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Ese era mi padre

31 julio, 2020

Oscar López

El relato ¨Ese era mi padre¨ pone en tensión las relaciones entre un padre y sus hijos. Ese padre, obsesionado por jugar lotería, acaba de morir solitario en el lugar al que permaneció atado durante su vida. Lo que el lector conoce es la memoria de una de sus hijas.


Oscar López

Parecía tener dos días de muerto, tal vez más. Su rostro cárdeno, más bien un color verdoso, decía que su muerte había ocurrido la noche del treinta y uno de diciembre o en el amanecer del primero. Su cabeza grande y cana en el pelo que le quedaba lucía un poco despeinada. De su frente áspera de arrugas incontables que con los años habían cuarteado su piel como tierra reseca del final de verano, de sus ojos cerrados, de su boca entreabierta, se desprendía un cierto rictus de amargura, quizá a causa de que no hubiera sacado el número ganador. Los dos dientes superiores, forrados en oro, contrarrestaban en algo el rictus de amargura. Siempre pensó que los dientes de oro le daban un sello de distinción de la que carecían los hombres de dentadura natural. El billete de lotería del último sorteo estaba puesto encima del resto de billetes arrumados cerca del rincón izquierdo de la cama, sobre uno de los números tenía una crucecita hecha a lápiz.

Jugó la lotería todos los viernes desde que la Beneficencia de la ciudad inventó el sorteo.

El olor a billetes viejos de lotería amontonados en el rincón de la cama de roble, a ropa recogida sin secar, a polvo y suciedad de un mes, y a muerto de varios días creaba una atmósfera asfixiante y nauseabunda. Era demasiado costo que yo no merecía: “Nadie que estuviera tan podrido por dentro podría oler peor”, pensé.

Me acerqué hasta la mesa de la noche donde yo recogía la cuota mensual con la que él cumplía su paternidad responsable ordenada por el juez muchos años antes, tanto que ya no tenía vigencia, puesto que todos sus hijos habían pasado el umbral de los cuarenta años. No quedaban menores de edad en la familia. Cada mes, puntual, realizaba sin falta el ritual, no porque ahora necesitáramos el dinero, tampoco por afecto hacia el hombre tirado boca-arriba en la cama con las manos apretadas en el lado izquierdo, hacia el costado del corazón, como si hubiera muerto de un infarto, sino para arreglarle su casa; lo hacía por el pudor de darle cierta dignidad a una vida humana que con orgullo creía reposaba en el metal de los dientes superiores. También, valga confesarlo, para recordarle que había traído hijos al mundo que habían logrado crecer apoyados en el desamparo de la adversidad. Cuando nuestras edades lo libraron de la responsabilidad de la mesada, él se hizo cómplice del ritual. Llegado el momento en que ya no requerimos más de su dinero, lo gastamos en comprarle lo necesario para que continuara su vida insulsa de comprador de lotería.

Jamás compró un solo vestido, ni siquiera una prenda interior desde que yo tengo conciencia del mundo.

Supe que algo había ocurrido detrás de los muros despintados de la fachada de la casa que algún día fue blanca porque él esta vez no había abierto la puerta de inmediato. El acto de la compra de la lotería, el de afeitarse con cuchillas Gillette que yo le traía cada mes y el de abrir la puerta tan pronto escuchaba un toque en ella, eran sus únicas tres actuaciones puntuales.
Por ello, cuando, después de insistir sin fortuna, caí en cuenta de que nunca antes me había hecho esperar más allá de los tres toques convencionales. Entonces, utilicé la llave que el mismo me había autorizado a copiar hacía más de veinticinco años “porque nunca se sabe cuándo va a parar uno las patas y alguien tiene que darme sepultura cristiana”. Lo vi tirado sobre la cama mal tendida con el cobertor de lana que había utilizado el último mes, la camisa blanca abotonada hasta el cuello.

Nunca dejó que le hicieran sugerencias sobre su manera de vestir. Cuanto se le regalara tenía que acomodarse a sus gustos anclados en algún lugar del tiempo que ya nadie recordaba. Del mismo dinero de la pensión que estuvo obligado a pagarnos comprábamos la ropa con la que se vestía. Todo podía faltarle menos su sonrisa irónica de oro y los billetes de lotería arrumados e la montaña del rincón, cada uno marcado con una cruz a lápiz. Sobre el último número de la derecha, en la cima de la montaña se encontraba el billete gris azuloso del último juego. Estaba marcado en la cifra 7, de la derecha.

Me atrevo a pensar que, si la fecha de recibo de la cuota hubiera transcurrido antes de su muerte, habrían sucedido muchos días sin que alguien lo hubiera descubierto muerto, tirado allí de pantalón de dril caqui, una pierna estirada en la cama y otra en el piso como cuando uno quiere levantarse después de un largo sueño. Que yo sepa, él no conversaba con nadie. O tal vez nadie conversaba con él. La edad y su postura de hombre de malas pulgas lo habían arrinconado a la casa, situada en todo el centro de una amplia manga rodeada de alambre de púas.

Muchos años habían transcurrido desde que el terreno fue un establo de decenas de vacas. Los vecinos de las urbanizaciones se quejaban casi a diario a las autoridades de que el olor a boñiga y el hedor de animal perjudicaban la salud de sus familias. Él, cansado de pagar multas al Municipio, decidió vender las vacas. Pero juró no venderle a ningún constructor el terreno, así éstos le ofrecieran tentadores dividendos. Hasta el final cumplió con su voluntad. Cualquiera que lo viera muerto estirado en la cama, y en el piso, y que tuviera conocimientos de la disputa que había mantenido con los vecinos del lugar, habría supuesto que su sonrisa dorada revelaba un sentimiento de burla contra los enemigos.

No hubo nadie que no lo odiara. Muchos vecinos vendieron sus casas o apartamentos cuando se dieron cuenta de que la salud del hombre era de roble y que no lo arredraban las visitas y multas que el Municipio le obligaba a pagar. A él nunca le importó si su propiedad les daba a las urbanizaciones una atmósfera rural en pleno vecindario urbano, en los bajos de Campos de Paz: “Cada uno vive como le da la gana” era lo único que repetía.

Su pie izquierdo, arqueado sobre la cama como para apoyarse, tenía el cordón del zapato marrón amarrado. Las zapatillas de cuero se veían lustradas, pero viejas. A pesar de que le habíamos comprado unas de color negro hacía dos años, prefirió seguir usando aquellas. Las arrugas en los empeines, y las costuras a medio reventar expresaban un desgaste al sol y al agua transitando sobre piso no asfaltado de muchos años. No entendí por qué no usó o las zapatillas negras. Es como si hubiera olvidado la letanía con la que a todos nos marcó: “A la calle no se sale si las zapatillas no están lustradas. Los zapatos hablan de las personas”. Esta vez me olvidé de la limpieza de la casa. Ahora sólo debía disponer cada cosa para que se agilizara su entierro. Nada más. No había tiempo que perder. Además, sabía que mis hijos aguardaban impacientes mi regreso. El olor a muerto no había trascendido las fronteras de la casa porque el tiempo de los últimos días había sido frío y lluvioso a pesar de tratarse de los días finales del año viejo.

Le estiré la pierna izquierda de modo que descansara sobre la cama. Observé que su estatura se había alargado. Era un cuerpo largo y macizo.

La funeraria se encargaría del funeral, del entierro y de hacer los contactos con las autoridades. Bastaba con pagarles el dinero estipulado. Busqué los documentos de identidad indispensables. Daría aviso a la funeraria. La falta de teléfonoen la casa me aconsejó dirigirme en persona hasta la casa mortuoria. Quedaba a pocas cuadras. Decidí dejar todo como estaba. No había por qué guardar apariencias. La imagen era la de él, no la mía.

Dormía un poco, no le gustaba leer. Solo les prestaba atención a los programas de música campesina. Por eso cuando entré en la casa escuché la radio cantar voces estridentes que asocié con cantinas, borrachos de pueblo, mulas cargadas y caballos; de inmediato las ahogué desconectando el aparato. La radio fue, durante decenas de años, su único contacto con el exterior, lo mismo que la lotería. Mirándolo bien allí en la quietud de la muerte, parecía querer decir: “Se da cuenta viví a mi manera”.

En todas las ocasiones cuando lo visité se limitó a dejarme entrar, me señalaba la mesa de noche donde colocaba la mesada, permanecía escuchando radio sin decir nada. Después le daba una mirada al orden que yo le implantaba, no pronunciaba una sola sílaba. No me hablaba, pero aparentando no importarle los menesteres que yo hacía, me seguía con la mirada al menor descuido mío. Muy pocas veces logré sorprenderlo en su revista fisgona, pero cuando pude hacerlo lo sentí vulnerable en su hermético silencio. Su actitud era una coartada por la que había decidido optar desde el día en que mi madre, enterada de que el hombre que la había usado unas siete veces en veladas nocturnas sin dedicarle siquiera un susurro o una palabra dulce, veladas de las que habían germinado cinco vástagos, no era ningún desganado sexual, sin un cazador de muchachas de mejillas rosadas y entrepiernas inexploradas, muchachas que descendían ilusionadas de las casas de los ricos de El Poblado, domingo tras domingo, al Parque de Berrío, en busca de algún dinero por favores sexuales para cuadrar la caja escasa que les dejaban sus trabajos. Mi madre no volvió a dirigirle la palabra en los restantes días de su vida, pues su muerte advino siete meses más tarde después de enterarse de la afrenta.

El mató a mi madre. Su arma fue el desgano sexual y la indiferencia para todo lo que proviniera de ella.

Ahora, con los documentos en la mano, iría a la funeraria. Ellos se encargarían del resto. Mis hijos, a esta hora impacientes, me esperaban en casa para salir de viaje vacacional como hacíamos todos los años. También ellos, como yo a mi madre mucho antes, habían perdido a su padre muy temprano. Le eché una mirada al muerto, me pareció verle brillar los dientes de oro y mover de manera leve los labios. Torné a mirarlo por última vez. No, no era ironía lo que expresaba, solo una sutil mueca de frustración porque esta vez tampoco pudo ganar un billete de lotería a pesar de su perseverancia.

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