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Los cinco cuentos cortos más bellos del mundo según García Márquez

30 mayo, 2019

«Yo sólo quería contar un buen cuento» fue el título original de una exposición dedicada a García Márquez y sus amigos y artistas contemporáneos que se ha exhibido en Cartagena, Buenos Aires partiendo del Teatro Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá. Parte de esta exposición fueron cinco pequeñas piezas «atrapadas» por G.G.M. a lo largo de la vida y que él contó en su singular «periodismo» de escritor. Cuentos anónimos o contados o vividos por amigos que son narrados como si se tratara de tradición oral.*


Todos hemos oído de viva voz – y también vivido – esta clase de «anécdotas». Una vez le oí contar a Adolfo Castañón una de estas historias «anónimas»:

Una joven pareja, un poco agobiada por la ciudad, se fue a vivir al campo, con su par de perros labradores. Viviendo ya en su casita del valle, hicieron amistad con un matrimonio vecino, que tenía huertas y cría de conejos. Una mañana, los vecinos fueron a decirles que debían irse a la ciudad y que regresarían al día siguiente. La mañana transcurrió tranquila, pero después del mediodía los perros llegaron hasta la cocina con sendos conejos muertos en la boca. La pareja se estremeció con tan inesperada cacería y conversaron sobre qué hacer. Decidieron no decirles nada a sus vecinos y devolver los conejos a sus nichos. Así que fueron a los corrales y los dejaron sobre sus camitas. Volvieron a la casa, con el alma un poco marchita, y en silencio siguieron viviendo lo que quedaba del día.

A la mañana siguiente, los vecinos tocaron a la puerta. Cada uno traía en sus manos un conejito muerto. Antes de que hubiese tiempo de salir de ese espanto doméstico que estaban esperando desde el día anterior y con el que habían pasado toda la noche, los vecinos les dijeron:

«Los encontramos en sus camitas esta mañana; estamos aterrados, pues ayer los habíamos enterrado en el jardín.»

Ahora recuerdo otro «cuento» de esta naturaleza; se lo oí a Álvaro Mutis hace ya muchos años, y desde entonces lo he vuelto a oír en otras voces:

Newton Freitas, un brasileiro con el don del bien vivir, le escuchó a un par de amigos suyos que viajarían a Bruselas, a donde él iba casi todos los meses, así que les recomendó un buen bar, que según su larga y afortunada experiencia, era el bar más alegre del mundo. Allí fueron a parar sus dos amigos: un bar mal iluminado, de gente que conversaba a media voz; nada extraordinario. Pensaron que se habían equivocado de lugar y al regresar al hotel confirmaron por teléfono con el propio Newton las señas del bar. Sí, ese es, y para allá voy este viernes. Allí nos vemos, dijo colgando el teléfono, sin dar tiempo a ningún desconcierto. Volvieron los amigos al bar, esta vez casi triste, con un aire quieto en donde los habituales dejaban ir el tiempo como arena; pensaron ayudarle al ambiente sombrío con unos whiskys de más, pero el bar seguía estancado en una trasnochada rutina. De pronto llegó Newton y desde la puerta los saludó con su vozarrón luminoso de amigo fraterno, llamando la atención de todos, que al reconocerlo alzaron los brazos gritando su nombre, eufóricos, y como por encantamiento el lugar se convirtió en el bar más alegre del mundo.

Creo que García Márquez ha vivido atento a estos momentos y que ellos han poblado sus días y sus libros. Pues bien, en la lectura de esos buenos centenares de páginas que nos dejó en los periódicos, y que hoy están reunidos en gruesos volúmenes, cinco veces G.G.M. exclamó ¡Eureka!. Cinco historias a lo largo de casi cincuenta años. Cuentos que aunque tienen autor, regresan siempre al anonimato, resbalan de nuestras manos como peces vivos que vuelven al agua. Pegado a su nota de prensa en El Espectador del 30 de noviembre de 1983 aparece el primer cuento de esta antología, del que García Márquez dice: «Daniel Arango cuenta este cuento hermosísimo que no soy capaz de mantener en secreto»:

Un niño de cinco años que ha perdido a su madre entre la muchedumbre de una feria se acerca a un agente de la policía y le pregunta: «¿No ha visto usted a una señora que anda sin un niño como yo?»

Y un artículo de prensa en El Heraldo en marzo de 1951 G.G.M. había escrito: «En uno de los periódicos que reparten en el avión encuentro un despacho de la U.P. que transcribo al pie de la letra porque me parece que es el mejor-cuento-más-corto-del-mundo»:

Mary Jo, de dos años de edad, está aprendiendo a jugar en tinieblas, después de que sus padres, el señor y la señora May, se vieron obligados a escoger entre la vida de la pequeña o que quedara ciega para el resto de su vida. A la pequeña Mary Jo le sacaron ambos ojos en la Clínica Mayo, después de que seis eminentes especialistas dieron su diagnóstico: retino blastoma. A los cuatro días después de operada, la pequeña dijo:
«Mamá, no puedo despertarme » No puedo despertarme.»

Treinta años más tarde (1981) G.G.M. habla en un artículo en El Espectador de las «tantas y tantas historias escritas o habladas que se quedan en uno para siempre». Tal vez sean las ánimas en pena de la literatura. Algunas son perlas legítimas de poesía que uno ha conocido al vuelo sin registrar muy bien quién era el autor, porque nos parecía inolvidable, o que habíamos oído contar sin preguntarnos a quién, y al cabo de cierto tiempo ya no sabíamos a ciencia cierta si eran historias que soñamos.»

Sé que algún lector caritativo – dice G.G.M.- me recordará quiénes son los autores de dos cuentos que alborotaron a fondo la fiebre literaria de mi juventud. El primero es :

El drama del desencantado que se arrojó a la calle desde un décimo piso, y a la medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que la vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.

El otro cuento es:

Dos exploradores lograron refugiarse en una cabaña abandonada, después de haber vivido tres angustiosos días extraviados en la nieve. Al cabo de otros tres días, uno de ellos murió. El sobreviviente excavó una fosa en la nieve, a unos cien metros de la cabaña, y sepultó el cadáver. Al día siguiente, sin embargo, al despertar de su primer sueño apacible, lo encontró otra vez dentro de la casa, muerto y petrificado por el hielo, pero sentado como un visitante formal frente a su cama. Lo sepultó de nuevo, tal vez en una tumba más distante, pero al despertar al día siguiente volvió a encontrarlo sentado frente a su cama. Entonces perdió la razón. Por el diario que había llevado hasta entonces se pudo conocer la verdad de su historia. Entre las muchas explicaciones que trataron de darse al enigma, una parecía ser la más verosímil: el sobreviviente se había sentido tan afectado por su soledad que él mismo desenterraba dormido el cadáver que enterraba despierto.

«La historia que más me ha impresionado en mi vida» – escribe G.G.M. 1985 en El Espectador -, «la más brutal y al mismo tiempo la más humana, se la contaron a Ricardo Muñoz Suay en 1947, cuando estaba preso en la cárcel de Ocaña, provincia de Toledo, España. Es la historia real de un prisionero republicano que fue fusilado en los primeros días de la guerra civil en la prisión de Ávila»:

El pelotón de fusilamiento lo sacó de su celda en un amanecer glacial, y todos tuvieron que atravesar a pie un campo nevado para llegar al sitio de la ejecución. Los guardias civiles estaban bien protegidos del frío con capas, guantes y tricornios, pero aún así tiritaban a través del yermo helado. El pobre prisionero, que sólo llevaba una chaqueta de lana deshilachada, no hacía más que frotarse el cuerpo casi petrificado, mientras se lamentaba en voz alta del frío mortal. A un cierto momento, el comandante del pelotón, exasperado con los lamentos, le gritó: – Coño, acaba ya de hacerte el mártir con el cabrón frío. Piensa en nosotros, que tenemos que regresar.

Como final de esta mínima y asombrosa antología, transcribimos un fragmento de la entrevista que Rita Guibert le hizo a García Márquez, en 1971:

Rita Guibert: -He leído que cuando termines El otoño del patriarca escribirás cuentos… 

G.G.M.: -Tengo un cuaderno donde voy enumerando y tomando notas de cuentos que se me ocurren. Ya tengo unos 60 y me imagino que llegaré a 100. Lo que es curioso es el proceso de elaboración interna. El cuento «que surge de una frase o de un episodio» o se me ocurre completo en una fracción de segundo, o no se me ocurre. Voy a contarte una anécdota para que te des cuenta por qué misteriosos caminos llego al cuento. En Barcelona, una noche, había gente en casa y se fue la luz. Como el daño era local llamamos a un electricista. Mientras él arreglaba el desperfecto, yo, que lo alumbraba con una vela, le pregunto: «¿Cómo, diablos, es ese daño de la luz?» «La luz es como el agua» – me dijo -, «se abre un grifo, sale, y al pasar marca un contador.» En esa fracción de segundo se me ocurrió, completito, este cuento:

En una ciudad donde no hay mar – puede ser París, Madrid, Bogotá – viven en un quinto piso un matrimonio joven con dos niños de 10 y 7 años. Un día los niños piden a sus papás que les regalen un bote con remos. «¿Cómo vamos a regalarles un bote con remos? – dice el padre -. ¿Qué van a hacer con él en esta ciudad? Cuando vayamos a la playa, en el verano, lo alquilamos.» Los niños se empeñan en que quieren un bote con remos hasta que el padre les dice: «Si sacan el primer puesto en el colegio se los regalo.» Los niños sacan el primer puesto, el padre compra el bote y cuando suben al quinto piso les pregunta: «¿Qué van a hacer con esto?» «Nada – le contestan -, queríamos tenerlo. Lo meteremos allá en el cuarto.» Una noche, cuando los padres se van al cine, los niños rompen un bombillo de la luz y la luz «como si fuese agua» empieza a chorrear llenando toda la casa hasta un metro de altura. Sacan el bote y empiezan a remar por los dormitorios y la cocina. Cuando ya es hora de que regresen los papás lo guardan en el cuarto, abren los sumideros para dejar que la luz se vaya, reemplazan el bombillo y … aquí no ha pasado nada. Ese juego se les vuelve tan formidable que van dejando que el nivel de la luz llegue más alto, se ponen lentes oscuros, aletas y nadan por debajo de las camas, de las mesas, hacen pesca submarina … Una noche, la gente que pasa por la calle al notar que por las ventanas está chorreando luz y que está inundando la calle, llaman a los bomberos. Cuando los bomberos abren la puerta encuentran a los niños – que distraídos con su juego habían dejado que la luz llegara hasta el techo – ahogados, flotando en la luz …

*  Santiago Mutis Durán (Bogotá, 1951) es poeta, ensayista y editor. Hijo del poeta Álvaro Mutis. Vive en Bogotá. Este texto fue publicado por primera vez en la revista Conversaciones desde La Soledad, no.1, Bogotá, marzo de 2001.


Los cinco cuentos cortos más bellos del mundo (II)
Peter Schultze-Kraft

La alegría de haber encontrado «el cuento corto más bello del mundo» la sintió el maestro Gabriel García Márquez cinco veces a lo largo de casi cincuenta años. Pero hay momentos estelares de la amistad que le regalan esta experiencia a uno en una sola reunión. Para que no se pierda el fruto de nuestra tertulia del 3 de junio de 2002 en el café La Comedia en Medellín, he apuntado los cinco cuentos que Darío Ruiz Gómez, Memo Ánjel y yo como cronista nos hemos contado esa noche. Todos son inconfundiblemente colombianos y se caracterizan por su autenticidad, profundidad humana y un elemento trágico o tragicómico. Cuando hace dos años le conté mi vivencia con Nubia al escritor Ramón Illán Bacca y él trató de incorporarla en un relato sobre un espía inglés, la historia perdió su fuerza. El sueño de Nubia funciona pues solamente como texto propio dentro del género «El cuento corto más bello del mundo».

Nubia fue una puta negra muy bella, a la que conocí a comienzos de los años sesenta en un bar en el puerto de Santa Marta. Entre merengues y ron Nubia me contó que tenía un gran sueño en la vida: estaba esperando el día en que llegara al puerto un barco de Noruega, para dejarse preñar. Quería a toda costa un niño de un marinero noruego.
«Una vez casi logré que se cumpliera mi sueño – me dijo – pero Dios no me hizo caso.» Es que Mirena, una de mis amigas de aquí, tuvo un hijo de un marinero noruego y fue el niño más bello del mundo, un negrito con pelo rubio y ojos azules. Hace dos años se puso grave la Mirena, me llamó a su lecho y me dijo: «Nubia, si me muero, quiero que tú te encargues del muchachito, ¿me lo prometes?» Claro que se lo prometí y me fui a mi cuarto a rezarle a la Virgen. Recé para que la Mirena se muriera.

«Debes tener cuidado con las palabras, amigo mío – dijo entonces Memo Ánjel -, ya no se dice puta negra. Oigan esto:

Estábamos buscando datos para escribir una historia sobre las comunidades negras de Olaya, Sucre y Santa Fe de Antioquia. Reinaldo Spitaletta, que estaba conmigo, me dijo que tenía dos hombres que nos podrían dar buena información. Fuimos donde ellos. Eran dos negros jóvenes, empleados de un hotel, que tenían el pelo alisado.
– Queremos algunos datos sobre la población negra de esta ribera del Cauca – dije.
El más negro de los dos, con una boca enorme y cuyos dientes blancos destellaron cuando reía, nos miró un largo rato.
«Ya no hay negros por aquí» – acabó diciendo para nuestro asombro.

¡Qué rico el país cuando todavía se podía viajar! – dije.
«Y cuando se podía saber de los demás – agregó Darío Ruiz -. Por ejemplo de la niña Aurora.»

Hace años, en una parada larga del bus, en la terminal de Sincelejo – íbamos de Medellín a Magangué – una niña de unos ocho años me tendió una cajita de dulces.
«Cómpreme un chicle, señor – me dijo.
– ¿Cómo te llamas? – le pregunté.
– Aurora.
– ¿Tú naciste aquí?
–  Sí señor.
– ¿Dónde está tu mamá?
– Mi mamá murió.
– ¿Murió? ¿Y de qué murió?
– Nos dijo el médico que murió de tanto callarnos.

«Es verdad – dijo Memo -, montar en bus era como entrar en la vida. Entre muchas, recuerdo la siguiente vivencia en la carretera:

Esto pasó cuando distribuía ron en el Magdalena. Iba yo en un bus de Fundación a El Banco cuando, a la altura de Bosconia, el autobús se detiene y entran una niña con otro niño de la mano. Vestía su traje de primera comunión, que ya le quedaba corto, y calzaba sandalias de caucho. La niña traía consigo dos bolsas, una de papel y otra de plástico, donde se veían unos pocillos de latón, una cuchara de madera y alguna ropa.

– Mi madre murió ayer y quedamos solos – dijo la niña y extendió unos billetes arrugados al conductor del bus -. Necesito ir hasta El Banco, a casa de mi abuela.
Su hermano, un par de años menor que ella, miraba con ojos asustados. Vestía un pantalón corto azul brillante y una camisa a la que le faltaba un botón. Lucía un corbatín también azul y tenía los pies descalzos, que parecían de pato. Por el pelo aplanchado y tieso, se notaba que lo habían peinado con agua de linaza.
El chofer miró los billetes y dijo:
– Con esta plata no alcanza.
La niña, apretando la mano de su hermano y mirando de frente al conductor, le dijo con voz muy firme:
– Entonces, hasta donde alcance.

– Esta dignidad, que te hace sentir pequeño, también la conocí yo – dijo Darío y nos contó:

El bus de la universidad, en el que íbamos a un simposio en Neiva, se detuvo en un pequeño local a la orilla de la carretera. Estudiantes y profesores aprovecharon para ir al orinal, para tomarse una cerveza, una gaseosa. Una anciana flaca, mal vestida y con una mirada estrábica, ambulaba con una canasta de frutas entre los pasajeros. Alguien le compró algo. Cuando el chofer del bus apretó el acelerador para que todos subiéramos, la anciana vino a la ventanilla, donde me había sentado, y me ofreció sus frutas. Yo estaba cansado y me quedé impasible, mirándola sin hablarle. En el momento en que el bus arrancó, me alcanzó dos naranjas.

– Para que no me olvide nunca – me dijo y levantó el brazo despidiéndose. Y lo siguió agitando.

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Nacido en 1937 en Berlín, trabajó durante 30 años para las Naciones Unidas, donde se desempeñó, entre otros cargos, como director del Secretariado de la ONU para Chernobyl, tiempo durante el cual también se dedicó a la traducción, promoción y divulgación de la literatura latinoamericana, una de sus grandes pasiones.