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Chavela, esa otra fugitiva

1 agosto, 2014

¿Quién puede olvidarse de Chavela? A casi dos años de su muerte, Chavela Vargas sigue siendo un referente indispensable de nuestra cultura popular. La imaginamos ya con su cuate de parrandas y rey de la canción ranchera, José Alfredo Jiménez, y al lado de esos otros artistas que formaron parte de la activa y prolífica bohemia mexicana, entre la que destaca, por supuesto, su querida y adorada Frida. De Chavela tenemos su leyenda como legado de una vida vivida al máximo: desde sus comienzos difíciles en Costa Rica y México, pasando por esa otra leyenda “negra” de artista siempre inconformista y rebelde, hasta su “resurrección” en los años 90 y su conversión en una peculiar chamana que decía curar y sentir el duende flamenco sobre el escenario. Nos queda, finalmente, la Chavela de los últimos años de su vida: una “mujer sabia” que hablaba por las noches con el poeta Federico García Lorca y que ya desde su residencia en México entendía y sentía el poder de la montaña sagrada, el Tepozteco.


Ejemplo de su presencia y protagonismo en nuestro imaginario cultural es su transformación como personaje ficcional en la novela La fugitiva (2011) del escritor nicaragüense Sergio Ramírez. Por primera vez encontramos a la cantante transformada en personaje de ficción literaria; es decir, entendemos y aceptamos como lectores que es una figura construida desde la imaginación del autor. Chavela es en la novela Manuela Torres, una mujer ya anciana que relata no sólo fragmentos de su propia vida sino además la historia de la relación que mantuvo con el personaje protagonista del texto, Amanda Solano, una representación ficcional de la escritora costarricense Yolanda Oreamuno (1916-1956). La novela es el relato de la vida de esta autora compuesta de cuatro voces distintas: una, la del yo narrador, un periodista que en su proceso de investigación da espacio narrativo a tres mujeres—Gloria Tinoco, María Carmona y Manuela Torres—las cuales hablan de cómo conocieron y quién fue Amanda, cada una desde su particular punto de vista.

Lo que vemos en Manuela es una construcción imaginada, “fabricada”, de la cantante, ya que como afirma el escritor al final de su novela “todos los personajes y situaciones han sido inventados y se deben a la imaginación del autor”. Que identifiquemos a Manuela como una copia, casi como un clon de Chavela en la novela, y que confundamos la frontera entre lo real y lo imaginario, es parte de la “trampa” que Sergio Ramírez nos tiende como lectores. Como él ha insistido hasta la saciedad en las dos obras publicadas sobre su propia escritura, Mentiras verdaderas (2001) y El viejo arte de mentir (2004), el principio que rige su poética es “la regla sagrada que es la de la verosimilitud” (El viejo arte, 19). Así es como en La fugitiva la voz de Manuela como personaje, las situaciones y vivencias que describe sobre su vida, amén de los numerosísimos detalles que adornan su relato–muchos de los cuales pueden corroborarse con hechos y datos incontestables de la vida de Chavela Vargas–nos hacen caer como lectores inmediatamente en la ilusión, en el “engaño” novelesco. Y no sólo en la voz de Manuela, sino que también encontramos en esas otras dos voces femeninas que participan del recuento de la vida de Amanda, referencias y señales que refuerzan la idea de que bajo el velo ficcional de Manuela Torres, el rostro que descubrimos se parece mucho, demasiado, al de nuestra querida Chavela.

El personaje de Manuela se va elaborando, al igual que el de Amanda, a través de las voces del resto de los personajes en el relato. Para cuando aparece en el texto como la última entrevistada en la novela, los lectores ya sabemos quién es y qué representa. El relato presenta el proceso de construcción de la imagen pública de Manuela, un personaje que está en boca de otros precisamente por ser diferente, por estar al margen de lo que conforman las normas de género y de sexualidad de la época. Es en este sentido de no conformar con las reglas sociales que Manuela cobra un protagonismo mayor que el de los otros personajes femeninos de la historia, porque la cantante es, como ella misma repite varias veces en el texto, “un alma gemela” de Amanda, la protagonista fugitiva que huye de las normas del patriarcado y sus instituciones. Como la describe una de sus amigas en la novela: “Amanda, el espíritu rebelde a los moldes. Y cuando digo moldes digo matrimonio, familia, sociedad. Su precio entonces es la soledad, porque resulta siempre un ser inconforme y los inconformes calzan poco en la compañía común de los demás” (214). Una descripción que identifica perfectamente a Amanda pero que curiosamente define también al personaje de Manuela y su historia de vida tal y como se presenta en la novela.

Al contrario que Amanda y Manuela, esas almas gemelas que escapan de lo más tradicional y convencional para las mujeres de la época, Gloria Tinoco y Marina Carmona son los otros dos personajes de la historia cuyas personalidades y voces representan precisamente lo opuesto: encarnan el status quo social, la élite social e intelectual de la sociedad costarricense del siglo pasado que Ramírez presenta en la novela y en la que emplaza a su protagonista: “una sociedad conservadora, cerrada, muy masculina … ese es el eje que utilicé para construir al personaje; cómo desde niña se rebela contra el establecimiento social, político y cultural y va acumulando los costes alrededor de esta rebeldía contra la sociedad” (El Universo, Abril 23, 2011). Esta última afirmación del escritor se refiere a Amanda, por supuesto, pero lo interesante sin embargo es que podría igualmente referirse para hablar nuevamente de Manuela, y, por extensión, de nuestra Chavela.

Este “eje” de la cita anterior es la “Historia pública,” término que el mismo Ramírez define en El viejo arte de mentir “como telón de fondo y como escenario vivo que se interrelaciona con los escenarios privados” (68) en su escritura. Para el autor, la Historia pública está presente y es imprescindible en la novela latinoamericana contemporánea, ya que aparece inextricablemente unida al relato de los personajes y a su caracterización novelesca. Por lo tanto, si el trasfondo político-social-cultural aparece “con sus colores dominantes” en la narrativa del escritor nicaragüense, en este trabajo exploro cómo se va tejiendo en La fugitiva la imagen de Manuela y la figura de la lesbiana, un tipo de mujer que se construye y se proyecta a través del discurso de los otros personajes. A la lesbiana se la emplaza y se la concibe en este eje como un ser al margen, inconforme, que roza siempre lo grotesco. Y es que, en definitiva, en esta novela descubrimos otra historia en el margen y sobre el margen, la de esta otra fugitiva que es Manuela.

La fugitiva es, como nos dice Ramírez, una “novela coral,” un coro donde aparecen diversas voces, cuatro hilos narrativos distintos que componen el texto novelesco y que ofrecen, cada uno desde su punto de vista, un concepto de lo que la figura de la lesbiana significa en la sociedad del momento y, más en concreto, la representación de cómo Manuela encarna la imagen de esa cantante de rancheras cuya preferencia sexual por otras mujeres es del dominio público. Esta complejidad narrativa se consigue en el texto a través del uso de tonos y registros diferentes que identifican a cada personaje, un proceso de escritura sofisticado que significó para el autor “meterse en la piel de una mujer y hablar como una mujer” y que le requirió aplicar una metodología que incluía la “indagación, intuición e introspección” (El Universo, entrevista), pasos esenciales para poder escribir esta historia de tres voces femeninas cada una con su complejidad y particularidad propia.

La primera voz de mujer que aparece en la novela pertenece a Gloria Tinoco, una de las amigas íntimas de Amanda. Gloria es el personaje que habla de los detalles más personales e íntimos de la vida privada de su amiga, en particular de su tumultuosa y complicada vida romántica. Es precisamente mientras relata las vicisitudes de la vida de Amanda en México que Manuela Torres coincide con la protagonista. Este primer encuentro de los lectores con Manuela presagia el discurso fuertemente homofóbico que simboliza: “Ya estamos hablando de 1952. Y aquí viene algo espantoso que ocurre, nunca se libró Amanda del espanto” (122). Es curioso el uso de la idea de “espanto” y de su repetición en el adjetivo “espantoso” en el que consiste el encuentro con la lesbiana. Gloria indica con estas palabras que Manuela es un terror, más aún, es vista como una amenaza para su amiga. Manuela es un peligro a ojos de Gloria, ya que la describe como una figura que infunde miedo, que provoca rechazo: “esa mujer era como el demonio, caprichosa y voluble, dada al vicio, porque vivía dedicada al tequila, y con ése su otro vicio, que ahora no lo llaman así y cada vez se ve más natural, de ser lesbiana” (122). La descripción de Gloria va pincelando una a una la imagen negativa de Manuela: la figura de lo demoníaco y de los “vicios” va construyendo una idea de “lo monstruoso” alrededor de la cantante y de su diferencia que ve como una aberración.

Esta idea del monstruo, del freak que es Manuela a ojos de Gloria se confirma en el tono y en el registro que usa en este momento de la narrativa. En particular, describe a Manuela como una “arpía,” una palabra que visualmente nos remite a la mitología griega y a una imagen grotesca: una criatura con cara de mujer y cuerpo de ave de rapiña. La arpía, como palabra e imagen, representa ese terror, ese espanto, esa amenaza que, para Gloria, Manuela encarna. Las connotaciones de esta imagen son claramente negativas: la arpía es la mujer aviesa que engaña a otros con violencia, astucia, malicia. Consecuentemente, Gloria se refiere a los avances amorosos y a la conquista de Amanda que Manuela pretende, literalmente, como “una trampa” (122), como “un ataque” (123) de Manuela, la “perversa ebria” (122), la “energúmena” (123), una palabra que de nuevo remite a lo demoníaco, porque este vocablo se refiere a la persona que es “poseída” por sus pasiones, que no exhibe control ninguno de sus acciones y emociones. Así es como Gloria finalmente describe a Manuela en el episodio de las tijeras, una anécdota que repetirán, cada una desde su punto de vista, los personajes femeninos de la novela.

El famoso incidente de las tijeras ocurre una vez que Amanda se instala definitivamente en la Ciudad de México y Manuela le ayuda a salir adelante, abriendo junto a una socia un negocio de ropa en el que Amanda trabaja como modista. Tal y como explica Gloria, una mañana Manuela llega completamente ebria y loca de furia al establecimiento tras una de sus famosas parrandas, y sin aviso ninguno comienza a insultar a Amanda, al mismo tiempo que agarra unas tijeras y destruye todos y cada uno de los vestidos preparados por la escritora, la cual no da crédito ante el hecho que presencia. Tras este incidente, se cierra el negocio, y se termina para siempre la relación entre Manuela y Amanda. Esta anécdota, en boca de Gloria, ejemplifica en mi opinión el tipo de comportamiento y la mala reputación que acompañó a Chavela por mucho tiempo: la leyenda “negra” de una mujer sin control de sus pasiones—alcohol y mujeres, sobre todo—y la construcción homofóbica de la imagen de la lesbiana como un tipo de mujer violenta, agresiva, pasional, excesiva en su comportamiento. Gloria, con su tono y su registro al hablar de Manuela, encarna la vox populi, la voz de la sociedad costarricense que trata a Chavela con rechazo y repudio, y que ve en la lesbiana no menos que un ser peligroso, una amenaza a otras mujeres, un peligro a la sociedad y al patriarcado. Gloria es en La fugitiva la voz de la normatividad, la que define lo que se considera “normal” y lo “anormal”, y que emplaza a Manuela—y por extensión a Chavela—en el margen y al margen de la sociedad.

Si Gloria es la portavoz del sentimiento más reaccionario de la sociedad frente a la diferencia, la siguiente imagen de Manuela se elabora desde otro punto de vista: la voz analítica y lógica que representa Marina Carmona, otra de las grandes amigas de Amanda Solano en la novela. Sergio Ramírez cambia radicalmente de tono y registro para este otro personaje femenino, del que destaca su autoridad y su discurso: “me ha llamado la atención la manera precisa que tiene de formar sus frases… los vocablos que utiliza han caído muchos de ellos en desuso, y otros debieron ser raros, como conservados en formol, aun en su tiempo” (136). Es curiosamente éste un personaje raro, otra rara avis a su manera, ya que es una voz que representa el conocimiento, una voz analítica que se incursiona en la historia, la política, la sicología y, por supuesto, en la obra literaria de su amiga: “he leído todo lo que se puede leer acerca de Amanda… y he estudiado con lupa todo lo que escribió” (179).

Es precisamente a partir de su disquisición sobre la obra literaria de su amiga que aparecen los temas cruciales de esta parte del relato: la cuestión de ser diferente, la imagen del freak, y las secuelas que trae consigo el vivir conscientemente la diferencia. Marina también aborda la cuestión de la atracción entre dos mujeres y aporta su propio posicionamiento sobre qué significa ser lesbiana. Marina comienza sin embargo abordando el tema de ser diferente con Amanda y su inteligencia, precisamente ésta convertida en el punto de identificación que comparte con su gran amiga: el nivel de estudios superiores y su capacidad crítica e intelectual son cualidades que diferencian a Amanda y a Marina de la mayoría de las mujeres de su época, y consecuentemente, las hace ser también “las otras.” Pero para Marina, Amanda representa además otro tipo de alteridad, basada en el libre ejercicio de su sexualidad: “Defendía su derecho a ser mujer…y para ella esa condición se basaba en su sexualidad…parte esencial de su derecho de mujer era elegir a los hombres…y no ser elegida pasivamente, como es norma de la sociedad patriarcal” (164). Su desafío, su pleno ejercicio de su libertad en el terreno de la sexualidad tiene consecuencias graves, sobre todo el repudio y el rechazo que sufrió en el ámbito social: “Amanda era la otra, la que no se conformaba al molde impuesto por los demás, y por eso debió sentirse como el fenómeno de feria que en su aislamiento atrae la curiosidad, el escándalo, la hostilidad” (213).

El tema de ser diferente, que abarca el ámbito personal y profesional en relación a Amanda, y la figura del fenómeno o freak en que se materializa la diferencia, acaban convirtiéndose en ejes centrales de la narración de Marina Carmona. Pero curiosamente no ya para seguir hablando de Amanda sino de ella misma, reflejada en el concepto de rareza. Marina se incursiona en el tema de la homosexualidad en la mujer, de cómo ella analiza el deseo, su deseo por Amanda desde un punto de vista completamente racional, intelectual, que por supuesto ya en este momento del relato no sorprende a los lectores familiarizados con el lenguaje sofisticado y analítico de esta voz culta. Lo que sí asombra es que Marina confiese al narrador la atracción que siente por su amiga: “me enamoré locamente de Amanda” (201). Es este un deseo de mujer a mujer basado en la razón, en la intelectualidad, en el conocimiento, rechazando así cualquier tipo de expresión física, sexual, de esa conexión que Marina siente: “ser con ella una sola alma… sé que es eso el amor… una sola alma, aunque no una sola carne” (204). Marina define su pasión como una “devoción espiritual” (201), un “amor ascético” (202), una conexión que nada tiene que ver para ella con una atracción física. Marina hace hincapié en rechazar una atracción sexual hacia Amanda y por tanto, rechaza una identidad sexual que la defina: “No soy hija de Safo, ni he espigado nunca en los campos de Lesbos” (201).

Lo que sí resulta curioso es que para definirse como diferente y para conceptualizar este tipo de amor que siente por Amanda necesita presentar la figura de la “otra,” la otra mujer que sí desea a Amanda carnalmente, la lesbiana. Es más, su propio rechazo a lo sexual y a lo homosexual se materializa en Manuela, que de nuevo entra en el relato. Si Marina desea el alma de Amanda, Manuela desea su cuerpo: “yo quería acostarme con ella, tenerla en mis brazos, lamerla enterita, comérmela toda” (276). La cantante representa la expresión del amor físico, del amor carnal hacia Amanda, de su atracción sexual hacia otras mujeres; el mundo de Manuela es en este sentido para Marina uno de “disipación y aventura libertina” (205). Es interesante destacar que se trata aquí de un juicio de valor negativo sobre el ejercicio de la libertad sexual que anteriormente en el texto Marina admira y respeta en Amanda, pero que rechaza en el caso de Manuela: lo que era rebeldía, libertad en Amanda, es promiscuidad, libertinaje en Manuela. No es casual por tanto que se haga mención nuevamente en el relato a la historia de las tijeras. La repetición de esta anécdota revela la antipatía y el repudio hacia Manuela, descrita como una mujer agresiva, violenta, que no se da por vencida en su afán de conquista, y que como “pretendiente rehuida” (204) decide finalmente atacar a Amanda, destruirla como sea. Las palabras de Marina describen el suceso como “un acto de vulgaridad” y “una acción de vandalismo inútil” (204). Manuela es vista como una mujer que persigue y hostiga a Amanda sin descanso, sin entender realmente, como Marina comprende, la verdad: que a Amanda no le gustan las mujeres. En definitiva Marina confiesa al narrador su antipatía por Manuela y el rechazo a su comportamiento frente a Amanda: “se trató de un acoso en toda regla, con la persistencia que ha caracterizado a ese personaje singular, no de mi agrado, debo confesarle” (205).

Manuela tiene voz propia, finalmente, una voz que escuchamos como lectores hacia el término de la novela. Con lo primero que nos topamos en el capítulo que conforma su relato son las impresiones del yo narrador en su encuentro inicial con este personaje, sensaciones que corroboran la imagen negativa y grotesca de la figura de la lesbiana. Manuela aparece en el presente de la narración como una mujer ya mayor, una “anciana descarnada que al cabo de los años ha venido a asemejarse a un hombre” (219). La descripción del narrador nos recuerda y al mismo tiempo refleja las anteriores opiniones de Gloria y Marina, porque hay detalles en ella que parecen alertarnos de un cierto peligro: “la mirada permanece oculta tras los lentes oscuros aplastados contra su cara cetrina, que es una máscara pasada al fuego” (219). Lo oculto, la oscuridad, la máscara, son referencias todas que connotan una imagen entre misteriosa y sospechosa de Manuela. La descripción física es la de una mujer varonil cuya voz “bronca” y de tono desafiante añade un aspecto más masculino si cabe; el mismo narrador acaba el retrato de la cantante con una frase que asocia la voz de Manuela con una pose de macho: “una voz que le sale de los propios ovarios por no decir de los cojones” (219). En definitiva, desde este comienzo Manuela la lesbiana es una mujer que nos impresiona por su rudeza, por su pose y compostura viriles, tal y como nos la presenta el yo narrador en este encuentro inicial con ella.

La voz de Manuela sobresale dentro de la apariencia general de la cantante como el elemento más idiosincrático que representa su actitud frente al mundo, una voz particular, de tono agresivo y lenguaje desafiante durante el relato. Es una voz ésta que constata sin ningún tipo de dudas su preferencia sexual — “mi pasión y perdición fueron toda la vida las señoras” (231) — y que sin ningún reparo declara su identidad: “Les-bia-na, sí señor, con todas sus letras. Nunca me oculté de nadie bajo ningún disfraz” (233). Hacer pública su identidad, con este tono y actitud “combativa” que serán características de este personaje en la novela, es más que una afirmación: es una respuesta firme y clara al rechazo social, a aquellos que repudian quién es ella por ser lesbiana. Este rechazo lo identifica sobretodo con Costa Rica, lugar que la cantante asocia con la homofobia de la que ha sido objeto: “Todo me lo negaban debido a mi preferencia por las mujeres, hasta el saludo… cada vez que he regresado a Costa Rica ha sido para arrepentirme una y otra vez. Qué país… Me cerraron las puertas del Teatro Nacional, según dijeron, por moralidad. ¿Sabes lo que dijo la  ministra?: no vamos a abrirle las puertas de nuestro santuario del arte a una tortillera” (232-233).

Manuela se defiende como sujeto, se reconoce como lesbiana, y más importante aún, se crea y se construye una identidad propia de masculinidad femenina. Sin dejar de ser mujer, como ella afirma, Manuela se apropia del tipo de masculinidad que encuentra en México, su país de adopción. Se define como un macho femenino y se refiere, más concretamente, al macho mexicano, la imagen de masculinidad varonil mayoritariamente asumida por el hombre en la cultura y sociedad mexicana posrevolucionaria. Una masculinidad que se asocia con la fortaleza, la valentía, la destreza, el ingenio, y sobretodo, la competición entre pares que demuestra claramente que siempre hay un ganador—el chingón– y un perdedor—el chingado. Es precisamente este verbo, chingar,” el que define las relaciones sociosexuales dentro del imaginario cultural y social mexicano. El hombre, el macho, es, bajo esta concepción perfectamente delineada por el sistema patriarcal, el que ejerce el papel de agente activo en las relaciones sexuales y de género. Y esta es la imagen de masculinidad de la que se apropia Manuela, como ella misma admite: “yo era como uno de esos machos mexicanos que no admiten el rechazo, que no pueden vivir con la derrota en el alma” (292).

Esta cita en particular, con las palabras rechazo y derrota, muestra cómo concibe el amor y las relaciones románticas Manuela bajo el prisma de un macho femenino: el amor es una batalla que se pierde o se gana. Y si el amor equivale a una guerra, Manuela se convierte en soldado, se imagina como una soldado en la conquista de Amanda, aunque la cita presagia ya a los lectores la derrota, el fracaso de su intento. Curiosamente, no es casual que el autor recurra al registro y lenguaje de la guerra para reforzar esta imagen que se elabora de Manuela. El lenguaje de la cantante se nutre de un vocabulario característico de estrategia militar: cacería, presa, perseguir, asalto, rendirse, avanzar, esconderse… son todas palabras que usa al explicar cómo intentó conquistar a Amanda, a quien incluso canta su famosa “Macorina,” la “canción de guerra” (274). Más revelador aún es la lectura y el aprendizaje que hace, como confiesa al narrador, de los manuales de Clausewitz y de Sun Tzu, famosos estrategas militares, y las referencias que Manuela tomará de manera literal y figurada para sus tácticas amorosas: “Aprendí a esperar, no a desesperar. ¿Tú has leído a Clausewitz? Oí hablar de él a un coronel de caballería del ejército mexicano… y tanto mencionaba el manual de Clausewitz sobre la guerra, que me dije que a lo mejor sus consejos me servían para librar mis guerras del amor” (265).

De Clausewitz aprende e implementa consejos que aplicará a su relación con Amanda, como la importancia de ser paciente, y de tener siempre en cuenta el azar. Tal y como nos relata en la novela, los encuentros entre las dos mujeres son producto del destino y es a partir de esas oportunidades que el azar le brinda, que Manuela, paciente, espera el momento preciso para su ataque y conquista. Pero si por algo es Amanda es crucial en el relato y en la vida de la cantante, es porque su intento de conquista fracasa. Manuela se siente, por primera vez, derrotada, vencida: “Era la primera vez que experimentaba ese sentimiento de la pasión carnal sin correspondencia” (276). Si Amanda marca su vida es precisamente por experimentar a qué sabe la derrota, entender y aceptar que perdió en la batalla.

Los dos momentos que definen el fracaso con Amanda se relacionan curiosamente con dos sentencias de estrategia militar a los que Manuela hace mención al narrador en su relato. La primera de Sun Tzu—“en las lides de la guerra toda vacilación lleva a la pérdida de iniciativa”(275)–define un encuentro decisivo entre Manuela y Amanda, en el que la cantante intenta un definitivo “ataque,” es decir, se acerca a ella con intenciones sexuales. Sin embargo, se da cuenta que no está segura de sus movimientos, que vacila: “mi conducta estuvo llena de vacilaciones y tanteos… todo paso que daba me salía mal calculado, o equivocado” (275). Y estas dudas vienen precisamente de un miedo que nunca antes había sentido: “tenía miedo al fracaso, miedo a aquel rostro de diosa y a la seguridad de su desdén, una seguridad que me acojonaba” (276). Este miedo, que paraliza a Manuela, unido al rechazo de Amanda, llevan a la cantante a una posición hasta entonces desconocida: la vencida en la batalla,  y esta derrota la convierte, como ella misma dice en “esclava,” incapaz de liberarse de “la sumisión en que yo había caído sin remedio” (277). Este es el precio que paga por perder en la lucha.

Esta sumisión sin remedio la lleva a un viaje insospechado a través de Estados Unidos por el simple deseo de complacerla y de estar con ella, con la esperanza todavía de poder conquistarla: “desde luego que yo iba detrás de mi presa y no sabía aún que me esperaba detrás de los matorrales… no podía calcular su reacción. Era una moneda en el aire” (278). Manuela vuelve a probar y vuelve a perder, en definitiva. Amanda es la mujer que “había derrotado mi orgullo” (294), el orgullo del macho, de este macho femenino. Y es precisamente desde esta posición de derrota, que Manuela explica al narrador la famosa y repetida anécdota de las tijeras.

La recuperación del orgullo y del honor perdido es la motivación principal que guía a Manuela en su acto de violencia contra Amanda, y una acción puede explicarse siguiendo además otra de las tácticas magistrales de Clausewitz que se menciona en el relato: “toda acción defensiva debe tener un fin ofensivo” (270). Desde esta perspectiva, el ataque y toda la destrucción que realiza la cantante con las tijeras corresponde más a una acción de defensa, un acto de Manuela que tiene por objetivo protegerse de nuevo del daño que sintió con su amor no correspondido. Pero a esta explicación sólo podemos acceder desde el punto de vista de Manuela, es decir, de lo que siente Manuela como mujer macho.

La tercera versión y la última que nos encontramos los lectores del episodio de las tijeras es más extensa y detallada. Manuela explica al narrador que el suceso ocurre años después del fracaso de conquista, cuando las dos mujeres reestablecen una relación amistosa, cordial. Ya para entonces Manuela tiene otras amantes, y Amanda es parte de su pasado amoroso, o así lo cree ella: “me sobraban las mujeres…era yo quien escogía…y a Amanda ya no la pretendía más” (298). Y sin embargo, hay algo que queda en la cantante, un algo que siente muy fuerte y que parece haber sentido solo con la escritora: es una herida, la herida de esta guerra que es el amor y que reabre Amanda en Manuela. Para la cantante significa el miedo visceral a abrirse, a ser vulnerable y admitir sus sentimientos, algo que ningún macho que se precie haría ni admitiría nunca. Es un acto vandálico y violento, sí, como razonaban Marina y Gloria; pero no es ni una mera venganza y de ninguna manera es una acción inútil: para Manuela se trata de un acto de protección, de defensa, a pesar de que se materialice y se interpreta por los demás como un ataque.

La vulnerabilidad sentimental del macho dentro de las relaciones sociales y románticas es imposible, conceptualmente hablando. O al menos, dejar que esa “debilidad” se ponga al descubierto, como hace Manuela, que es precisamente lo que vuelve a sentir frente a Amanda años más tarde. Como confiesa, lo que sintió entonces era una mezcla de frustración, de duda y, de nuevo, de pavor a sentirse despreciada: “Pasa que yo no le abrí mis sentimientos para que se asomara y viera el color que tenían… y a lo mejor es que tuve miedo a ese rechazo, algo que no me atrevo a confesarme a mí misma aún hoy día” (298). Lo que confiesa Manuela al narrador en el episodio de las tijeras es, realmente, la complejidad de sus sentimientos por Amanda y qué ve ella en Amanda como persona. Curiosamente, el momento climático de la escena es un descubrimiento personal para Manuela, la cual se encuentra en una posición diferente y a la que no está acostumbrada: porque es la otra la completamente inaccesible, emocionalmente hablando; y porque ese “poder” como macho femenino que a Manuela nunca parecía fallarle, no le vale ni sirve para nada: “se colocaba en un lugar aparte de mí donde no la podía alcanzar… porque no podía atravesar la pared que ella estaba interponiendo entre las dos… Una pared que siempre había estado allí, me daba cuenta… la pared que siempre nos había separado y yo no podía hacer nada. Las tijeras que tenía en la mano no me servían para destruir esa pared como había hecho con los vestidos” (302). Esta imagen de la pared que tanto repite Manuela simboliza el encuentro personal con el fracaso total, con la derrota absoluta que es Amanda en su vida, la mujer que la desarma por completo como persona.

¿Tiene la ficción mucho que enseñarle a la realidad? Sergio Ramírez así lo afirma, porque así concibe su escritura. La fugitiva nos muestra la diversidad de perspectivas y puntos de vista que construyen a los personajes públicos y que dan forma a las ideas y conceptos de esa Historia pública que nos sirve para explicar quiénes fuimos y quiénes somos como sociedad. En el caso del personaje de Manuela y en el concepto de lo que significa ser diferente, ser esa otra que significa ser lesbiana, la novela con sus múltiples voces nos hace vislumbrar la complejidad de este proceso en el que todos somos partícipes. Finalmente, la novela de Ramírez nos hace reflexionar como lectores sobre la fabricación de historias, de leyendas, de versiones que hay detrás de un personaje como Manuela y de una personalidad pública como fue, y sigue siendo, Chavela Vargas. Una historia que, a pesar de su muerte, seguimos escribiéndola día a día.


Obras citadas

  1. Entrevista a Sergio Ramírez. El Universo, 23 de abril, 2011 (http://www.eluniverso.com)
  2. Ramírez, Sergio. Mentiras verdaderas. México: Alfaguara, 2001
  3. —. El viejo arte de mentir. México: Fondo de cultura económica, 2004
  4. —. La fugitiva. Costa Rica: Alfaguara, 2011.
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Madrid, España, 1971.
Lleva media vida viviendo en Estados Unidos, primero en Los Ángeles, CA, donde cursó estudios de posgrado en literatura y cine (University of Southern California). Ahora es profesora de lengua española y literatura latinoamericana en Franklin & Marshall College (Lancaster, Pensilvania), una institución universitaria de artes liberales.

Le interesan el cine y la literatura latinoamericana contemporánea, con un enfoque particular en los estudios culturales y de género. Ha publicado algunos artículos sobre estos temas, tal y como:
-“Between Women: Bandidas and the Construction of Latinidad in the U.S.-Mexico
Borderlands.” Quarterly Review of Film and Video 31.1
-“Loving from the Margins: From Chavela to Frida.” Journal of Homosexuality 59 (7): 1131-1144.
-“Plantas que curan, mujeres que sanan: ecofeminismo en Las buenas hierbas de María Novaro.”Letras Femeninas 38 (1): 121-136.
-“A Threat to the Nation: México Marimacho and Female Masculinities in Postrevolutionary Mexico.” Hispanic Review 81.1: 41-62.
-“Deshaciendo géneros, cuestionando límites: construcciones y masculinidades en My McQueen de Lourdes Portillo.” Ciberletras 22

Chavela Vargas ha sido, desde hace muchos años, persona y personaje de su interés personal y profesional. Siempre le ha fascinado Chavela por su manera de presentarse y construirse ante la opinión pública y ante su público. En la actualidad estudia y explora la relación de Chavela Vargas con el imaginario cultural mexicano, y la conexión e impacto de Chavela con España y con lo español, tal y como fue en sus últimos años su pasión por Federico García Lorca y el flamenco.

Por eso, por su interés en la figura de la artista dentro de la cultura popular, su aparición como personaje de ficción en La fugitiva fue decisivo para escribir este ensayo sobre la masculinidad femenina en Chavela y la imagen de la lesbiana como una figura al margen de la sociedad centroamericana en el siglo XX.