá un precio. De la misma forma que nos venden una experiencia estética encuadernada, por medio del libro impreso también nos venden el concepto de “originalidad”, y lo que es aún más polémico, el concepto de “genio”. Hoy, más que nunca, existen autores del momento. Autores que, de la noche a la mañana, son superestrellas de la literatura porque tienen un valor agregado: ganan premios.

Este valor agregado ha creado una especie de estantería literaria donde los más laureados obtienen más atención que los autores con menos galardones (o sin ellos). En cambio, cuando se trata de un clásico universal, sepultado en la posteridad, los libros adquieren un precio de bolsillo, lo cual puede variar según la edición. De allí se desprende que, por lo general, Homero, Shakespeare o Platón, se vendan a precios mucho más bajos que cualquier escritor reconocido con el Tusquets de Novela, por ejemplo.

Este fenómeno literario es muy parecido a lo que ocurre en el mercado del arte (léase artes plásticas, para ser más preciso). Inmediatamente después que muere un gran pintor, se crea un valor especulativo en torno a su aura, la cual encarece su obra. Aunque nos encontramos en el paroxismo de la era de la reproductibilidad técnica, nos siguen vendiendo el aura del autor, ese valor intangible que tienen apellidos como Van Gogh, Picasso o Dalí. Una vez que el autor perece, su obra resurge en el mercado del arte. La biografía del artista siempre es más importante que su propia vida. La vida de Darío, por ejemplo, contada por Edelberto Torres, es mucho más interesante que su autobiografía, justamente porque Torres nos cuenta con talento excepcional todo aquello que Darío no quiso que se supiera de él. En pocas palabras, vende más la tragedia del poeta, su célebre miseria, que su aporte mismo a la humanidad. Y es allí donde sucede lo absurdo, sea en artes plásticas, sea en literatura. Hay una especie de morbo postmortem que las casas editoriales aprovechan para convertir al autor en un mito rentable. Y es por eso que hoy en día accedemos a la compra-venta de “auras artificiales” y momentos literarios forzados a permanecer entre nosotros, en una palabra: libros que valen por sus reseñas. El caso más reciente, sería, quizás, el de Roberto Bolaño, un autor excesivamente inflado por la especulación.

Pese a la rica experiencia de obtener un generoso catálogo de libros “gratuitos” en las bibliotecas virtuales, debemos tomar en cuenta que todo autor no sólo merece ser leído, sino también retribuido económicamente por su obra. Para decirlo en términos incluso más claros, el escritor necesita de qué vivir. En el mundo capitalista es errático pensar que la literatura se regala, aunque la idea no deja de ser atractiva cuando somos adolescentes y nos topamos con la biblioteca física de algún ancestro que, generosamente, dejó su colección privada a la deriva del cosmos. En un mundo feliz, alternativo a la distopía que nos legó Aldous Huxley, podríamos abandonarnos a la idea (siempre romántica) de regalar literatura o canjearla por otro objeto artístico de nuestro interés, pero lo cierto es que todo libro es el resultado de un esfuerzo intelectual, por pequeño que sea, y ese esfuerzo merece ser compensado no sólo con aplausos, pues sólo la vanidad vive de los elogios.

Es por todo lo anterior que el libro electrónico, extensión artificial de nuestra inteligencia, cuando no es pirateado, también se vende, y se vende mejor. Mas no debería preocuparnos que hoy en día la tendencia sea la lectura en formatos digitales antes que la lectura en formatos tradicionales. Los jóvenes del presente, cuando ya no lo sean, habrán decidido cuáles fueron sus lecturas iniciáticas, cómo se hicieron escritores y cuáles fueron sus formatos favoritos. Generaciones enteras de ciberlectores decidirán cuál es el futuro del libro, sin abandonarlo, cuando las viejas generaciones sucumban al progreso científico-técnico del siglo XXI que ha puesto en un mismo dispositivo el acceso a Google (que es como decir el acceso a todo lo accesible) junto a los cinco tomos de Proust en “papel-fotón” o pantalla digital efímera.

Esta relativa democratización de la lectura que viene del libro electrónico nos probará que el Quijote no dejará de ser el Quijote por el simple hecho de que un adolescente, un nativo digital, verbigracia, prefiera leerlo en formato electrónico.

Si el futuro ya pasó cuando apareció la imprenta y el presente es el pasado que vendrá, entonces hoy asistimos a un tiempo donde el conocimiento también se disemina sin fronteras geográficas. La Biblioteca de Babel, que Borges imaginó para luego convertirse en una leyenda ucrónica del mundo sapiencial, hoy se resume en una operación algorítmica que se practica desde un buscador informático que nos da acceso a todos los idiomas, a todos los autores, a todas las culturas, a todos los títulos registrados hasta la fecha: una fecha que sucede constantemente. Dicho de otra manera, la antigua Biblioteca de Alejandría que los romanos quemaron parcialmente hacia el año 47 antes de Cristo, hoy alcanza en una memoria USB de 64gb.

Solamente fracasaremos como sociedad cuando leamos por obligación, independientemente del formato. Solamente entraremos en contradicción cuando un robot empiece a escribir poemas y otro robot los lea, “conmovido”, reviviendo así el absurdo manifiesto futurista de Marinetti, que miró belleza donde había máquinas escupiendo carbono. Como bien decía Borges, tal vez el más grande lector reconocido por la humanidad, el libro es un artefacto sagrado, un objeto de culto, un amigo íntimo que siempre nos sobrevive. Y para ello no hay reemplazo.

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William Grigsby Vergara. 1985. Managua, Nicaragua. Maestro en Estudios de Arte por la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México y Licenciado en Diseño Gráfico por la Universidad del Valle de Managua. Colaborador de la Revista Envío de la Universidad Centroamericana (UCA) y catedrático de la misma en la Facultad de Humanidades. Mención de Honor en el Concurso Internacional de Poesía Joven Ernesto Cardenal 2005. Ha publicado cuatro libros hasta la fecha: Versos al óleo (Poesía, INC, 2008), Canciones para Stephanie (Poesía, CNE, 2010), Notas de un sobreviviente (Narrativa, CNE, 2012) y La mecánica del espíritu (Novela, Anamá, 2015).