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Ni Luisa Santiaga Márquez Iguarán pudo doblegar la determinación de Gabo

16 noviembre, 2020

Manuel Caruncho

– El fallecimiento de Mercedes Barcha, la esposa de Gabriel García Márquez, me trae inevitablemente los recuerdos de cuando conocí a Gabo.


Mercedes Barsa

Imposible olvidar aquel encuentro con Gabo en el que comentó, con toda humildad, que tres presidentes le habían invitado a la IV Cumbre Iberoamericana que se celebraría aquel año en Cartagena de Indias: Felipe González, Fidel Castro y el colombiano Cesar Gaviria. Lo dijo sin ostentación, pero sin ocultar que se sentía halagado.

Pensé: ¿por qué Gabo presume de amigos como estos, por muy presidentes que sean, si son ellos los que deberían de presumir de su amistad? Y pensé también, lo recuerdo como si fuera hoy, que mientras Gabo tenía un lugar asegurado en la posteridad como uno de los mejores escritores de la lengua española de todos los tiempos, en el caso de los tres presidentes mencionados… habría que ver como los trataría la historia. ¿Absolvería finalmente a Fidel Castro? Y sobre Felipe González y Gaviria, otros dos pesos pesados… en fin, disculpen que no me quiera meter ahora en eso, pues gozan de buena salud y siguen desplegando una actividad nada desdeñable.

Estamos en 1994. Gabriel García Márquez pasaba temporadas cortas en Cuba donde se veía con frecuencia con su amigo Fidel Castro y donde compartía su arte con los guionistas que seguían los cursos de la Escuela Internacional de Cine situada en San Antonio de los Baños. Gabo, quien ya contaba con el Nobel de Literatura, presidía la Fundación de la que dependía la Escuela.

Un programa de apoyo al Cine iberoamericano que patrocinaban la Comisión Nacional del V Centenario y la Agencia Española de Cooperación Internacional me llevó, cuando ya cumplía un par de años en La Habana, a entregar una donación a la Escuela de San Antonio. Allí acudí junto a Rafael Dezcallar, uno de los diplomáticos de la Embajada de España del que guardo muy buen recuerdo. La donación la recibió en persona un sonriente Gabo enfundado en una elegante guayabera blanca.

Durante la entrega nos comentó la invitación de los tres presidentes. En aquel tiempo yo ya me había leído buena parte de su obra: Cien años de soledad, El coronel no tiene quien le escriba, Amor en tiempos de cólera, El otoño del patriarca…, pero no todavía, pues aún no había visto la luz, Vivir para contarla, su único libro de Memorias, que no se publicaría hasta 2002. Fue una de sus últimas creaciones y abarcaba desde su infancia hasta sus veintimuchos años, cuando se estaba haciendo periodista y escritor.

En Vivir para contarla me pareció encontrar la clave para explicar lo que no entendí en San Antonio de los Baños, y mi admiración por Gabo se acrecentó aún más. Jugando a ser psicólogo -y pido disculpas a quienes lo son de verdad-, creí comprender que su humildad y su necesidad de reconocimiento provenían de la pobreza inmisericorde que sufrió de niño y, sobre todo, de joven. Me conmovió leer que, con veintitantos años, cuando malvivía del oficio de periodista, carecía de un lugar donde dormir y acababa las noches tumbado en bancos de parques y plazas en Cartagena de Indias salvo cuando algún amigo salvador surgía a tiempo y lo invitaba a descansar en su casa. Me lo imagino durmiendo a la intemperie con la famosa cartera que alguien le había regalado en la que atesoraba sus manuscritos y una muda, sirviéndole de almohada. Gabo, por no tener, ni siquiera disponía de los cinco centavos que costaba el ejemplar del periódico que publicó su primer relato; cuando se enteró de la gran noticia, tuvo que lanzarse a la calle a sablear a algún conocido para que se los prestase.

En algún lugar leí, y creo que no en Vivir para contarla, que cuando terminó Cien años de soledad, ya casado con Mercedes Barcha, no pudo pagar su envío al editor. Estaban los dos en la oficina de correos y tan sólo reunían la mitad del importe del franqueo, por lo que tuvieron que conformarse con mandar medio manuscrito. Regresaron después al domicilio conyugal a rebuscar entre sus enseres algo que empeñar, la tostadora de pan y alguna pertenencia más -no recuerdo si la plancha, o algo así- y por fin pudieron enviar la otra mitad. Parece que cuando abandonaron el edifico de correos Mercedes soltó: “Ahora sólo falta que la novela sea mala”.

Luisa Santiaga Márquez Iguarán

Pues sí, el gran Gabo decidió que nunca sería otra cosa que escritor, aunque fuera pobre; y vaya si lo fue, tanto uno como lo otro. Así que era un tipo humilde pero, a la vez, con una determinación capaz de tumbar montañas; un tesón que, según cuenta, provenía de su madre, Luisa Santiaga Márquez Iguarán, un personaje que nunca se daba por vencido. La disputa que tuvieron ambos para que Gabo estudiara Derecho debió ser antológica, pues ella sabía que él estaba capacitado de sobra para terminar una carrera pero, quien quería ser escritor por encima de todas las cosas, se negaba en redondo. Su madre sólo claudicó, porque no le quedó más remedio, cuando escuchó unas palabras de Alfredo Barboza, el farmacéutico de Aracataca, por quien sentía gran respeto y a quien había pedido su opinión delante de Gabo, convencida de que le sería favorable. Después de expresar que nadie se oponía a que Gabo fuera escritor “siempre que hiciera una carrera que le diera un piso firme”, buscó la complicidad del doctor: “Lo peor es que dejó de estudiar derecho después de tantos sacrificios que hicimos por sostenerlo”.

Pero a Barboza aquellas palabras le parecieron justo la mejor prueba de una vocación arrasadora, y sentenció: “Es algo que se trae dentro desde que se nace y contrariarla es lo peor para la salud”.

Luisa Santiaga se dio por perdida, seguramente por primera vez en su vida, y se limitó a preguntar: “Y ahora, ¿cómo le contamos todo esto a tu papá?”

Así que, encontramos a un Gabo tenaz y resuelto, pero, a la vez, necesitado de reconocimiento, de ese que tanto debió faltarle de chico, con un padre que se ausentaba de casa largas temporadas para garantizar el sustento de su numerosa prole. Lean estas líneas que nos dejó en Vivir para contarla: “Hace unos dos años, una agencia inglesa de libros antiguos vendió por tres mil dólares un ejemplar firmado por mí de la primera edición de Cien años de soledad”. Ahí lo tienen, una celebridad que no puede evitar presumir, aunque sea lo último que necesitaba, pues ya había alcanzado la gloria.

Entonces, ¿por qué razón alguien que fue tan reconocido en vida, con todo un Nobel para comenzar, sentía esa necesidad de reconocimiento, aunque lo expresara con una admirable humildad?

Pienso que, con el gran escritor, seguía conviviendo ese niño que siempre nos acompaña y que necesitaba que no se nos olvidase seguir queriéndolo y admirándolo por todo lo que le había faltado y por todos los sacrificios y esfuerzos por los que pasó para legarnos su gran obra. Consulto esta interpretación con la psicóloga Encarna Castillo y me dice que sí, que es muy posible que esa gran figura necesitase que el presente le pellizcase con frecuencia para recordarle la diferencia con el pasado. Sea como fuere, ¡qué honor para mí haber podido estrechar su mano!

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