Caratula-Logo

VIII Premio Centroamericano de Cuento Carátula

3 noviembre, 2020

Consejo Editorial

– “Ni hermosos ni buenos”, relato del hondureño Luis Lezama Bárcenas, gana el VIII premio Carátula. El jurado destacó “su prosa impecable y desnuda para tratar heridas abiertas de jóvenes latinoamericanos que son víctimas y verdugos”. Se otorgó, por primera vez, una mención especial a un relato de Diego Meza, de Costa Rica.


 

El pasado martes, 3 de noviembre, en formato virtual, desde Managua, México y Madrid, el jurado declaró ganador del VIII premio Carátula de Cuento Breve al relato “Ni hermosos ni buenos”, del hondureño Luis Lezama Bárcenas, nacido en 1995.

Fue elegido entrreee 128 cuentos breves de autores centroamericanos menores de 35 años, como indican las bases del premio que convoca cada año, en el marco del festival Centroamérica Cuenta, la revista Carátula, y la Fundación Luisa Mercado.

De acuerdo al acta del jurado calificador, el cuento de Lezama “narra la historia coral de un grupo de jóvenes que reciben el encargo de sacrificar a un perro. De pronto el ímpetu de la juventud se desinfla y queda retratada su inmadurez para sortear el destino de una sociedad marcada por la violencia y el desarraigo”.

El jurado, conformado por el escritor y Premio Cervantes 2017 Sergio Ramírez (Nicaragua), la escritora Socorro Venegas (México), el escritor y editor Juan Casamayor (España) y Claudia Neira Bermúdez, directora del Festival, con voz pero sin voto, deliberó sobre cinco cuentos finalistas, entre los que destacó el del autor hondureño. “El cuento, con una prosa impecable y desnuda, no elude una descripción hiriente y sangrante de las situaciones y los personajes como mecanismo para bosquejar las heridas que, actualmente, están abiertas en los países latinoamericanos donde los jóvenes son víctimas y verdugos”

En esta ocasión, por primera vez, se otorgó una mención especial al cuento “Sin miedo”, presentado bajo el seudónimo Aníbal Güemes, cuyo autor es el costarricense Diego Ignacio Meza Marrero (Cartago, 1996).

La mayoría de los relatos recibidos están en línea con temas que condicionan la vida de muchos centroamericanos, como la violencia, el desarraigo, el papel de la mujer y la situación sociopolítica. El jurado valoró también la calidad literaria de los textos recibidos.

El premio: residencia de escritor y escultura

El premio consiste en una residencia de un mes en la Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, México, junto con el boleto aéreo, otorgado por la Fundación Ubuntu y una escultura del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal.

El certamen fue creado en 2012 y cuenta con el apoyo Carátula, revista cultural centroamericana, la Universidad Autónoma de Nuevo León (México) y la Fundación Ubuntu. SE otorga en el marco del festival Centroamérica, que preside le premio Cervantes, Sergio Ramírez, y que este año se está desarrollando de manera virtual.

Entre los ganadores de ediciones anteriores figuran los escritores guatemaltecos Maurice Echeverría (2012) con el cuento “Pura sangre dieciochera” y Rodrigo Fuentes (2014) con el cuento “Amir”. Asimismo, figuran el nicaragüense José Adiak Montoya (2015) con el cuento “El custodio”, la panameña Berly Núñez (2016) con el cuento “Cuestión de fe”, la guatemalteca Andrea Morales (2017) con el cuento “El pájaro de fuego” y los salvadoreños Alejandro Córdova (2018) con el cuento “Lugares comunes” y Allan Barrera Galdámez (2019) con el cuento “2 noviembre”.

 


 

 

Ni hermosos ni buenos

Son los perros la tristeza de Dios.
—BALAM RODRIGO

 Como hubiese querido tener la fuerza y decirle que sí, que venía de estar tomando. Borracho. Pero cuando entré, creí que ella no notaría nada, porque a esa hora empezaba “El corazón valiente”, su novela  favorita. Por eso yo había escogido esa hora para llegar a la casa, por eso estuve tres horas en la calle aunque no quería. Solo. Solo porque Javier y Loluco sí se fueron a dormir, o a beber, o tal vez no, tal vez no pudieron, tal vez todavía lo de Pichingo les venía de vuelta, una y otra vez, con todo su filo. La cosa es que cuando yo entré (y ella fumaba como siempre), apenas me vio, lo supo. Supo que yo ocultaba algo. Y yo supe que lo sabía por la forma en cómo botó el humo mientras me miraba. Muy despacio, hacia un lado y sin dejar de verme.

—¿Qué pasa? —dijo. Pero después, quién sabe por qué, qué habrá visto, o si fue un sexto sentido de madre, como le dicen, después se corrigió y dijo—: ¿Qué pasó?

Pero ella fue más allá, fue definitiva:

¿Qué hiciste? —dijo. Y vi que no estaba enojada. No, no ahí. Ahí estaba aterrada, tan aterrada que hasta se sacó el cigarro de la boca. Amagó con apagarlo, pero se detuvo.

Y fue cuando no tuve fuerzas de decirle nada porque me acordé de todo aquel día, como de un golpe. Primero de don Nacho, por supuesto. Que en mi recuerdo ya no era tan amigo ni tan cercano como lo había sido siempre, pero sobre todo como lo había parecido esa tarde cuando nos pedía el favor:

―Quinientos, muchachos ―decía de pie frente a nosotros que estábamos sentados en la banquita de su pulpería ―. Y estiraba ante nosotros los cinco dedos de la mano, y nos apuntaba con el índice de la otra―. Son más de cien para cada uno ―. Nos extendía el arma, un revólver negro. ―Yo no puedo ―repetía, y lo había dicho más de veinte veces―, yo no puedo ni imaginarlo. Lo quiero demasiado.

Ahora, justo enfrente de mi madre, me acordaba. Tal vez me quería convencer a mí mismo de que no era mi culpa. O de decírselo. Porque enfrente de don Nacho también me había pasado algo similar mientras él nos rogaba, una y otra vez, que le hiciéramos el favor, que nos iba a dar quinientos pesos. Y tal vez eso me convenció de hacerle el favor a don Nacho, tal vez fue el acordarme de aquella tarde —otra tarde— en que yo conté en la pulpería que mi madre había aparecido en mi cuarto y sin decirme una tan sola palabra me había agarrado a fajazos sin que yo entendiera nada. Y después, antes de irse, sólo había dicho “Y la próxima que me entere de que estuviste bebiendo, no voy a venir yo, sino los militares”. Y don Nacho, con esa forma tan natural que tenía de meterse en nuestras conversaciones, desde detrás de la rejita de la pulpería había lanzado:

—Ese fue Santos el que le dijo. Ese guachimán de mierda.

Y después nos contó todo. Aseguró que Santos, el eterno guachimán, en la última reunión de vecinos había advertido que nosotros nos juntábamos a beber y a fumar en el viejo napoleón junto al río.

—Cuídense de ese indio infeliz —había dicho don Nacho—; le pagan para cuidar el barrio de ladrones; no de ustedes, que no son ni hermosos ni buenos, pero son jóvenes como cualquier otro.

Y desde entonces nosotros se la traíamos jurada a Santos. Habíamos intentado que lo despidieran quejándonos de él, pero no iba a haber forma de que lo despidieran. Menos desde que se había echado a esos dos ladrones con nada más que su machete.

—Así como es de hábil con el machete, es con la lengua —dijo don Nacho en aquella ocasión, justo antes de encenderse un cigarro y ofrecernos.

—Sí —dijimos todos al cigarro y a lo que decía de Santos. Y tal vez desde entonces fuimos amigos de don Nacho, o creíamos ser amigos de él, y tal vez él también lo creyera y por eso nos invitaba a beber muchas veces. Por eso nos pidió matar a Pichingo, hacerle el favor, como decía él.

Y tal vez por eso cuando mi madre me preguntó qué hiciste, me acordé de ella misma horas antes de lo de Pichingo, justo cuando me vio tomar las llaves. Sin dejar de ver la televisión, con el cigarro siempre a centímetros de la boca, con cansancio, dijo:

—Otra vez a la calle.

Y yo no dije nada, porque así era más fácil evitar discusiones. Y ella entonces agregó:

—Qué ganas de andar en la calle, parece que te hubiese parido en la acera.

Ella era siempre así. Después como si de pronto ya no le importara, me hacía un gesto con la mano para que me fuera. Yo a veces le contestaba, o me reía a propósito. Si de todas formas ya hasta se había cansado de pegarme.

—Ya estás viejo para que te agarre a fajazos —decía cada vez que yo hacía algo o me veía salir con mis amigos—. Ya podés regresarme los golpes.

Yo no terminaba de entenderla. Sólo quería que no me jodiera más. Pero de todas formas, el tono, las palabras, todo se me olvidaba cuando doblaba en la esquina y me prendía un sirio. Para cuando me encontraba con alguno de mis amigos, ya no recordaba ni que tenía madre.

Y Loluco había sido el primero que me encontré esa tarde, y el que me dijo de irnos para la pulpería. Don Nacho quiere hablar con nosotros, dijo primero, y me pidió un jalón de mi cigarro. ¿Don Nacho? Pregunté. Después largó el humo y respondió:

—Quiere que matemos a Pichingo.

Pichingo era el pastor alemán de don Nacho, o el Señor Perro de la Miraflores. Lo acariciaban hasta los recogedores de basura. Nosotros lo conocíamos desde que éramos niños. Hacía unas semanas, un perro callejero mucho más grande ―un tigre lanudo, según los que vieron― lo había montado.

―Me di cuenta que no cagaba ―dijo don Nacho―. Sólo quería pasar echado. Y me dio por revisarlo: tenía el culo de fuera. Se lo cogieron mal. Anteayer vino un don a la pulpería, un viejo que tiene vacas y caballos y… ―Don Nacho bajó la voz, como si el perro, tendido ahí frente a nosotros, lo entendiera―. Y me dijo que ya era muy tarde, que él sabía de animales y que Pichingo está infectado, muchachos. Que lo mejor es que esto se acabe rápido. ¿Entienden?

Después de esperar un rato a que viéramos a Pichingo, dijo:

—¿Me ayudan?

Y fue cuando nos resistimos por mucho tiempo. Tanto que hasta le propusimos que se lo encargara a alguien más, a Santos por ejemplo, pero don Nacho dijo que no.

—Me queda viendo mal siempre. Es una bestia. Y, además, ustedes conocen a Pichingo. Prefiero que sean ustedes ―concluyó.

Nosotros sabíamos que don Nacho no pagaba vigilancia, y sabíamos que por eso no se lo pedía a Santos. Y tal vez fue lo que dijo después lo que nos convenció. Tal vez fue que lo que dijo era cierto: a Pichingo lo queríamos todos.

―Miren, es lo mejor para Pichingo. Sólo véanlo. Ustedes lo quieren tanto como yo.

Pichingo apestaba y no se movía. Ni siquiera nos volteaba a ver. Estaba inflado de la tripa, como lleno de agua. Don Nacho nos dijo que llevaba siete días —hizo siete con las manos también— sin moverse del porche de la pulpería, sin ladrar y sin hacer ni mierda. Don Nacho estaba siendo literal, porque Pichingo ya ni cagaba, sólo pestañeaba. A veces, casi involuntariamente, movía una oreja  y entonces las moscas se le despegaban de la cabeza y sobrevolaban a su alrededor unos segundos hasta que volvían a caerle justo donde estaban.

―Llévenselo lejos entre los tres, usen la carreta para llevarlo; le ponen el cañón en la frente y le jalan. Bastará con un solo tiro. Después lo entierran, por supuesto, me hacen el favor.

Y aunque volvimos a preguntar por Santos, qué pasaba si nos encontraba y nos miraba el cuete, don Nacho nos tranquilizó diciendo que le dijéramos que hablara con él. Y entonces con aquel salvoconducto no nos quedó duda, lo aceptamos. Y en la alegría de la negociación don Nacho hasta nos dijo que después podíamos caernos a la pulpería por unas birrias. Van por la casa, dijo.

Después entre los tres subimos a Pichingo a una carreta junto con una pala y nos dirigimos hacia el río.

Ahora frente a mi madre recordaba todo nítidamente. Hasta recordé cuando el destino, porque ahora pienso que era mi destino, me dijo por primera vez que yo debía hacerlo.

―Hacelo vos ―me dijo Loluco, apenas salimos de la pulpería.

―Ni a pija —contesté—. Yo no le hago eso a Pichingo. Lo entierro si quieren.

No pudimos decidirnos, así que como siempre hacíamos cuando no nos poníamos de acuerdo, jugamos papelito.

Y el papelito más corto me tocó a mí.

Después bajamos a Pichingo cerca de la orilla y nos despedimos de él. Algunas palabras, nada cursi. Yo recordé cómo el pobre no volteó a ver ni una sola vez en la que pronunciamos su nombre. Y también recordé que yo fui el último en hablar.

―La Miraflores no tendrá otro igual —dije—. Hasta la vista, Pichingo —. Cerré los ojos queriendo acabar lo más pronto posible con todo aquello, y jalé el gatillo.

Me asusté por el rebote y sentí un olor nauseabundo que no pude relacionar con nada más que con el periódico que quemaba mi mamá para ahuyentar a los zancudos. Abrí los ojos y vi a Pichingo boqueando frente a mí.

—¡Pendejo! No le diste —gritó Javier.

No supe si la bala se había enterrado en la grama o se había metido en el río, lo único que me importaba era que sabía que no tenía por qué aceptar volver a hacer el tiro.

—Yo ya lo intenté  —dije. Y entregué el revólver.

Javier fue el destinado la segunda vez.

―No seás maricón, Javi ―le grité para animarlo―. Apuntale bien a la frente. Y apurate que ese tiro se escuchó fuerte.

―Apurate que nos esperan las birrias ―gritó Loluco, y nos reímos los tres.

Pero Javier también la cagó, le había dado en la pata.

Yo supe que aquello se estaba prologando demasiado. Y estuve a punto de volver a intentarlo, pero asegurándome de no fallar otra vez.

Pichingo lloraba. Lloraba mucho.

Pero antes de poder decirlo, Pichingo se paró.

― ¡Mierda, mirá que se escapa! ―gritó Loluco.

Y Pichingo, sacando fuerzas de algún lugar desconocido, trató de huir por el borde del río. Se metió por entre los matorrales y lo perdimos de vista. Los tres lo perseguimos. Recuerdo la figura de Javier corriendo frente a mí con el arma alzada como un vaquero. Y no muy lejos del napoleón donde nos reuníamos siempre, lo encontramos echado otra vez intentando tomar agua de la orilla. Jadeaba, tenía los ojos entreabiertos y la lengua blanca y seca. Tampoco ahí volteó a vernos, lo recuerdo.

Entonces quise proponer que lo dejáramos ahí mejor, que seguro se moría solo. Pero antes de que pudiese hablar, escuché un grito.

―¡Qué hijos de…! ―y sin darme vuelta, supe de quién era esa voz. Esa voz insoportable. Santos, inconfundible con su gorra, su radio y su machete de guachimán, venía hacia nosotros―. Qué putas están haciendo ahora ustedes.

Dijo que había escuchado los tiros. Le explicamos entre todos la situación, y dijimos tal cual nos había dicho don Nacho: que hablara con él si quería. Nos sentíamos a salvo, y yo creí que lo peor había pasado cuando vi que Santos, aunque siempre impredecible, parecía que no iba a decir nada.

―Así que ustedes van a despacharse al perro de don Nacho ―dijo burlándose―. Ese viejo sí es culero.

Nadie hablaba. Loluco, como siempre, tomó una decisión por el grupo:

―Santos, ¿por qué no lo mata usted? Y le damos doscientos pesos.

Hicimos cálculos rápidos: nos sobraban trescientos a nosotros; así que ninguno se opuso. Santos ni lo dudó. Está bien, dijo, no sé para que aceptan hacer estas mierdas si ni limpiarse el culo pueden.

Y después, lo recuerdo todo y lo recuerdo muy nítido, le pedí el revólver a Javier.

―Tenga ―le dije a Santos, al tiempo que quise entregarle el arma.

―Yo no necesito esa mierda ―respondió, y me pasó por un costado.

Y sin sacarle la vista de encima, le ensartó el machete a Pichingo. En menos de dos segundos vi cómo el filo del machete devino en una mezcla de sangre y pellejos; colgaba adherida al metal como ropa vieja, deshilachada. Recuerdo que ninguno lo detuvo, recuerdo sentirme como piedra. Y Pichingo sufriendo con cada machetazo, aullando más con cada golpe, como si no estuviera perdiendo la vida, sino ganando fuerzas. A Javier no le aguantó más el estómago y vomitó. Recuerdo que Pichingo parecía muerto, que debía estar muerto, pero no se callaba. Y Santos empecinado, como sin  darse cuenta que estábamos ahí. Para él era como cortar la grama, supongo, o como darle a un tronco; Pichingo no era más que un bulto, una bola de carne, una negrura que aullaba lastimeramente.

Entonces creí reconocer la voluntad de un amigo al oírle chillar.

― ¡Por favor, pare! ―grité.

Silenciado ya, de tres patadas el guachimán lo empujó hasta el agua. El cuerpo se hundió al instante y en la superficie se dibujó una mancha roja que se fue ensanchando y alejándose a la vez río abajo, hasta que por fin desapareció.

Después nos pusimos de acuerdo para que fuera yo quien le devolviese a don Nacho su revólver.

Crucé el portón —todavía no era tan tarde, pero no había nadie en la pulpería—. Don Nacho escuchaba el radio sentado en la banquita.

― ¿Entonces, cipote?

―Lo hicimos, señor ―dije, y le devolví el arma.

―Son bravos ustedes verdad.

Yo dije que sí. Don Nacho se acercó, como si todavía fuéramos muy amigos, y hasta sentí escalofríos cuando sentí su aliento a guaro en mi oreja:

―Escuché dos disparos ―dijo a mi oído. Volvió a tomar distancia―. No me digás que sufrió.

―Nadita ―contesté.

Él contrajo sus labios, satisfecho, y asintió dos veces.

― ¿Y tus amigos? ¿No van a venir por las birrias? Yo ya empecé.

―Otro día mejor ―dije, buscando la salida.

Nos despedimos. Yo estaba por salir de su porche, cuando lo escuché lamentarse.

―Mierda ―dijo―. Casi lo olvido —. Se paró y se acercó mientras se sacaba algo del bolsillo de su camisa—. Aquí están los quinientos; bien ganados los tienen. No se olviden de venir por las birrias.

Tomé el dinero sin contestarle. Quería irme, llegar lo más pronto posible a mi cama.

Anduve por dos horas caminando, hasta que, al fin, fueron las ocho. Cuando entré a  la casa, la vi: fumaba y miraba “El corazón valiente”. Quise pasar de largo, pero ella me detuvo. Y fue cuando lo supo. Con apenas una mirada lo supo.

Qué pasa, qué pasó, qué hiciste, repetía como si fuera un mantra. Qué pasa, qué pasó, qué hice, pensaba yo después de volver a recordarlo todo, viendo su cara, su cara de terror, viendo cómo hasta se apartó el cigarro de la boca y como aquella mano, la del cigarro, le temblaba.

—Es que don Nacho… —empecé a decir, porque después de recordarlo todo iba a decirlo todo, pero algo me detuvo. Su cara me detuvo.

—Ah —dijo ella, y yo vi su cara, su cara que volvió a ser la misma que cuando me fui. La de siempre —. Ah, ya sé — repitió. Y con el mismo tono, con el mismo desprecio de aquella y de todas las tardes, dijo —: seguro es que volviste a estar bebiendo con ese viejo borracho y tus amigos.

Y no dije nada, porque entonces ella desvió su mirada hacia la tele, y la mano, resuelta, volvió a llevarle el cigarro a la boca. Después, con la otra tomó el control y subió el volumen.

Esa noche, por primera vez, soñé que estaba al borde de ese río rojo, interminable. Del otro lado, Pichingo bebía agua y levantaba su cabeza para verme. Supongo que al Loluco y al Javier les pasó igual. No somos tan bravos.



ACTA DEL JURADO

VIII PREMIO CENTROAMERICANO CARÁTULA
DE CUENTO BREVE

Carátula, revista cultural centroamericana, la Universidad Autónoma de Nuevo León (México) y la Fundación Ubuntu/Asociación Ticos y Nicas somos  hermanos, en el marco de la sexta edición de Centroamérica Cuenta, convocaron al VIII Premio Centroamericano Carátula de Cuento Breve. Creado en 2012 para impulsar el género del cuento en el istmo y reconocer sus nuevas voces y tendencias, ha tenido como ganadores en sus ediciones anteriores a los escritores guatemaltecos Maurice Echeverría (2012) con el cuento Pura sangre dieciochera y Rodrigo Fuentes (2014) con el cuento Amir.

Asimismo, figuran el nicaragüense José Adiak Montoya (2015) con el cuento El custodio, la panameña Berly Núñez (2016) con el cuento Cuestión de fe, la  guatemalteca Andrea Morales (2017) con el cuento El pájaro de fuego y el
salvadoreño Alejandro Córdova (2018) con el cuento Lugares comunes y Allan Armando Barrera Galdámez (2019) con el cuento 2 de noviembre.

El jurado, conformado por Sergio Ramírez (Nicaragua), Socorro Venegas  (México), Juan Casamayor (España) y Claudia Neira Bermúdez, Directora del
Festival con voz pero sin voto, deliberó sobre tres cuentos finalistas de un
total de 128 recibidos por el Comité Organizador, todos de autores
centroamericanos menores de 35 años conforme las bases del premio.

En consecuencia, después de las deliberaciones correspondientes, el jurado
acordó por unanimidad:

1. Declarar como ganador al cuento “Ni hermosos ni buenos”, amparado en el seudónimo “Dieciocho Guaras”, cuya plica de recepción fue la número 44. Una vez abierta la plica, el autor resultó ser, Luis Lezama Bárcenas de Honduras, nacido el 01 de diciembre de 1995, actualmente estudia Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires y, desde 2017, es Secretario de Redacción del Diario Informativo Cultural FIN. Formó parte del X Encuentro de Jóvenes Escritores de Iberoamérica y el Caribe, calificado como uno de los eventos más trascendentes de los que tienen lugar en el contexto de la FIL de La Habana (Cuba) y donde, según intelectuales, se construye lo que dentro de unos
años será la gran literatura del mundo iberoamericano. Es autor del poemario El mar no deja olvidar. En 2016, con su cuento Bañar al bebé ganó el primer premio y la medalla al mérito Gabriel García Márquez en el XI Concurso Internacional de Cuento ‘Ciudad de Pupiales’, organizado por la Fundación Gabriel García Márquez. Sus textos se han publicado en Honduras, España, Colombia, Cuba y Argentina.

2. Sobre el cuento ganador, el jurado dice: “Ni hermosos ni buenos» narra la historia coral de un grupo de jóvenes que reciben el encargo de sacrificar a un perro. De pronto el ímpetu de la juventud se desinfla y queda retratada su inmadurez para sortear el destino de una sociedad marcada por la violencia y el desarraigo. El cuento, con una prosa impecable y desnuda, no elude una descripción hiriente y sangrante de las situaciones y los personajes como
mecanismo para bosquejar las heridas que, actualmente, están abiertas en los países latinoamericanos donde los jóvenes son víctimas y verdugos.

3. Otorgar, por primera vez en este premio, una Mención especial al cuento “Sin miedo”, presentado bajo el seudónimo Aníbal Güemes, con la plica de recepción 60, cuyo autor resultó ser Diego Ignacio Meza Marrero, de Cartago, Costa Rica nacido el 17 de diciembre de 1996. Meza, desde que inició su formación sus intereses han sido la política, la literatura, la historia y las artes visuales. Desde 2016 es estudiante del Bachillerato y Licenciatura en Historia de la Universidad de Costa Rica, en su sede central la Ciudad Universitaria Rodrigo Facio. Participa activamente en el movimiento estudiantil universitario. También ha participado en espacios institucionalizados del movimiento estudiantil, como la Federación de Estudiantes de la Universidad de Costa Rica (FEUCR), siendo representante de esta ante la Comisión Institucional de Semana Universitaria y ante la Comisión de Fondo Solidario de la misma universidad.

4. El jurado considera que gran parte de la obra recibida tiene un alto nivel de calidad y que muestra coherencia con Centroamérica. La violencia, el desarraigo, el papel de la mujer, la situación sociopolítica, tienen su lugar logrando un balance adecuado con la calidad literaria. Es una literatura que late, viva, buena.

5. Una vez acordado el fallo y verificados los datos del autor ganador y de la Mención especial, se procedió a eliminar las carpetas digitales de todos los cuentos y plicas recibidas.

El premio para el cuento ganador, consiste en una residencia de un mes en la Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, México, junto con el boleto aéreo, otorgado por la Fundación Ubuntu/Asociación Ticos y Nicas somos hermanos, y una escultura de Ernesto Cardenal.

Dado a las 11 horas del 21 de octubre del 2020.

 

Sergio Ramírez                                                                      Socorro Venegas
(Nicaragua)                                                                                    (México)

 

Juan Casamayor                                                             Claudia Neira Bermúdez
(España)                                                                                         (Nicaragua)

 

 


 

 

SIN MIEDO

No había forma de detenerlo, él era así, cuando se le metía algo en la cabeza, iba. Porque tenía un orgullo cabrón, y tenía esta vara que les da a los de la calle por no confiar en nadie. Y fue Güete el que le metió carbón cuando estaba parado ahí, como todas las noches, en el billar.

El Billar La Esquina tenía ese nombre, aunque legalmente no se llamara así, aunque legalmente, o sea en el papel, allí no existiera ningún billar. Era una casa de juegos clandestina en la cochera de una casa en la que tenían patente de pulpería. El Cocas se iba a parar ahí cuando ya había anochecido, a esperar a que la ciudad se despejara un poco de gente y a hacerle vuelta a las pintas que llegaban al billar. Hacía vueltas de gramos de marihuana, de puros, de ochos, de medias, de onzas de mota, el Cocas vendía hasta bolsas de perico. Supuestamente vendía hasta crack, pero eso era sólo en las madrugadas, cuando está amaneciendo en el centro de San José y los piedreros han recolectado menudos de la gente que sale borracha de los bares de La California.

¡Qué lugar era aquel billar! Escupitajos, cuechas en la pared, un olor a encierro que daba mucho en que pensar, el suelo estaba lleno de colillas de cigarro, había ceniza por donde uno viera. Y dentro, unos cuantos hombres encajonados, hablando de todo y fumando de todo, y el humo se quedaba dentro, hacía una nube, era irrespirable. Nunca abrían la puerta ni dejaban que se abrieran las ventanas, porque, aunque toda la gente que pasaba todos los días por esa calle sabía que ahí era el billar, era mejor no dejar a nadie ver cómo era por dentro la “pulpería”. Por una de las paredes bailaba una cucaracha y Cocas la veía, calculando que se acercara, para él estirar el brazo con suficiente rapidez para matarla antes de que huyera.

La puerta se abrió y se volvió a cerrar, llegó un chavalo que le dicen Güete, porque es de apellido Huete, y es muy compa de Cocas. Güete se le puso al frente a su viejo compadre Cocas, Güete venía de trabajar y el Cocas estaba allí trabajando. Esos dos compadritos, ya sabían que “La Esquina” era el lugar para intercambiar lo que cada uno sabía. No se necesitaba entrada para saber cómo era la cosa, ya cada uno tenía entendido que llegaba a contarle noticias al otro. Además, se conocían tanto que con solo verse las caras ya se adelantaban algo de lo que se llevaban entre manos. El Cocas estiró el brazo, juntó del suelo una botella de cerveza vacía y con mucho cuidado se fue acercando a la cucaracha para aplastarla con el culo de la botella.

A Huete le decían Güete porque, aun cuando se llamaba Carlos, él se sentía de más nombre si lo llamaban por el apellido, decía que ese era apellido de ricos, de gente que lograba estudiar. Y por más que él fuera uno más de la calle como todos ellos, él venía de buena familia. Güete se sentía distinto, aunque físicamente fuera tan parecido, tenía la cara ancha y la piel bronceada con unos poros muy abiertos que parecían negros en el fondo. Cocas vio de reojo a Güete cuando entró, con los ojos todavía concentrados en aplastar la maldita cucaracha con el culo de la botella.

Güete le dijo a Cocas:

-Mirá mi compadre, vieras que aquel otro hijueputa de Pluma anda hablando de vos

Cocas dio un golpe en la pared, la cucaracha se escapó y se fue a meter a salvo bajo un rodapié.

– ¿De verdad, mi compadre? dígame usted que anda diciendo de mí ese hijueputa-preguntó Cocas

-Pluma anda diciendo de vos que vos le tenés miedo

Al escuchar eso, al Cocas el semblante se le ponía sombrío y en lo que hablaba agachaba un poco los ojos como si estuviera escondiendo algo.

– ¿Yo a él?

-Así es

– ¿Y dónde está ahorita ese hijueputa para ir quebrarlo? ¿Por qué anda él diciendo eso de mí, si él y yo éramos compas? Ese hijueputa debe andarse tramando algo, para que se diga que yo le tengo miedo es que me debe andar tramando algo

El Cocas se levantó de la banca donde estaba sentado, se acomodó el canguro que tenía en el pecho donde guardaba la mota y las demás vueltas, y volvió a preguntarle a Güete que si no sabía por dónde podría andar el mentado Pluma.

A mí me importa poco lo que digan, pero el que este cabrón ande diciendo esas mierdas de mí, me deja claro que no puedo confiar en él. No se puede confiar en nadie. ¿Dónde estará ese condenado? Yo le voy a enseñar a Pluma lo que es bueno, le voy a dar lo que se merece. Cuando lo vea va a ver si es cierto que le tengo miedo como dice él

Güete le aconsejó a Cocas que mejor no se fuera a buscar bronca

-Decime donde anda, ¿donde lo oíste decir eso?

-Eso fue que lo dijo hace un montón de tiempo. Pero cuando me vio a mí y me oyó, me encaró y me dijo que no le importaba decírtelo en la cara. Yo te digo que a Pluma le tengás cuidado, porque si Pluma anda fierro él es capaz de cualquier cosa

– ¿’Porta a mí huevón, lo que me vaya a hacer ese malparido?

– ¿Y vos tenés fierro cabrón? -preguntó Güete

Cocas lo vio a los ojos con unos ojos de diablo, encendidos, y le hizo con el dedo la señal de que se callara. Por tercera vez, Cocas le volvió a preguntar que si no sabía donde estaba Pluma. Güete le contestó que no. Güete se quedó viéndole la espalda a Cocas mientras salía por el marco de la puerta de aquel chante polvoriento. Al abrir la puerta salió una columna del humo de dentro del billar a perderse en el cielo infinito y se aliviano un poco el sopor que era irrespirable.

-Yo sé por donde debe andar -dijo y salió

El Cocas se fue sin saber la hora, creyendo que sabía por dónde buscar a Pluma. Salió apurado, dando fuertes zapateadas al suelo. Pluma era un piedrero que dormía debajo del puente del tren, el Cocas se metió por las vías del tren, muy seguro de que cogiendo por ese camino se lo iba a topar. Pluma caminaba todo el día largas distancias siguiendo la línea, se metía un par de cuadras adentro de algún barrio para buscar alguna chatarra o la amistad de alguien, pero nunca se alejaba mucho de las vías del tren. Por eso Cocas cogió ese camino, por el tramo de los rieles, a agarrar línea adentro.

Tarde o temprano me lo voy a topar, no sé por donde puede andar, pero no debe andar muy largo. Ya va a ver que conmigo no juega, ya va a ver que se metió con el equivocado, porque a mí no me importa nadie. Y cuando me lo tope… Y cuando me lo encuentre… Ya va a ver, porque tarde o temprano me lo voy a topar de frente.

En el momento en que la puerta se abrió y se cerró de golpe, Güete sintió un poco de aire frío que entró de la calle y se quedó adentro. El Cocas se tiró a la calle, bufando como un toro y su compadre pensó en seguirlo. Güete abrió la puerta, pegó una carrera hasta que alcanzó a su compadre que vio que iba caminando, todavía no muy lejos, a la par de las líneas del tren.

-Oiga mi compadre -le dijo jadeando cuando lo alcanzó- ¡tenga cuidado!

El Cocas volteó a mirar a Güete a la cara, volvió la mirada de frente hacia su camino y levantó las cejas con sarcasmo. Siguió caminando, se subió con un pie a uno de los rieles, luego puso ambos pies al otro lado del riel y comenzó a caminar en medio de las dos líneas del tren. Parecía como si estuviera retando a la vida, caminaba con un gesto de desafío. Parecía que estaba diciendo que quería que pasara el tren para demostrar que era tan valiente, tan jachudo, tan hombre, que seguiría caminando por los rieles y no le importaría que el tren lo matara. Pero sabía que no pasaría ningún tren. Porque cuando salió del billar notó que ya la calle se había despejado de gente, que ahora solo se veían las chusmas como ellos y alguna que otra persona que volvía tarde de trabajar apurando el paso para no caer víctima de algún asaltante. Ya eran pasadas las nueve y a esa hora no pasaría ningún tren, porque el último llegaba a la Estación del Atlántico pasadas las siete. Y todo se veía abandonado, casi como un pueblo fantasma.

No era la hora, sino que la ciudad estaba en cuarentena. Los locales estaban cerrados todo el día por orden sanitaria, ya no se veía la gente que espera ansiosa que sea la hora para largarse de San José, pues la mayoría ya se habían ido y hacía semanas que no volvían. Y se fueron, pero quedaron los que no tienen donde irse a meter, los que viven en las calles sucias de San José, como Pluma. Aquel piedrero que ya estaba acostumbrado a pasar fríos, debía estar metido quién sabe dónde, y es que en esos días no había ni cartones para que él duerma porque las tiendas donde los regalan estaban cerradas.

– ¿Cocas no me vas a hacer caso?

-Ya te dije que no, que a mí no me da miedo Pluma

Los dos bajaron la respiración, bajaron la velocidad del paso. Pero los dos venían muy tensos, los dos venían pensando.

Que me importa a mí la vida, si la vida no vale nada aquí. Si no me mata el tren, me mata la policía, o un día vuelvo al tajo y me matan ahí. O a la de menos ya nadie me vuelve a comprar y me mata el que me vende las vueltas, o me muero de hambre. No sé yo, nunca es mal momento para morirse y yo no le tengo miedo ni a la muerte ni a Pluma ni a nada.

San José de día o de noche son edificios pequeños de apartamentos, cuarterías y moteles amontonados uno sobre el otro, sin que la forma de las casuchas o el color de las latas oxidadas o las paredes comidas por el comején calcen entre ellas. Y adentro cuartos donde entra un poco de luz, del sol si es de día y de los postes si es de noche, y casi nada de aire. Igual ¿quién querría ese aire de afuera, que son puras nubes que salen de las muflas de los carros y los buses? Y en esos cuartitos habita gente de todo tipo que pagan su cuarto cada noche. Incluidos ancianos solterones que se pasan todo el día pegados a la cama, en camiseta de tirantes, fumando cigarros baratos y viendo televisión en un televisor que hay que acomodarle la antena de una forma para que entre el canal cuatro y acomodarle la antena de otra forma para poder agarrar la señal del canal once.

Pasaron frente a uno de esos negocios que en la primera planta es un bar y en la segunda una cuartería, que todo el mundo sabe que es un putero, aunque en ningún rótulo diga “prostíbulo” ni ninguno de sus sinónimos. El putero estaba cerrado. En las líneas del tren estaba sentada esa amiga de Cocas que le dicen La Cholla, sin embargo, ahora Cocas creía que nadie es amigo ni amiga de nadie, y que él anda solo por el mundo. Al verlo acercarse, ella se puso de pie, tambaleante, con sus greñas tiesas que se movían poco con el viento y sus ropas harapientas y mugrosas. Le preguntó a Cocas a donde iba con ese paso tan decidido y tan grosero.

– ¡A buscar a Pluma! -respondió Güete

– ¿A Pluma, y para qué?

-Para dejarlo inválido de la pichaseada que le voy a dar -dijo Cocas

– ¿Estás seguro, Cocas? Cuidado y no te deja más bien a vos

-Ya yo le dije eso, pero no hace caso este carajo -dijo Güete

-Cholla a vos que t’importa, mejor ocúpate de tus asuntos

– ¿Cuáles asuntos? ¿Acaso yo tengo asuntos míos de qué preocuparme?

La Cholla tenía razón, para ella era un calvario todos los días porque no tenía nada que hacer, porque los días y las noches se le pasaban lento y sin poder encontrarle uso al tiempo. A ella le decían Cholla porque andaba siempre toda chollada, las rodillas, los codos, todo lleno de heridas porque se caía cuando encontraba con que emborracharse y no había nadie que quisiera juntarla. Porque según se contaba, desde los trece años había sido prostituta y ahora, que ya no lo era, pero andaba toda costrosa, a la gente le daba asco tocarla. Y La Cholla se metió a defender a Pluma:

-Cocas, vos sabés que Pluma no tiene culpa de nada. Vos sabés que lo dejaron botado de chiquito, yo lo conozco desde que tenía ocho años, que ya andaba en la calle. Él comenzó a fumar piedra antes que yo, siempre ha tenido mala suerte-…

– ¿Se puede saber que t’hizo Pluma? -preguntó ella con su voz chillona y tosca a la vez

-Que ese Pluma es un pendejo que anda diciendo que yo le tengo miedo, ¡pero van a ver cómo lo voy a dejar apenas que lo vea!

– ¡Pero Cocas si eso no es nada, déjalo que hable lo que quiera! Si vos supieras la de cosas que la gente dice de mí, y gente que yo ni conozco…

La Cholla era una piedrera como Pluma, o es, puede ser que todavía ande por ahí. Tenía unos treinta años por esa época, pero cualquiera a simple vista le habría calculado por lo menos unos sesenta. Tenía una cara lavada por los años, que se ha ido desgastando por el correr de las lágrimas. Pero luego se le secaron las lágrimas y le quedo su cara llena de manchas de rencor y arrugas alrededor de los ojos. La Cholla veía a los dos llena de dudas, Güete la volvió a ver y levantó los hombros.

-Ya sabés como es este carajo -dijo hablándole a La Cholla- ¡Después no te andés arrepintiendo! -dijo hablándole a Cocas

Y La Cholla se quedó en silencio viéndolos alejarse por las vías del tren. En sus pupilas era como si se asomara la tristeza y luego hubiera una profundidad extraña, un hueco húmedo y oscuro dentro de ella, al que nadie podía asomarse a ver. Porque nomás al primer contacto visual sus ojos salían huyendo con la mirada para otro lado.

La Cholla recordaba que Cocas había dicho una vez que él no buscaba pleitos, que él era muy macho pero que no le convenía tener enemigos. El asunto es que todo el mundo sabía, de a callado, que Cocas había andado por toda América Central y que muchos años sirvió a una mara, y después de eso (o tal vez a raíz de eso) se echó muchos enemigos. La gente ahí por San José sabía que a nadie le convenía tenerlo de enemigo.

Que nadie crea que yo soy un pendejo, nomás que sí analizo la situación. No soy pendejo, pero tampoco tonto. Yo nunca he sido de los que se cagan, pero en este mundo sobreviven los ágiles. Usted sabe cómo es, mi compadre– se decía a sí mismo, imaginando su propia voz, pero se lo decía con tono de algún sabio consejo de un anciano. Usted sabe quién es usted, usted sabe quién es usted…

Aún a esas horas se veían unas puertas abiertas, pero eran puertas de las casas donde no le tienen miedo al hampa porque ya todo se los han robado los gobiernos; hasta lo que no tenían les robaron. Y en la orilla de las puertas, pisos de madera ahuecada por el comején o suavizada de podrida, que crujían con cada paso. Encima de esos pisos, cerros y cerros de periódicos viejos, amarillos, tostados por el sol. Marcos de ventanas cayéndose de viejos, ya derrotados por el tiempo porque las casas son de gente que no tiene plata para reparaciones, ni para cambiar una sola lámina del cielo raso, y que sólo esperan a morirse antes de que la casa se les venga encima. La calle era tan rara sin un solo carro, atravesados encima de las vías, quitándose con desesperación cuando sonaba el pito ronco y gastado de esos viejos trenes españoles o de los vagones destartalados que pasaban durante el día hacia San Pedro como queriendo desarmarse.

Como quisiera yo tener un barrio y ser de ahí. Y salir todos los días y ver a la misma gente y dormir todas las noches ahí. Aunque sea en un tugurio, pero tener un barrio, ser de alguna parte. Y que nadie se meta conmigo, y que sepan que si se meten a la calle de mi barrio y que si se meten conmigo, se meten con todo el barrio. Porque los barrios son así, pero el que no es del barrio está jodido, y más jodido estoy yo que no tengo barrio ni nadie que me defienda. Yo, que ando durmiendo en pensiones, vendiendo droga para pagarme el cuarto. Que ando arriesgando a volver a caer al tajo para tener una cochinada de plata que ni es mía, que no alcanza para ni mierda

Y como si Güete supiera lo que estaba pensando le dijo:

-Mirá Cocas, vos deberías quedarte allá por el mercado de la Coca Cola, vos sos de allá y allá te conocen, por eso acá te decimos Cocas. Pero te venís acá sin ser vos de acá, y te hacen bronca. Y aquí no hay nadie que se meta defenderte

-Yo no soy de ningún lado, Güete. Yo no tengo amigos, y ser de Chepe es como no ser de ningún lado. La gente le huye a esta ciudad y le huyen porque está llena de gente como nosotros, y de casas que tienen nuestra misma cara

-Yo soy tu compadre Cocas, y tan compadre tuyo, que te dije lo que Pluma andaba diciendo de vos. Pero te lo dije nada más para que te cuidaras de él, no para que te vinieras a buscarlo

-Pues gracias por decirme, si es lo que querías que te dijera. Yo sabré lo que hago y lo que no

-¡Pero te vas a poner para que te deje medio muerto!… O muerto entero

Entonces el Cocas, cansado de que su compadre dudara de él, se levantó la camisa y le enseñó, junto a una de las cicatrices de la panza, el mango de un puñal enorme que andaba metido entre el pantalón

-Ah no Cocas, no. Si te das con Pluma yo no me meto. ¡Conste que te dije, conste que te advertí!

La voz de Güete se había vuelto temblorosa y hablaba rápido. Güete paró en seco y se quedó de pie hablándole a su compa que siguió caminando por la vía del tren.

-Aquí me quedo yo, Cocas. Yo mejor me voy pa’ mi casa. Allá vos con tu consciencia y con lo que hagás

-Con que vos también me vas a dejar solo… ¡pues lárgate, rata apestosa! ¡que las ratas son las primeras en abandonar el barco!

-Yo no tengo nada que ver en esto, o sí tengo que ver porque yo fui el que te dije. Pero no quiero salir rascando. Yo te dije que fueras prudente, pero vos sos un terco ¡allá vos!

-Allá yo con mis cosas, y a vos ¿quién te va a necesitar? Si sos un debilucho de mierda, un marica es lo que sos, ¡marica!

Siguió caminando y no vio cuando Güete cogió por una de las calles aledañas para irse para su casa, asustado, esperando no llegar a tener malas noticias al día siguiente

Todos me dejan solo, solo vine al mundo y solo me iré. Y acá voy solo conmigo mismo a enfrentármele a Pluma ¡Ay Dios, apiádate de mí! ¡Ay Dios santo, aquí voy! Diosito lo pongo todo en tus manos, que sea lo que vos querás. No voy solo: voy con vos, ¡Dios mío!

Llegó al puente de piedra, se asomó al río seco, pasó por el puente brincando entre las vigas de madera, viendo para abajo a ver si veía a Pluma, si estaba ahí con el tubo metiéndose un crack, o si estaba dormido. Pluma no estaba debajo del puente, y ni siquiera había dejado nada, ninguna pertenencia de él, como para robársela sólo con tal de hacerle el daño. Debajo del puente solo había basura. Cocas siguió. No tenía ninguna prisa, tampoco tenía nada que hacer, siempre andaba por la calle pulseando algo y por eso podía caminar horas buscando a Pluma hasta encontrarlo para pichaseárselo, o incluso esperarlo días enteros hasta que apareciera para plantarle jacha, decirle “¡¿oiga playo usté anda diciendo que yo le tengo mie’o?!” y meterle unas cuantas puñaladas.

¿Y si no me le enfrento, y si dejo esta vara pasar? ¿tendré…? ¡No, no tengo! Yo soy el más jachudo de San José, y ya va a ver lo que pasa con los que se meten con Cocas. Nadie me defiende, yo mismo me defiendo. Y esa rata marica de Güete, que se vaya. ¿Y si Güete tiene razón? ¿Y si estoy haciendo una tontería? Bueno sólo Dios sabe, que él decida…

Bajó hasta casi llegar a Plaza Víquez, y sin querer decírselo a él mismo, iba deseando no encontrarse a Pluma, que no se viera por ningún lado. Caminó frente a donde hubo una casa abandonada donde se metieron a vivir unos chavalos de la calle, a los que él les vendía la piedra. Se le ocurrió que esos podían ser amigos de Pluma. Y se sintió más solo que nunca. Ya la casa no estaba, la había botado la municipalidad para que no se metieran más lo piedreros. Porque había cables y fugas de agua, y en cualquier momento se haría un incendio, y luego porque asaltaban mucho en esa calle desde que los piedrerillos estaban ahí refugiados. En lugar de la casa había un piso triste de baldosas y encima unos cuantos escombros.

¿Y si Pluma tiene un cuete y me agarra a plomazos cuando lo enjacho? No, ¡que va! ¿¡que va a tener Pluma un cuete!? Ya me imagino yendo camino al hospital, ya me imagino mis últimos momentos, ¿y si este…? ¡no, yo no tengo miedo! ¿pero si esta ¡sospecha! que siento es un consejo de Dios que me dice que mejor no me acerque a Pluma, porque tiene un fierro y se me puede enfrentar? ¡Peor aún: si tiene un cuete y me podría matar! Ya voy de camino, ya no hay vuelta atrás, ya cogí camino

Volvió a acordarse de todas las amistades que tiene Pluma por esos barrios que hay ahí cogiendo línea adentro, en que podía simplemente meterse a buscarlo en un barrio equivocado y salir apuñalado. Alguien podría ir a buscarlo al billar y no lo encontraría, tal vez ya no lo verían más.

Dios cuídame, Dios vos sabés que yo… Ay Dios

El Cocas sentía dentro de la panza un retorcijón, que era de nervios y él lo sabía. Estaba pálido, y se sentía sudando frío. Ya no sentía para nada aquel ardor de ira que le calentaba la cabeza minutos atrás.

¿Y si le hago algo a ese maldito, y por hacerle algo vuelvo a caer preso? ¿y si vuelvo al tajo? No, yo no puedo permitirme eso, yo no puedo caer preso de nuevo. Muchos años me costó salir de ahí, mucha sangre me costó ganarme el respeto de los matones de la cárcel. Maldito Pluma si por culpa de su estampa vuelvo a caer preso ¡Maldito Pluma!

Sentía una angustia profunda de no poder detenerse, ya ni siquiera le importaba el orgullo, pero era igual como con sus adicciones, seguía postergando, postergando, postergando. Era como si dentro de él viviera otro ser que lo conduce siempre, que le desobedece.

Esconde tu rostro de mis pecados, y borra todas mis maldades

Cocas se acordaba de un Salmo que había leído en una de esas Biblias pequeñas que les regalan las iglesias evangélicas a los de la calle. Y se lo repetía una y otra vez.

¡Ay Dios ¿qué hice?! ¡¿Qué estoy haciendo, para dónde diablos voy?! Bueno ya, dejá de llorar, dejá de acobardarte que tu Dios está con vos, dejá que sea lo que sea, dejá de llorar

Cocas intentaba calmarse, pero era en vano, sentía que el corazón se le aceleraba, sentía una ansiedad terrible y sentía que tenía preguntas que hacerse a él mismo. Pero que no era capaz de decirse esas preguntas.

¡Dejá ya de llorar, maldita puta!

Al llegar a Plaza Víquez, se encontró a un lado de las líneas con una silueta sentada, una silueta juvenil aún, pequeña, de brazos delgados y de cuerpecillo tal vez malnutrido. La silueta volvió la cara, le dio la luz de un poste, era Pluma. Ahí estaba con su cara de chiquillo, aindiada, con un bigote ralo, de unos pelillos muy delgados y otros cuatro alambres en la barbilla. Pero lo peor eran esos ojos claros muy penetrantes que lo veían a él. Cocas sintió que se le abría en la panza un hueco profundo, y mordiéndose los dientes siguió caminando, lo vio a la cara. Pluma de le dijo:

– ¿En qué andás Cocas?

-En nada, aquí viendo a ver que se ve

Cocas siguió caminando y fue a perderse en la oscuridad de los callejones josefinos.


 

DISCURSO GANADOR DEL VIII PREMIO CARATULA DE CUENTO BREVE

Es un honor para mí estar aquí y recibir este premio. No miento cuando digo que un par de veces soñé ganarlo. Pero ni así imaginé la alegría que me ha dado obtener este premio de un jurado tan importante como es este, presidido por Sergio Ramírez y en compañía de Socorro Venegas, Juan Casamayor y Claudia Neira. Cuatro nombres de peso, ligados a la escritura latinoamericana y del mundo. Agradezco a ellos, primero, por haber considerado a este cuento digno de ser premiado con este concurso que se ha caracterizado por premiar a grandes talentos, como lo fueron en su momento Jose Adiak Montoya, Andrea Morales, Alejandro Cordova o Allan Barrera; siempre que leí sus cuentos sentí, más que un reto, una compañía. Me alegraba ver que se premiaban cuentos de mucha calidad y muy variados en cuanto a estilos.

Me gustaría seguir este breve agradecimiento expresando mi preocupación por los hermanos nicaragüenses y hondureños, quienes desde hace varias horas y durante un par de días más estarán sufriendo las consecuencias del huracán ETA. Espero pase rápido y no haya vidas que lamentar.

Pero no son sólo los desastres naturales los que tienen del cuello a nuestros países centroamericanos. También sufrimos, y en mayor medida, desastres políticos, económicos y hasta filosóficos de ser una región que, como titularon los periodistas de El Faro, “No cuenta”. A diario miles se van a pie, y muchos otros ya no pueden ni soñar con eso, porque han quedado marcados por la violencia, la desigualdad y la completa desesperanza que han fermentado los presidentes sin presidencias, los jueces sin justicia y otros arlequines menos conocidos a quienes no les importa quemar y destruir todo mientras sigan siendo, ellos, los reyes de las cenizas.

Centroamérica Cuenta no viene a ser la contraparte de estos, o a confrontar ese genial titular de “El Faro”; tampoco viene a maquillar o ser la versión optimista y lúdica de lo que nos sucede: sino que viene a proponer ir más allá y escribir una Centroamérica todavía más verdadera, una desde la ficción. Una que trabaje con eso que tampoco pudieron destruirle a los Quichés: sus historias. Tanto los escritores como los periodistas trabajamos con la verdad; pero trabajamos esa verdad de maneras muy distintas. Donde el periodista ve números, el escritor se fija en una sola cara. Donde el periodista clasifica, el escritor desclasifica. Y ahí donde un bosque se quema, para el escritor lo importante, como ha dicho Sergio Ramírez, sigue siendo el árbol. Más aún, pienso yo y abusando de la metáfora, son las hojas. O como Marcel Schwob decía: «Mírese una hoja de árbol, sus nervaduras caprichosas, sus tintes que varían con la sombra y el Sol, la protuberancia que ha levantado en ella la caída de una gota de lluvia, la picadura que le dejó un insecto, el rastro plateado del pequeño caracol, el primer dorado mortal que le imprimió el otoño; búsquese una hoja exactamente igual en todos los grandes bosques de la tierra; lanzo el desafío». Es desde esa hoja, única, donde uno se para a contar este bosque que llamamos Centroamérica. Tengo que agradecer a Sergio Ramírez porque creo que no sólo nos ha enseñado eso que la literatura se preocupa por el árbol y no el bosque, sino que también parece que él sabe que salvando el árbol también puede salvarse todo el bosque. Porque así, como alguien que sabe que las llamas nos rodean, este festival, el más importante de la región, se ha ido trasplantando de un lugar a otro; y ya ha estado en Nicaragua, Guatemala y Costa Rica. Ahí, en cada lugar, ha dejado raíces y semillas. Hoy, cuando el mundo parece más igual en cuanto a lo negativo, el festival se hace desde este espacio virtual, desde estas redes que se tejen como ramas de una gran Ceiba. Creo que es importante seguir escribiendo y haciendo este festival sin temer a ese fuego que nos rodea; porque como dijo Jean Cocteau cuando le preguntaron qué salvaría de su casa si estuviera en llamas: «Salvaría el fuego», respondió Jean Cocteau. Y es eso lo que nos propone este festival y, sobre todo, este premio, el más importante que se da a los escritores jóvenes de la región: salvar la intensidad del instante.

Agradezco a los jurados, a mi familia y a mis maestros, que me lo han dado todo para estar acá.

Creo que habrá tiempo después de hablar de ellos tanto como del cuento, porque este Festival no tiene visos de parar ahora, justo ahora, cuando es más necesario. Muchas gracias a todos los que están en la transmisión y a los que se alegrarán por este premio; que muchos me han hecho notar que es la primera vez que lo recibe un hondureño, pero que a mí me parece mucho más importante que no sea la última.

Muchas gracias.

—Luis Lezama Bárcenas 03/11/1995,
Premiación VIII Premio Centroamericano Carátula.

Comparte en: