
Poesía: Tal vez el crecimiento de un jardín sea la única forma que los muertos puedan hablarnos (fragmentos)
2 junio, 2021
Publicamos una selección del libro Tal vez el crecimiento de un jardín sea la única forma que los muertos puedan hablarnos,de Marco Antonio Murillo, poeta y editor mexicano con el que resultó ganador del Premio José Emilio Pacheco “Ciudad y Naturaleza”, convocado por la Feria Internacional del Libro en Guadalajara, cuyo jurado lo destacó como “un poemario sólido, profundo, anclado en la palabra y sus múltiples significados, en la travesía de la imagen poética”.
CASA VERDE PARA EL INSOMNIO
Hay noches en las que el sueño cae
como un árbol. Entonces, pongo mi cabeza
bajo las alas de la almohada, me pregunto:
¿Qué cáscara tendrá este sueño
que no llega, pero
despliega sombras
que echan raíz en los ojos?
A pesar del cansancio
me levanto,
abro la más pesada puerta de la casa,
y miro
hacia afuera: la noche,
me dicen algunas luciérnagas en el jardín,
es el infierno de las plantas.
No tarda en llegar el amanecer,
que siempre habla
en este tono: sólo aquellos seres que descansen
bajo el sol no tendrán pesadillas.
CANCIÓN POR LA MUERTE DEL JARDINERO
Quedan pocos árboles en Brasil,
pero es necesario podarlos a tiempo:
no vaya a ser que cubran
las avenidas con ese terciopelo verde
al que ahora le llaman crepúsculo.
Brasil, además, tiene una canción que pocos recuerdan:
los colores de la aurora llegan
con la muerte…. Mientras baja la luna,
el jardinero sale con su machete y llega
por la calle juntando las últimas miserias del mundo.
Su filo de tímido envés,
sus botas largas dicen
al que escucha con las orejas
buenas del sueño,
que hay alguien afuera cortando
la hierba mala de la ciudad.
Y no hay tiempo.
No hay tiempo de pensar
que en unas horas, antes
del mediodía, dejará en su gaveta de trabajo
el traje, el oficio y el turno vegetal.
No hay tiempo para saber que hoy
no llegará a casa.
Como hay prisa, deja
en las aceras los torpes retazos
de las plantas, mientras sigue
su labor tratando de hacer
el menor ruido posible. A veces
un rumor se presenta: las aves
que despeinan una mata,
un vidrio roto, son los gatos
que sacan las últimas
chispas de la luna; no importa,
porque a esta hora sólo las prisas del lechero
y la suerte del desvelado escuchan
la caída de ciertas ramas.
Esta vez un niño despertó
en pánico: “hay un monstruo
que quiere entrar a la casa”.
Nada se veía bien:
las luces públicas todavía
bostezaban, el cielo estaba ronco
y el jardinero se había subido
al hombro de un álamo. El niño
pegó un grito. El hombre
se distrajo… Al caer vio cómo el filo
echaba raíz y daba flores
de metal en su estómago, mientras la casa
del niño cedía a su habitual nocturno.
Pidió auxilio: la voz se le encogía
en los minutos restantes
de la madrugada. Era difícil
saber si aquel claror
era un vehículo de paso lento
o la mañana. Mas ahora,
antes de morirse el jardinero,
sólo resta decir que el verde
de la madera desprendida,
ese verde terroso
que impregna el filo del machete,
acaso busca la sangre, acaso
se entrelaza amorosamente con ella,
pero no halla el tono
de ninguna aurora tardía,
como ocurre
en ciertas canciones brasileñas.
DÍAS DE CARLOS CUANDO DESPERTÓ
En Nueva Jersey, William Carlos Williams
se ocupó de la poesía y pensó
en el crecimiento y cuidado
de algunas plantas.
Las procuró diariamente con agua y abono,
ya hinchadas de cierta luz, las vio,
entonces leyó en la enciclopedia
que no eran especiales, se llamaban asfódelos.
Asfódelos o gamones:
planta raramente aromática, herbácea
de raíces tuberosas,
de tallo erecto y lampiño
y hojas basales en forma de espada. Sus flores,
como espigas, no sirven para cantar: mueren
cuando se enferma
la primavera.
Después de un paro cardíaco,
Williams recordó las flores de ese jardín.
Luego le escribió a su mujer:
Del asfódelo
yo vengo, querida
a cantarte.
Quiso decirle que justo
en nuestros jardines, los muertos
también participan de algunas labores botánicas:
en su quietud de seca orquídea, en su nada
quehacer sombrío, los muertos cosechan
pequeños bulbos ovalados, falsos frutos
que no podemos comer por ahora.
Mientras anochecía en el jardín, una tras otra
las hierbas iban perdiendo el sol,
se multiplicaban
en una leche oscura, se guardaba
entre sus raíces el tiempo
detenido de los muertos
y en el tallo el olvido de los vivos.
Tal vez el crecimiento de un jardín
sea la única forma en que los muertos
pueden hablarnos.
Los oímos,
los escuchamos
en el crujir de ramas,
en el viento que dobla y mueve
las hojas
como una estación en tránsito.
Estoy seguro que mientras Williams
le escribía a su mujer, pensaba que las líneas
de cultivo en el jardín, irregulares,
se parecían a la duración de algunos versos suyos:
Cuando hablo de flores
es para recordar
que en un tiempo
fuimos jóvenes.
Le debemos tanto
a nuestros muertos, el gusto
por algunas especies
de plantas que inútilmente crecen
en nuestro jardín, y la pena
de extrañar la vida
cuando estamos enfermos.
EN DEFENSA DE ALLEN GINSBERG
Como un naranjo sordo
la tarde de Nueva York entra
por las persianas y se lucifera
en el olor pálido de una pipa.
Jadeante de marihuana, exhausta
de cenizas es un colibrí
asomado a la boca de Allen Ginsberg,
como a la luz podrida de un girasol.
Y Ginsberg, enemigo del blanco y negro de ciertos sentidos,
comienza a mirar las ramas
que le salieron a algunas líneas suyas:
¿Es sólo el sol
que brilla
una vez
para la mente, el chispazo
de la existencia
que nunca existió?
Fumar, entonces, es esto:
no una neblina muerta, sino el sol
de quemarse el cerebro
y que las neuronas sobrevivan a las cosas pasajeras.
Los muertos perduran
entre los muebles crudos de la habitación.
Ocre es el oxígeno que respiran para impregnar sus huesos
por última vez de una primavera humeante.
Acaso de las hierbas quemadas vengan
sus olores detenidos en el tiempo,
eso que de su rumor ha quedado:
aspirar es presentirlos,
respirarlos es soñar con los pulmones
un huerto de milagros vegetales.
Ginsberg, el botánico maldito,
el segador de humo, cala
los rescoldos de su pipa
y de una bocanada concluye su poema:
¡Muerte, contén a tus fantasmas!
Ahora las sílabas se han vuelto
delgados tallos de cristal
que astillan y tajan y cortan si la mano
necia intenta corregirlas.
No es cierto que el verso sangre, uno,
acostumbrado a la vida, es el que sangra.
Mérida, Yucatán, México, 1986.
Maestro en Creación Literaria por la Universidad de Texas en El Paso. Premio Nacional de poesía Rosario Castellanos (2009), Premio Estatal de la Juventud en Artes (2015) y Premio de Literatura Ciudad y Naturaleza José Emilio Pacheco 2020. Ha sido Becario del PECDA (2009), University Grant (2013- 2016), Fundación para las Letras Mexicanas (2016-2018), y del FONCA Jóvenes creadores en dos ocasiones. Es Autor de los poemarios Muerte de Catulo, La luz que no se cumple, Derrota de mar, Tal vez el crecimiento de un jardín sea la única forma en que los muertos pueden hablarnos, y La tradición del viaje a solas, que es una antología de su obra publicada hasta el 2020. Como antólogo fue coautor del libro Casi una isla: Nueve poetas yucatecos nacidos en la década de los ochenta. Actualmente es editor de poesía en la revista Carátula y docente en el área de creación literaria del Centro Estatal de Bellas Artes.