Volver
31 julio, 2020
Tomás Gonzalez
Nació en 1950 en Medellín. Estudió filosofía en Bogotá. De 1983 a 2002 vivió en Estados Unidos (Miami y Nueva York). Actualmente vive en Envigado, pueblo vecino de Medellín. El cuento «Volver» forma parte de su libro de cuentos La espinosa belleza del mundo que acaba de salir en la editorial Planeta de Bogotá.
Estuvo tres días en coma y despertó otra. La trajeron de cuidados intensivos a la habitación y venía quejándose con mucha debilidad. Me preguntó que dónde estaba, que qué había pasado, que dónde estaban todos.
—Allá en la sala de espera, mamá. Usted estaba en cuidados intensivos. Todos no, porque no caben.
Me había acostumbrado a hablarle medio brusco, para defenderme. Le hice la lista de los que había en la sala de espera, que eran como diez, y le dije que el resto del batallón estaría durmiendo en sus camitas a esa hora, ni bobos que fueran.
—¿Y qué fue lo que me pasó?
Le expliqué lo que le había pasado, pero como yo misma no lo entendía demasiado bien, hablé muy rápido para que de pronto no fuera a ponerme contra la pared. No trató de ponerme contra la pared. Apenas dijo:
—Ah, ya veo. Gracias, Lucerito.
Era de no creer. Eso en lugar de «¿Cómocómocómo? Explíquemelo otra vez, Lucero. ¡Usted sí que es maneada para hablar! ¿Y así me la van a graduar de bachiller? ¡Me expreso mejor yo, que me sacaron del colegio en quinto de primaria! A ver. ¿Un coma de cuáles fue que me dijo?». La famosa sacada del colegio era uno de los temas con los que martillaba y martillaba, y siempre con las mismas palabras. La habían sacado del colegio en quinto de primaria, porque según mis abuelos las mujeres no habían nacido para el estudio. Mi mamá había sido la mejor de la clase, como yo, y nunca se los perdonó.
Le informé que era martes —el año se lo sabía— y se quedó otra vez dormida, con un sueño tranquilo, de los que llaman reparador. Despertó como seis horas después, ya por la mañana, y no alcancé a saber si iba a llamarme Lucerito o qué, porque las enfermeras la agarraron por su cuenta para ponerle el pato y bañarla con trapitos mojados en alcohol o quién sabe en qué mientras todos bajábamos a la cafetería por unos huevos revueltos a los que les echaban demasiada margarina, arepas santandereanas, buenas, y café con leche, bueno también. No todo el mundo sabe preparar bien el café con leche, que tiene sus secretos, para que no parezca tetero ni tampoco agua puerca, como hubiera dicho mi mamá antes de sus tres días de coma.
Subimos de la cafetería y ya la tenían lista, toda peinada y limpia, y estaba hasta sonriente, pero todavía con mucho gesto de debilidad, y se volvió a dormir hasta por la tarde. Despertó con más energía como a las cinco y aquello fue Felixito por aquí, Betico por allá, Lucerito, que tan bonita que está, y ese bebé como tan bello ¿de quién es? ¿Sí? Vea lo respingón que salió, no parece de Ada. Tráiganmelo, Lucerito, que le quiero dar un beso. Le llevé al niño, que se echó para atrás y empezó a querer llorar, pero mi mamá le hizo carantoñas, increíble en ella, hasta que el chiquito le sonrió por fin, con los dos lagrimones que no habían alcanzado a caer alumbrándole en los ojos.
—No se imaginan ustedes, mis hijitos, lo agradecida que estoy y voy a estar siempre con todos y cada uno de ustedes diez y con mis nietos por lo bien que me están cuidando. Con hijos así, para qué…
Paró en la mitad de la frase como si se le hubiera ido la paloma e hizo primero un gesto de pánico y, después, de ancianita confundida. La mirada se le puso vidriosa, me pareció a mí, como si fuera a desmayarse, y le traje un vaso de agua. Entregó el niño, cerró despacio los ojos y nosotros nos miramos. «Con amigos así para qué enemigos» había sido uno de sus dichos preferidos, y se lo había dedicado en algún momento a todos y cada uno de nuestros amigos y conocidos. Mencionábamos a cualquier amigo o mencionábamos la amistad, así, en general, y ella soltaba la frase. A Félix le gustaba jugar a hacérsela decir.
Félix precisamente se arrimó y me preguntó al oído:
—¿Y aquí qué pasó?
Otra afición de mi mamá antes del coma había sido hablar mal de los médicos. Cuando se disparaba con el discurso, que nos sabíamos de memoria, tenía ya que soltarlo todo hasta el final. No había manera de pararla.
—Son unos atracadores…
—No, mami, ¿otra vez?
—Usted cállese, señorita. Esos pícaros le inventan a uno enfermedades para así meterle la mano en la cartera. Y que le roben no es lo peor. Lo malo es que lo desbaratan a uno, lo vuelven pedazos y lo vuelven a armar. Si les sobran piezas las botan a la basura o se las dan a los perros…
Gran sorpresa oírla ahora decir que el cirujano que la había operado era su ángel de la guarda, y verla, ya de vuelta en la finca, prepararle encomienditas con arepas o bocadillos de guayaba para mandárselas al hospital de Bogotá donde trabajaba. «Bocadillos para mi angelito», decía, o decía «para que mi ángel disfrute de una verdadera arepa santandereana». Al tal angelito de mi mamá lo consideraban tan infalible en su especialización como el papa y lo llamaban de todos los hospitales del país. Demasiado joven para ser tan importante, pienso yo, y se la pasó coqueteándome, el descarado. Ningún Brad Pitt.
Mi papá nos estaba esperando en la portada cuando volvimos. Sacarlo a él de la finca ha sido siempre imposible, tanto que ni siquiera había querido ir al hospital, que está en un pueblo grande o ciudad mediana, a una hora en carro particular y toda una vida en bus. En la casa tenemos un campero Nissan viejo que anda bien, y por ese lado no hubo problema. En la portada, al lado suyo y con la lengua afuera, estaba la perrita negra esa de la que a veces él dice que es labradora veleña y al rato dice que lo ha estado pensando mejor y que no es veleña sino barbosana. ¡Como si hubiera mucha diferencia! La animalita vive muy agradecida con él, en todo caso, por haberla recibido hace ya como dos años, cuando llegó tan flaca y hambreada que le daba brega tenerse.
La noche en que salimos corriendo para el hospital con mi mamá privada y tan desmadejada que parecía acabada de morir, mi papá había dicho:
—Si se muere la traen y la enterramos por aquí. Si no se muere, la traen también y la enterramos por aquí de todas maneras.
—¡Papá!
—Charlando, niña, charlando, charlando. Ya quisiera yo. Usted no se preocupe, que ella no se va a morir.
Tan difícil es el temperamento de mi mamá que no lo culparíamos si muchas veces ha soñado con verse viudo. Él tiene ese humor afilado y sabe defenderse, y así y todo se lo llevaba a veces por delante, lo avasallaba. Cuando eso pasaba, él sacaba un revólver imaginario, le disparaba un balazo y soplaba el cañón imaginario. A mí no me gustaba verlo en esas, pues sabía lo que le estaba corriendo por dentro a pesar de la mucha gracia que le ponía a toda la payasada. Me daba algo así como tristeza.
Yo quería verle la cara de sorpresa en el momento en que se diera cuenta de la mujer que le habíamos traído. Preciso. Su gesto fue de filmar cuando ella le dijo, al bajarse del carro:
—Hola, mi viejito. ¡Por fin de regreso al hogar!
Mi mamá estaba llorando, cosa nunca antes vista, y también él me preguntó pasito:
—¿Y esto qué?
Así siguió, corazoncito por aquí, bellecita por allá. Era como si no estuviera convencida de que se había salvado y pensara que los elogios para la comida que le hacíamos o esos abrazos tan apretados que les daba a los nietos y los asustaba la fueran a mantener viva. Las alabanzas para mi repostería eran cosa nueva también. Antes no soltaba un elogio ni aunque la mataran. Recuerdo la vez que preparé una crema de maracuyá y el comentario fue que ella le tenía muy poca afición a las pomadas estas de Lucero. Y decía, cuando por alguna razón uno de nosotros había tenido que cocinar: «Esta sopa sabe a caldo de puchos» o «si yo misma no soy la que siempre cocina me toca comer porquerías» o «esta carne ni para los perros».
No ahora. Hasta le gustaban las recetas supuestamente de la India que preparaba mi hermana Rosa Flor, la cuarta de nosotros, y que a mi modo de ver no son aptas para el consumo humano. Y así con todo. Estaba débil, pero rogaba que le llevaran a los bebés, sin decir, como antes, «mucho cuidadito, eso sí, culicagado, con írseme a pipisiar encima o lo zarandeo». Y, decía ahora, «venga, Lucerito, le hago la trenza», y sus manos eran distintas. Me acariciaba de vez en cuando mientras la hacía y me preguntaba por mis novios y cosas de esas, que antes le habían importado un pito. Yo me sentía feliz, tengo que reconocerlo. Desde que yo era chiquita a mi mamá le ha gustado hacerme la trenza en mi pelo abundante y rubio dorado, que es orgullo de mi familia, como si todos fueran sus dueños. Por aquí se me menciona como «la muchacha bonita aquella, la del cabello. ¿Cómo es que se llama? La menor de Tobías y de Rosa». Rosa es mi mamá. La trenza me queda como melcocha de panela, oro.
En la época de antes mi mamá habría dicho:
—Venga le hago la trenza.
—¿Ya mismo? No, mamá. Yo…
—Siéntese ahí.
Le quedaba bien, pero no se cuidaba mucho de no jalarme y al final sentía yo la cara estirada por el pelo, del que mi mamá se sentía más orgullosa que todos los demás. En eso quería siempre ayudarme y en nada más. Tanto como ofrecerse a pintarme las uñas de los pies, ni soñar.
La recuperación fue despaciosa durante los tres primeros meses. Los retrocesos nos alarmaron. Entonces se estabilizó del todo y desde ahí la mejoría se hizo rápida. Un día, después de muchos meses y ya bastante recuperada, mi hermana fue a entregarle su bebé y mi mamá dijo que en ese momento, hijita, no estaba para cargar bebés. Me extrañó, porque sonó medio brusco, como si le estuviera dando brega ser amable y no pudiera disimular lo poquito que le llamaba la atención cargar al buchón. Me dio aprehensión también. Me daba miedo que se esfumara la de ahora.
Empezó otra vez a sorprendernos a todos, pero digamos que por el camino de regreso. Los gestos bruscos o malucos se hicieron más comunes y se le veían cada vez más las ganas de volver a manejar todo y a todos. Se me fue yendo. Lo mismo que había pasado cuando la recuperación, también ahora tenía recaídas, el tira y afloje. Hacía llorar a alguno de los chiquitos y después se arrepentía y lo empalagaba todo con halagos, lo besuqueaba, le daba dulces que eran para él solo… O se arrepentía de haber llamado Pinocha a mi hermana Ada —y no por mentirosa precisamente, pues ella es un alma transparente y nunca dice mentiras— y luego con el arrepentimiento no paraba de alabarle el vestido o de decirle lo especialmente bonitos que le habían amanecido los ojos, hasta que mi hermana tenía que decirle «¡ay, mami, ya! Por favor, ya, ¿sí?». Ada tiene ojos verdes, muy parecidos a los míos.
Las recaídas que menciono comenzaron a mermar y lo mismo pasó con los arrepentimientos. El gesto de dulzura y amabilidad con el que había salido del hospital se fue secando y endureciendo igual que las marialuisas hasta terminar duro como la panela. Empezó otra vez a herirme y yo a devolvérselo con la misma moneda y a pensar que ya iba siendo hora de irme. Quería estudiar Medicina o Arquitectura, ojalá en Bogotá. Mi mamá tenía su ratico de delicadeza temprano en la mañana, con el café, pero durante el resto del día era como antes y hoy en día ni siquiera mientras el café es amable. De a poquitos se fueron yendo los diminutivos, y todos y cada uno de nosotros tiene otra vez su nombre normal y corriente, rejudo, sin música.
—¿Y Lucero sí cree que va a pasar a Medicina? —me dijo la semana pasada—. Eso no es para niñas bonitas. Para eso se necesita cacumen.
Mi mamá es otra vez inmortal.