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En casa de Ana los árboles no tienen culpa. Andira Watson. ANIDE Managua, 2009.

1 agosto, 2009

La exhuberancia de metáforas, el uso enriquecedor de vocablos provenientes de las artes plásticas, la densa cadencia rítmica y la meditada arquitectura posicionan a En casa de Ana los árboles no tienen culpa como un hito en la literatura nicaragüense.

El poemario conmueve –y a veces perturba– con su efluvio carnal y su enigma espiritual. Politemático y unitario, integra la precisión y el arrebato, la vehemente osadía y la serena coherencia.

Sin diluir el secreto en la anécdota, Watson alude en su poemario a los peligros que acechan a las niñas con mucha mayor frecuencia de la que la gente está dispuesta a admitir, a los traumas de cuyo origen casi nunca nos enteramos: “A los 8 años / Ana le perdió el respeto al cebollero abuelo de sus amigos / Su silencio costó 20 pesos / y un temor de por vida a jugar entre los árboles”.

La poeta actúa como aquellos valerosos médicos que estudian en sí mismos los síntomas de una peligrosa dolencia; hace un análisis del “amor romántico” –modelo que todavía predomina en nuestra sociedad– no desde una prudente distancia sino viviéndolo; registra los síntomas con lucidez y se pregunta si este sentimiento arrasador y con frecuencia destructivo es, en efecto, el Amor por excelencia.

Uno de los ciclos del poemario se llama “Locura” pero no se refiere a la “privación del juicio o del uso de la razón” –pues Watson se muestra de lo más lúcida– sino a la “acción que, por su carácter anómalo, causa sorpresa” y “exaltación del ánimo (…), producida por algún afecto u otro incentivo”.

La hablante lírica asume posturas que continúan siendo anómalas en nuestras sociedades al reclamar espacios que el mandato sexista nos sigue negando. La primera reivindicación a la que aspira es la divinidad. “¡Dios debe ser una Diosa de mi color!”, exclama en “Diosa negra”.

Otro reto es el placer erótico que ya dejó de ser un tabú en la literatura e incluso se convirtió en un “producto mercadeable”, pero todavía plantea a las escritoras dilemas tanto psicológicos como estéticos. Andira Watson sale airosa de la prueba, pues sabe ser al mismo tiempo cruda, augusta, provocativa, espléndida, telúrica, juiciosa, arrebatada…

En el poema final, “Niégate a ti mismo” –que forma una unidad con el ya mencionado “Diosa negra”– la poeta insta a aprender y aprehender el Amor que abarque, fusione, armonice las cimas –y quizá también las simas– de aquellos amores que, de acuerdo a la tradición, calificamos como “humano” y “divino”. Su negación es una afirmación suprema. Su Dios es Diosa.

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Yaroslavl, Federación Rusa,1960. Desde niña escribió poesía y a mediados de los años 90 adoptó como lengua literaria el español. Se graduó con honores en la Facultad de Periodismo de la Universidad de Leningrado. Desde 1987 reside en Nicaragua. Se ha dedicado a la docencia, el periodismo y la investigación de la literatura escrita por mujeres en Nicaragua y Centroamérica. Entre sus obres se destacan: Río de sangre será mi nombre (Managua: Fondo Editorial CIRA, 2003); Polychromos (Managua: ANIDE, 2006); Mujeres de sol y luna / Poetas nicaragüenses 1970-2006 -Antología (Managua,Centro Nicaragüense de Escritores).