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Isaac Rosa, nostalgia de la comunidad perdida

30 mayo, 2019

Entrevistamos al escritor y articulista español Isaac Rosa (Sevilla, 1974), que recientemente ha publicado su novela Feliz final (Seix Barral, 2018), en la que disecciona el amor en los tiempos del capitalismo contemporáneo. Conversamos con él sobre las formas de querer hoy en día, sobre soledad y comunidad, y también descubrimos el método de un escritor de novela política.


Festival de literatura Eñe 2013. Madrid. Un escritor ofrece una conferencia en un teatro lleno de gente. Una particularidad, esta tiene lugar en total oscuridad. Se trata del sevillano Isaac Rosa, a quien el festival ha propuesto este novedoso formato a propósito del lanzamiento de su novela La habitación oscura (Seix Barral, 2013), que ya había experimentado las tinieblas en algunas presentaciones. El público asiste, primero atónito y luego fascinado, al reto que el escritor dispone, dejándose conducir únicamente por su voz en una reflexión acerca del desconcierto social de época que narra la novela y el papel de la literatura como palanca de cambio o mantenimiento de consensos. Me impresionó aquella performance, tanto por la forma como por el contenido. Me recordó a lo aprendido en la facultad sobre la relación entre cultura y política; que la primera proporciona imaginarios, marcos de entendimiento sobre el mundo en el que vivimos, y la segunda es la herramienta para intervenir en ellos. La literatura, como todas las artes, crea relatos sobre lo social y lo individual. En este sentido, ¿cuál es su finalidad en manos de Isaac Rosa? ¿Para quién escribe? ¿A favor de qué, en contra de qué?

Varias ediciones después volvemos a encontrarnos en el Festival Eñe y le planteo esta entrevista. Enseguida le recuerdo la anécdota. Ríe y recuerda que para él también fue un reto, ya que no disponía de un guion en el que apoyarse, o tan siquiera una noción del tiempo que usaba. Disparo mis primeras preguntas.

“Escribo aquí y ahora. Para mis contemporáneos. No pienso en ningún tipo de posteridad. Constantino Bértolo, en “La cena de los notables”, un libro sobre la lectura y la escritura, usa el concepto de “responsabilidad”. Habla del pacto de responsabilidad del escritor, que desde el momento en que publica está usando un recurso público, que es la palabra. Está hablando ante la sociedad, se dirige a los posibles lectores. Que además callan para escucharle. Es una relación de poder que tiene un elemento de violencia. Eso implica un cierto pacto de responsabilidad sobre lo que vas a decir. Que no tiene que ver con censura. Tiene que ver con algo que siempre he tenido muy claro, el asumir que la escritura tiene consecuencias, lo que uno hace tiene consecuencias. No tienen porqué coincidir con lo que tu pretendes, con lo que buscas. Ese asumir las consecuencias es el elemento de responsabilidad. Fuera de eso, no escribo pensando en un tipo de lector o un colectivo, ni en mi generación siquiera. Escribo, como decía en el Festival Eñe, sin saber si hay alguien ahí, a oscuras. Sabiendo que alguien te va a escuchar pero sin saber quién. Entendiendo que tengo un cierto sentido de responsabilidad.”

¿Esa responsabilidad lo lleva a escribir con qué finalidad? ¿tal vez desde la militancia política?

“Con una intención de intervención, no militante, de participar en una conversación existente o de proponerla. Si queremos decir con una intención de hacer política con mis libros, por supuesto. No me pesa la etiqueta. Me gusta más que la de novela social, que tiene que ver más con la elección de los temas, mientras que la novela política sobre todo tiene que ver con la forma. Es la que intento hacer. Es la que convierte en conflictiva la propia escritura. Las propias decisiones formales, estéticas, ya son decisiones políticas.”

Hemos quedado en una moderna cafetería de la cadena VIPS, muy parecida a otra que aparece en su última novela, Feliz Final (Seix Barral, 2018). Un no lugar, como un aeropuerto o un centro comercial, espacios transitorios típicos de la modernidad, que representan la incomunicación para cierta generación, como en la siguiente escena de la novela: un padre separado – uno de los protagonistas – y un hijo ausente comparten mesa, pero no conversación. A su alrededor, tantas otras parejas emulan el guion.

Feliz final trata de la desconexión, de la atomización social y personal, y sobre todo del amor en los tiempos del capitalismo actual. Narra una relación romántica de pareja en sentido inverso, del desamor al enamoramiento, indagando las pistas psíquicas y políticas que explican el proceso, como quien investiga un crimen y se formula la pregunta: ¿por qué nos queremos tan mal? El método es a dos voces, la de él y la de ella, que se cuentan la relación contraponiendo sus puntos de vista. La lectura nos lleva a preguntarnos por dos nociones confrontadas que atraviesan la literatura del autor en su último tramo: la soledad (no deseada) y la comunidad.

“En mis últimos libros, sobre todo en el último, he ido dándole vueltas a la idea de la necesidad de pertenecer a una comunidad. La nostalgia de la comunidad perdida. Como decía muy bien Rafael Reig, la idea de “pertenecer y que te pertenezcan”.

La mano invisible (Seix Barral, 2011) no deja de ser una novela sobre la soledad del trabajador. Completamente aislado, atomizado, a solas con la empresa, a solas consigo mismo, a solas con su trabajo. El contra relato en la novela era precisamente la necesidad de construir lo contrario, un sindicato.

La habitación oscura (Seix Barral, 2013) es una novela donde un grupo de personas construye una comunidad, pero con todo lo contrario a lo que debería ser. Basada en el anonimato, en no vernos, no saber con quién estás, en que lo que haces allí dentro no tiene consecuencias, sin responsabilidad alguna. Lo opuesto al tipo de comunidades que necesitamos.

En esta última novela tiene que ver con cómo habitualmente nos encerramos en la pareja, en el amor, en la familia, huyendo de una soledad ya no sólo urbana o relacionada con el trabajo, sino cósmica. Buscando curarnos de ella creamos otro tipo de soledad: la de dos, la de la pareja, o un poquito más amplia, la de la familia, sola frente al mundo.

Frente a eso creo, como dice la filósofa Marina Garcés, existe la necesidad de descargar el amor (de pareja) de expectativas, de abrirlo y “ser capaces de construir un entramado de afectos mucho más amplio”, no sólo la pareja y no sólo la familia.

De eso trata la comunidad, y para que funcione como tal hay una serie de elementos imprescindibles: no hay derecho de admisión (no eliges a los miembros), el apoyo mutuo (los problemas son de todos), o también muy importante, el afecto (la fraternidad, el amor). Eso es lo que va en contra del tipo de vida individualista que llevamos hoy, encerrados en el yo y desprendidos de los demás.”

Huimos junto a Isaac Rosa del mito aspiracional del amor romántico, hegemónico en la cultura capitalista contemporánea a través del cine y la literatura. Me recuerda a una reflexión en su blog de Andrea Momoitio, coordinadora de la revista Pikara Magazine, acerca de la centralidad obsesiva del ideal romántico de pareja desplazando otros vínculos afectivos esenciales como son nuestras amistades. Tenemos que descentralizar el amor. Otra escena de Feliz final, en la que una amiga de la protagonista le sugiere irse con sus hijos juntas al pueblo, ilustra la estrechez del modelo de vida que hemos asumido.

“En los últimos años han coincidido varias novelas en España con el mismo punto de partida: una pareja o grupo que se van al campo. Los problemas que supone. Acaban desencantados porque se llevan con ellos aquello de lo que huían. Sí que hay una cierta mitificación de la comunidad perdida. De la comunidad precapitalista. Donde la buscas, en el campo, como si fuera un exterior del capitalismo.

Nos dicen que criar en comunidad, en tribu, es una locura, cuando la locura es criar solos. Pareciera que lo tribal tiene una carga negativa, de atraso, subdesarrollo. La familia a solas frente al mundo, es lo que hacemos habitualmente.

Me gusta mucho la idea de tribu de Carolina del Olmo, que también está muy presente en el libro. Como dice el viejo proverbio: “para criar un hijo hace falta una tribu entera”. Llevándolo al terreno del amor, recuerdo que en La mercantilización de la vida íntima (Katz, 2008), donde Arlie Russel Hochschild habla del afecto y cómo el capitalismo entra en el terreno de las emociones, viene a decir algo parecido: “quizá para que el amor funcione, para que sea verdadero, hace falta una aldea entera.”

¿Cuál es la memoria de la comunidad para Isaac Rosa?

“Vengo de una familia con experiencia en el activismo sindical y político, sobre todo sindical. Mis padres participaron activamente en la recuperación de los sindicatos democráticos durante la Transición. Pasaba más tiempo en la “Casa del Pueblo” – la sede de la UGT (Unión General de Trabajadores) en Extremadura – que en mi casa. Vengo de un entorno en el que ya había un sentido de comunidad, en este caso un sentido de pertenencia de clase. Así como lo contrario de la soledad es la comunidad (no la compañía), el opuesto a la soledad del trabajador es el sindicato. Había una clara necesidad de tener un sindicato que funcionaba como comunidad para los trabajadores. Eso fue mi adolescencia.

En Madrid viví muchos en el centro. Al venir del entorno rural, parece que se está huyendo de las comunidades estrechas, opresivas, un poco asfixiantes, en busca del anonimato. Sin embargo, llega un momento en tu vida en la que se vuelve a echar de menos aquella comunidad perdida. La encontré en un barrio, Hortaleza, cuyo tejido social no es especialmente fuerte, pero sí en comparación con el tiempo de la desestructuración social y desactivación vecinal que vivimos en Madrid. Viviendo sin familia de apoyo y teniendo hijas pequeñas, nos construimos una tribu de amigos.

Los vecinos todavía se decían “Mañana voy a Madrid”, refiriéndose al centro. Se creaban vínculos que, aun siendo débiles, se sabía que en cualquier momento podías contar con gente.”

La trayectoria literaria del autor de La malamemoria abarca ocho novelas, merecedoras de premios como el Rómulo Gallegos (El vano ayer, 2005) o el de la Fundación José Manuel Lara (El país del miedo, 2009), pero también se ha atrevido con otros géneros, como el cómic o el teatro. Además, su compromiso político se refleja en su faceta como articulista en diversos medios periodísticos. Como novelista hemos comprobado su preferencia por el adjetivo político, antes que social. ¿Cómo elige el estilo y estructura de sus obras?

“Tiene que ver, por un lado, con una búsqueda de eficacia narrativa. Lo que te planteas al elegir un tema y al proponer esa conversación, esas preguntas, esa discusión, es que ese tipo de intervención sea eficaz, funcione. Que se lea con interés. También tiene que ver con la relación con el lector. Demasiadas veces los escritores olvidan, o nos olvidamos, que al otro lado del libro hay un lector, una persona, que es un ser inteligente. Además, ese lector a veces también se olvida de que el escritor existe. Parece que los textos caen del cielo. El autor tiene sus prejuicios, energías, intereses. En esa relación con el lector por un lado tengo en cuenta las expectativas con que uno lee. Que tienen que ver con el propio tema que has elegido. El lector va con expectativas y tu puede cumplirlas o traicionarlas o proponer otro recorrido. Pero las expectativas también las carga todo lo que rodea al autor, los paratextos, entrevistas… Pienso siempre en cómo el lector va a recibir el libro. Lo que espera encontrarse y lo que se va a encontrar al final. Lo que siempre intento es que – no sé si decir, “molestar” o “incomodar”- para el lector la lectura no sea cómoda, en el sentido de inofensiva. Los lectores somos de naturaleza acomodaticia. Siempre encontramos un sitio desde donde leer para que no nos duela, para que no moleste, para que no nos interpele. Incluso en textos muy dolorosos, muy interpelantes, siempre encontramos una postura para que no nos haga daño. Intento con lo formal interpelar al lector.

No puedo olvidar un pasaje especialmente atroz en su novela El vano ayer (Seix Barral, 2004), una aproximación al franquismo y a los vericuetos de la memoria política española. En ella se describe la detención y posterior tortura de un anarquista, por parte de los agentes de la Dirección General de Seguridad, uno de los principales órganos de represión del régimen. Cuando el lector cree que una elipsis le ahorrará el mal trago del horror en detalle, el narrador se detiene y lo enfrenta a su banalización.

“Lo hacía en El vano ayer (Seix Barral, 2004) y en esta. Conscientemente, al lector se le ofrece algo que va a acomodar a sus prácticas de lectura, algo más emocional, divertido o ligero, para a la vuelta de una página enfrentarle con su condición de lector, “oye, te has dejado llevar”, “ya nos hemos olvidado del desaparecido ¿no?”.

En esta también. Él hace una descripción de cómo ha ido madurando ella, se pone sentimental. Es algo en lo que los lectores se dejan llevar por sus propios recuerdos de sus parejas. A la vuelta de la página es ella la que dice “ale, muy bonito, vaya gilipollez, hablemos en serio”. Esa es la relación con el lector. Sabiendo que lo puedes incomodar hasta cierto punto, porque si no lo cierra y se va.  En La mano invisible, en momentos del libro la intención era aburrir al lector, convertir la lectura en un trabajo, en un esfuerzo, en algo tedioso, en algo que se pareciera a lo que estaban haciendo los trabajadores, en algo que se repite, que no avanza. La intención era transmitir al lector lo tedioso del trabajo. Asumes el riesgo de que al lector le resulte tediosa la lectura y no siga leyendo. Existe ese riesgo porque el lector está acostumbrado a otro tipo de relación, a algo muy presente en la literatura, que identifica muy bien Bértolo, que es el elemento de seducción. Los escritores escribimos para seducir al lector. Hay muchos tipos. Últimamente, seducción intelectual/cultural, hacer sentir al lector inteligente, que reconoce los guiños, sabe las claves, que está muy leído. Pero no deja de ser una forma de trampear, de seducir al lector para halagarle. A un lector acostumbrado a ser seducido, si tú le incomodas, le molestas, le cuestionas como lector, le enfrentas a sus inercias y perezas… te arriesgas a perderlo.

El riesgo que asume Rosa en su literatura bien vale la pena. En su mirada y su estilo radica gran parte de su atractivo como escritor, y probablemente sean la razón que lo convierte en uno de los autores más interesantes del panorama literario español.

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