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Roma y la historia poscolonial de México

29 enero, 2019

Roma dibuja con virtuosismo ecléctico un pedazo de la historia poscolonial de México, de la nueva Tenochtitlán incrustada en el inconsciente colectivo de un imperio en ruinas que tuvo alguna vez su propia Roma prehispánica, su propio esplendor supremo cuyos ecos nos llegan hasta hoy en la lengua remota de Cleo y Adela.


De los 30 primeros minutos de Roma (2018), película de Alfonso Cuarón (1961), se puede decir que todo el argumento gira en torno a una plasta de excremento: esta es la primera gran decepción del filme, pero la historia se recupera en los siguientes 30 minutos, de los cuales hablaremos más adelante.

El drama de una familia de clase media en el país más desigual de América Latina, como lo es México, donde las trabajadoras domésticas son regularmente ninguneadas, se ve forzado por la presunción de algunas escenas con superficie, pero sin fondo, como aquella en la cual Cleo (Yalitza Aparicio) le desea dulces sueños a Sofi (Daniela Demesa), la hija de Sofía (Marina Tavira), en un gesto de afecto excesivo que le resta credibilidad al número.

Y así, en otras tablas, Cuarón parece demasiado preocupado por decirle al mundo que su filme es una reivindicación social de las mujeres que fueron parte de su propia crianza, lo cual tampoco está mal. El director intenta re-crear su propia infancia haciendo énfasis en que su nana lo amaba tanto como su propia madre, lo cual no es imposible, y no sería un caso único, pero ese amor no se puede contar melosamente porque pierde justamente lo que persigue el artista en su propia cinta: el realismo autobiográfico. Más adelante nos damos cuenta que el objetivo de Cuarón es más profundo: en realidad el autor persigue con insistencia un naturalismo deslumbrante donde el claroscuro tiene un protagonismo absoluto, como en la pintura de Rembrandt.

La escena de Fermín (Jorge Antonio Guerrero) completamente encuerado mientras hace una demostración de artes marciales en un motel, frente a Cleo, resulta pletórica. ¿Por qué? Por una razón muy simple, pero nada desdeñable: se trata de un desnudo masculino con una fotografía magistral y un juego de luces que hace un giño crítico al cine de masas moderno, el cual acostumbra desnudar sólo a la mujer y rara vez al hombre.

No se trata, sin embargo, de un desnudo furtivo que el director presenta a manera de superchería; es, por el contrario, un performance de protesta. Es el fragmento, acaso perdido, de una obra de teatro que calza perfectamente en la secuencia monocromática de Cuarón. La mirada estética de la masculinidad mexicana es retratada en todo su esplendor, haciendo contraste con el físico del camionero diabético que se suma a la infinita lista de enfermos por falta de insulina en el segundo país con más obesos del mundo después de Estados Unidos.

Sin fuegos pirotécnicos ni artificios de colores, el largometraje de Cuarón funciona como gancho para atraer a un público sediento de historias auténticas: Roma es una respuesta, no perfecta, pero humana y accesible, lo cual justifica la andanada de premios que ha cosechado la flamante obra del prodigio mexicano.

La recuperación de la lengua indígena que hablan las nanas es de agradecerse, el mixteco, uno de los 68 idiomas indígenas hablados en México. Se trata de la reivindicación filológica de las indias de Mesoamérica en su propio territorio usurpado por la Conquista y la posterior etapa colonial de la que México no ha salido en pleno siglo XXI.

En efecto, el trato sobreprotector de Sofía hacia Cleo revela la actitud dócil, obediente y sumisa del personaje interpretado por Yalitza Aparicio, denunciando así que las trabajadoras domésticas han sido históricamente vistas como seres sin autonomía, víctimas de un sistema que las obliga a comportarse como lo que son para la mayoría de sus “patrones”: mujeres sufridas sin otro futuro que el de criar hijos que no salen de sus vientres para luego responder al estereotipo de modernas esclavas colonizadas, algo que, aunque parezca imposible de creer, sigue sucediendo en América Latina.

Si bien es cierto que siempre hay sus excepciones, como en todo, el trato que ofrece la familia retratada por Cuarón a las nanas de la casa no es un trato “común”: el director sugiere que, pese a los regaños injustos de Sofía, en su casa Cleo es considerada parte de la familia y amada como un miembro más del clan disfuncional.

El mixteco cumple una doble función en el filme: primero cachetea la identidad hispana del mexicano acomplejado por su estirpe europea, y luego introduce un metarrelato ancestral dentro de contemporaneidad excesivamente frívola del cine occidental del siglo XXI y sus mega-producciones racistas.

Los diálogos entre Cleo, Adela (Nancy García) y las demás trabajadoras son casi literarios; aluden, acaso sin pretenderlo, a los breves diálogos misteriosos de Pedro Páramo a través del aire fantasmal de los acentos campechanos de las indias tostadas por el sol.

Este efecto literario también se logra en la película a través de la fotografía costumbrista que de repente evoca la Comala real-maravillosa narrada por Juan Rulfo. En este sentido, Roma también es un relato coral. El mixteco, insisto, representa la verdadera epidermis de una película que intenta ser el retrato de muchos siglos concentrados en una sola década del siglo XX, la década posterior a la masacre de Tlatelolco en un país sísmico que se resiste a digerir que su capital está construida sobre un pantano que se hunde año con año.

Roma dibuja con virtuosismo ecléctico un pedazo de la historia poscolonial de México, de la nueva Tenochtitlán incrustada en el inconsciente colectivo de un imperio en ruinas que tuvo alguna vez su propia Roma prehispánica, su propio esplendor supremo cuyos ecos nos llegan hasta hoy en la lengua remota de Cleo y Adela.

Como en Gravity (2013), Cuarón se luce dirigiendo escenas que giran sobre sí mismas ejerciendo un poder hipnótico en el espectador que no puede soltarlas. Asimismo, graba fotogramas con largas progresiones paralelas que revelan una simetría en movimiento ejercida por un verdadero maestro del celuloide. Sin duda la película tiene hallazgos
interesantes, técnicamente hablando, pero el contenido que sostiene una historia sin estructura sólida echa a perder, a ratos, el virtuosismo en el uso de las cámaras que parecen estar delante de un mago.

Los detalles juegan un papel protagónico en todos los sentidos: la tipografía comercial de la época anterior a los ordenadores, la filmación del eterno camotero mexicano cuya “maquina” suena como el silbido artesanal de un indio teotihuacano que atraviesa las arterias de la Ciudad de México, la re-creación de los antiguos hospitales donde se fuma en los pasillos, la indumentaria que incluye los pantalones acampanados propios de la moda setentera en la época de los hippies, la marcha del extinto tranvía que atraviesa los bulevares nocturnos como referencia del progreso científico-técnico, entre otras perlas, hacen de la cinta de Cuarón una verdadera joya que algún día estará en la colección de las mejores piezas de museo del cine mexicano.

Digo que la estructura de la película no es sólida, y no lo es, pero en la medida en que avanzamos parece decirnos que Roma se puede ver como quien lee Rayuela, de Cortázar: no hay introducción, desarrollo y conclusión en el sentido tradicional de esta secuencia. Lo que hay es un río de imágenes que fluyen y se ramifican ejerciendo la misma operación del lector de Cortázar que toma un capítulo de Rayuela al azar y luego escoge en qué dirección ir, sin restricciones impuestas por su propio autor. Así podemos ver también Roma. Cuarón ofrece esta oportunidad a su público: crear la película con él, participar en el filme donde aparentemente no hay actores secundarios porque incluso la actuación de los niños merece aplausos.

La plasticidad que al inicio nos parecía ociosa y aburrida, cobra significado en la medida en que las escenas se concatenan alcanzando un naturalismo épico que no habíamos visto en el cine latinoamericano reciente, lo cual resulta innovador.

El primer gran acierto de la película fue quizás una casualidad con la que Cuarón se topó mientras corrían los primeros minutos de su Roma personal: la sombra de un avión atraviesa un charco de agua espumosa que se ha derramado en el piso. Se trata de un poema visual. La escena, por elevar lo mundano a un nivel casi lírico, resulta el primer gran acierto, como veníamos diciendo, de un autor que nos presenta su mundo interior de forma
brutalmente honesta.

La simetría se repite como un caleidoscopio en todo el filme. ¿Acaso inspirada en Kubrick y Tarkovsky, dos cimas del cine de culto que ejercen influencia obvia en los planos geométricos de Cuarón? Sea lo que sea, ese avión reflejado en el charco atravesando el suelo desde las alturas (oxímoron cinematográfico) es sin duda la escena por la cual será recordada la cinta consagratoria del mexicano.

Después de todo, el avión comercial, símbolo del siglo XX que representa la gestación del mundo global interconectado, cierra también la película completando una elipsis retórica durante una escena casi perfecta que se despide esféricamente.

Hago mención especial de que la película no tiene banda sonora porque tampoco la necesita. El director apuesta por el clima interno del filme, por una atmósfera creada sonoramente desde las mismas imágenes poéticas que transpira su cosmos lleno de diálogos espontáneos, en un acto de improvisación propio de un jazzista que nos va contando sus lentos pasajes vitales con sigilo parsimonioso.

En el filme ocurren pequeños accidentes que parecen palimpsestos incluidos en el guion final de manera involuntaria. Cuarón apuesta por esa música interior cuyo compás desemboca en una sinestesia donde se funden los sentidos para admirar una misma función pictórica sobre un lienzo de fotogramas geniales.

Sin embargo, los aciertos se multiplican en la medida en que Roma avanza. La escena de la pareja “mirando” una película dentro del cine es un gesto metacinematigráfico donde el séptimo arte se proyecta dentro de sí mismo, ofreciendo una tautología que nos relata dos historias a la vez, y nos obliga, como espectadores, a escoger en cuál escena concentrarnos dentro de una misma escena. Por un lado, Cleo y Fermín se besan apasionadamente como dos adolescentes erráticos, y por el otro, el drama de la Segunda Guerra Mundial se proyecta en una cinta que tiene pasajes humorísticos.

Esta inteligente redundancia visual imbricada en una historia aparentemente simple, creará en el público más exigente la necesidad de ver la cinta por segunda vez para terminarla de apreciar mejor. Tal vez incluso por tercera vez.

La re-creación de la Colonia Roma que inspira el título de la obra en los convulsos años 70s  sobresale por la arquitectura art-decó de algunos oasis históricos de la metrópolis azteca que parece no tener fin, mientras los paisajes urbanos de la nueva Tenochtitlán juegan un papel estético fundamental en el desarrollo de la cinta claroscura.

Los siguientes 30 minutos de Roma son superiores: los detalles de la fiesta nocturna en la finca reventada por un bacanal mientras se quema el bosque que la circunda nos invita a la meditación; el vestuario carnavalesco de los personajes, los silencios sugestivos de los perros y el frío de la noche que observa Cleo desde uno de los corredores de la hacienda se pueden casi sentir desde nuestro regazo. Los ángulos de 45 grados a partir de puntos de fuga que se confunden con los paisajes en movimiento de un director inspirado por grandes perspectivas espaciales, hacen que los pormenores del filme cobren trascendencia: pequeños gestos como la caída de una taza de barro con pulque o la carrera de un reptil en la tierra se convierten en verdaderas epifanías visuales.

La película fluye lenta y naturalmente con una cadencia extraordinaria hacia el final. El tercer tramo de la grabación avienta una escena feroz cuando Fermín se niega a asumir la paternidad de la criatura que está en el vientre de Cleo. El diálogo es tan breve como brutal y refleja la hondura del machismo mexicano en medio de la miseria paisajística de su Tercer Mundo rural.

Pese al desasosiego de las escenas real-visceralistas, entre ellas el parto de Cleo que engendra una niña muerta tras una serie de infortunios, la cinta nos hace pensar que no en vano Cuarón hace uso de la misma digresión que dominó Roberto Bolaño con tanto éxito en sus Detectives Salvajes, tal vez la más mexicana de las novelas escritas por un chileno. Sin embargo, el dato más notable de esta parte de la película es la fidelidad dramática de la re-creación de la Matanza del Jueves de Corpus en la Avenida Ribera de San Cosme, perpetrada por el grupo paramilitar conocido como Los Halcones, donde, en un acto de trágica ironía, Fermín se reencuentra con Cleo mientras la amenaza con una pistola y adquiere un rostro descompuesto por la sorpresa de encontrarla donde menos lo esperaba.

Al inicio pensé que la crítica más aguda que se le podría hacer a este filme sería su falta de humor, sin embargo, la película también se ríe con nosotros de vez en cuando. Aunque en realidad es una tragedia moderna y, por lo tanto, sobresale su ambiente melancólico, Cuarón no descuida el naturalismo de su propia jovialidad.

Finalmente, el mar veracruzano aparece como una metáfora del amor (o el desamor). Las olas que van y vienen bajo un sol implacable (más blanco que la blancura misma) semejan los amores que entran y salen de la vida con absoluta naturalidad. Mientras Sofía se separa de Antonio (Fernando Grediaga) y sus niños, llorosos, comen sorbete tras conocer la noticia, una pareja de jóvenes festeja su matrimonio entre mariachis y fuegos artificiales.

El mar de Cuarón es majestuoso, sereno y violento: la escena mejor lograda transcurre en una playa desértica a través del rescate de Sofí, donde Cuarón se enaltece como director al dominar en una sola toma todo el milagro protagonizado por Cleo, el cual finaliza en la fotografía del abrazo colectivo que servirá de afiche para la promoción de la cinta alrededor del mundo. A ratos, la actuación de Marina Tavira no está a la altura del papel de una madre estoica como Sofía, pero los niños rescatan los momentos donde las interpretaciones de los mayores flaquean.

Las protagonistas son mujeres y la cinta intenta reivindicarlas desde distintos roles sociales asignados por el patriarcado: madre resignada, empleada doméstica y abuela devota, por citar algunos. No sé si esta reivindicación está bien lograda, pero Cuarón sí logra desnudar intensamente una sociedad conservadora que va ilustrando a través de sus propios contrastes para luego dedicársela a Liboria Rodríguez, la nana zapoteca que le regaló una infancia, un drama personal y un sentido a su vida.

Decíamos que Roma, como la vida, no es perfecta, pero es humana, y mucho. Eso la coloca entre las mejores películas que hemos tenido el privilegio de ver en la no tan larga tradición del cine latinoamericano, y en la menos larga tradición del cine mexicano que ha encontrado en Cuarón a su representante contemporáneo más ilustre.

Ciudad de México, enero 2019.

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William Grigsby Vergara. 1985. Managua, Nicaragua. Maestro en Estudios de Arte por la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México y Licenciado en Diseño Gráfico por la Universidad del Valle de Managua. Colaborador de la Revista Envío de la Universidad Centroamericana (UCA) y catedrático de la misma en la Facultad de Humanidades. Mención de Honor en el Concurso Internacional de Poesía Joven Ernesto Cardenal 2005. Ha publicado cuatro libros hasta la fecha: Versos al óleo (Poesía, INC, 2008), Canciones para Stephanie (Poesía, CNE, 2010), Notas de un sobreviviente (Narrativa, CNE, 2012) y La mecánica del espíritu (Novela, Anamá, 2015).