Pastelitos de Masatepe

10 enero, 2023

En esa época se acostumbraba parar en Masatepe, para que las vendedoras de pastelitos de carne y piña (cuyo precio por bolsita no recuerdo ahora), se arremolinaran junto al Land Rover verde de mi padre. La competencia era fuerte, pero nunca violenta: 

– ¿cuántos vas a llevar amor? –

Sonaban cantarinas las voces polifónicas de las mujeres en un tono seductor, papá compraba de más, no sé si era su espíritu generoso o un impulso de complacencia para no defraudar el exceso de oferta. Este ritual se repetía, y por eso, al acercarnos a los lugares de venta, éramos abordados como presas mercantiles por gente muy consciente de su gran necesidad, eran los olvidados de siempre. 

Nunca disfruté el sabor de la piña, de todas maneras, el adulto en que llegaría a convertirme no aplicó al oficio de sibarita, sino mas bien a una suerte de orden mendicante de la simplicidad culinaria. 

La verdad es que en ese entonces yo no ponía atención a las bateas de colores, ni a los delantales blancos, ni a los chorros de sudor. Me enfocaba en devorar dos bolsitas de pastelitos de carne bañados con azúcar, lo que me proporcionaba una alborada de sabores por contraste que yo agradecía al momento, no sabía, que algún día echaría mucho de menos comer al lado de mi padre.

No muy lejos de ahí, había un puente de metal, bajo el cual, discurría un río lleno de peces plateados, y en los potreros cercanos, los peces gato se podían agarrar con la mano en la temporada de lluvia.

En 1977, de alguna manera misteriosa y premonitoria, sentía que el régimen somocista estaba embarazado de una dictadura mucho más cruel y sanguinaria que -con el tiempo- nos traicionaría a todos.   

Todo lo que los agoreros de mi mente anunciaron se cumplió, el destino se asomó a un espejo de agua en el cual se reflejó mi rostro. 

En un viaje a Rivas, mi padre me contó una historia de juventud, supongo que editada para resguardar mi inocencia y pudor. Me dijo que él tuvo una novia en Masatepe (años después supe que mi progenitor era como una parroquia con muchas filiales), y que se pasó de tragos en la visita, por lo que le agarró la medianoche. 

De regreso a Masaya, en un camino de tierra con las luces altas puestas, atisbó en el camino a un inmenso perro negro con los ojos rojos fulgurantes y comenzó a rezar con súbita devoción. Entonces del lado del sendero salió otro perro enorme, pero color blanco, que comenzó a pelear con el primero. Mantuvo los faros encendidos y el can blanco ganó la trifulca, pero el perro negro se abalanzó sobre el vehículo poniendo la pata delantera en el capó. Cuando mi padre volteó, el animal se esfumó en el aire, igual sucedió con la otra criatura.

Mi abuelo (a quien no conocí), montó en cólera con las andanzas de la fichita de su hijo, le explicó que se le había aparecido el cadejo negro por bandido y sinvergüenza, pero que lo había salvado el cadejo blanco por alguna ignota razón. Al amanecer descubrieron una huella hendida en la tapa del yip, era la impronta del mal del cual se salvó el donjuán de mi padre.

Pastelitos de carne después, corrí a verificar la historia recién narrada, para mi desilusión la huella no estaba. Mi papá me dijo que mandó a pintar el vehículo para olvidar el percance y yo le creí.

Hoy, que tengo más años de los que vivió mi padre, no me asusta el cadejo, pero me intriga la maldad que mora en la mente y los corazones humanos. Aunque hace ya muchísimo tiempo que dejé Nicaragua, una nube oscura la cubre y cada cierto tiempo llueve sangre. La nigromancia se sienta en un trono fétido impregnado de dolor y perversión. 

Descubrí que el gran truco de la felicidad, es que cuando se tiene, uno no se da cuenta, y solo se puede disfrutar en pretérito; en cambio, si se piensa en plenitud, probablemente se trata de un sucedáneo. 

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Nicaragua, 1964.
Es abogado, filósofo y ensayista. Ha colaborado como columnista en La Nación, Delfino.cr entre otros. Trabaja como juez de apelación en materia penal, lector compulsivo. Twitter: @RobletoJaime