Cuentos

27 septiembre, 2018

La magia del Joe Domínguez

En el principio era solamente el Joe, si acaso Viejo Joe, a veces sin la e y con una u, como Viejo William o Viejo Víctor, pero ya en esa época quería ser un mago, al estilo de Houdini, conocen a Houdini, muchachos, el hombre que era encadenado dentro de una caja fuerte y arrojado a las profundidades del océano y luego salía a la superficie, y respiraba y nadie entendía cómo se había liberado, bueno, yo voy a ser mejor que él, un alquimista, saben lo que es un alquimista, no puedo explicarles ahora lo que es un alquimista, el mago que convierte el plomo en oro, el hierro en oro, la mierda en oro, eso es un alquimista, y de una se gastaba dos o tres malabares que dejaban boquiabiertos a los niños del Hotel.

El Joe había nacido avispado y tenía la elegancia y el aguaje de los mulatos bien acomodados. Con las nalguitas paradas y los dientes bien blancos era el manjar preferido de las gringas que llegaban al Hotel Bellavista. Pertenecía a un clan de viejos pescadores que vivía a la entrada del barrio pero sus padres, maestros de escuela primaria, se habían mudado a una casa más decente detrás de los hoteles, y cuando lo comenzamos a llamar el Mágico Joe hacía sexto de bachillerato en el Gimnasio Cartagena de Indias, y era uno de los mejores de su clase, lo cual no quería decir mucho porque el Cartagena de Indias era el refugio de la gente más dañada de la ciudad.

La verdad es que tenía más pinta de pelotero, puro short stop natural. Fue por eso que lo bautizamos el Mágico Joe. Una tarde le agarró un roletazo al Chiqui Pineda, un jardinero derecho que había jugado con Luis de Arcos y Abel Leal, nada menos, y estaba cogiendo anchova con nosotros en un playón de Marbella. El Chiqui la chocó entre short y tercera y el Joe voló con el guante de revés y en el aire lanzó a primera donde mataron a Pineda. Fue una atrapada de grandes ligas y Francisco Valverde, su amigo, que estaba imitando la voz de Napoleón Perea, exclamó “tremenda jugada del Mágico Joe Domínguez” y desde entonces se quedó así, y le gustó el apodo y se dio cuenta que era mejor que Pepe Domínguez que era el nombre artístico que pensaba utilizar cuando fuera un mago de cartel.

Ese mismo día el Chiqui le dijo que se fuera a practicar con la novena de Getsemaní pero al Mágico la idea no le sonó, lo mío es la magia, mi hermano, y voy a ser el mago más grande del mundo, y enseguida repetía la frase favorita de Kalimán, El Hombre Increíble, no hay fuerza más poderosa sobre la tierra que la voluntad del hombre, y luego sonreía y comenzaba a mirar a una gringa y decía esta mona tiene que conocer la magia del Joe Domínguez, y por la noche era bien fijo que el Mágico Joe estaba pasándole el brazo por el hombro y luego la coronaba en la playa mientras nosotros preguntábamos y cómo lo hace, cuál es el secreto, qué se unta el Mágico Joe, pero él, bien sobrado y hazañoso, respondía:

– Esta es la magia del Joe Domínguez.

Y cuando decía esto doblaba su pierna derecha y formaba un cuatro con la zurda, y levantaba las manos, las palmas hacia el cielo, como si quisiera recibir nuestros aplausos.

Sin embargo, el Joe no era perfecto y todavía le faltaba mucho aprendizaje.

Sus talentos tropezaron cuando quiso enamorar a María Clara Fuentes Navarro, una mona bien fina que vivía en El Cabrero, cerca de la casa del presidente Rafael Núñez. Daban una fiesta de grado del Colegio de La Presentación y nosotros entramos de colados, con zapatos de charol, pantalones Terlenka y camisas Primavera, muy elegantes, y fuimos mirando el personal que se exhibía, sin atrevernos del todo a bailar, porque no estábamos invitados. El primero en probar suerte fue Francisco Valverde que sacó a una morena bien buena, y luego el Mágico Joe se animó y llegó hasta donde reposaba María Clara Fuentes Navarro, quien se lo quedó mirando y le dijo:

– Yo no bailo con negros, gracias.

Y enseguida las amigas de María Clara soltaron una carcajada que estalló como una bomba atómica en el corazón de todos nosotros.

El Mágico Joe se sintió como una pila de mierda, así de simple y sin metáforas. Todo su aguaje se vino al suelo y todavía María Clara lo pordebajeó más cuando aceptó bailar con un mariquita empolvado que era cadete de la Escuela Naval, y estaba vestido con su uniforme blanco y sus guantes de seda, y era toda una catedral, esto último hay que reconocerlo. El Mágico Joe, que en ese momento no lo era, le metió un empellón al cadete y les dijo a ambos que a él no se le podía faltar el respeto de esa manera. Fue Francisco Valverde quien intervino para evitar la bronca. “Fresco, viejo Joe, take it easy”, y uno de nosotros agregó: “Esa hembra no se lo merece”.

Pero el Joe notó que lo estábamos compadeciendo.

De regreso por la avenida, el Mágico Joe dijo en voz alta, casi sin darse cuenta:

– Yo no soy tan negro…Yo soy moreno…

Y otra vez le dijimos que fresco, que se olvidara del asunto, pero él dijo que algún día, muchachos, tarde o temprano, esa hembra, cómo es que se llama, María Clara Fuentes Navarro, esa hembra va a conocer la magia del Joe Domínguez, y me va a pedir perdón, lo mismo el mariquita empolvado del cadete…

Desde ese día, el Mágico Joe le montó una perseguidora bien brava a María Clara. A veces se quedaba toda la tarde en el Parque Rafael Núñez y se concentraba tratando de comunicarse telepáticamente, al estilo Kalimán y Solín, con su objetivo. Subía a la casa del ex presidente y miraba hacia el cuarto donde María Clara estudiaba. No la podía ver pero de todas formas la invocaba con la mente. Se olvidó de las gringas y de las cachaquitas del Hotel y toda su energía la dirigió hacia la mujer que lo había pordebajeado. Para decirlo en términos de radionovela, parecía más un asesino al acecho de su víctima que un galán enamorado; buscaba más una cruel venganza que un amor puro y verdadero. Y la hembra sólo le soltaba desprecios e improperios y le paseaba al cadete por delante de sus amplias narices.

El Mágico, sin embargo, no se daba por vencido. Tenía una paciencia infinita pero había perdido algo de su aguaje y su sabor. Si se ponía muy altanero, enseguida le preguntábamos cuándo se iba a levantar a María Clara Fuentes Navarro y él respondía, saben qué, ese asunto no se me ha olvidado y cuando yo me pasee por la Avenida Santander con María Clara, ustedes van a conocer la verdadera magia del Joe Domínguez…

Nunca le creímos y los años pasaron con su pernicie y ya nos parecía que el Mágico era un hablador, y que era mejor seguirlo llamando Viejo Joe como cualquier camaján de barrio. Pero una noche, para que supiéramos que estaba hablando en serio, nos mostró visa y pasaporte y nos informó que la próxima semana arrancaba para los Estados Unidos, más exactamente para la ciudad de Los Angeles, donde estudiaría Magia, y cuando yo regrese en uno o dos años, toda Cartagena y todo este barrio, se va a quedar con la boca abierta, atónita, así como lo oyen, saben cómo es, atónita, a–tó–ni–ta, que hasta en el Diario de la Costa van a decir que el Mágico Joe Domínguez convierte la mierda en oro, saben cómo es, y no pregunten qué significa la palabra atónita, para eso está Francisco Valverde, quien desde hace dos años se está aprendiendo un diccionario y no ha podido pasar de la A, y de inmediato nos hizo unos trucos bien jopéricos y nosotros le dijimos que si quería llegar a ser un mago de verdad tenía que cambiar sus números mediohuevos por una nota bien efectiva.

Y lo hizo. Pero todavía es demasiado pronto para contar de qué manera.

Antes de su viaje, le hicimos una fiesta de despedida en el Bellavista y en la madrugada –como era ya costumbre– nos fuimos a la playa, y Francisco Valverde, bajo los efectos de la hierba bendita, dijo que había tenido visión y que el Mágico Joe iba a llegar bien lejos y que iba a comerse a todas las mariaclaras fuentesnavarros del mundo, y que se acordara de él cuando estuviera en el paraíso, porque el mundo era de los valientes y no de los cobardes perniciosos como nosotros.

Cuando la marea nos despertó con olas blancas y espumosas, ya el Mágico Joe se había esfumado, y sobre nuestras cabezas volaba un avión, pero no era el del Joe –como sucede en las películas– sino un avión cualquiera que seguramente iba a Bogotá o a Medellín. En todo caso el Joe se había ido, en ese o en otro avión, y durante mucho tiempo no supimos de su paradero ni de su magia aunque sus padres decían que sólo le faltaba un semestre para convertirse en mago profesional.

En el barrio, sin embargo, comenzaron a murmurar con maledicencia y afirmaban que en realidad el Mágico Joe había viajado a Los Ángeles para someterse a un tratamiento blanqueador, y que de esa ciudad viajaría a Alemania para conseguir unos lentes de contacto de color verde que no se conseguían en ninguna óptica de Cartagena.

Una noche de temporada baja –muchos años después, como diría alguien, pero no tantos para ser más precisos– lo encontramos en el Hotel, sentado en un mecedor de madera con una Heineken en la mano, escuchando salsa de New York en una potente grabadora Sony que todavía tenía el plástico del empaque. Llevaba una cadena de oro en el cuello y un anillo de rubí en su anular izquierdo y de entrada nos advirtió que ni por el putas le fuéramos a hablar de magia pero que lo podíamos seguir llamando el Mágico Joe Domínguez, porque ahora más que nunca conocía los secretos de su oficio.

Y tenía toda la razón.

Al poco tiempo, en una noche de viernes, lo vimos con una camisa desabotonada y zapatos de diseño italiano –no hay quien les gane a los italianos en diseño y en autos, son los mejores, esta pinta la compré en New York, saben cómo es– cabalgar una Harley Davidson de alto cilindraje en cuya grupa se acomodó una mona cuarto bate que le pasó los brazos por la cintura.

Nosotros no creíamos lo que veíamos. Era María Clara Fuentes Navarro, todavía sin trabajar y con la experiencia de tres años de estudio de artes escénicas en una academia de New York. Allá se la había levantado el Mágico y la hembra estaba bien tragada y había interrumpido los estudios para casarse con el Joe.

El Mágico la había embrujado y ahora exhibía el trofeo por las calles del barrio y las discotecas de Bocagrande. Le metía unas martilladas bien públicas y ya en toda la ciudad se decía que se la estaba comiendo en una residencia de Barranquilla. Para las damas cartageneras, había sido un error de los padres enviar sola a la muchacha a un país tan degenerado como los Estados Unidos. María Clara se sintió muy deprimida y como tenía temperamento de artista –que era una manera aristocrática de decir que era bien puta– el Mágico había aprovechado la papaya y la había invitado a salir varias veces hasta levantársela.

Ahora el Mágico la tenía en su poder y era el amo de su cuerpo. Pero ese era sólo el primero de una lista de milagros nunca vistos en la historia.

Al principio nos asombraba pero después fue una costumbre ver al Mágico Joe Domínguez, bien aguajero, descender de su Ranger Ford con sus tres guardaespaldas y una botella de Chivas en la mano. Entonces nos decía, saben qué. muchachos, la acabo de botar por los 410 y nosotros no entendíamos de qué estaba hablando. Pero cuando compró par de apartamentos en El Laguito y remodeló la casa de sus viejos comprendimos la naturaleza de su magia y supimos en verdad que era efectiva y producía costosos milagros.

El Joe empezaba a ser el gran putas de la pradera y por eso nos pareció natural que en las páginas sociales se anunciara su matrimonio con la distinguida joven cartagenera María Clara Fuentes Navarro. Allí estaba su foto sonriente, al lado de la mona que unos años antes lo había humillado y ofendido. Las malas lenguas decían que la familia Fuentes Navarro estaba quebrada y debía catorce meses al Club Cartagena. El Joe iba a pagarlas de contado con un cheque de caja menor, según sus propias palabras.

La boda fue por lo alto, con pajecitos y damitas de honor y Gobernador de Bolívar incluido, y un cura que dijo en la misa que un hombre humilde había recibido los beneficios del cielo y ahora quería compartirlos con sus hermanos y por eso el Señor lo premiaba con una hermosa niña a la que él mismo había bautizado, años atrás, en esa misma iglesia donde ahora la entregaba a un hombre generoso –el cura a veces se repetía– para que fueran una sola carne. Estábamos en la última fila pero nos sentíamos orgullosos porque el Mágico Joe parecía borrar en nuestro nombre una ofensa antigua y realizar un sueño que siempre se nos escapaba.

A la salida de la iglesia lo abrazamos y él nos dijo, en un estilo bien bíblico, que adónde él iba nosotros no podíamos seguirlo. Se montó en un Mercury años 40 y fue a pasar su noche de bodas en un hotel de las Bahamas. Luego los diarios publicaron que el comerciante José Domínguez Lambis y su señora estaban pasando su luna de miel en el Caribe, qué suerte la del Joe, un veterano, decíamos casi con envidia, muy vivo, el hombre tiene su carisma, o como él mismo dice esa es la magia del Joe Domínguez, y desde esos días se le vio poco por el Hotel y sólo sabíamos de su rumbo cuando su foto aparecía con senadores y políticos y sacerdotes que le pedían billete para hacer campañas políticas y obras de caridad en los barrios populares.

Pero no hay paraíso sin serpiente. O como dicen por ahí, todo lo que sube tiene que bajar. Así es la vida…

Los días negros del Joe Domínguez comenzaron una noche cuando apareció de repente en el Bellavista y nos invitó a conocer su finca. Estaba en su apogeo, contento de cumplir 28 años y tener dos hijos varones, una nena recién nacida y una fortuna que no sabía cómo gastar. Acababa de coronar una mercancía en Los Ángeles y regalaba plata, tenis Adidas y cajas de whisky Sello Negro, habanos Partagás y motos de alto cilindraje. No creía en nadie y cuando parqueó su Trooper frente a las escalinatas del Hotel nosotros sabíamos que estábamos por su cuenta.

La finca del Joe se nos abrió lujuriosa bajo las estrellas, con cuatro hembras que estaban en bikini junto a una piscina que tenía forma de trébol de cuatro hojas. El Joe mismo la había diseñado y nos explicó que cada hoja correspondía a un nivel de profundidad aunque ya sus hijos nadaban en la más profunda. El Joe estaba más hazañoso que nunca, y de entrada nosotros vimos que el hombre sólo quería que le rindiéramos pleitesía. Las hembras sólo lo atendían a él pero uno de sus escoltas nos servía el whisky y no permitía que en nuestros vasos faltara el hielo. A eso de las tres de la madrugada, el Joe chasqueó los dedos y otro de su guardaespaldas le trajo un estuche de donde sacó un par de pistolas Beretta con empuñadura de nácar y se puso a jugar con ellas al estilo de los vaqueros del oeste, quieres probar la magia del Joe Domínguez, ah, quieres probar la magia del Joe, ah, y las hembras fueron las primeras en asustarse y levantarse, y entonces el Joe nos fue apuntando uno por uno, quieres probar la magia del Joe Domínguez, ah, quieres probar la magia del Joe Domínguez, y otra vez nos apuntaba y a veces disparaba al aire, y nosotros bien cagados del susto le decíamos fresco Viejo Joe, take it easy, somos amigos y él se reía de nosotros y nos servía un trago como un buen anfitrión y decía en un tono compasivo, mis amigos del Hotel, ay mis amigos del Hotel, y se reía y volvía a apuntarnos, quieres probar la magia del Joe Domínguez, ah, y disparaba y los escoltas se reían y él también se reía hasta que Francisco Valverde, bien emputado, le dijo que lo matara, mátame, mátame, si quieres, pero el Joe se le quedó mirando y le dio una de las pistolas y le dijo que caminaran a la playa para practicar puntería, y Francisco Valverde agarró el arma y lo siguió, y más atrás se fueron los escoltas y nosotros cerrábamos el grupo, fascinados por la proximidad de una desgracia. Francisco alcanzó a tumbar un par de latas de cerveza Aguila pero el Joe le dijo que una cosa era tirarle a un par de latas y otra muy distinta dispararle a otro sujeto que nos amenaza con una pistola, y luego apuntó a Francisco Valverde y éste también levantó la pistola y también le apuntó, de tal manera que el par de hijueputas se estaban apuntando entre sí, mientras nosotros pensábamos que uno de ellos iba a dormir en la Funeraria Lorduy y yo creí que iba a ser el Joe porque Francisco estaba embalado y el Joe no tenía nada en la cabeza, sólo Chivas, y se demoraron casi una eternidad apuntándose el uno al otro, y el viento de la playa silbaba y a lo lejos se oía el rumor de las olas, y los dos se miraban como en un duelo de vaqueros y al final comenzaron a reírse y luego se abrazaron y nosotros suspiramos y les dijimos que se dejaran de maricadas.

Pero la noche apenas iniciaba y en el aire se presentía un ritmo endemoniado como si en unas cuantas horas fueran a suceder cosas capaces de modificar el ritmo de nuestro universo. Parecía que el asunto de las pistolas estaba cancelado y yo temía que de pronto el Joe nos involucrara en el juego de la ruleta rusa o cosa parecida. Pero no sucedió. Se quedó un rato en silencio y entonces se sirvió un trago y preguntó si nos acordábamos del mariquita empolvado que había bailado con María Clara, en la fiesta de grado del Colegio de La Presentación. Nosotros ya nos habíamos olvidado del cadete porque habían pasado muchos años pero todavía recordábamos el incidente. El Joe nos volvió a preguntar, se acuerdan, se acuerdan ustedes dos –se acuerdan o no se acuerdan– de lo que les dije una noche en las escalinatas del Hotel, se acuerdan o no se acuerdan, claro que se acuerdan, y nosotros respondimos que sí y el Joe chasqueó otra vez los dedos y yo miré a William y me acomodé en mi asiento y me empujé pleno el trago de whisky.

Uno de los escoltas regresó con un hombre de cara fatigada, vestido con una guayabera blanca. Lo reconocimos enseguida y a pesar de que ya tenía entradas laterales en el cráneo y cierta derrota en la mirada conservaba aún las huellas de una prestancia aristocrática y varonil. Tenía las manos amarradas sobre la espalda y permanecía de pie ante nosotros sin pronunciar una sola palabra. El Mágico Joe solamente dijo: «Este es el cadete». Y enseguida le dio un manotazo en los testículos. El hombre se dobló y luego cayó a los pies del Joe cuando el escolta le propinó un golpe por la espalda. El Mágico entonces le colocó el zapato sobre el cuello. Y allí se lo tuvo unos minutos mientras se reía y saboreaba su whisky. Nosotros también comenzamos a reírnos, hay que reconocerlo, somos unos hijueputas. El William fue el primero en levantarse de su silla para darle una patada en las costillas. Yo lo secundé y le metí un puntazo en el estómago. Francisco Valverde apenas nos miraba y sólo alcanzaba a decir ya está bien, muchachos, se acabó la diversión, pero nadie le hacía caso. El Mágico, William y yo levantamos al cadete por los aires y lo arrojamos de cabeza a la piscina menos profunda. El hombre emergió con la nariz ensangrentada y otra vez, fuera de la piscina, el Mágico Joe lo levantó a coñazos, mientras le repetía que a él nunca se le podía faltar el respeto. Allí quedó tendido el cadete. Luego el Mágico Joe volvió a sentarse y nos preguntó si queríamos más whisky. Nosotros le dijimos que sí.

A los pocos días se comenzó a hablar de la desaparición del cadete que ya para entonces era, según decían los diarios, capitán de fragata. Yo pensaba que cualquier día iban a tocar a mi puerta a preguntarme si alguna vez había visto al capitán Miguel Pestana. Por esos días dejé de frecuentar el Hotel.

El cadáver nunca apareció y aunque la ciudad toda sabía que el autor del crimen había sido el Mágico Joe Domínguez, nadie se atrevía a inculparlo. De todas formas, como dijo Francisco Valverde, fue una cagada innecesaria porque el Joe no tenía necesidad de quebrar a nadie, y aunque él siempre negó su participación en los hechos había un dejo de arrogante victoria en su voz, un aguaje que ya no era de clase parda ni de bacán de playa sino de hombre altanero, capaz de sobrepasar cualquier límite.

Desde esos días ni él ni nosotros fuimos los mismos. Lo fuimos perdiendo de vista y aunque lo seguíamos considerando un bacán a veces pensábamos que se había vuelto demasiado atarbán. Ahora no aparecía por el Hotel y sólo nos llegaban vagas referencias de su conducta. Decían que se había separado de María Clara y que estaba a punto de casarse con una reina de belleza. Nosotros no creímos tales chismes porque con todo lo atrabiliario que podía ser, el Mágico Joe siempre nos había dicho que la única debilidad de su vida era la familia.

Pero era cierto. Las hermanas de Francisco Valverde lo contaron una noche en las escalinatas del Hotel. María Clara le había preguntado si él era el asesino del cadete, y el Mágico Joe –al estilo de Al Pacino en la segunda parte de El Padrino– le dijo que no pero María Clara le aseguró que había sido él y le dio una cantaleta al mejor estilo cartagenero y le gritó en plena cara que a pesar de tener toda la plata del mundo seguía siendo un negro. El Mágico Joe le dijo que se había aguantado una humillación pero no dos y que lo mejor era separarse, y María Clara dijo que sí, que ella no quería seguir viviendo con un negro asesino, y el Joe hizo un disparo y María Clara le dijo que la matara, pero unos minutos más tarde, alertados por los vecinos, llegaron los papás de María Clara y le rogaron a su hija que le pidiera perdón a su marido, y María Clara le pidió perdón pero el Mágico Joe dijo que él no era Jesucristo y que no podía pasarse la vida perdonando, y entonces el papá de María Clara le mentó la madre y le volvió a decir que era un negro hijueputa, y la temperatura de esa discusión iba subiendo, hasta que el Mágico se fue de la casa no sin antes gritar que se iba a conseguir una negra más buena que todas las perras finas de Cartagena.

Y a los pocos meses lo hizo.

La nueva esposa del Mágico era, como dicen los locutores, una escultura de ébano, con ojos negros, nalgas macizas y movimientos de gacela. Había sido candidata del Chocó al Reinado de Belleza pero sólo había alcanzado el título de segunda princesa, algo que a todas las señoras del barrio y a muchos periodistas les pareció injusto. Nosotros la vimos en el Hotel Bellavista, donde se ofreció la recepción. Esa vez no estuvimos cerca de la mesa del Joe porque a su lado se habían sentado concejales, mafiosos y senadores. El Joe dijo esa noche, antes de viajar a Panamá donde iba a casarse, que su mujer era más hermosa que todas las reinas de belleza que coronaban en el Teatro Cartagena pero que nadie iba a permitir que una negra representara a Colombia en Miss Universo. Y todos los políticos celebraron su ocurrencia.

A su regreso de Panamá, seis meses después de su luna de miel, el Mágico Joe se encontró con la noticia de que un cargamento marcado se le había caído en Los Ángeles y la DEA lo había identificado como exportador. La misma foto de su matrimonio apareció en la página de Sucesos, pero sin María Clara, y ya no se leía que era comerciante sino “el presunto narcotraficante José Domínguez Lambis”. Pero al Mágico Joe esa falta de objetividad periodística no le importó.

Para nosotros, el asunto no era la posible captura de Joe sino la dificultad de aceptar que venderle perico a los gringos fuera un delito de cadena perpetua y menos que se persiguiera a un bacán tan efectivo como el Mágico Joe Domínguez cuyo único pecado era ser millonario y compartir su riqueza con los pobres. Sin embargo, cuando en Bogotá mataron a un ministro que defendía la extradición, al mágico Joe le tocó esfumarse y mucha gente dijo que le había tocado rematar dos apartamentos que tenía en Santa Marta porque se estaba quedando corto de billete para sobornar a la policía.

Era el final aunque nosotros no lo presentíamos. Creíamos que el Joe poseía poderes sobrenaturales y mágicos escondites. Una noche, con dos órdenes de captura en su contra y para que todo el mundo comprobara la grandeza de su magia, se dio el lujo de aparecer por el Hotel con dos de sus escoltas. Estaba vestido de negro como un superhéroe nocturno y llevaba un sombrero adornado con una cinta roja. “Muchachos, ahora soy el hombre invisible”, nos dijo con su tono hazañoso y confesó que se estaba gastando un billete largo para distraer a la policía.

“Sólo ustedes me pueden ver pero ni la DEA ni James Bond ni el F 2 me conocen y cuando me buscan yo desaparezco en la noche porque sigo siendo el mejor mago del mundo. Y todavía tengo guardado lo mejor de mi repertorio”.

Reímos con él y le dijimos que en verdad era el mejor mago del mundo pero en el fondo sabíamos que había venido a despedirse. Le advertimos que tuviera cuidado y él aseguró que estaba rezado y que las balas no le entraban. En la madrugada desapareció en un taxi, no sin antes hacer un cuatro con sus dos piernas, levantar las manos con las palmas hacia el cielo, y decir: “Esta es la magia del Joe Domínguez”.

Fue la última vez que lo vimos. Durante casi dos años, su magia fue indescifrable para la policía que casi lo había dejado de perseguir. Pero su muerte apareció reseñada en las primeras páginas de los periódicos y a pesar de que era previsible resultó confusa. Había sido baleado por una banda rival en una cafetería de Medellín. Mucha gente del barrio no quiso aceptar que el Joe estuviera muerto. Sus padres y sus dos mujeres no dejaron ver el cadáver. Lo enterraron en secreto en un panteón familiar que él mismo se mandó construir. Hay quienes dicen que en el ataúd del Mágico Joe Domínguez sólo había un montón de piedras, que toda su muerte fue un montaje para burlar a las autoridades y a la misma DEA. Hay otros que dicen que el Mágico Joe se hizo una cirugía y anda tranquilo en Panamá con un nombre cambiado.

Sabemos que con el Mágico Joe cualquier cosa puede suceder. El William y yo estamos convencidos de que un día llegará de incógnito al Hotel. Al principio no lo reconoceremos. Y hablaremos con él toda la noche. Luego, al despedirse, doblará su pierna derecha, levantará las manos, palmas hacia el cielo, y en ese tono bien aguajero que ahora resulta inolvidable nos dirá:

– Muchachos, esta es la magia del Joe Domínguez…

Nota: Este cuento forma parte del libro Hotel Bellavista y otros cuentos del mar (2002).


 

El cofre

Era sábado por la mañana y mi mujer había llevado a la niña a casa de sus abuelos. Iban a pasar el día con mis suegros. Yo quería caminar bajo el sol, ir a un parque, mirar hembras en un centro comercial, comerme un buen sancocho. Pero cuando ya estaba saliendo timbró el teléfono y supe que se me dañaría el almuerzo. A la larga eso fue lo de menos. Lo peor fue cuando me soltaron la bolsa negra en la puerta del cementerio.
—¿Ulises Lopera?
—Sí, ¿quién habla?
—Hermano, qué alegría escucharlo.
—¿Ortegón?
—El mismo, viejo Uli, el mismo. Veo que no se ha olvidado de su ídolo.
—¿Qué hay de su vida, gordo?
—Ahí, por las buenas no más. Se hace lo que se puede.
—¿Y ese milagro?
—¿Milagro? Milagros los que usted hace en la Fiscalía, por ahí me han
contado.
—Ni tanto, gordo, ni tanto, esto de trabajar en la rama judicial es muy
jodido.
—Hermano, necesito un favor urgente.
—¿Qué pasó?
—No se lo puedo decir por teléfono. Vaya a la 26 y ahí lo recojo.
—¿La 26?
—Frente al cementerio.
—¿De dónde me está llamando?
Colgó.
Moncho Ortegón, el gordo.
Viejo amigo del barrio. No se le podía negar un favor. Trabajó un tiempo con mi padre desvalijando apartamentos. Después se independizó y por un tiempo se dedicó a vender esmeraldas.
Ahora manejaba el taxi del suegro, en el turno de la noche.

De seguro no había dejado de hacer sus torcidos. Tres años antes lo habían capturado por pertenecer a una banda que hacía paseos millonarios. Lo dejaron libre por falta de pruebas. Y me invitó a su casa a celebrar. Allí conocí a la mujer, a su hija y al suegro, un viejo canoso de mirada ladina y una cicatriz en la frente.

Ortegón, gordo hablador, buena gente, de una sola pieza, siempre echando chistes de doble sentido. Y con una suerte… Ese vergajo parecía rezado.

Llegué al cementerio.

Miré la figura con la guadaña y la leyenda en latín. Expectamus Resurrectionem Mortuorum. No pude dejar de pensar en la muerte. ¿Dónde me enterrarían a mí cuando muriera? A veces pensaba que era mejor que me incineraran.

Fumé un cigarrillo mientras esperaba. Adentro había parroquianos que le contaban secretos y le pedían dádivas a un muerto famoso llamado Leo Kopp, fundador de una cervecería. Decían que el hombre tenía fama de milagroso. Como el Divino Niño, pensé. Y miré a los fieles con cierta compasión.

Yo no creía en esas vainas.

Era un día soleado de cielo azul y nubes blancas. El sol brillaba limpio en lo alto del cielo. Me gustan los sábados por la mañana. Es el único día que tengo para mí. Y eso es algo que mi mujer ha aprendido a respetar. Un taxi viejo apareció en la avenida. Pitó.

El gordo asomó su redonda cabeza por la ventanilla del copiloto. Me acerqué y vi que a Ortegón le había crecido la papada del cuello. El que conducía era su suegro. Llevaba una gorra de beisbolista y hacía ronronear el carro. El viejo no soltaba las manos del timón. Hermano, qué gusto verlo, dije para saludar, pero Ortegón no me dio tiempo.
—Viejo Uli, guárdeme esto —dijo y a través de la ventanilla me entregó una bolsa negra—. Yo lo llamo más tarde.
El taxi arrancó y yo me quedé allí parado, agarrando la bolsa por el pescuezo como si fuera un pavo de Navidad. Ni siquiera tuve tiempo de decidir.
El gordo ya me había jodido.
Adentro de la bolsa había algo que pesaba.

Tuve que caminar hasta Colsubsidio para encontrar un buen restaurante. Todavía no era el mediodía y el lugar estaba vacío. Era un garaje reformado con bancas y mesas de madera donde podían acomodarse cuatro personas. La misma dueña, una mujer flaca y avejentada, vino a atenderme.

Cuando ordené la bandeja paisa, la mujer se retiró detrás de la barra y palpé el interior de la bolsa. Era un cofre rojo y pesado, frío al tacto.

El almuerzo no estaba mal. A excepción de la carne molida, vieja e insípida, el chicharrón y los frijoles tenían buen sabor, al igual que la rebanada de aguacate. Mastiqué mirando la bolsa negra que había dejado sobre la mesa. Y pensaba en el gordo Ortegón, en el lío que me estaba metiendo, porque yo tendría que guardar el cofre, tal vez en un cajón del armario, entre mis calzoncillos y mis medias. O tal vez en el canasto de la ropa sucia. ¿Dónde más? Arriba del clóset, en el lugar donde se guardaban las viejas maletas de cuero. De todas formas, mi mujer lo iba a encontrar.
Y yo tendría que darle explicaciones.

Lizarazo manejaba bien. Había que reconocérselo. En la carrera décima, siempre encontraba el lugar para acomodar su Chevrolet Swift y disputarle la vía a los buseteros. Sabía cerrarlos con primor. Y de vez en cuando les mentaba la madre. Eran hijueputazos claros que le salían del estómago.

Pero esa tarde no me había dicho a dónde carajos íbamos y eso era algo que comenzaba a preocuparme. A las cinco lo había visto salir de la oficina del jefe y me dijo que lo acompañara. Yo quería irme a mi casa. Pero ni modo de sacarle el cuepo.
—Oiga, Lopera, ¿usted se acuerda de la viuda de don Lácides Chaparro?
—¿El esmeraldero?
—Sí, el esmeraldero.
—Me acuerdo de él pero no de la viuda.
—¿Se acuerda del viejo?
—Claro, cómo no me voy a acordar, un señor de buena presencia. Siempre usaba la camisa y la corbata del mismo color.
—Cuando don Lácides murió, la viuda se quedó con unas piedras.
—Ay, Lizarazo, usted sí es mucho huevón, siempre dicen eso cuando se muere uno de los patrones. Comienzan a aparecer gotas de aceite, tunjos, esmeraldas y caletas por todos lados.
—Pero en este caso la viuda sí que tenía muchas joyas y de seguro también tenía encaletadas sus esmeraldas.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Es que el viernes pasado le robaron a la vieja. La sirvienta les abrió la puerta a los ladrones. Llevaba años con la viuda pero parece que la enamoraron.
—Nada nuevo. ¿Apuesto a que fue un policía?
—Quién sabe. Lo que sí es cierto es que esa condenada sirvienta era bien fea, ya tenía sus años, por ahí cuarenta y cinco, cincuenta. Toda una vida dedicada a la viuda. La trabajaron un par de meses y chao…
—¿Y qué se llevaron?
—La hija dice que se robaron unos dólares y un cofre con joyas.
—¿Un cofre?
—Eso es lo que dice la hija, la doctora Mélida Chaparro. Una mona gordita que tiene una casa de cambios en la avenida Jiménez. ¿No la conoce?
—No.
—¿Y sabe qué es lo peor?
—¿Qué?
—Que el jefe es muy amigo de ella. Le compra los dólares cuando se va de vacaciones a Miami. La doctora Mélida se los vende bien baratos.
—Entiendo.
—El viejo Lácides era íntimo del doctor Rebolledo… Y el jefe quiere a la doctora como si fuera una hermana. El caso es que el doctor Rebolledo me dijo que usted podría servirme de apoyo.
—¿Apoyo?
—La doctora Mélida quiere recuperar la mercancía. La viuda está muy triste desde que le robaron esas joyas.
—¿Y yo en qué puedo ayudar?
—El doctor Rebolledo sabe que usted es el propio.
—Esas joyas ya deben haber evolucionado. A lo mejor están en Venezuela o en Ecuador.
—No crea. La doctora dice que están marcadas con las iniciales del papá.
—Desengarzarán la piedra y fundirán el oro.
—¿Sabe quién se robó las joyas?
—¿Quién?
—No fue un policía, fue un taxista.
—No jodás…
—Y la sirvienta, ¿la encontraron?
—No la han localizado, parece que regresó a su pueblo. La estamos buscando.

Me puse a pensar que Lizarazo sabía más de lo que aparentaba y me estaba conduciendo a una trampa. No podía ser tan hijo de puta. Él no, pero el doctor Rebolledo sí. Por algo era el jefe.
—Al taxista lo capturaron anoche, pero no fuimos nosotros.
—Entonces, ¿quiénes?
—Personal de seguridad que trabaja para los esmeralderos. Lo localizaron por las placas. Le montaron una perseguidora bien brava. La doctora Mélida tiene sus enchufes, como dicen ahora. ¿Usted sí sabía eso, Lopera?
—¿Qué?
—Ahora ya no se dice contactos sino enchufes.
—Oiga Lizarazo, dígame a dónde vamos.
—Vamos a una bodega que queda cerca de La Sevillana. Lo noto nervioso, Lopera, ¿qué le pasa?
—¿Y qué carajos vamos a hacer allá?
—Ahí tienen al taxista. Lo han trabajado desde ayer pero el hombre no ha querido vomitar.
—¿No ha confesado?
—El hombre dice que no sabe dónde está el cofre.
—¿Usted estaba allí cuando lo trabajaron?
—No, no, cómo se le ocurre… Yo ni conozco al paciente. Pero el doctor Rebolledo sí lo visitó. Y le entraron sus dudas.
—¿Dudas de qué?
—No está seguro de que el taxista sea el hombre.
—Tocará consentirlo para que hable.
—Eso fue lo mismo que pensó el jefe. La gente de la doctora es muy aficionada. Por eso él quiere que nos encarguemos usted y yo. El doctor Rebolledo le debe mucho a la familia Chaparro.

Saqué mis gafas oscuras de marco dorado y me las puse. No quería aceptar que tal vez ya se me había venido la noche.

El domingo por la tarde, luego de un paseo por el parque, encontré a mi mujer sentada en la cama con el cofre abierto. Estaba extasiada probándose aretes, zarcillos, cadenas y brazaletes de oro. Con los anillos y las sortijas de brillantes, comprobaba que sus dedos eran demasiado delgados. Pero las gargantillas eran perfectas para su cuello.

Tal vez no advirtió mi presencia o no le importó responder a mi saludo.
—Ana Milena, ¿usted por qué abrió ese cofre?

Ella se volteó para mirarme solo por un instante. Levantó su brazo izquierdo para mostrarme una pulsera en forma de serpiente, cuyos ojos eran dos rubíes engarzados.

El sábado anterior, de regreso a casa, yo había abierto el cofre. Examiné el forro de terciopelo azul de donde colgaban aretes y almendrillas, y levanté la delicada espuma con orificios no tan profundos donde se acomodaban las prendas que mi mujer ahora se estaba probando. Encontré, además, nueve esmeraldas sin trabajar, cinco billetes de cien dólares, una estampa de La Mano Poderosa, otra de San Martín de Porras, un ojo de buey y algo que parecía un lustroso colmillo de animal, envuelto en mechones de pelo negro.

Decidí cerrar el cofre y guardarlo en una de las viejas maletas que se amontonan encima del clóset. Allí lo había encontrado mi mujer cuando se le dio por aspirar toda la casa.
—¿Quién es I. de CH? —me preguntó.
—No sé quién carajos es I de CH. —dije y fui hasta la cama.
—Pruébate esta que es para hombres.

Era una gruesa cadena con una esmeralda a manera de medallón. Fui a mirarme al espejo. Me quedaba mejor que la vieja cruz de hierro que me había regalado mi abuela. Luego ella puso sobre mi ombligo un escarabajo de oro con alas de zafiro y lo hizo descender hasta mis muslos. Nos dieron las doce de la noche contemplando las joyas. Me probé un anillo con las iniciales L.CH. Y un brazalete de mujer con circones engastados.

Fue entonces cuando la niña se despertó. Le empezó una tos rara. Pero no tardó en volver a dormirse.
Mi mujer dijo que muy pronto había que perforarle las orejas y regalarle unos topitos. Fue al baño y regresó desnuda pero enjoyada. Parecía una diosa egipcia, resplandeciente en la noche. Lucía una cadena de oro con zafiros y esmeraldas intercaladas.

Mientras me desnudaba y me acariciaba, acomodó pulseras y brazaletes en torno de mi mejor prenda, hasta cubrirla de oro.
Comencé a besarla.
Hicimos el amor, frenéticos, y le conté quién me había entregado el cofre.
Nos dormimos deseando que Moncho Ortegón no volviera a aparecer.

Cuando llegamos a la bodega Lizarazo se identificó. Un hombre de cara aindiada y pelo negro, cortado en forma de totuma, nos abrió una puerta de madera, recubierta de zinc. La bodega era larga, como una cancha de microfútbol. Había carros, llantas y manchas de aceite sobre el piso. En un rincón, el viejo taxi amarillo que reconocí de inmediato.

Lámparas de neón parpadeaban en el techo de cemento. Las polillas zumbaban alrededor.
Otro hombre gordo con cuello y cara de bulldog custodiaba al prisionero.
Dijo que se había desmayado.

Lizarazo le tomó al pulso. Pidió que lo despertaran con un baldado de agua. El hombre con cara de bulldog trajo una ponchera de agua y la volcó sobre la cabeza del prisionero. Pero el viejo no se movió. Lizarazo volvió a tomarle el pulso y esta vez acercó la cabeza al pecho del viejo.
—A este cliente se le acabó el gas —sentenció. —Ni se les ocurra llamar una ambulancia.

Nervioso, el hombre con cara de bulldog agitó el cuerpo como si quisiera revivirlo.
Lizarazo, contrariado, se volvió para mirarlo:
—Se pasaron de calidad y ahora sí que se metieron en un lío.
El bulldog intentó una respuesta pero Lizarazo lo atajó:
—Les toca arreglar esta mierda y fingir un atraco.
Lizarazo sonreía.
—Par de huevones…

Dudé en acercarme al anciano sin camisa, amarrado a la silla de madera. Estaba como un pollo muerto, con la cabeza gacha inclinada sobre su hombro. Cuando Lizarazo le levantó el rostro tardé algunos segundos en reconocerlo. Tenía los ojos hinchados y en su barriga florecían vejigas sembradas por el fuego de los cigarrillos. Algo de vello blanco le crecía en el pecho y todo su rostro era primitivo, como una figura de barro. La gorra de beisbolista estaba en el suelo cerca de su pie derecho. Con la jeta rota y los ojos hinchados parecía otra persona.

Quizás había hecho las veces de campanero. Estaría esperando a la salida de la casa de la viuda. O al revés. En todo caso ya no podía decirnos nada. Tendría que llamar a Moncho Ortegón para averiguarlo. Mejor dicho, esperar que él me llamara porque yo no tenía su número.

Los hombres se retiraron cerca de una columna de cemento pelado contra la cual se apilaban neumáticos, rines y llantas viejas. Busqué la identificación del muerto en el bolsillo de su pantalón. Pero el hombre de cara de bulldog me la entregó.
—Yo ni siquiera lo toqué… —dijo como disculpándose.
—Esos viejos son delicados. El mango les estalla en cualquier momento.
Lizarazo encendió un cigarrillo.
—Fue don Lácides el que lo mató —dijo el otro hombre, el que nos había abierto la puerta.
—¿Qué está diciendo?
—Eso era lo que pasaba cuando alguien intentaba robarle. Desde el más allá, don Lácides sigue haciendo sus trabajos.
—No hable mierda —dijo Lizarazo.
—Así era en vida, el que se metiera con don Lácides terminaba frito. Por eso al viejo lo respetaban.
—¿Usted todavía cree en esos cuentos? —preguntó Lizarazo.
—Se lo digo para que lo tenga en cuenta. Quién sabe si las joyas aparezcan pero el que las tenga no va a durar mucho en esta vida. En este negocio todo el mundo sabe que la mercancía de Don Lácides Chaparro es intocable.

A la medianoche mi mujer esperaba. Con el cofre abierto a un lado de la cama, volvió a hechizarme. Sus ojos arrechos destellaban en la noche. Jugamos toda la madrugada. Sobre mis muslos, caminaron la serpiente y el escarabajo de oro.

Antes del amanecer la niña nos despertó. No le pusimos atención a la tos. Tampoco le tomamos la temperatura. Le dimos una compota y la vomitó. La metimos en la cama con nosotros y le cubrimos el cuerpo con las joyas.
Se quedó dormida boca abajo. Pero entre sueños, yo sentía su respiración agitada.

La doctora Mélida Chaparro estaba con el jefe. Era mona, narizona y con cierta palidez cadavérica. No le sentaba bien el maquillaje. Parecía una payasa triste.
—Ese pobre viejo no tenía antecedentes—dijo el doctor Rebolledo—.
— Mélida, por favor, si tus muchachos no se quedan quietos, las cosas se van a complicar todavía más.
—No soy yo la que da las órdenes, ¿no lo entiendes?

La voz de la doctora era lenta y cavernosa. La pregunta más parecía un reproche.
—Ya me has hablado de eso… Una maldición —dijo el jefe sin disimular la sonrisa.
—Esas joyas están rezadas y si no aparecen de seguro va a haber más muertos. Será culpa de ustedes, no mía.
—Como esa película de La tumba del faraón.

El doctor Rebolledo sonreía. Se acomodaba el peinado engominado, cada vez que se inclinaba sobre la silla. Tenía su estilo, mi jefe, abogado sesentón de chaleco y sortija barata.
—Mi madre extraña esas joyas, Julio… Todas las mañanas las extendía sobre la cama, las acariciaba… Es como una forma de recordar a su marido. Y ahora…
—Lo entiendo, Mélida, lo entiendo.
—Se va a morir si esas joyas no aparecen.
—Mira, te voy a presentar al detective Ulises Lopera. Él conoce el medio de los esmeralderos de la Avenida Jiménez y la calle sexta. Va a hacer todo lo posible por ayudarte con ese cofre.
—¿No es demasiado joven?

Fuimos a la casa donde se había cometido el robo.
Doña Irene Ramírez, viuda de Chaparro, estaba sentada en un viejo mecedor de mimbre con la mirada ausente y un ramo de crisantemos en su regazo.
—No es Alzheimer, es algo parecido, ella todavía reconoce algunas cosas. Pero ha empeorado desde que perdió sus joyas —dijo la doctora Mélida acariciando el rostro de su madre.

Arriba de su cabeza, colgado en la pared, estaba el retrato al óleo de Don Lácides Chaparro. Era un viejo de rasgos afilados, con los brazos cruzados sobre su pecho y una mirada amenazante.
Parecía querer decirme algo.
Yo apartaba la vista pero él me perseguía con sus ojos.
Cuando salí de esa casa no podía borrar de mi mente el rostro del esmeraldero.

Al día siguiente me sentí agotado. Muerto de sueño.
Mi mujer había vuelto a jugar con las piedras, las gargantillas y los brazaletes. Y fuera de eso mi hija no quería comer nada. La tos era más frecuente. Más dura y apretada.
Salí a comprar el periódico.

Felisberto Rodríguez Útica. Así se llamaba el suegro del gordo Ortegón. Su nombre y la foto de su cédula aparecieron en la página judicial. También una foto del taxi, abandonado a un costado de la Circunvalar, cerca de la Universidad de las Américas.
Otra víctima de la inseguridad bogotana.
Ese era el titular.
Pobre viejo. Lo estaban velando en la Funeraria Los Olivos.
Pero allí no iba a encontrar a Ortegón. Ni siquiera a su mujer. La que estaba era la hija, con un vestido oscuro de color café, las uñas y los labios pintados de un rojo tenue. Llevaba un moño en la cabeza.

Era una versión femenina del gordo pero parecía más inteligente, aunque se veía triste y demacrada.
—Necesito hablar con tu papá —le dije en la sala de velación.
—¿Usted es el señor Lopera?
—¿Te acuerdas de mí?
—Sí, mi padre lo aprecia mucho.
—Yo también a él… El gordo es como un hermano para mí. No pude ayudar a tu abuelo pero ahora quiero ayudar a tu padre. Está metido en un lío.
—Mi padre sabía que usted vendría. Le envió un papelito —dijo.
Lo sacó del bolso y me lo entregó.
Lo leí: Debuelbe las jollas y guardame los verdes, despues te esplico.

En ese momento entró la llamada de mi mujer. La niña ardía en fiebre. La estaba llevando al Hospital Militar en un taxi. Había un trancón por toda la carrera séptima. La niña se nos va a morir, Uli. Y enseguida empezaron los sollozos. Le dije que se tranquilizara.

Decidí pasar primero por mi casa. Las sábanas todavía estaban revueltas y había una que otra joya sobre la cama. Me pareció que el escarabajo caminaba sobre el cofre. Y la serpiente me observaba con sus ojos de rubí.
Recordé entonces la mirada de don Lácides Chaparro.
Me aseguré de que ninguna de las piedras quedara por fuera. Y tampoco el ojo de buey y el colmillo de animal envuelto en mechones de pelo negro.

Cerré el cofre. Lo iba a devolver completico. Hasta los putos dólares.
Todavía el doctor Rebolledo estaba en su oficina.
A las siete de la noche le entregué el cofre. Y no tardó en llamar a la doctora Mélida. “Te tengo buenas noticias”.
Lizarazo sólo atinó a decir:
—Usted sí es mucho verraco. Dígame cómo lo hizo…
Pero ya tendría tiempo de dármelas con mis colegas, si es que Dios me lo permitía.
A las nueve y media llegué al hospital.
A la niña le había empezado a bajar la fiebre. Mi mujer me reclamó la tardanza. Dijo que yo era un irresponsable, que la niña casi se le muere, que ella necesitaba un verdadero hombre a su lado.
Tal vez tenía razón.
Empezó a llorar. Yo sólo pude abrazarla pero ella siguió sollozando hasta el amanecer.

Moncho Ortegón no volvió a llamarme. Y cuando la doctora Mélida supo que a mi hija le habían perforado las orejas, me envió un par de topitos dorados con zircones engarzados. Oro de 18 quilates, dijo el doctor Rebolledo cuando me entregó el regalo.
Yo no quise que la niña los usara.
Y después de contarle toda la historia, mi mujer estuvo de acuerdo.

Nota: Este cuento es inédito.

Comparte en:

Magangué, Colombia, 1973. Premio Nacional de Novela breve Alcaldía Mayor de Bogotá (2000). Ha publicado los libros de cuentos: El lugar difícil (1985), Simulacros de amor (1996), Hotel Bellavista y otros cuentos del mar (2002), Manual de superación personal (2011) y Margarita entre los cerdos (2017); las novelas: Lecciones de Vértigo (1994), El día de la mudanza (2000, 2007, 2008), Un cadáver en la mesa es mala educación (2006, 2008), La Pasión de Policarpa (2010, 2011) y El hombre de la cámara mágica (Random House 2015); y los relatos juveniles: "Todos los futbolistas van al cielo " (2002), "Sangre de goleador" (2014) y "Sócrates y el misterio de la copa robada" (2018). Sus cuentos han sido traducidos al francés y al alemán. Su novela El hombre de la cámara mágica aparecerá traducida al alemán en 2019.