sergio-2017

Tan cerca y tan lejos

21 marzo, 2018

Cada libro tiene su propia historia y la de mi novela ¿Te dio miedo la sangre? es singular en mi vida. Me parece que vale la pena contarla.


El 26 de julio de 1964 Tulita y yo nos casamos en la catedral de León, al final de mis estudios de derecho, y ese mismo día nos fuimos a vivir a San José, Costa Rica, pues había sido nombrado jefe de relaciones públicas del Consejo Superior Universitario Centroamericano, integrado por las universidades estatales de la región.

En 1970, tras ascender todos los peldaños del escalafón burocrático, fui electo secretario general de la organización por el voto de los seis rectores. Era algo que a muchos parecía una proeza, pues tenía entonces 28 años, y que me abría, además, un futuro en la burocracia internacional, si es que quería seguir ese camino.

Para entonces, en los entretiempos de mis horas de oficina y los múltiples viajes por los países centroamericanos, había escrito una única novela, Tiempo de Fulgor, publicada por la Editorial Universitaria de Guatemala, además de un par de de libros de cuentos; pero esos entretiempos se hacían ahora cada vez más escasos.

Las universidades vivían en zozobra ante las amenazas a su autonomía y las intervenciones militares, como llegó a suceder en El Salvador  y Panamá, y los rectores, decanos, profesores, y dirigentes estudiantiles eran enviados al exilio, principalmente a San José donde los acogíamos.

Entonces, además de académico, mi cargo se volvía político, y por tanto extenuante. Y como me ocurriría luego en tiempos de la revolución en Nicaragua, la posibilidad de ejercer mi oficio de escritor, al que siempre me sentí destinado, se alejaba cada vez más.

En 1967 había conocido a Peter Schultze-Kraft, un joven funcionario de la oficina regional del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas con sede en San Salvador; era, además traductor de literatura latinoamericana, y se ocupaba sobre todo de los escritores de Colombia donde había vivido un tiempo, pues su padre tenía una finca cafetalera cerca de Santa Marta. Allí había aprendido su impecable español, y ahora se hallaba interesado en traducir a los centroamericanos.

Nos encontramos la primera vez en San José, en una de sus visitas de trabajo. Almorzamos juntos en el Chalet Suizo, un restaurante de la avenida primera ya desaparecido, nos hicimos amigos desde entonces, y ya va el medio siglo de esa entrañable amistad. Él buscaba autores para la antología del cuento centroamericano que la editorial Horst Erdmann de Tubingen publicó en 1969, El eclipse y otros cuentos (el título correspondía a uno de Augusto Monterroso), e incluyo uno mío.

A los pocos años regresó a Europa para trabajar con la Agencia Internacional de Energía Atómica en Viena, siempre cerca de la literatura en español, y formaba parte del jurado que elegía a los beneficiados con las becas para participar en el Programa de Artista Residentes en Berlín Occidental, patrocinado por el Servicio de Intercambio Académico Alemán (DAAD). Él insistía en sus cartas, tiempos de cartas aquellos, que yo sometiera mi candidatura, y al fin me decidí.

La competencia era cerrada, ya que se trataba de un programa de dimensión mundial no solo para escritores, sino también para artistas plásticos y músicos, y sólo se otorgaban veinte becas en cada convocatoria, con estancias de un año. Una situación ideal para quien quisiera dedicarse solo a escribir, según era mi ambición; pagaban un estipendio generoso, además de una vivienda, y los boletos aéreos para toda la familia. Con la ciudad dividida entonces por el muro, Berlín Occidental, una isla en medio de la República Democrática Alemana que era parte del bloque soviético, pretendía ser una vitrina de la libertad creadora en plena guerra fría.

El empeño de Peter dio resultados. Temprano de 1973, recibí por fin la invitación oficial para mi estancia que comenzaría en julio de ese mismo año. La novela que quería escribir, la llevaba en la cabeza.

Una novela sobre Nicaragua bajo la dictadura de la familia Somoza, desde el origen de la dinastía impuesta por Estados Unidos tras el asesinato de Sandino; pero no una novela sobre el dictador como figura fantasmagórica, o como rareza zoológica, sino sobre la manera en que las vidas de las personas, lo quisieran o no, resultaban modificadas o alteradas bajo el peso de una tiranía que se metía en los entresijos del entramado social y en la intimidad de las familias hasta descoyuntarlas.

Al mismo tiempo, azares del destino, recibí otra invitación: la fundación Ford me otorgaba una beca para estudiar una maestría en Administración Pública en la Universidad de Stanford, y entonces me tocó sopesar las dos oportunidades: Stanford significaba un título académico de alto prestigio, pero la maestría no haría sino remachar los brillantes clavos de mi futuro burocrático. Berlín, en cambio, representaba la oportunidad de libertad creativa que yo buscaba, y no tardé en decidirme.

Aquella era mi escogencia, por muy irresponsable que pareciera a los rectores de las universidades centroamericanas que me habían elegido para el cargo, y ante quienes presenté mi renuncia, y a las personas sensatas que me rodeaban.

¿Y después de transcurrido el año de la beca? Al menos Stanford me aseguraba un futuro. ¿Pero qué futuro me traería escribir una novela en Berlín? La beca era buena, pero su monto menor que mi salario. El cargo me daba estatus diplomático, y lo perdíamos. Teníamos ahorros, pero tampoco eran cuantiosos.

Mi mujer no vaciló en respaldarme a pesar de todos los argumentos en contra. Vendimos el auto, instalamos mi biblioteca en casa de mi amigo Edelberto Torres Rivas, un académico guatemalteco que vivía exiliado en San José, y nos fuimos con nuestros tres hijos. Sergio, el mayor, tenía 10 años, María 8, y Dorel apenas 3. Y, hay que confesarlo, a veces no dejaba de invadirme el sentimiento de irresponsabilidad, esa que los demás veían en mí.

Aterrizamos en el viejo aeropuerto de Tempelhof, de uso exclusivo entonces para la Panamerican, mientras los aviones de Air France usaban el del Tegel, porque sólo las aerolíneas de los países aliados, que se habían dividido Berlín en zonas militares, podían volar a la ciudad. Toda la parte oriental, detrás del muro, era la zona soviética.

Nos asignaron un apartamento de generosos espacios en el segundo piso de un edificio de la Helmstedterstrasse en Wilmersdorf, el número 27. Me doy la palabra a mí mismo, porque en mi cuento Vallejo, hablo de aquel ambiente:

“Wilmersdorf había sido uno de los antiguos barrios de la burguesía judía hasta la Segunda Guerra Mundial; y mi calle, la HeIrnstedterstrasse, una de esas calles berlinesas tranquilas con tilos sembrados en las veredas, que ahora reverdecían relucientes de sol, un modesto desfiladero de edificios grises, bloques de cemento sin gracia, desnudos, adornados por alguno que otro cantero de flores en los balcones. En el costado de uno de ellos podía verse todavía, desleído por soles, nieves y lluvias, un viejo anuncio comercial de antes de la guerra, de colores ya indefinibles, quizás un anuncio de polvos dentífricos, o de crema para la piel, no lo recuerdo; sólo recuerdo aquel rostro de muchacha ya apagándose para siempre, como un fantasma del pasado que se oculta en sí mismo, se borra y se esfuma en la nada.

No lejos de mi calle pasaba la Bundesallee, un río turbulento de automóviles, autobuses y trenes subterráneos, afluente que iba a desembocar, más lejos, a otro río aún más bravo y caudaloso, la Kurfürstendamm; mi calle cerca del caudal pero un arroyo calmo, seguro, tranquilo, gracias a esa magia urbana del Berlín bombardeado de los kaiseres que, pese a la irrupción de las improvisaciones de la modernidad, aún era capaz de preservar el sentido provinciano de los barrios, islas protegidas del revuelto turbión de las avenidas y bulevares maestros que se oía hervir, desbocado, en la distancia: en aquel barrio se tenía a mano la carnicería, la farmacia, la frutería (el frutero teutón, calvo y alegre que salía a la puerta de su tienda para saludarme a gritos como un napolitano cualquiera y decirme, alguna vez que yo regresaba de la ferretería llevando en la mano un martillo recién comprado, no sé para qué menester: ¡eso es; clave bien su puerta, enciérrese bien!), la papelería a la vuelta de la esquina (una de esas papelerías alemanas bien surtidas —Staedtler, Pelikan, Adler, que se volvían para mí, entregado al oficio de escritor, lo que las jugueterías o las confiterías para los niños: mazos de papel de cualquier peso, textura y grosor, carpetas en tonos pastel, marcadores de trazo sutil en toda su gama de colores deseables, gomas para borrar sin huella, pegamentos que no embadurnan, plumas fuentes que no manchan y papel carbón como la seda, que aún se usaba entonces para sacar copias a máquina. El contacto con los objetos del oficio, la nemotecnia como sensualidad, ¿no lo decía ya Walter Benjamin?).

Un oficio que yo practicaba con la constancia de un mecanógrafo, en horarios estrictos que empezaban a las ocho de la mañana y se prolongaban invariablemente hasta el mediodía. A la misma hora que yo, al otro lado de la calle iniciaban también su labor, con igual disciplina, las costureras de un taller de modas. En las nocturnas mañanas de invierno, ellas encendían las luces de su taller y yo las de mi estudio, ambos a la altura del segundo piso, y en breves descansos de nuestras tareas nos asomábamos, ellas por turnos a su ventana iluminada, yo a la mía, para divisarnos de lejos como pasajeros de dos trenes con rumbos distintos que se cruzan en la noche.

La Helmstedterstrasse tenía por frontera, de un lado, la Prager Platz, doméstica y discreta —expendios de butifarras, carnicerías, panaderías, el consultorio de un dentista, un taller automotriz y la pizzería Taormina—; y del otro, la Berlinerstrasse, de elegancias ya perdidas —ópticas, boutiques, perfumerías, una tienda de música poco frecuentada que exhibía partituras en sus vitrinas—, pero que aún podía disfrutar de la vecindad del remanso arbolado del Volkspark hasta donde, al comienzo de mi estadía, yo solía llegar algunas tardes para descifrar La Metamorfosis de Kafka, en el penoso ejercicio de lectura en alemán que me había impuesto”.

Una ciudad dividida que era el ombligo político del mundo. Los vagones de madera del tren elevado pasaban raudos acercándose a la frontera, rumbo a la estación de Friederichstrasse. Y uno leía: ¡Atención! ¡Está usted dejando Berlín Occidental! Sarro sobre el rótulo donde estaba escrita la advertencia, el monte crecido, esqueletos de edificios, ventanas clausuradas, tablones, paredes en ruinas que sobrevivían  a la catástrofe de los bombardeos como un decorado de teatro. Las plataformas armadas con tubos en la Postdamer Platz para asomarse al otro mundo, y, detrás del muro, la tierra de nadie, un baldío, la cerca de obstáculos en cruz, las alambradas, calles partidas por la mitad, las  mujeres que se asomaban a los balcones de los edificios grises a cada lado para mirarse de lejos. El muro de cemento que parecía el largo convoy un tren de carga detenido para siempre en las vías, a un lado las torres de vigilancia, al otro la mole sombría del Reichtag incendiado por los nazis.

Gasté medio año aprendiendo alemán con un profesor particular que se presentaba cada tarde, pagado por el DAAD como parte de la beca, estricto en prohibirme que habláramos en inglés aunque yo ignoraba todo del alemán; y las mañanas de los primeros meses me ocupaba de cumplir el encargo pendiente de escribir un ensayo para el libro Centroamérica hoy, de diversos autores, y el mismo versaría sobre la cultura, que publicaría en México la editorial Siglo XXI, dirigida entonces por el legendario Arnaldo Orfila Reinal.

Me pasé horas investigando en los fondos del Instituto Iberoamericano en Lichtendorf, asombrosamente abundantes en lo concerniente a Centroamérica: desde folletos, revistas de provincia, libros y documentos que eran una rareza, hasta los directorios telefónicos de cada país. Era un palacete de amplios jardines y salones acogedores, llenos con el sol de aquel verano, donde se había filmado no hacía poco la película Cabaret, dirigida por Bob Fosse, con Liza Minelli y Michael York, un musical basado en la novela de Christopher Isherwood y que pasó en cartelera en los cines de la Kurfürstendamm todo el tiempo que vivimos en Berlín.

En octubre había terminado mi ensayo que se llamó Balcanes y Volcanes, una alusión para nada velada a la fragmentación histórica de centroamericana y a su violencia explosiva; y enseguida me tocó escribir el prólogo para la edición alemana de El pensamiento vivo de Sandino, publicada en San José un año antes.

Entre tanto, en septiembre vino el golpe militar que derrocó al gobierno de la Unidad Popular en Chile, y, junto con alemanes y latinoamericanos residentes en Berlín, empecé a ocuparme en auxiliar a los expatriados que lograban salir de sus refugios en las distintas embajadas en Santiago mediante salvoconductos gestionados por el gobierno del canciller federal Willy Brandt. Entre esos asilados llegarían Antonio Skármeta, quien se quedó en Berlín, y Ariel Dorfman, quien se estableció en Ámsterdam.

De modo que no pude empezar ¿Te dio miedo la sangre? sino ya avanzado el año, y pronto me di cuenta que sería una tarea imposible terminar antes que se venciera el plazo de la beca, inflexiblemente improrrogable. Entonces vino en mi auxilio otro ángel guardián, Herman Schulz, quien dirigía la editorial Peter Hammer en Wuppertal.

Él publicaba los libros de Ernesto Cardenal, quien tenía muchos lectores en Europa, sobre todo después de sus Salmos; y, además de El Pensamiento vivo de Sandino, publicó en 1973 mi primer novela, Tiempo de Fulgor, traducida por Peter Schutze-Kraft y Ursula Schottelius, con un dibujo de portada de mi amigo berlinés el pintor Dieter Masuhr, el mismo autor de las viñetas que ilustran esta edición.

Herman recurrió a Johannes Rau, para entonces ministro-presidente de Renania-Westfalia, y quien luego sería presidente federal de Alemania. Presidía la fundación Hertz, que consagraba la memoria de Rudolf Hertz, el descubridor de la propagación de las ondas electromagnéticas, y en cuyo homenaje fueron bautizados los hercios. Se trataba de una fundación científica; pero en Alemania la literatura es también una ciencia, Literaturwissenschaft. Y así, fui becado por un año más.

En el verano de 1975 emprendimos el regreso a Nicaragua. Aquellos dos años en Berlín habían significado una experiencia deslumbrante y aleccionadora para nosotros y para nuestros hijos, ahora perfectamente bilingües.

Llevaba mis sesiones de dos y hasta tres tandas diarias en el cine Arsenal,  adonde no fallaba aunque nevara o soplara la ventisca, haciéndome sabio en cine en aquella universidad a oscuras, frente al haz de luz. Todo el neorrealismo italiano, toda la nouvelle vague francesa, todo el cine alemán de entre guerras, el cine japonés y latinoamericano, los ciclos de westerns clásicos, cumpliendo el posgraduado de la carrera que había empezado al lado de mi tío Ángel Mercado en la caseta de proyección de su cine en Masatepe, donde yo actuaba como operador a los doce años de edad.

Las funciones de domingo escuchando a la Orquesta Filarmónica de Berlín dirigida por Herbert Von Karajan, sentado frente al proscenio de la orquesta como si tuviera a mi lado a mi abuelo músico Lisandro Ramírez, y como si él mismo me hubiera llevado de la mano hasta aquel asiento para escuchar el Triple Concierto de Beethoven, que desde entonces puedo seguir con mi memoria, compás tras compás; la Quinta Sinfonía de Mahler, o el Réquiem Alemán de Brahms. Las galas en la Deutsche Oper, y mi amor desde entonces por los fastos y las voces de la ópera, de Mozart, a Verdi, a Donizetti, a Offenbach, a Richard Strauss.

Las puestas de las obras de Bertol Brecht en la Berliner Ensemble y en la Volksbühne al otro lado del muro, Klaus Maria Brandauer en El círculo de tiza caucasiano; y las puestas de Peter Stein en la Schaubühne am Halleschen Ufer, conmigo siempre el recuerdo de Los veraneantes de Máximo Gorki.  Y tardes enteras recorriendo la pinacoteca del museo de Dahlem, tantas veces frente al cuadro La fuente de la juventud de Lucas Cranach, que tampoco ya jamás olvidé.

Y la literatura alemana en la que entré ávido, una vez que pude desentrañarla, mis lecturas de Henrich Böll, algunos de cuyos cuentos traduje, y de Günter Grass, sólo para empezar de atrás para adelante, y mis lecturas de Kafka y de Thomas Mann.

Y llevaba conmigo, sobre todo, esta novela terminada, aunque entonces empezaban a soplar otros vientos, y a la hora de ocuparme de su publicación ya tenía, de nuevo, otras preocupaciones, la primera de ellas mi parte en la conspiración para derrocar a la familia Somoza, tarea en la que me involucré de lleno al apenas regresar.

¿Te dio miedo la sangre? fue lo último que escribiría al advenir la lucha revolucionaria, sin que pudiera retomar mi oficio sino diez años después, cuando empecé Castigo Divino, en medio de los fragores de la guerra civil que asolaba a Nicaragua, el Frente Sandinista ya en el poder, y yo cargado de responsabilidades políticas que no me daban tregua, una agenda sorpresiva cada día.

Cuando en 1975 fui electo vicepresidente me dije, como quien se asoma a un abismo, que si seguía sin escribir, dejaría de ser escritor para siempre, y la sola idea me aterró. Por eso me empecé a levantar en las madrugadas para cumplir con mi ración diaria de escritura hasta terminar Castigo Divino.

Aunque prácticamente abandoné a su suerte ¿Te dio miedo la sangre?, fue publicada en 1977 en Caracas por Monte Ávila, y luego en 1979 en Barcelona por Argos Vergara, gracias al entusiasmo de Carlos Barral. Y fue traducida al inglés, al alemán, al portugués, al holandés, al esloveno, al noruego y al ruso.

Fue un libro crucial en mi vida de escritor, el primero que yo escribía fruto de un trabajo de tiempo completo, y en muchos sentidos, hijo de mi nostalgia por Nicaragua, entonces tan lejana.

Probé entonces que desde la distancia se pueden ver más de cerca las heridas de un país que nunca ha dejado de dolerme y mantenerme despierto, y que mis personajes adquirían relieves definidos como si los mirara a través de una lupa: conspiradores fracasados, militares que pagan la rebelión con sus vidas, prisioneros conviviendo en jaulas contiguas a las de las fieras, exiliados sin fortuna, y buhoneros errantes, cantineros de cabarets de mala muerte, tríos de músicos pobres arrastrados por el turbión de la violencia. Y la obscenidad de la corrupción, elecciones fraudulentas, aún las de reinas de belleza, la Nicaragua de los cuarteles y de los burdeles. La historia que siempre se repite.

Masatepe, enero de 2018.

(Prólogo a la edición comemorativa de la novela ¿Te dio miedo la sangre?, con motivo del Premio Cervantes. Fondo de Cultura Económica, Madrid, abril 2018).

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Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.