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Despedida a Ernesto

27 marzo, 2020

– Uno de los poemas que nunca olvido de Ernesto es aquel escrito en medio del silencio que fue a buscar al monasterio trapense de Getsemaní, Kentucky, cuando abandonó su juventud mundana en Managua, y que empieza…


como latas de cerveza vacías y colillas
de cigarrillos apagados, han sido mis días
como figuras que pasan por una pantalla de televisión y
desaparecen así ha pasado mi vida…

así pasan ahora por mi cabeza los recuerdos del Ernesto tan ligado a mi propia vida, hermano mayor, guía moral, maestro literario, desde el día en que lo vi por vez primera en la acera de la casa de sus padres en Managua, recién llegado del seminario de la Ceja en Medellín donde había sido ordenado, flaco, en bluyines, camisa de cuadros, sin barba, ni boina, ni cotona, esperándonos porque íbamos a Masatepe de excursión, Edwin Illescas, Roberto Cuadra, los del grupo de la generación traicionada y del grupo Ventana en pleitos literarios pero juntos bajo la admiración que él despertaba entre todos los aprendices de poetas, yo me sabía de memoria a los diecisiete años Hora Cero:

y Managua apuntada por las ametralladoras
desde el palacio de bizcocho de chocolate
y los cascos de acero patrullando las calles…

Y después en San José, visitante frecuente de nuestra casa allá, leyendo sus poemas al aire libre en la Universidad de Costa Rica en medio de una multitud de jóvenes que escuchaban en silencio respetuoso, y la vez en |976 que fuimos juntos a Solentiname con Julio Cortázar, y la misa que celebró Ernesto en la que Cortázar, feligrés improvisado, comentó el evangelio del prendimiento en el huerto y reflexionó acerca del porqué Jesús no había invocado a su padre para que enviara una legión de ángeles a salvarlo; y el ruido de los pasos de la revolución por venir que ya se oían llegar en el silencio de la noche del gran lago, pasos que despertaron a los jóvenes de la comunidad que se hicieron  entonces guerrilleros.

Y tantas andanzas juntos, los dos en un congreso del Pen Club en Elsinor, en Dinamarca, buscando firmas de solidaridad entre los escritores famosos para la lucha en Nicaragua, o durmiendo en el piso de una casa en Ámsterdam junto a un canal donde desayunábamos arenques en un puesto callejero, y allí también andábamos en busca de apoyo ante gobiernos, parlamentos, fundaciones, y en Estocolmo, en París, todas las puertas se abrían ante Ernesto, una celebridad en Europa desde la publicación de los Salmos que se volvió una Biblia de los jóvenes:

Bienaventurado el hombre que no sigue las consignas del Partido
ni asiste a sus mítines
ni se sienta en la mesa con los gangsters
ni con los Generales en el Consejo de Guerra
Bienaventurado el hombre que no espía a su hermano
ni delata a su compañero de colegio…

Y luego volando en una avioneta a medianoche de San José  a León un 16 de julio de 1979, y cuando aterrizamos en el aeropuerto sin asfalto donde operaban los  aviones que fumigaban los plantíos de algodón,  le dije, y lo recordó en un poema, “este es el olor de Nicaragua”, la brisa cargada de insecticida; y sus años en el ministerio de Cultura, convertido en burócrata a la fuerza, despachando desde lo que había sido la mansión de Somoza, inventando de la nada un mundo nuevo, libros, revistas, discos, películas, conjuntos y escuelas de teatro y de danza, talleres de artesanías populares, de pintura primitiva, de poesía.

Y nuestra vecindad de cuarenta años en colonial Los Robles, calle de por medio, sus llegadas cada día tan temprano de la mañana a dejarme los capítulos de sus memorias a medida que los iba escribiendo, y yo, a mi vez, los originales de mis novelas, hasta este domingo cuando nos despedimos en el cuarto del hospital, yo de pie, contemplándolo en su lecho,  él ya del otro lado del misterio que exploró en su poesía, vida y muerte, los hemisferios de un mismo todo sin antes y sin después, la primera vez que mediaba entre nosotros el silencio.

Para él la elevación mística fue siempre el abandono de la envoltura terrenal, y decía que había aprendido de San Juan de la Cruz que un líquido no puede recibir otro líquido si antes el recipiente no se vacía, y eso significa renunciar a todo. Vaciarse, para llenarse de Dios, y viendo a Dios en cada uno de sus semejantes marginados y oprimidos, porque nunca dejó de creer en que había que construir el reino de Dios en la tierra.

Un inmenso poeta, terrenal y místico, que creyó en la comunión del espíritu con la materia y en la inmensidad irreal del universo, empeñado en una búsqueda que ahora ha concluido, y que dejó anunciada en el poema Con la puerta cerrada:

La muerte no nos separa del universo
nos hunde más en él
es una mayor intimidad con Dios
Somos semillas que para nacer tienen que morir
es el precio necesario de la nueva vida
La materia transmutada en esa nueva creación
no será un mundo sin tiempo
sin tiempo no habría música
sino todo un presente eterno…

Y que al final transformó en el par de líneas que, según dejó dispuesto, se inscribirán en una placa en su lugar final de reposo frente a la iglesita de muros blancos en Mancarrón, su isla de Solentiname donde quedará para siempre entre los suyos, junto a Elvis, Laureano, Alejandro.

Y ese epitafio dice:

Morir no es salir del universo sino profundizar en él. Y la muerte es una mayor intimidad con Dios.

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Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.