En la carretera
31 julio, 2020
Roger Lindo
Róger Lindo (1955) nació en San Salvador de padre nicaragüense y madre salvadoreña. Es poeta, escritor y periodista.
(bitácora)
2 de noviembre
Día de los Fieles Difuntos. A las 16:00, a la altura de Las Ilusiones, viajando a una velocidad de crucero de aproximadamente 120 kilómetros por hora, me tiré un túmulo (topes, les dicen aquí). No vi un cartel, ni pintura en el pavimento que mandara reducir la velocidad. El trancazo fue el aviso. Una barra o una tijera rota: así sonó.
Tuve un percance parecido años atrás, en Chapinlandia. Me acompañaba doña Karen, a la que llamábamos «la Tía». Igual que ahora, era un bólido en la carretera, y no distinguí a tiempo el retén militar. Nos llevamos un susto enorme, sobre todo al reparar en la presencia de las casamatas y los soldados y las ametralladoras.
Y hoy este túmulo. Perdemos valiosas horas de viaje: vamos con demora. El cargamento, debido a fallas en la comunicación, nos lleva un día de ventaja.
Las Ilusiones es una mota en medio de la nada, uno de esos caseríos que no tienen por qué figurar en los mapas porque no dan ganas de detenerse en ellos, ni para cargar gasolina, o preguntar una dirección o tomarse un refresco. El único mecánico del pueblo se había ausentado, así nos lo explicó una chiquilla flaca que resultó ser su hija adolescente. Su padre había salido a hacer unas diligencias en Caborca, que dejáramos atrás hacía unas horas. (A eso del mediodía nos detuvimos en un paraje para retratar unos sahuaros. Tengo una Minolta, y Sofía me prestó una Polaroid para este viaje).
En fin, volviendo al incidente, atardeció y el mecánico no daba señales de vida. Hubo que pensar en pernoctar.
Mónica (así se llamaba la hija del mecánico) nos condujo donde sus tíos, una pareja que frisaba la cincuentena. Vivían a un par de cuadras del taller y de buena gana se prestaron a darnos albergue y prepararnos una cena. No hubo cervezas esa noche, pero en cambio nos sirvieron unas ricas copitas de un aguardiente que se suele tomar en esta efemérides. Fuimos conducidos a un cuartito en el que se almacenaban herramientas, cuartones, bolsas de cemento y materiales parecidos. Mientras el dueño de la casa tendía unas hamacas para nosotros, contemplamos el altarcito dedicado a los difuntos: sobre una mesa rústica había un biberón con leche, un botellín de aguardiente, canicas, flor de cempasúchil, retratos amarillentos, un guante de beisbol, una dentadura postiza, un plato con guindas, un guitarrón miniatura y las respectivas calacas, una de ellas con una peluca negra. Mi acompañante lucía extasiada. Aquí les dejo sus calaquitas, dijo bonachonamente el anfitrión, honrándonos con dos lindas manualidades de azúcar, una para cada uno de nosotros: la de Ingrid lucía una especie de corona espacial, la mía una cachucha beisbolera. Ingrid guardó silencio unos minutos frente al altarcito, quién sabe que recuerdos se revolvían en su almita. Tomé fotos del altar. Además de los difuntos, compartíamos habitación con una colonia de alacranes. Después de aplastar unos cuantos con una pequeña pala, experimenté la desolación propia de un arrepentimiento profundo. «Después de todo», me volví hacia Ingrid, «no creo que se encaramen a las hamacas».
Me miró con ojos de desamparo.
«Por si acaso, por favor dejá el foco prendido».
Soñé con una playa sumida en penumbras, sembrada de fosas como las que abren las bombas de 500 libras. Abundancia de bañistas, sombras impersonales, sin alegría. Me adentré en la reventazón, donde me aguardaba un telón negro y tupido: un horizonte sin horizonte.
3 de noviembre
Apenas clareó me despertaron los retumbos de la carretera. Me enderecé, doblé las hamacas y las entregué a nuestros anfitriones con las debidas cortesías. Los alacranes habían desaparecido en sus recovecos más íntimos. Desayunamos frijoles mezclados con huevos fritos y café instantáneo cargado de azúcar. Tras cancelar la consumición, volvimos al taller. El mecánico resultó ser uno de esos tipos de movimientos mesurados y silenciosos que aparecen de vez en cuando en nuestras vidas. Inspiraba confianza. Tras examinar los daños desde el foso, anunció que debía salir por piezas –baleros, algo así–, con los que no contaba en su changarro. Ingrid y yo nos dedicamos a fumar. Los dos somos viciosos.
Hechas las reparaciones, nos lanzamos de vuelta al camino. Fue el turno de Ingrid al volante. Conducía como una maniática, igual que yo. A la altura de Benjamin Hill topamos con un retén de la Policía Judicial Federal. Brazo armado del narcotráfico, así los llama un colaborador nuestro del D.F. Pidieron ver nuestros documentos. Ingrid es tiquilla. Yo, en esta etapa de mi vida, porto documentación mexicana. De Poza Rica, Veracruz. Ella es como la miel: atrae a los moscos. Apenas la descubrieron, tres federales malos y engreídos la rodearon. Todos tenían pinta de violadores, pero ella no se asustó. El tira más viejo se acercó a interrogarme: quién eres, de dónde vienes, hacia dónde se dirigen, a qué te dedicas.
«Soy agente turístico».
Preguntó si tenía licencia para desempeñarme en ese sector. Como respuesta, le mostré una de las tarjetas de presentación que había mandado a imprimir. El logo, a tres tintas, muestra un tramo rural de carretera con un fondo de cerros de entraña oscura. Al pie figura un número de licencia en vías de trámite. Yo mismo lo diseñé. Expliqué al tira que Ingrid es ejecutiva de una importante agencia costarricense de viajes y que el propósito de esta gira es explorar parajes inéditos, de esos que aún no han sido pisoteados por las hordas de turistas. «¿Ah, sí?», dijo el tira truculentamente, «les va a encantar el desierto, las barrancas, los socavones… A ver, dime, ¿qué han descubierto?». Abrí un álbum con lindas fotografías de playas desiertas, peñas, setos, sierras, los sahuaros que acababa de capturar, rostros enjutos, rostros pensativos, rostros quizá inocentes. Lejos de mostrar interés en esos hallazgos, me ordenó destapar la cajuela del carro, seguramente con intenciones de encontrar algo que robar.
No había sino trípticos turísticos de mi empresa «On the Road», un inflador de llantas de esos que se enchufan al encendedor del coche, extinguidor, triángulos, lámpara para emergencias, cables para pasar corriente, emergency flares(no sé como se traduce), tambo para gasolina, hielera mediana, llave cruz, caja de herramientas (americana, obsequio de Sofía), la llanta de repuesto, el ensayo El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, en pasta dura. Alzó la llanta de repuesto. «Pesa más de lo normal», insinuó con sonrisa malévola, escrutando mi reacción. Una sonrisa de escepticismo de mi parte y ahí terminó la inspección. En ningún momento sospechó del compartimento donde oculto la Browning, dos tolvas de repuesto y esta bitácora.
En este punto se les juntaron dos autobuses interestatales, y dijeron que teníamos que largarnos.
Cuando la incorporaron a esta tarea (a Ingrid), me explicaron que era la novia de un cineasta argentino peludo que había dirigido un documental para la causa. No he tenido oportunidad de disfrutar el filme. He sabido que circuló bastante en los círculos que nos apoyan en varios países, y que ha ganado un premio en un festival de Cuernavaca. Pese a nuestras diferencias de clase, Ingrid y yo nos llevamos bien.
Al atardecer, ingresamos a Hermosillo por el bulevar Francisco Kino. El ocaso es mi hora favorita para internarme en ciudades desconocidas. Evoco un tiempo ido: a mis 17 años visitando por primera vez la ciudad de León, a cuatro mil kilómetros de aquí. En el hotel conocí a Julie, una chica norteamericana que vacacionaba en Nicaragua. Su pelito corto enmarcaba un rostro precioso, pecoso, de esos que nunca nos abandonan. Gente de origen irlandés. Su padre me contó que un tío bisabuelo suyo había sido un sanpatricio. Fue la primera vez que supe de esos luchadores. Aquella noche, Julie y su hermana Fiona interpretaron canciones irlandesas para mí. Hacía mucho calor en León. No me importaba. Lamentablemente, yo no conocía ninguna canción de mi tierra que valiera la pena cantar.
Enciendo la radio: busco una pista sonora, lo que sea, que me acompañe al momento de reconocer y tomar posesión de este oasis: cualquier cosa con sabor local: voces, baladas, las noticias del día, anuncios de pomadas, la franja cómica de las cinco de la tarde. En lugar de eso, topo con Bob Seger: Against the Wind. Reduzco la velocidad, prendo un cigarrillo, me estiro cuanto puedo haciendo tronar una colección de viejos huesos.
Janey was lovely, she was the queen of my nights/ There in the darkness with the radio playing low.
Volteé a ver a Ingrid. Me interesaba descubrir si a ella la embargaban sentimientos parecidos. Calladita cataba las calles y las gentes de esta provincia, y probablemente su decisión de hacer este viaje.
Against the wind/ We were running against the wind/ We were young and strong, we were running/ Against the wind.
Ingrid escogió uno de los hoteles más caros del pueblo. Había un mostrador enorme detrás del cual apareció una linda chica del desierto. Una vez que desempacamos y nos duchamos, listos ya para lanzarnos a la calle, le informé a la chica que éramos agentes de viajes del grupo On the Road, y que nos interesaba incluir su establecimiento en nuestros folletos para turistas del próximo año. Prestamente, depositó en mis manos información sobre el hotel y los atractivos turísticos del estado. «Apenas aparezca la edición, hazme llegar una copia», pidió. Hechas las promesas del caso, salimos en busca de la central de Telmex. Sofía esperaba mi llamada en San Diego, lista para dar instrucciones. Julián nos esperaba en el bar El Baviera.
El Baviera debe ser uno de los recovecos más animados de la ciudad. Apenas entrar nos reciben las vibras de Sultans of Swing, de Dire Straits, una de las piezas que más suenan en este fin de década. Es viernes y abundan las gargantas sedientas. Resulta que conozco a Julián de tiempos atrás. Antes se llamaba Romeo y tenía un diente de oro. Aunque no es imprescindible hacer uso de la seña y contraseña, procedemos según lo dictan las normas. Me presenta a Memo, un perfecto desconocido. Ambos, Julián y Memo, huyeron del país en pleno terror de 1982, cuando centenares de gentes fueron asesinadas. Si me preguntaran en qué año nos endurecimos, diría que fue aquel. Esa época me llevo a comprender que las personas decentes desarmadas no acaban bien. Así había sido y así seguiría siendo, estoy convencido, en todos los períodos históricos caracterizados por una extrema brutalidad.
Ordeno una hamburguesa doble y me empino la primera helada, acompañado de Ingrid, que se limita a observarnos. Pero al terminar la segunda cerveza ya nos llevamos bien todos y alzamos la voz la voz para hacernos entender en medio del rebullicio. La profusión de muchachas lindas en esta ciudad es enervante. Me siento como un gato que ha consumido ácido lisérgico y mira por todos lados mariposas azules de esas que llaman morpho.
Julián explica que la mujer de Memo, Mati, se quedó en el hotel con el crío de ambos. Le entregué a Julián una bolsa con un walkie-talkie y un chorizo de pilas. Yo llevo el otro. Hay que cuidar de que no nos rastreen, le explico, aquí solo los policías y los narcos tienen autorización para emplear esos aparatos. Usaremos una jerigonza de mecánicos para comunicarnos: bielas, cardanes, chisperos, inyectores, amortiguadores de hule para barra estabilizadora, lo más común en una carretera. Vamos a juntarnos únicamente si es imprescindible. En caso de surgir una eventualidad, nos entendemos por la radio.
El estéreo del bar se disparó con Under my thumb, de los Rolling Stones.
Después de tres cervezas nos despedimos y cada quien marchó de vuelta a su hospedaje. Una niebla alegre invadía las calles. Era como estar en el fondo del mar. El sentido de la realidad estaba tan trastocado que en cierto momento creí ver una cápsula Soyuz. Pero no, resultó ser una estatua. Lentamente, llevados por la neblina, nos deslizamos hacia el primer cuadrante de la ciudad, mezclándonos, desfigurándonos, contribuyendo con nuestros pasos a la escritura humana de esa noche. De vuelta al hotel, Ingrid se fue derechito a la habitación. El bar aun no cerraba. Yo tenía ganas de tomarme una última cerveza. Cuando subí, Ingrid dormía. Este día cumplo 31 años.
4 de noviembre
Reinicio de travesía. Me encasqueté mi camiseta On the Road, de la que mandé hacer media docena con base en el mismo diseño de la tarjeta de presentación. A Ingrid le gustó y me pidió una. Se cambió ahí mismo. Preparamos un termo con café e hicimos contacto con el chele Julián. Ya se encontraban en la gasolinera.
Al dirigirnos al garaje a recoger el coche, examiné nuestras disímiles sombras. Se avecina el día más corto del año, mi favorito: las sombras se alargan como en el salón de los espejos. Iniciamos la jornada mejor acoplados, menos serios. Alcanzamos a los muchachos en la gasolinera, donde se detuvieron a cargar diesel.
¡Horror! El transporte que vamos a custodiar, y que para los fines de esta bitácora denominaré «el catamarán», tiene un color que solo podría denominarse rojo llamarada. ¿Por qué no lo cambiaron a un azul o un verde o un marrón? En ese momento descubrimos a Mati, la mujer de Memo. Salió al baño de la estación blindada con un grueso suéter y cargando a un chiquito envuelto en frazadas. Parecía un nacatamal. De pañales y ya andaba embarcado en su primera aventura. Mati es una mujer pequeña, recia como una penca. Lleva el pelo como sin duda lo llevaron su madre y su abuela: no ha sucumbido a la estética del Norte. Muy disciplinadamente, nos ignoró.
Enfilamos a Culiacán. El pardo leonado del desierto se abre a lo lejos como una pista salada, igualita a las que usan los gringos para probar máquinas desquiciadas. Sobrevolaron unos azacuanes, lo que tomo por buen augurio. Nos esperan dos fronteras por delante, pero estamos del mejor humor.
Gran susto cerca de Guaymas. A la vuelta de una lomita nos salió un coyote enorme en el camino. Ingrid me clavo las uñas. Intenté una maniobra que casi me hace perder el control de la máquina e inmediatamente dirigí la mirada al retrovisor, resignado a descubrir un trozo de carne moribunda.
«¡Está vivo, lo salvaste…», gritó con júbilo.
«Yo diría más bien que él se salvó solo».
El tío coyote apareció en mi retrovisor, erecto, flemático, en todo su esplendor. Era una especie magnífica, parecía un lobo. Pero no podía ser un lobo. No llegan hasta estas latitudes como los coyotes, que son unos malillas. Una vez, pernoctando en la montaña, allá en el país, escuché aullidos que sólo podían ser de coyote. Era una noche helada de enero. Acampábamos en un punto llamado el Trigalito, uno de los más hermosos del norte. No sabía si era una buena o una mala noticia, pero me alegré. Ojala les vaya bien, deseé en medio de aquella soledad de vientos y pinos.
Ingrid y yo prendimos cigarrillos para celebrar. Aproveché para compartir mis impresiones sobre esos animalitos. Una especie fascinante, una especie que se adopta a todos los climas, a todos los tipos de humanos, que come lo que sea, que roba, que caza, que mata, experta en adversidades.
Pasó casi una hora sin que cruzáramos palabra.
Kilómetros adelante, Ingrid descubrió mi ejemplar de On the Road. Se puso a hojearlo. Yo había dejado un separador en la página en que Sal Paradise se apea en Denver y poco a poco va encontrándose con sus absurdos compinches. A lo lejos, los grandes picos de las Rocallosas y, todavía mas lejos, el inconmensurable Pacífico. Sal Paradise se ha lanzado al descubrimiento de su país y de su época. Geografías, gentes, trenes, vagabundos, pícaros, aventureros, vaqueros, sheriff, carreteras interminables diurnas y nocturnas, alcohol, mucho alcohol, vidas contagiosas, ingenuidad, sobresaltos, vía láctea, transformación.
Después de correr un rato por sus páginas, Ingrid cerro el libro sobre su regazo.
«¿Qué películas te gustan?».
«Solo las de vaqueros».
«¿Las de vaqueros?».
«Son las más interesantes y sencillas y filosóficas. El héroe solo tiene lo esencial en la vida: un caballo, un sombrero, un par de botas, un revólver, un horizonte interminable, una idea».
«¿Y qué idea es esa?».
«La venganza: el imperativo de cobrarse una afrenta grave, una injuria casi siempre antigua, ojo por ojo.
¿Sabés por qué?».
«No, ¿por qué?».
«Porque el color de la sangre jamás se olvida».
Adiviné algo inefable en su expresión, imposible confirmarlo puesto que cuando manejo no aparto la vista del camino.
«Pero nada de eso es cierto. Los vaqueros no eran más que eso: vaqueros… dedicados a sus oficios. Muchos eran negros, ¿sabías?».
«O sea que solo me estabas vacilando…»
Nos cruzamos con un tipo sombrerudo en una troca. Joven. Llevaba prisa. Así se vive la vida en el desierto, con prisa.
«Esta tierra, Sonora, también es de vaqueros, solo que hoy se mueven en troca… En una época se chalaron y creyeron que había mucho oro por aquí».
«¿No había oro?”».
«Había, pero no tanto».
Ni una sola nube en el cielo, nada más una vasta, insoportable cúpula.
«Cuando era niño”, continué, “había una serie de televisión que se llamaba El potro pinto. La heroína era una chica linda con indumentaria india. Fue algo así como mi primera novia».
«¿Era india?».
«Debe haber sido una chele secuestrada por los indios cuando chiquita… por los cheyenes o los yaquis o los siux o los que fueran. Seguramente habían liquidado a sus padres, a sus hermanos, a sus tíos, blancos colonizadores. La habrán criado como india, hasta el punto que ya nunca más podría causar daño».
«No te gusta otra cosa, por ejemplo, las películas francesas o las italianas o las latinoamericanas?».
Me gustan las películas de detectives, agregué, especialmente las de los años cuarenta. Me vino a la memoria un actor chelito que se llamaba James Cagney. Era un tipo integral, sin dobleces. Me recordaba mucho a mi padre.
«¿Tu padre es un chelito indoblegable?».
«No, pero monta en cólera igual que Cagney».
A las 17 horas entramos a Culiacán. Considerando la hora y la inminente oscuridad, nos convenía hacer parada aquí. Culiacán no es una ciudad muy grande ni muy chica, ni moderna, ni vetusta y, en esta época del año, ni ardiente ni fría. Nos dirigimos a un hotel de tres estrellas que Ingrid encontró en los materiales que nos ofreció la chica del hotel de Hermosillo. En estos pueblos no hay plaza de las tres culturas, ni hondos trazos humanos, ni enormes plazas consagradas al sol o la luna. Es un pueblito donde a uno le gustaría afincarse por unos meses, tal vez un año. Una ciudad ideal para vivir como un perfecto desconocido. Pero tiene mala fama. Todo el tiempo tuve la sensación de que en cualquier momento va a desatarse una balacera. Antes de entrar al pueblo me puse a distancia visual del catamarán. Estaba botando aceite, al fin y al cabo no es una máquina del año. Informé a Julián por el walkie-talkie. Dejé a Ingrid en el hotel con la copia de On the Road y fui a encontrarme con el equipo Xilófono (nosotros somos el equipo Zulu). Escogieron un hotel con un estacionamiento enorme a la salida de la ciudad. Dimos algunas vueltas hasta dar con un taller que se especializa en motores diesel. Se miraba limpio. Los dueños eran unos gemelos, uniformados ambos con idéntico pullover de mecánico y con su respectivo logo. Esas fachas lo impresionan a uno. Lo malo es que estaban por cerrar. Prometieron atendernos a la mañana siguiente. Cuando subí a la habitación, Ingrid dormía, el libro de Kerouac a su lado. Bajamos y cenamos tortas en un comedor cercano.
5 de noviembre
Perdimos prácticamente el día entero en la reparación del catamarán. Los gemelos pararon la fuga de aceite y cobraron con moderación. Julián y yo valoramos que lo más aconsejable sería esperar hasta el siguiente día antes de reanudar la marcha. Llamé a Sofía para reportar el retraso. Me informa que ha comenzado a pintar un cuadro mío, de memoria. Tiene una vena artística. Ha prometido tenerlo acabado para cuando nos veamos de vuelta.
Ingrid permaneció en el hotel mientras nosotros lidiábamos con los problemas mecánicos. Cuando volví, después del almuerzo, sorprendí en mi acompañante una especie de aburrimiento o desazón o intranquilidad. Difícil saberlo. Quizás esto es demasiado para ella: andar metida en un entorno donde carece de control, separada de su mundo y sus amistades y su novio argentino. Dice que mañana quiere conducir toda la jornada. No tengo problemas con eso, si se harta solo hay que cambiar de asiento.
Tengo un libro nuevo, ¿Quo Vadis?, de Sienkiewicz (traducida del polaco al inglés por el antropólogo y lingüista estadounidense Jeremiah Curtin). Lo adquirí en una librería de usados cerca del centro. El dueño de la librería era argentino. Cometí el error de confundirlo con chileno.
«No nos llevamos bien con nuestros vecinos», replicó ofendido.
«Qué pena», comenté.
Ingrid estudia los mapas y los folletos turísticos que hemos acumulado. Aprovecho para practicar la primera inmersión en el libro del polaco.
Petronio nunca se despertaba antes del mediodía, y por lo usual se levantaba agotado. La noche anterior había asistido a uno de los festines que daba Nerón.
6 de noviembre
Abandonamos el último reborde del desierto y la gente del Norte ha quedado atrás, en las brumas del espejo retrovisor. Enrumbamos al sur con renovada confianza en el cumplimiento de nuestra misión. A media mañana, en las inmediaciones de Mazatlán, cruzamos el Trópico de Cáncer. Cielo despejado, temperatura entre los 16 y los 18 grados Celsius.
Temprano esta mañana, arrancada del sueño por mis ronquidos, Ingrid acompañó a Sal Paradise, el protagonista de On the Road, en el trayecto de Bakersfield a Los Ángeles. El héroe desembarca en el corazón de la ciudad angelina de la mano de Terry (Teresa), una chica mexicana que ha conocido en el autobús y de la que se ha enamorado. Es una gran narración, todos los jóvenes deberían leerla. Ingrid le ha cogido gusto al libro y tendremos un tema de conversación que no sea el horóscopo. Me parece bien, porque, aparte del hecho que compartimos tarea, no tenemos mucho en común.
En realidad, nada.
Por lo demás, el día no aportó novedades. Entramos a Guadalajara a las 16:20. A Ingrid le ha gustado la ciudad y se muestra de buen humor. Es una lástima que no podamos visitar el zoológico o el lago de Chapala. Cenamos en un restaurante que se especializa en carnes.
Antes de cerrar esta entrada debo consignar que a la salida de Tepic, en un retén de la policía judicial, un policía se metió al catamarán y robó una bicicleta que el chele Julián le llevaba a un sobrino. Este tipo de fechorías es cosa cotidiana en este país. Pero no solo aquí. Hace algún tiempo, en Honduras, vi con mis propios ojos cuando los soldados robaban a los pobres pasajeros del autobús en que me conducía. Esto ocurrió entre el puesto fronterizo de El Florido y la ciudad de Nueva Ocotepeque, donde el Ejército mantiene un reten permanente. Los soldados salían cargados con un botín que podía ser: un cartón de huevos, bisutería barata que una muchacha adquirió en la frontera, un corte de tela o una tira de butifarras. En el autobús viajaba un capitán (así se dirigieron a él el conductor y el cobrador), quien contemplaba el despojo de los pobres de la tierra con absoluta indiferencia. Sin duda él también se beneficiaba. Nada se podía hacer.
Mañana cruzaremos la Sierra Madre Oriental, una de mis cordilleras preferidas, rumbo a Veracruz, el estado, junto con Chiapas, que más se asemeja a nuestras provincias. Tomaremos la antigua ruta (el «Camino Real») entre Tenochtitlán y el lugar donde atracó la expedición de Cortez en 1519. A la velocidad que vamos nos tomará unas diez horas –uno de los tirones más largos de este viaje– llegar al otro lado.
Conversación de alcoba. Ingrid, sin duda llevada por el aburrimiento, prende la televisión. Esto me irrita un poco puesto que yo tenía la intención de seguir con la lectura de Sinkiewicz. No podía concentrarme en la lectura con la televisión prendida. No pasaba del mismo párrafo, pero intenté hacer un esfuerzo heroico, pretendiendo sobreponerme al ruido.
Ingrid pasaba de estación en estación, sin decidirse por nada. A eso le dicen en inglés zapping. Finalmente, seleccionó un programa cómico mexicano. Tampoco pareció interesarle.
«¿De qué signo sos?», preguntó a bocajarro.
«¿De qué signos hablás?», pregunté, como si oyera hablar de un culto desconocido.
«Diay, del zodíaco, niño… todo el mundo tiene uno».
«No lo sé».
«No te puedo creer, todo el mundo sabe cuál es su signo».
«Bueno, sí lo sé, pero no hay que hacer caso de esas cosas. Es un juego, un entretenimiento –como la ouija». Le conté el caso de un compañero que había sido redactor de una revista especializada en programas de televisión, y que redactaba él mismo los horóscopos porque la revista para la que trabajaba no quería invertir en contratar los servicios de un oráculo profesional.
Aun después de escuchar mi explicación, Ingrid insistió en que le revelara mi signo.
«Tengo varios signos, dependiendo de la documentación e identidad que esté utilizando en cada momento. Según el caso, adquiero un perfil de identidad distinto, con taras y todo».
«Ah, entonces sí sabés de los signos del zodíaco, y además me estás diciendo que el señor que conozco es falso, que todo el tiempo estás pretendiendo ser el que no sos».
«Más o menos».
«Y entonces, ¿cómo sos de verdad, míster Chava?».
|«No lo sé, estoy tratando de averiguarlo. Al final de este viaje lo sabré. Eso espero».
Me arrojó una almohada. Después de aquella ocasión en que estuve a punto de atropellar al coyote, cuando me ensartó las uñas, este almohadazo pasaba a ser el segundo momento dichoso de nuestra vida compartida.
7 y 8 de noviembre
Grave incidente. El catamarán volcó aproximadamente a las 16:00, cuando estábamos por llegar a Perote, poco antes de empezar a remontar la Sierra Madre Oriental. Fue a parar al canal de desagüe de la carretera. El accidente fue provocado –con absoluta deliberación, según los compañeros–, por un furgón que los embistió. No tuvieron más opción que apartarse. Se abrió una grieta, exponiendo algunos elementos del embarque. Encargué a Julián que no permitiera a nadie acercarse al cuchumbo, y salí disparado a Perote a buscar una grúa. Si la policía se presentaba, estábamos en problemas. Les pedí que hicieran todo lo posible por ocultar la carga. Los miembros del equipo resultaron con laceraciones y moretes. Solo el chiquito salió indemne, gracias a que viaja en una silla de bebé.
Las reparaciones tomaron casi todo el día 8 porque se agotó el acetileno, y hubo que salir por un nuevo tambo. Los mecánicos eran un muchacho y su abuelo. A causa de las cataratas, el viejo se limitaba a supervisar el trabajo desde su mecedora. Le saqué toda la plática que pude con el fin de distraer su atención. Además, es bueno que piensen que uno es buena gente. Por dicha, la abertura que amenazaba descubrir el cargamento volvió a cerrarse cuando sacamos el armatoste de la zanja. Descubrí que el abuelo tenía unas crías de tortuga y estuvimos hablando de esos animalitos mientras su nieto soldaba. Le conté que cuando niños teníamos una tortuga. Nuestro jardín era enorme, resultando en que a veces la tortuga se perdía por largos períodos. Afortunadamente, en esa época había mucho insectos de los que podía alimentarse. Por ejemplo, dipes, quiebrapalitos, esperanzas, escarabajos y catarinas. Le salió regalarme una. No puedo aceptarlo, dije, qué será de ella en el camino. Llévatela, me dijo, te dará suerte.
Terminé aceptando.
Una vez efectuadas las reparaciones (soldadura y pintura), la nave está lista para volver al camino. No se echa de ver nada, no huele a nada. Por si acaso, por la noche unté con aceite de ajo los rebordes de la abertura. Este incidente pudo terminar en desastre, con gravísimas implicaciones de seguridad. Ni quiero pensarlo.
Decidí que no nos convenía pernoctar en Perote, y enrumbamos a Tlaxcala a pesar de la oscuridad. En una ciudad grande es más fácil pasar desapercibido. Apenas instalarnos, informé de lo ocurrido a Sofía. Originalmente Sofía iba a acompañarme en este viaje. Pero alguien tuvo otra idea, y aquí estamos. Me da la impresión que, a raíz del accidente, Ingrid repara por primera vez en las implicaciones de esta misión. No obstante, en lugar de tocar temas serios, volvemos a las pasadas del libro. Sal Paradise vuelve al hogar de su tía en Nueva York, que es algo así como su retaguardia estratégica. Después de las fiestas de año nuevo, el héroe, acompañado por Dean, Marylou y Ed Dunkel, se lanza de nuevo a la aventura, en pos del dorado Oeste. Picaresca gringa clasemediera de finales de los 40.
La tortuguita resultó un gran éxito con Ingrid. Nos dimos a alimentarla con guineos, tal como hacíamos en casa. Ingrid quiso ponerle nombre.
«Ingrid», sugerí.
«Diay, mae, no moleste».
«¿Lupita?».
«¿Chachita?».
«No sabemos si es hembra|».
Al final, la bautizamos Marylou, como la novia de Dean Moriarty.
9 de noviembre
Día infame. Memo cogió una infección estomacal después de un atracón de mariscos. Diarreas y vómitos hasta el amanecer. En la mañana lo trasladé a una clínica, donde recetaron suero y antibióticos. Mati está furiosa, esta voracidad de su marido no le hace gracia. Decidimos avanzar hasta Veracruz (a dos horas de distancia) y, una vez ahí, valorar si conviene seguir a Arriaga o Tonalá y, si no hay de otra, detenerse a descansar. Cada día que perdemos tiene consecuencias graves.
Una vez en Veracruz, decidimos que Memo debe reposar. Se agravó con los saltos y zangoloteos del camino, pues hay muchas curvas al bajar.
Apenas refrescó el ambiente fuimos a pasear al malecón. El baño del hotel tiene una tina, que llenamos con agua hasta una altura de una pulgada de profundidad. Luego, con los botes de champú de Ingrid, hicimos una islita para Marylou. Brisa moderada. Me recordó mi primera visita a Veracruz a los diez años. La vista de los buques provoca una extraña fiebre: el llamado de los mares, las razas, las islas misteriosas, los barcos, las odiseas. Hace muchos años, cruzando el golfo de Fonseca rumbo a Nicaragua, siendo yo un chavalo, conocí a un paisano que había sido marino. Había estado en todos los puertos del mundo. Me contó que en una noche de juerga se gastó la friolera de 200 dólares en una botella de champán, y ahora no tenía ni un cinco. Aprovechamos para hartarnos mariscos y pescado (yo, huachinango a la veracruzana), acompañados con un tequilita que Julián compró en Jalisco. No hubo que preocuparse de que nos pasara lo que a Memo: es pesca del día.
Antes de acostarnos, me doy una vuelta por el hotel donde se aloja el grupo Xilófono. Memo tiene el aspecto de un zombi, como en las películas, pero al menos ya pararon los vómitos y empieza a comer sólido. Reanudaremos la marcha temprano en la mañana, después del desayuno.
10 de noviembre
Anuncian los diarios de Veracruz que el Gobierno de Alemania Oriental permitirá a sus ciudadanos viajar libremente. Todo un cambio de era: por lo visto, la perestroika está funcionando. Salimos del puerto acompañados de una fresca brisa matinal. Paramos unos minutos a la altura de Acayucan para comprar café y checar que todo marchara bien. Aprovecho para prevenir a Julián sobre la ferocidad del viento en La Ventosa. A fuerza hay que bajar la velocidad. No se lo creía (pero yo si he visto carros y furgones volcados por los ventarrones, sin duda sus conductores tampoco se lo creyeron). Para terminar de preocuparlo (pedagogía del miedo), le advertí que había que andar aguja por el sector de Arriaga: ahí suelen pulular bandas de asaltantes motorizados, policías seguramente.
Hemos entrado a la parte más angosta de la geografía mexicana: aquí inicia el istmo que llega hasta el tapón del Darién. Hace mucho tiempo, antes de que abrieran el de Panamá, se pensó en abrir un canal interoceánico en esta parte del país.
Llegamos a Tonalá a eso de las 17 horas, sin novedades. Pueblo eternamente sumido en una ola de calor. El hotel cuenta con una alberca y fuimos todos a darnos una zambullida, a excepción de Memo, que se quedó en la orilla mirándonos y a cargo del bebé. Ingrid apareció con un bikini despampanante que dejó sin aliento a todos los presentes, incluyendo las señoras y el personal del hotel. Me calé unos anteojos oscuros. No he visto a nadie nadar con tanta gracia.
En el restaurante topamos con unos compatriotas que marchaban al norte. La mayoría de ellos son originarios de Intipucá, un pueblito del departamento de La Unión que solía atravesar cuando me dirigía a Cutuco para tomar el ferry. Estos muchachos pensaban vadear el río Bravo en la zona de Matamoros- Brownsville, y a partir de ahí seguir hacia Washington D.C., donde tienen familiares. Les deseamos suerte. Valga decir que ya no participarán en ninguna insurrección.
Hace un rato, Ingrid comentó sus avances en la lectura. Había llegado a la parte en que Sal Paradise invita a Dean Moriarty a unírsele en el viaje de vuelta a Nueva York (para variar, a la casa de su tía) con la intención de volar luego a Italia. Van en un Cadillac que deben entregar a su propietario en Chicago, junto con dos pasajeros. Cada uno de ellos paga una porción de los gastos del combustible, menos Dean que nunca tiene un cinco. Sal relata que cuando era niño y viajaba con su padre, solía fantasear que era un jinete trotando a la par del carro, rodeando las casas, brincando cercas y montañas, vadeando ríos y estanques con su caballo. Dean confiesa que él también tenía una fantasía parecida, solo que, en lugar de galopar en un potro, corría a toda velocidad por los valles y los campos y los desiertos del país.
Conté a Ingrid que cuando niño yo también tuve una fantasía en mis recorridos de la escuela a la casa: me imaginaba que una gran inundación se había producido en San Salvador, que la ciudad yacía bajo agua y yo me desplazaba feliz sobre una lancha por las calles, en mi imaginación convertidas en canales.
«Eso indica que eres Piscis», me dijo.
Recordé que, en algún momento de mi vida, efectivamente, había sido Piscis.
11 de noviembre
Hablando de Piscis, lo que nos faltaba: fallo de la bomba de agua a la salida de Tapachula. Nos regresamos y vamos de vuelta al taller. El maestro resultó ser un compatriota. Se afincó en Tapachula muy joven, y nunca ha regresado al país. Pero preferí no entrar en conversación con él, porque apenas entramos al taller me di cuenta de que es un preguntón. El catamarán no estará listo antes del mediodía, lo que significa que no partiremos hasta mañana. Aquí estamos más seguros. Un sauna esta entidad en cualquier época del año. Aprovechamos para salir a comprar café y seguimos dándole a los mariscos, a excepción de Memo, por supuesto. En la librería encuentro Oficio de sombras, de Rosario Castellanos, y poesía de Salvador Novo, un poeta interesante.
Después del almuerzo, nos entregan el catamarán ya reparado.
Tras la caminata, regresamos al hotel achicharrados. Por fortuna, los aires acondicionados de este hotel son unas bestias.
Ingrid me preguntó si creía que la guerra iba a terminar pronto.
«Va a terminar pronto, pero no de la forma que teníamos pensado».
«¿Cómo así?».
«Ahora buscamos un final negociado, sin ganadores ni perdedores… pero puede que al final todos resultemos perdedores, o que acabemos con ganadores y perdedores en ambos bandos. Lo cierto es que la paz siempre será mejor que la guerra… aunque la paz sea un infierno».
«¿Qué te gustaría hacer cuando acabe la guerra?».
«Todavía no lo se, al final de este viaje quizás se me ocurra algo».
«Ya me doy cuenta que te gusta jugar al incógnito». Y me dio la espalda.
«La verdad es que, después de andar tantos años metido en esto, cuesta vivir de otro modo».
No lo comparto con ella, pero hace unos meses, puede que no muchos lo recuerden, un dirigente sindical dejó bien clarito en una reunión en Managua que el pueblo no está para insurrecciones. Específicamente, nos pidió que nos sacáramos tal idea de la cabeza. Qué cosas, ahora que por fin tenemos las armas.
Mañana madrugaremos y de un solo tirón nos dirigimos hasta el río Paz.
12 de noviembre
Cruzamos Tecún Umán sin novedad ni sobresaltos y tomamos la ruta del Pacífico pasando por Escuintla. Viajamos bajo una carpa de azul sólido, corriendo entre volcanes. Tan cautivador y tenebroso país. Llegamos a la frontera de Las Chinamas a las 14:00 aproximadamente. Nos topamos con una larga cola de camiones que aguardaban para pasar al otro lado. Un motorista gordo con grasa de motor en la cara, el último en la fila, gritó que nada se movía. O el personal de la frontera se había achicado, o había una huelga de brazos caídos. Ocupábamos algo así como el lugar 56 en la fila. El grupo Xilófono aguardaba en Valle Nuevo, a unos kilómetros de la frontera, hartándose sorbete de ron con pasas, en espera de un aviso nuestro. Agarré los dos pasaportes y me dirigí a la primera aduana, la de Guate. El problema no estaba aquí: solventé los trámites y crucé el puente. Una bola de motoristas furiosos se pegaba a las ventanillas de la migra salvadoreña. La mayoría eran camioneros, panzones y sudorosos. Me extrañó no encontrar a los cambistas, personal infaltable en estos pasos. Nadie explicaba nada. Di la vuelta al edificio y miré por las ventanas a ver si le atinaba a la causa de ese extraño comportamiento. Una docena de funcionarios deambulaban dentro del edificio, pero ninguno se dignaba atender al público. Ni siquiera se molestaban en dirigirnos una mirada, como si lo tuvieran prohibido. En cierto momento uno de ellos abandonó la oficina, de seguro para ir al baño, y lo enfrenté a la salida.
Ahí se produjo el siguiente diálogo:
«¿Qué está pasando?».
«¿Qué está pasando?».
«¿Por qué están cerradas las ventanillas? No hay atención al viajero».
«¿Nadie atiende?».
El tipo parecía haber entrado en choque. Daban ganas de darle una cachetada.
«No hay ninguna ventanilla abierta. ¿Cuál es el problema?».
«La frontera está cerrada».
«Está cerrada, ¿por qué está cerrada?».
«Órdenes superiores».
«¿Cuándo van a abrir?».
«No sabemos, no nos han aclarado».
«No podemos quedarnos del otro lado, nos pueden asaltar».
«Pruebe del lado de Anguiatú, tal vez ahí encuentre abierto. Pero, mire, cherito, no le diga a nadie más».
Corrí de vuelta al carro. Una turba de cambistas asediaba a Ingrid, que había cerrado las ventanas y se refrescaba con el aire acondicionado. Un tipo con aspecto de violador golpeaba el parabrisas, exigiéndole abrir el cristal. Ella, indiferente, se liaba una cola de macho. No dije nada, me puse al volante, arranqué y di media vuelta sin importarme si alguien salía lastimado. Cogí el walkie-talkie, le avisé a Julián que nos largánbamos a Anguiatú. Teníamos que llegar ahí antes de que oscureciera. Ingrid cogió el mapa y se puso a estudiarlo. La ruta Jutiapa-El Progreso-Agua Blanca-Ipala-Quezaltepque es la más directa. Lo malo es que yo no la tenía lo suficientemente estudiada. Así estaba la cosa. Me puse al frente de la caravana y partimos en esa dirección, muy incierto este curso. La mayor parte de la ruta es camino de terracería. De hecho, en El Progreso se acabó el asfalto, y de ahí en adelante progresamos a la buena de Dios envueltos en una polvazón apocalíptica. Salvamos Agua Blanca sin novedades, pero unos kilómetros más adelante, en Ipala, nos salió al encuentro un pistolero que justo en ese momento salía de una cantina. Estaba ebrio y se puso a disparar al aire con su revólver cuando vio acercarse la mole roja. Pero la mole roja no se detenía. Le vi intenciones de disparar al catamarán. Lo encañoné con la Browning, que saqué del embutido poco antes para cruzar estas tierras olvidadas de Dios. Por suerte, las cosas no pasaron a más. El tipo apenas podía sostenerse en pie, y se fue de costado. Oriente es tierra de pistoleros. Aceleramos. Ingrid se asustó muchísimo, pero solo me ensartó las uñas una vez que superamos la prueba. Confesé que yo también estaba asustado. Llegamos a Anguiatú al filo de las 17 horas. Los empleados de la aduana y la Migración en ambos lados hicieron el trámite en un santiamén, como si estuvieran urgidos de marcar y largarse a casa. Vino enseguida la explicación que buscábamos. Una familia que venía saliendo nos informó atropelladamente: hay una gran disparazón en San Salvador, la guerrilla ha atacado la ciudad, hay explosiones y balaceras y muertos por todos lados.
«No vayan ahí, mejor regrésense», nos urgió la mujer.
La ofensiva ha comenzado. Llegamos con demora. En el momento en que el campo socialista se desmorona, nosotros empezamos la revolución.
Esta familia había decidido refugiarse por el momento en Esquipulas (todos los hoteles que conozco ahí, exceptuando los del centro, son de mala muerte).
Había un avispero de soldados en Metapán, desconfiados, torvos, nerviosos. Examinaron nuestros pasaportes como si estuvieran escritos en escritura cuneiforme. Pronto iba a entrar en efecto la ley marcial y estaban listos para tronchar a cualquiera. Nos dirigimos a un hotel céntrico. La habitación apesta a tabaco, eso significa que podemos fumar. Toda la noche se escuchan disparos, de seguro los compañeros están asediando el puesto militar, que es lo más que se puede hacer en esta ciudad. Hay un restaurante pequeño. Los del equipo Xilófono ocupan otra habitación. Y otra mesa. Solo podían ofrecernos frijolitos, platanitos y queso duro. Nos vino de perlas. Pedimos una ronda de cervezas, que afortunadamente no se han agotado. Una vez de vuelta en la habitación, nos pegamos al radio de onda corta trepados en la cama. Las radios comerciales han sido obligadas a entrar en cadena nacional: únicamente se transmiten marchas militares y partes de guerra triunfalistas. La radio informa que un ataque a la Segunda Brigada de Infantería fracasó, y que el Ejército gubernamental aniquiló a 200 guerrilleros, lo que no me creo para nada.
La radio Venceremos, por su parte, habla de recios combates en todo el país. En San Salvador, dice Santiago, el locutor, las fuerzas guerrilleras ocupan vastos sectores de la capital, y el pueblo se incorpora con entusiasmo a las tareas de la ofensiva Hasta el tope. Al calor de las noticias, los ojos de Ingrid arden de curiosidad y temor, como si nos hubiéramos precipitado en otra dimensión. No se preocupe, le digo, aludiendo a la refriega que continua en Metapán –ráfagas cortas y uno que otro granadazo–, este pueblo no es importante. Es solo un asedio.
“No estoy preocupada, usted parece saber lo que esta haciendo… ¿Vamos a poder entrar a San Salvador”?
«Mañana lo sabremos».
«Niño, ¿qué haremos con la tuga?».
«¿La qué?».
«Marylou».
«Se la djaremos a Memo. Él le hallará un hogar decente». Me tomó de la mano e inmediatamente se quedó dormida.
13 de noviembre
Tras una serie de retrasos y retenes que no tiene sentido reseñar, llegamos a San Salvador justo a tiempo para el contacto de las 11:00 horas. Entramos a una ciudad ocupada. Reminiscencias de los cientos de películas sobre los nazis que he visto desde niño, solo que estos soldados tienen más bien una pinta lumpenesca. La ciudad arde. La muralla que por casi diez años impidió que la guerra entrara a la capital, se ha resquebrajado. Sin embargo, las viejas rutinas no se han paralizado, no del todo. La gente todavía se encarama a los autobuses o picops o lo que sea para ir al trabajo. Aunque no es el tiempo ni el lugar para lucir una pinta de promotores turísticos, Ingrid y yo desplegamos nuestras camisetas On the Road.
A las 10 horas, abandono a Ingrid en el hotel Sheraton y salgo al contacto diario acompañado por Julián. Julián se queda a leer el periódico en la banca de una plaza cercana mientras yo me dirijo al punto de contacto. Amílcar, que debía recibirnos, no aparece. Tampoco envió a nadie. Esto es extremadamente grave. Después de una espera de 20 minutos ya no era prudente esperar. Hay orejas por todos lados. Cogemos un taxi y nos apeamos en la iglesia de El Rosario, en el centro de San Salvador. Hasta aquí no llega el tableteo de las ametralladoras y se puede pensar con serenidad. Sentados en una banca del templo decidimos que no vamos a esperar hasta el siguiente día para hacer el recontacto. No hay más que colarse a una de las zonas de combate y entregar el cargamento directamente ahí donde más se necesita. Nos metemos a una tienda deportiva y compramos indumentaria de futbolistas, incluidos los tacos y una pelota número 5. En este país nadie sospecha de un futbolista, y menos van a querer dispararle. Un disfraz de mariachi hubiese sido preferible, en realidad, pero no es plausible. Que divertido, con los documentos que portó vendría a ser un mariachi venido directamente de la plaza Garibaldi.
Regresamos al hotel, donde encuentro a una Ingrid que se trepa por las paredes. Le pido que baje al vestíbulo y que, con la ayuda de los servicios del hotel, gestione la compra de un boleto para San José. Saliendo tempranito en la mañana, si cabe.
Vuelvo al lado de Julián cargando a Marylou en una cajita. Desplegamos el mapa de San Salvador. No es muy sofisticado, se trata de una edición estragada por el tiempo de un mapa Esso para viajeros. Igual sirve. Le propuse a Julián dar un rodeo hasta la colonia La Rábida, unas cuadras al sureste de las líneas de fuego, y desde ahí intentar llegar hasta donde se encuentran los compas. No había tiempo de explorar o establecer contacto, nos lanzábamos con todo y catamarán. Julián propuso en cambio jugárnosla por el nor-nor- poniente. Subir hacia la colonia Miralvalle, incursionar por San Ramón, sobre las faldas del volcán. Conoce bien la zona, vivió ahí un tiempo, en un local de seguridad. Cerca de allí existió en una época un circuito de motocross, donde, por cierto, vi competir al actual presidente. Nos dirigimos en taxi hacia donde teníamos guardado el catamarán. Ya le había pedido a Memo que tuviera el tanque lleno y vaciara las cosas personales. Solo necesitaba las herramientas. El y Matí y el niño se han alojado en la casa de unos familiares. Le entrego a Marylou. Salimos por la ruta prevista.
La ciudad retruena, revienta, salta hecha añicos, un avispero de aviones y helicópteros martillea la zona norte con róquets y ráfagas de ametralladora. En la lejanía retumban las bombas de 250 libras. La ciudad ha cambiado en estos años de ausencia. Donde hubo fincas, hoy proliferan colonias y supercitos y familias de clase media baja. Nuevas urbanizaciones trepan poco a poco las faldas del volcán, como arañas malignas.
En San Ramón nos internamos por calles de terracería y monte tupido. Desde aquí se escucha nítidamente el refuego de los combates. Otra sensación intensa que experimento es la atracción del volcán. En una curva del camino topamos con gente armada, nos rodean y nos obligan a bajar. Yo andaba conmigo los documentos de identidad mexicanos, pero al ver mujeres entre la tropa mi sentimiento de perdición se disipa. Veo un rostro conocido. Vilma. Es un encuentro de lo más extraño. Yo con traje de futbolista, ella de verde olivo. Hace varios años su familia me alojo en su casa, poco después de que el Ejército le cayera a mi local. Vilma era entonces una adolescente. Pido hablar con ella. Me reconoce y está tan sorprendida como yo. Es jefa de escuadra.
Logramos contactar a la jefatura por el radio, y ofrecen mandar tropa a un punto que sugiere Vilma. Conducimos el catamarán hacia la profundidad del cantón, los guerrilleros como pasajeros. No podía ser un blanco más llamativo: un enorme cuchumbo rojo bamboleando en la profundidad agreste del monte, en la periferia de los enfrentamientos. Llegamos al punto de contacto. Tras una larga espera, aparece el chele Garay con su pelotón. Nos reconocemos. Los rostros cautivados, fascinados mientras descargamos. Garay recibe un mensaje de la comandancia para mí. Amílcar ha caído en manos del enemigo, por eso no se presentó al contacto. Me ordenan reportarme al mando. Afirmativo, pero antes tengo que trasladar a mi acompañante al aeropuerto y arreglar dónde resguardar la infra. En 24 horas estaré de vuelta. Me despido de Vilma con un abrazo del alma.
Regreso al hotel. Los vuelos a San José tienen gran demanda en las últimas 48 horas, me explica Ingrid. Compró un boleto a Ciudad de Panamá y desde ahí se las arreglará para regresar a Costa Rica. Le saltan las lágrimas.
Julián se hará cargo del catamarán.
Antes del toque de queda busco un teléfono lo suficientemente apartado para que el eco de la batalla no irrumpa en la conversación. Llamo a mis padres. Se pone una voz desconocida. Será la doméstica. Pido hablar con mi madre, es la primera vez que tenemos un intercambio desde que bajé de la montaña hace unos años. Su voz suena débil, emocionada. Mi padre ha muerto, es la primera noticia. De un infarto fulminante.
«¿Estás en San Salvador?».
«Le estoy llamando desde San José, mamá. Voy a estar unos días aquí».
«¿Estás en Costa Rica?».
«Solo por unos días, mami”».
«¿Te puedo visitar?».
«No puede ser, usted lo sabe. No esta vez, al menos».
Me imparte una bendición con la voz quebrada, nos despedimos, salgo de regreso al Sheraton.
Marco a Sofía para despedirme. Este anuncio la descoloca. Parecía el inicio de una relación. Quien sabe, quizá no se trate de una despedida, sino de una prórroga.
Ingrid me acompañó a una tienda a comprar unos zapatos aptos para las veredas que me esperan, una mochilita, una cobija, calcetas, cosas así. Comemos en el restaurante del hotel y esta vez tomamos vino. Me comparte que Sal Paradise y Dean Moriarty, acompañados de Stan Shephard, se han lanzado a una nueva aventura: México. Atraviesan la frontera por Laredo, saltando de la Gran Noche Americana a la Gran Noche Mexicana. Afuera revientan las matracas, los papagallos, los AK-47, esta vez más cerca. El nerviosismo de los empleados del hotel es palpable, pero un gerente me asegura que no hay por qué preocuparse: los guerrilleros no se atreverían a aventurarse a esta zona de San Salvador.
De vuelta en la habitación, Ingrid y yo nos recostamos a ver una película con Jeremy Irons por una de las estaciones de cable.
A media película me toma de la mano. Es una mano pequeña y perfecta.
«¿Vas a estar bien?».
«Por supuesto».
«¿Esta es la primera película que ves que no sea de vaqueros?».
«Es la primera y la última».
«Si alguna vez visitás Costa Rica, ¿vas a buscarme?».
«¿Cómo hago para dar contigo?».
14 de noviembre
Dejé a Ingrid en el aeropuerto. Le obsequié mi copia de On the Road y las camisetas idem. Lo más probable es que nunca vuelva a verla.
Me acomodo la Browning y dejo el carro con Julián. También le confié las cámaras, las fotos, las herramientas.
Me abro paso a través de una mañana que es como un diamante del tamaño de este país: la mirada cala lejos en el tiempo y la distancia. Los cerros de Guazapa y Nejapa se recortan nítidos, como si estuvieran al alcance de la mano. Al fondo, las alturas de Chalatenango, montañas que son un destino. Tomaré un taxi con dirección a San Ramón. Paso dejando estos apuntes en casa de amigos a los que no he visto en años, y que creo que los van a guardar. El tiempo de vivir con miedo en este país tiene que terminar.
Fin de bitácora.
San Salvador, 1955.
Escritor y periodista salvadoreño, autor del poemario Los infiernos espléndidos (1998) y de la novela El perro en la niebla (2008). Su actividad periodística se sitúa principalmente en el diario La Opinión de Los Angeles, donde ha cubierto un abanico de temas que incluyen inmigración, educación, economía, transporte, energía y movimiento laboral. Investigó y escribió numerosos artículos sobre la crisis inmobiliaria que se produjo en 2007, así como sobre sus secuelas.
Fue colaborador de la revista Tendencias, la publicación salvadoreña de política y cultura más importante de la posguerra en El Salvador. También ha sido colaborador de Milenio Diario y Milenio Revista de México, y ha sido columnista de La Prensa Gráfica de El Salvador.
En 2002 obtuvo el primer premio en la categoría Comentario/Editorial de New California Media (NCM) por una columna sobre los ataques del 11 de septiembre de 2001.
Actualmente radica en El Salvador, donde continúa escribiendo para La Opinión y otros medios.