Tarde con el Capitán Moore

1 febrero, 2023

John Peter Moore, el que fuera secretario de Salvador Dalí entre 1955 y 1972, falleció el 26 de diciembre de 2005 en su residencia de Cadaqués. Esta es una de las últimas largas entrevistas que concedió. En ella habla de su relación con Dalí –“le quiero”-; critica a Ian Gibson, biógrafo del pintor; pone en solfa a la gente de Cadaqués, a la típica “discreción” catalana; y niega las acusaciones de falsificar cuadros de Dalí que puso a la justicia tras él en los últimos años de una vida esencialmente glamourosa.


John Peter Moore

Es una tarde soleada de garbí pletórico, del que riza la costa de espumas, comba los árboles y merece un paseo. Mientras cruzo Portlligat dos niños se persiguen alrededor de la barca traspasada por un ciprés a la entrada de la Fundación Gala-Dalí. Son rubios, blancos y chillan. En las caravanas estacionadas en el solar anexo, varios adultos de largas cabelleras beben refrescos y comen golosinas. Ayer visité la tumba del hombre que voy a ver, en el coqueto cementerio del pueblo. 

Remonto la cuesta del Paratge s’Alqueria hasta el caminito que conduce a la mansión del Capitán Moore. Menuda finca. En la cima de la colina, un perro negro y creo que una paloma -desde aquí sólo se distingue la silueta de un pájaro blanco- flanquean la capilla presidencial. Al norte se ven nubes que surcan veloces el Cap. No sé si es el viento, la luz delicuescente o la atmósfera en general, el caso es que recuerdo las meriendas de pan con chocolate y leche de mi infancia, los crepúsculos que terminaba sudando y sucio, pringado de polvo. Las tardes de verano. Noto cómo el oxígeno va copando los pulmones, riega las arterias y alienta una gran necesidad de acción. 

Al alcanzar la verja metálica, llamo a un timbre. En segundos, la valla se abre con un zumbido. En un margen hay una cámara de video. Entro en la propiedad, que inaugura un azulejo con la inscripción: Avenida de Catherine Moore. Catherine es la mujer del Capitán. La señora que va al gimnasio y a comprar o a nadar de vez en cuando. Se rumorea que Catherine es el único contacto de Moore con el Cadaqués exterior. Que él no aparece jamás por el pueblo porque está bajo arresto domiciliario. 

Al otro lado de la valla comienza una avenida particular. Un auto se detiene derrapando a mi espalda con la verja aún abierta.

-¡Eh, oiga! Adónde va -grita un tipo con gorra de beisbolista al volante de un jeep-. ¿Le ha citado el Capitán?

-Sí. 

-Muy bien. Perdone-, dice el vigilante mientras la verja ha empezado a cerrarse. Al otro lado de los barrotes, el jeep desaparece. 

Ahora la avenida se bifurca. Opto por el camino empinado que se adentra en la fronda, entre estatuas de aves y un caballo níveo esculpido a tamaño natural. Es como un bosque mágico, que fascina e inquieta a la vez. Me parece que no es por aquí, porque entre los troncos y las ramas distingo el rellano ablaconado desde donde un señor escruta la calle asfaltada unos metros a mi izquierda.

-¿Hola?-, dice el hombre, intuyendo que debo estar cerca, quizás escuche mis pisadas.

-Sí, sí, señor Moore-, respondo desde el bosque.

El Capitán me busca entre los árboles haciendo visera con la mano. Yo aún no le veo entero, y cuando alcanzo el final del camino, encuentro a un anciano de porte aristocrático, con tweed rojo, pantalones de seda blanca, zapatos blancos acharolados y suficiente pelo para moldear un airoso flequillo de canas que repeina hacia atrás. Nos estrechamos las manos. 

-Sígame, por favor-, dice entrando en la casa.

Atravesamos lujosas salas en penumbra hasta una terraza acristalada. Afuera las gaviotas planean sobre decenas de esculturas a pocos pasos del acantilado de pizarra que comienza donde termina la casa. Es una escarpadura lisa, con cierta perspectiva parece un tobogán, lo vi el otro día desde una montaña al norte. 

-No sé por qué quiere hablar conmigo -dice el Capitán sentándose frente a una jarra de cerveza colocada sobre un posavasos en una mesa de cristal-. Yo no he hecho nada. Sólo llevar papeles. Los artistas eran los otros.

Las sillas son trenzados de mimbre. Las cortinas se confeccionaron con telas delicadas. En cuanto a la cerámica, hay piezas de oro, otras bañadas en púrpures o de bronce puro. Es como un museo barrocamente chillón, sobrecargado pero, quizá por eso, entrañable. 

-¿Beberá algo?

-Cerveza, como usted-, digo sentándome en una silla de trono. Me levanto enseguida porque acaba de entrar una mujer rubia, de cincuenta y pico, delgada, con lásters. La siguen dos perros.

-Ella es Catherine-, presenta el Capitán, y lo dice mirándola directamente a los ojos, con una sonrisa enorme. La quiere. No hay duda. 

Catherine me da un beso, dice algunas palabras de cortesía. Está a punto de irse al gimnasio a cumplir su hora de deporte reglamentaria, pero antes llama a una chica del servicio y ordena que le traiga una cerveza. Los perros me husmean los pantalones. Uno se frota contra mi pantorrilla mientras el Capitán se incorpora para besar a su mujer. Intercambian frases en francés y cuando Catherine sale, el Capitán dice:

-Está estupenda. Es maravillosa. Y se conserva increíble. Bueno. Es suiza. 

Vuelve al sillón, se coloca de costado. Estira una pierna a lo largo de los cojines, recta. Quizá debiera parecerme raro un tipo tan elegante con la pierna tiesa en un sillón. Pero no. Es demasiado viejo y se mueve demasiado sobrio, despreocupado, para ni siquiera parecer extravagante.

-Y si en lugar de mí quiere hablar de Cadaqués… esto es igual que un gran restaurante o una carnicería, es una pequeña ciudad que vive del turismo y alguna otra cosa. Pero, sin embargo, a sus habitantes no les gusta trabajar en los servicios. Oiga, por teléfono le hablé de Duchamp, ¿verdad?

-Sí, sí.

-Duchamp es el gran desconocido. ¿Sabe por qué? Porque no hablaba español. 

Uno de los perros se va de la terraza y el otro se tumba sobre un cercano felpudo verde. Entra la chica con mi cerveza y la deposita en la mesa de cristal que me separa del Capitán.

-Gracias-, digo.

-Gracias, no queremos nada más-, añade mi anfitrión. Cuando la chica se retira, asegura que tiene a cuatro personas trabajando para él: la cocinera, el jardinero, el chófer y otra persona que no especifica.

-Vivo como en un hotel. Hay días, a veces semanas, en las que mi trato con ellos no es más que el necesario. Nada de conversaciones personales ni intimar. Les digo lo que quiero, cuándo lo quiero y ya. Je, je, je.

El Capitán acaba muchas frases riéndose un poco, como un niño enigmáticamente travieso. 

-En esta casa se ríe mucho -dice-. ¿Qué más quiere saber?

Vierto la cerveza en la jarra con cuidado de no acumular espuma. Mientras el líquido va cayendo, despacio, pienso que debería aguardar un poco más. Pero no puedo. Después de todo eso es lo primordial, la razón de mi visita. No puedo esperar. 

-El otro día vi a Joan Vehí -digo-, el que fue carpintero de Dalí.

-Sí, sí, le recuerdo muy bien. Un hombre de confianza.

-También estuve mirando algunas fotos de su archivo. En una de ellas aparecía usted con varios señores. 

-Debe haber varias fotos mías rodando por ahí.

Le describo la foto. Mi foto. Le digo el año en que fue hecha, el mes.

-Ese hombre es mi padre-, termino. Dejo dos, tres segundos, esperando alguna señal pero como el Capitán permanece inmutable, añado:

-No sé adónde está. He pensado que quizás usted le recordaría.

El Capitán se mira a la punta de los zapatos. Lleva calcetines crema con rombos de colores. 

-La verdad es que no recuerdo esa foto. Hace unos cuantos años y… yo con la gente del pueblo tengo muy poco contacto. Soy como un turista que lleva más tiempo de lo normal. Hace más de dos años que no paso por el pueblo. 

El pueblo está a quince minutos de aquí. 

-Siento no poder ayudarle.

Doy un trago de cerveza. Quizá diga la verdad. De todos modos, ha sido taxativo. No parece importarle demasiado lo que ocurra ahí fuera. Nada debe importarle demasiado. Sólo Catherine. 

-He visto su tumba-, digo.

El Capitán ríe como un niño, casi se carcajea. Sube la otra pierna al sillón y, mirando a cualquier lugar, dice:

-Fue una iniciativa mía. Cuando yo muera mi señora se quedará sola y no quiero que ella cargue con todo el trabajo de los preparativos. Me ha ocupado año y medio comprar el terreno, limpiarlo y hacer esa tumba con el Cristo de Dalí en bronce.

-Es muy bonita.

-Oh, sí, pero la van a robar.

El viejo Capitán ríe y da un sorbo a la cerveza. Habla intercalando palabras francesas e italianas, gesticula bastante. 

-Mi zona era para los suicidas y los protestantes. Es la más bonita del cementerio. Yo soy católico pero he terminado con la iglesia. Además, soy inglés, nací en Londres… aunque había otra probabilidad de entierro: enviar mi cadáver a Irlanda, con los de mis padres. Pero eso hubiera sido un problema.

-En su lápida leí el nombre de varias ciudades…

-Fui militar. Bombay, Roma, París, Londres, Dublín… Fui capitán de la Armada Inglesa, allí permanecí diez años. Vi muchas ciudades. En la Segunda Guerra Mundial practiqué la guerra psicológica.

Ríe mirándose las puntas de los zapatos blancos. 

-¿En qué tipo de barco sirvió?

El Capitán arruga el entrecejo.

-¿Barco? Yo estaba en neurotransmisores. Con 25 años era capitán. 

¿Qué dice? No entiendo si ha dicho que a los 25 años ya era capitán o que fue capitán durante ese tiempo. ¿Neurotransmisores?

-Pero usted sirvió en la Armada, ¿no?

-Sí, sí, en la Armada inglesa-, dice muy serio. Pone un pie en el suelo, se inclina hacia mí.

-Creo -digo- que hay una confusión. Usted habla de la Army.

-Sí, la Army, la Army-, dice cada vez más excitado.

-En español, Army se traduce como ejército, no como Armada.

El Capitán entrecierra los ojos. Frunce los labios. Y ríe. Ríe bastante. Da un trago a su cerveza y vuelve a subir la pierna al sillón.

-Vaya -dice-. Oh. El ejército. No, no, nada de mar. Yo estuve en la Army de tierra, de tierra. Conocí muchas ciudades. Entre todas, Cadaqués es el sitio que conozco menos. Ya le digo, dos años que no voy. 

-Entonces, ¿por qué está aquí?

-Por el clima y la buena educación de la gente, y porque estuvieron Picasso, Dalí, Duchamp, todos. A mí lo que me gusta es la Costa Azul. Pero a mi señora le encanta Cadaqués. Hace 31 años que llegó y desde entonces no quiere marcharse. Tiene un problema por falta de yodo y este clima le favorece mucho. Cuando está aquí, se encuentra fenomenal, creo que es por el agua marina. En cuanto empieza el buen tiempo, se baja a la cala y se da un baño cada mañana. Desde primavera está dándose chapuzones. Tengo otras casas en París y Ginebra, pero donde más tiempo me quedo es aquí. Mi señora hace la compra y esas cosas. Yo tengo 82 años. No soy un niño.

Ríe. Durante unos segundos callamos. El perro al otro lado de la cristalera brinca solo. Conforme atardece el cielo adquiere el color del plomo. El Capitán dice que la mayor parte del tiempo lo pasa aquí, en la casa. Le gusta su casa. Cadaqués es otro tema. En el pueblo se afirma que está bajo arresto domiciliario y, la verdad, ese tipo que me gritó desde la verja… Sea como sea, Moore no gasta el humor de un hombre encerrado.

-Después del ejército -continúa- trabajé con el señor Korda en el cine y después estuve veinte años con Dalí. Esa es la única cosa por la que la gente se interesa por mí, porque fui el secretario de Dalí. Aunque yo no sé nada de pintura. Nunca fui a una escuela de arte. De arte no tengo ni idea. Catherine sí que pinta. Cuando me dice: “quiero un color marrón siena”, yo pregunto, ¿cómo es? Pero Dalí fue muy cariñoso. Me gustó mucho trabajar con él.

En el salón irrumpe el perro que brincaba acompañado por un enorme terranova negro. 

-Eeeeehhhh. Mis perros -el que estaba en el felpudo se levanta despacio y se acerca al Capitán, que le acaricia el lomo-. Este es Goya, el más viejo. Tiene catorce años. Aquel que tanto se mueve es Duffy. Y el grande se llama Max. Lo encontramos abandonado. 

El Capitán habla a los perros en varios idiomas. Max se queda junto a mi silla, mirándome con obvio desinterés y sacando la lengua. No puede aproximarse a su amo porque no cabe por el pasillito que forman los sillones y la mesa de cristal. 

-La finca tiene cuarenta mil metros cuadrados -dice el Capitán-. Si quieres criar perros debes tener espacio. Así pueden hacer pipí tranquilamente -eso dice, “pipí”-. Tienen cincuenta sitios en el bosque.

Cuando los perros sofocan su ímpetu, el Capitán se inclina en equilibrio sobre la mesita y se sirve otro chorro de cerveza. La jarra queda llena en tres cuartos. 

-De mi relación con Dalí sólo puedo decir que yo no intervenía en nada fuera de los negocios. Era un intermediario. Hablaba mucho con Gala, que tenía diez años más que Dalí y era un carácter ruso, no muy divertida. Pero él fue un amigo muy gentil con mi mujer. Lo quiero mucho. El pueblo no le quería, quizá porque después de todo él era hijo de Figueres (una ciudad más grande y vecina). Y sin embargo protestan porque no les dejó nada cuando murió. Pero es que él siempre decía: “Si les regalo algo, cuando muera harán una sardana en la plaza del pueblo y, la verdad, no quiero parafernalia”. Así que lo cedió todo al estado español. ¿Cómo se lo iba a dejar a Cadaqués si cambian de alcalde cada cuatro años y lo que hace uno lo desmonta el de después? Eran capaces de venderse el patrimonio.

El Capitán pone los dos pies en el suelo, se alisa los pantalones y mira al atardecer. 

-Tampoco gustó que Dalí se burlara de la muerte de los olivares-, le digo.

-Eso son tonterías -dice el viejo en un tono pausado, casi burlón-. Tras la filoxera se reemprendió el cultivo. Después de la nevada varias zonas de Catalunya perdieron sus olivos, no sólo Cadaqués, pero en varios sitios los recuperaron -Lawrence Durrell tiene algo escrito a propósito de la nevada en Francia y de cómo él mismo resucitó un olivar en la tierra que compró en la Provenza-. Y, bueno, lo del acuerdo de Dalí con Franco para que no enviara ayudas al pueblo, eso ya… ¿Usted piensa que Dalí iba a molestarse en telefonear a Madrid  para que no se ayudara a la gente de Cadaqués? No, no y no. Pero es que aquí pasa como en todos los pueblos pequeños. Según ellos, lo ideal hubiera sido que Dalí se pusiera debajo de un puente y diera mil pesetas a cada cadaquesenc que pasara. 

El Capitán está algo indignado, se ha puesto un poco rojo. Respira hondo. Y ríe.

-De todos modos -continúa-, yo he regalado la estatua de Dalí que hay en la plaza y también la pequeña Estatua de la Libertad que está a la entrada del pueblo, para que la primera cosa que vea quien llegue a Cadaqués sea una obra de Dalí. Porque él ya tenía los esbozos de esa estatua, yo sólo ordené que la hicieran. Era una pequeña obsesión de Dalí. Muchas de las veces que íbamos a Nueva York, visitábamos la estatua. Por lo menos fuimos veinte veces. Subíamos a lo más alto de la mano de la antorcha y desde allí contemplábamos Nueva York. 

-Yo acabo de llegar de Nueva York -digo- y estoy buscando lazos entre ambas ciudades.

-¿Entre Nueva York y Cadaqués? 

Afirmo con la cabeza. Agarro el asa de mi jarra y doy un trago. El Capitán frunce el ceño, no parece atisbar semejanzas. 

-Yo me casé en Nueva York -dice el Capitán. No invitamos a Dalí a la boda. Cada uno tenía su vida. Además, queríamos una ceremonia privada, y la presencia de Dalí hubiera supuesto un tipo de publicidad que no deseaba la familia de ella. Los espacios de cada cual estaban muy bien marcados. Dalí lo entendió perfectamente. 

El lastre del genio fue perder la discreción. La fama molesta a los que desean disfrutar de veras, olvidados incluso de la vanidad. 

-A Catherine también le gusta Nueva York -continúa el Capitán-. Allí va al teatro, conciertos, comidas… puedes darte una gran vida. Mire -dice el viejo cruzando una pierna sobre la otra-, Nueva York es más mi ciudad que Cadaqués. Allí tengo muchos amigos. Sin embargo, con los años que llevo aquí, no creo que haya conocido a más de cincuenta personas. Ni mi mujer ni yo somos del país, no somos residentes del país ni del pueblo ni hablamos catalán. Y el pueblo es cerrado. Aunque ese hermetismo se está acabando. En diez años cambiará del todo. Recibirá el efecto Barcelona, que se ha convertido en una ciudad turística, como Sitges. Han empezado a meter cruceros en el puerto. Esto significa que Barcelona será la capital del Mediterráneo, porque Marsella no crece, ni Génova, lo que afectará indirectamente a Cadaqués. Irá rápido. De hecho, la mayoría de gente del pueblo ya no es de Cadaqués. Vienen obreros de Andalucía, inmigrantes que se casan, tienen hijos. Ahora, si hay mil quinientas personas, mil ya no son de Cadaqués.

Entonces, el Capitán da con suficiencia datos erróneos, al menos según los periódicos y las estadísticas que yo he manejado. Pero ya no sé a quién creer. De cualquier modo, su pronóstico de mestizaje no va desencaminado.

-El otro día -digo- charlé con un conocido suyo que también ha estado varias veces en Nueva York: Pere, el del Boia.

-Oh, claro, Pere. Le conozco de cuando era así, ha trabajado aquí con mi peón. Lo he visto crecer. Muchos días, mi señora va a las once a tomarse un café al Boia y ve a Pere. Pero yo no, ya le digo. No salgo, no veo a amigos, no bebo café. 

Una claridad repentina ocupa el cielo y a través de una nube espesa se cuela un rayo de sol. Duffy y Max se han estirado en el exterior y un gato, al que el capitán identifica como Mozart, pisa con cuidado muy cerca de los perros. Bautizar a los bichos con el nombre de genios es una extravagancia. Pero resulta divertido. Duffy es un perro enano y estirado, muy pizpireto y juguetón. 

-Una vez hubo una colonia francesa en Cadaqués. Y otra americana. Marcharon todos. Y no han vuelto-, dice el viejo riendo. 

El Capitán Moore espanta la añoranza a base de ironías. Es viejo, muy viejo después de todo. La nostalgia le acosa. Quizá por eso ríe tanto. La risa, la tensión de su mirada y la furia, ese instinto de conservación, demuestran la vigencia de este anciano salvaje y espléndido. 

-¿Los echa de menos?

-Oh, el día pasa rápido. Me levanto, leo un libro, escribo, leo el periódico, paseo a los perros y ya es la hora de la comida. Luego la siesta, recibo a alguien como usted y ya es la hora de cenar. El día pasa rápido.

-Dice que escribe. 

-Sí. Estoy escribiendo un libro. Mis memorias. 

-¿Una biografía?

-No, mis memorias, recuerdos, vivencias que he tenido -levanta una pierna y la estira en el sillón. Luego hace lo mismo con la otra-. Queda poco. Y tengo editor. Pero ya hablaré a su debido tiempo. Es un libro para mi señora. Lo que pasa con los recuerdos es que cada día aparece uno más, y nunca se acaba. Es un libro para ella. Es una gran señora. Una perfecta compañera. 

Esta vez, el Capitán deja la sonrisa suspendida. Permanecemos en silencio. Mi jarra aún está por la mitad. En la suya sólo queda un dedo. Llama a la chica del servicio y le pide otra cerveza. 

-Si le dijera que hoy tenemos ocho personas para cenar no se asustaría -asegura el Capitán cuando ella se retira-. Es un servicio muy bueno. 

Esperamos en un silencio algo tirante, o eso me parece, porque ha quedado un sentimiento en el aire y, mientras flota, cuesta regresar a la charla. Tengo la impresión de que cualquier comentario sería improcedente. Cuando la chica trae el alcohol del Capitán aparece Catherine, algo congestionada pero sonriente. ¿Ya ha pasado una hora? Al viejo le chispean los ojos. Devuelve las piernas al suelo y bromea con su esposa en francés. 

-A Catherine le encantan los ocelotes -dice el Capitán dirigiéndose a mí-. Tiene ahí un dibujo con algunos.

-Había oído que tenían leopardos. Que uno de ellos arrancó de un zarpazo el dedo de un jardinero.

El Capitán abre los ojos sorprendido, hace una mueca y ríe.

-¿Un dedo? ¿Leopardos? No, no, no. Ocelotes, son mucho más pequeños. También oí el rumor de que tenía leones. Hay que ver, la gente. Los llevamos al veterinario y les cortaron las uñas. Eran muy buenos, y un gran divertimento. 

Catherine ríe.

-Hemos hablado de ti -le dice entonces el Capitán, que vuelve a sentarse en el sillón. La mujer se aproxima. El anciano le toca la cintura desde su asiento. 

-Qué hermosa es, ¿eh? -repite mirándola-. La conocí en Ginebra, en su casa. Sus padres me habían invitado a comer, y allí estaba Catherine. No tenemos hijos. Mi señora es como mi hija -el Capitán sonríe pícaramente, ¿o debería decir perversamente?, y levanta la cabeza hacia la mujer-. Le he dicho que a ti te gusta Nueva York.

-Oh, sí, es una gran ciudad. Pero prefiero Cadaqués. Aquí estoy de maravilla. Tengo todo lo que hubiera podido soñar, hago la vida que me apetece. 

La enfermedad literaria, los referentes, me proyectan hacia otro inglés, Graham Greene, con el que el Capitán comparte, además de una experiencia militar, una desesperación ante la muerte. El Capitán actúa, quizá piense, como el narrador de El americano impasible, aquel combatiente en Vietnam que se enamora de una asiática mucho más joven. Busca su compañía. “He llegado a una edad en que el sexo no resulta un problema tan importante como la vejez o la muerte -dice el hombre-. Me despierto pensando en ellas, y no en un cuerpo de mujer. No quisiera estar solo durante mi última década de vida, nada más. (…). Espera un poco, hasta que sientas el temor de vivir diez años solo, sin compañera, con la perspectiva de un hospital o un asilo al final. Entonces sí que echarás a correr en cualquier dirección, aunque eso signifique alejarte de la muchacha de la bata colorada, hasta encontrar a alguien, cualquiera, que te dure hasta el fin”.

Me pregunto hasta qué punto quiere el Capitán a Catherine. Si la necesita. Si una cosa puede desligarse de la otra. 

Catherine cuenta un par de anécdotas del gimnasio, me pregunta si deseo beber algo más y después de mi negativa se retira porque debe cambiarse para la cena.

-Mírela -dice el Capitán al tiempo que la mujer dobla la puerta contoneando su silueta bien conservada-. Tiene 56 o 57 años pero parece una niña. 

Da una palmada y me mira a los ojos.

-Comentaba que leía…

-…tres periódicos al día: Le Monde, el Herald Tribune y El País, uno en cada lengua. Y ahora estoy con el libro de Ian Gibson sobre Dalí. Me parece muy poco interesante. No se ha vendido mucho. ¿Sabe qué pasa? Cuando Gibson vino a investigar, Dalí tenía ochenta y pico años y no recibía a casi nadie, o muy poco rato. ¿Qué falta en ese libro sobre Dalí? Haber conocido a Dalí. Gibson no conoció al personaje. Así que suelta un montón de tópicos, cosas que ya se saben. Es como si yo mañana escribiera un libro sobre la Luna. No sé nada sobre ella. La veo ahí arriba, muy arriba, puedo leer libros, pero saber, no sé nada. Gibson ha escrito sobre un hombre muy complicado y ha tenido que copiar demasiadas cosas. Pero le dan mucha publicidad porque habla muy bien español y conoce la historia de España. Así funcionan las cosas. 

-¿Usted es muy complicado?

El Capitán me observa al principio serio. Luego va distendiendo el rostro. Al final dice:

-Para conocerme bien, por ejemplo, para saber algo más, usted debería decir en su artículo que mi padre era un especialista en túneles.

Me mira y le correspondo, expectante, sin saber si ha terminado.

-Trabajaba en una sociedad de origen francés -continúa-. Eran sucesores de los descubridores del oxígeno. ¿Y de qué vivía ésa gente? ¿Con qué hizo negocio mi padre? Vendiendo el oxígeno en latas. Ya están experimentando coches que van con oxígeno. Una forma de electricidad. ¿Qué sabe usted de la electricidad? 

Me estudia achicando los ojos, sonriente desde la penumbra, porque, entre el crepúsculo y las nubes, las tinieblas han avanzado hasta casi desdibujarnos.

-Supongo que lo mismo que usted-, digo.

El Capitán entorna otro milímetro los ojos.

-¿Qué sé yo?-, pregunta.

Me inclino un poco hacia adelante, oprimo mi jarra con las dos manos, y digo:

-Que es un misterio.

El viejo ensancha la boca, cada vez más, y empieza a reír. 

-¡Bravo! -dice cuando termina-. ¡Très bien! 

-Hay un misterio en el pueblo que le concierne -digo entonces-. En realidad, es usted el protagonista. 

El Capitán no se altera, mantiene la mueca burlona, creo que sabe de lo que hablo. 

-Se dice que está usted bajo arresto domiciliario.

-Nooooo. Tengo un pleito con el señor de La Résidence porque me robó el hotel en la época en la que yo tenía cáncer. 

¿Cáncer? Conocía su polémica de La Résidence, pero, ¿cáncer?

-No, no. Me refiero a las falsificaciones de cuadros de Dalí que le descubrió la policía.

-Ah, eso -dice tranquilo-. ¿Y cuchichean que estoy arrestado? ¿Ve usted algún policía por aquí? No, no. Cómo iba yo a hacer falsificaciones si no sé pintar. Ése es un trabajo de técnicos.

En el pueblo cuentan que el Capitán financiaba a varios artistas para que replicaran cuadros de Dalí incluyendo su firma. Algunos recuerdan a un chaval nórdico muy discreto, que trabajaba muchísimo, eso dicen, y que cuando se descubrió el pastel se volatilizó para siempre. Pero no se lo digo, no quiero parecer insultante. La acusación se basa en rumores y, además, el comentario del cáncer me ha aturdido. No estoy aquí para herirle. 

-Pero ese asunto sí me ha dado algunos quebraderos de cabeza -añade el anciano salvaje-. Bah. Es la mala suerte de confiar en un persona que no lo merecía.

Durante unos segundos queda meditabundo, chasquea la lengua. Creo que con “ese asunto” alude al tipo de La Résidence. De cualquier forma, por primera vez parece vulnerable.

-Si todo va bien -dice el Capitán-, acabará en la cárcel. La gente traiciona -sonríe-. Pero nada de arresto. ¿Arrestado yo? Viajo continuamente. La semana pasada estuve en París. Y hace muy poco, en Capri. Yo hice la guerra en Capri, participé en la ocupación de la isla. Capri es increíble, como un país independiente. Está a treinta kilómetros de Nápoles pero parece que sean tres mil. No tiene nada que ver una ciudad con la otra. Yo tengo muchos amigos en Capri y varios de ellos han comprado una casa en Cadaqués. El problema de la isla es que en verano hay demasiada gente, es una invasión. Yo vendí una casa a Graham Greene, el escritor, ¿sabe?

¿Graham Greene? Es increíble. El azar, las coincidencias. 

-Sí, sí, claro. El tercer hombre. El americano impasible.

-Pues a Graham Greene. Tengo muchos amigos. Soy más conocido en Capri que aquí. Y hace mejor tiempo. Cuando voy siempre me hospedo en el hotel más antiguo de la isla. Siempre el mismo. En Capri, el noventa por ciento de los habitantes son de Capri. Luego hay gente como el Rey de Suecia, la nobleza, los lords, reyes, príncipes. Yo he asistido a grandes banquetes y fiestas en Capri, con duques y todo eso. Es como un país dentro del país. Gianni Agnelli, el dueño de la FIAT, es muy buen amigo mío y una vez se vino a Cadaqués. Estuvimos paseando por el pueblo. Aquí nadie le conoce. Parecía un muerto de hambre. La gente de aquí no hace caso de estos grandes hombres. En Catalunya hay otro sistema de vida. El catalán es muy negociante, tiene mucho dinero, pero no quiere que se sepa.

-Y a usted no le gusta esa discreción.

-No la entiendo. Si un señor catalán es rico, lo esconde. Tiene una casa pequeñita, una barquita, un coche normalito y viste como si no tuviera dinero. Se pasa el día con la familia intentando hacer el menor gasto posible. En Capri no es así. 

-¿Y Nueva York?

-Ah, Nueva York debe medirse de otra forma. Hay gente con mucho mucho dinero. Hay quien lo ostenta y quien no. Pero Nueva York es una situación financiera. Por sí misma. Están todas las razas del mundo. Usted alquila un piso entero del Hotel Plaza y todos sabrán que es rico. Es otro estilo de demostrar la riqueza. Nueva York es Nueva York y Cadaqués es Cadaqués. Pero le diré una cosa: se puede vivir más barato en Nueva York que en Cadaqués. En la Tercera Avenida puedes comer estupendamente por mil pesetas y por ese precio usted no come en Cadaqués. 

-¿Cómo sabe usted eso? -pregunto-. ¿Ha comido alguna vez por mil pesetas en Nueva York?

Se nota que el Capitán no esperaba la pregunta. Se pone serio y contesta en tono grave, casi solemne:

-A mí es que no me gustan los hot dogs ni las pizzas pero lo sé porque cuando parábamos por esa zona, mi chófer me pedía diez dólares para comer.

Vaya vaya. Para capear el desconcierto, el capitán empieza a hablar de menús. Dice que es muy metódico y que dos veces por semana come pescado, dos veces pasta, dos arroz y dos carne de buey, que su cocinera es estupenda.

-Pero a propósito de eso que pretende usted -añade-, le repito que no veo conexión entre Nueva York y Cadaqués. Allí hay una variedad, es como una dinamo que produce energía. Yo he andado toda Norteamérica y la conozco. Es fantástica, sobre todo si has nacido allí. Si no, cuesta adaptarse. Pero fácilmente se vive en América. ¿Ha estado en Long Island?

-Sí. 

-¿En los Hamptons?

-Sí, en los Hamptons. Dos horas y pico de tren. Como para venir de Barcelona al Empordà. 

Por como me observa ahora, creo que el Capitán está cambiando su percepción sobre mí.

-Pues toda esa zona de Long Island -agrega- es lo más similar que conozco entre Nueva York y Cadaqués.

El anciano desvía la mirada a algún lugar inconcreto y lujoso. Se me están acabando las preguntas. Las tinieblas se adensan. Es hora de marcharse. Cuando estoy a punto de despedirme, recuerdo una duda sobre la Vida secreta de Dalí. Pregunto si sabe en qué idioma la escribió originalmente, porque en ninguna librería donde pregunté lo tenían claro.

-Seguramente Dalí lo escribió en francés, aunque la primera edición corrió a cargo de una señora americana. Yo no lo he leído nunca. Le he leído otras cosas, pero la Vida secreta nunca. Tenía mucho imaginario.

-¿Qué piensa de él como escritor?

-Si Dalí no hubiera tenido un papá con dinero, hubiera sido escritor. No hubiera podido pagarse esos seis años en la escuela de pintura pero habría necesitado igualmente liberar su poesía. Porque Dalí tenía algo poético. Leía mucha poesía. Era poeta. 

Afuera, los árboles y las plantas son zarandeados por el viento, no muy fuerte. Los tres perros vuelven a rondar juntos el salón. De alguna manera, nos hemos levantado, ha entrado Catherine, y ahora caminamos charlando en penumbra hacia el salón. 

El anfitrión aprieta el interruptor de la luz y aparece una gran mesa con una cubertería impecable dispuesta en perfecto orden. Alrededor, las alfombras, terciopelos, la orfebrería y las cerámicas, todo destila maravilla. Es como un palacio saturado de tesoros. En la pared cuelga un cuadro con la firma de Dalí. Pero no tiene nada que ver con su arte. 

-Oh, eso lo hizo un amigo pintor -se ríe el Capitán- que al final quiso rematar con la firma de Dalí. 

Catherine también sonríe. Veo el dibujo enmarcado de la señora y los ocelotes. Y retratos de la propia Catherine, que me dice que espere un momento, que no me vaya, antes de desaparecer.

-Ella es la primera mujer que he tenido -explica el Capitán-. En el ejército conocí a muchas, pero cuando estás ahí las mujeres son accesorias. Te mueves mucho y no las puedes llevar en la maleta. No hay tiempo. 

El Capitán da unos pasos hacia el centro del comedor, se gira:

-Por cierto, que la mujer americana tiene otra manera de ser de la de aquí. Es buena y brava. A veces, es ella la que gana el dinero. Pero tenga claro que, sea donde sea, para que un matrimonio vaya bien es muy importante que los dos pertenezcan al mismo estrato social. Es una cuestión de educación. Con una chica mal educada sería difícil soportar mucho tiempo. No existiría comprensión. La intimidad es una forma de educación. Es así de complicado y simple: si quieres que tu matrimonio funcione, debes buscar a alguien de tu mismo origen social. Si es de diferente raza, educación o religión, es un problema. Porque tras los primeros meses de coqueteo y todo eso se entra en una nueva fase. Hay que conocer a la familia. 

Catherine regresa con un gran libro rojo, que me entrega. Es una edición especial sobre el Museo Perrot-Moore, que por cierto está cerrado en Cadaqués. Se rumorea que su clausura tiene que ver con el asunto de las falsificaciones, pero el Capitán se anticipa a mi pregunta y responde:

-He cerrado el museo porque he visto que al alcalde no le importaba un higo seco. Es mío y hago lo que quiero, así que lo he cerrado porque lo he cerrado.

-Gracias-, le digo a Catherine. 

-Ahora estamos interesados en otras cosas -agrega el Capitán-. Vamos a ir a París y luego a Italia. Roma y Bolonia.

Caminamos hacia el porche. Catherine se despide estrechando mi mano, y la casa la engulle. En el exterior, alcanzamos las escalerillas que descienden hasta un garaje con varios autos aparcados. Un azulejo reza: Plaza de Salvador Dalí. Entre las esculturas casi siempre blancas que nos rodean y se vislumbran por el bosque, predominan las palomas.

-Las palomas son el símbolo del amor -dice el viejo-. Soy un enamorado de la vida, de esta casa y de mi mujer. 

Me tiende la mano.

-La capilla que tienen arriba…-, digo mientras chocamos las palmas.

-Es para San Francisco de Asís, el patrono de los animales. A mi mujer le gustan mucho.

Sonreímos al unísono. Cuando me suelta la mano, el Capitán Moore dice:

-Un gusto. Au revoir.

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Barcelona, 1971.
Su obra ha sido publicada en diez lenguas, adaptada a diversos formatos y recibido numerosos reconocimientos internacionales. Acaba de publicar Delta. Sus libros Sudd, Sólo para gigantes, En la Barrera, Las defensas y Un cambio de verdad fueron seleccionados entre los mejores libros publicados en lengua española en sus respectivos años. Otras obras de referencia son Voy, Los mares de Wang, Diablo de Timanfaya, Una España inesperada, Animales invisibles y Naturalmente urbano. Siempre atento a las relaciones de las personas con su entorno natural, varios de sus libros han intentado ser prohibidos. Algunos lo han sido. Colaborador habitual de National Geographic, Altaïr y The Ecologist. Protagonista de un episodio de la serie Finding Encanto, ganadora de un Delfín en el festival de Cannes. Miembro fundador de la Asociación Caravana Negra en defensa de la cultura y la naturaleza, y de la Fundación Ecología Urbana y Territorial. Codirector del proyecto Animales Invisibles. Director del Festival Liternatura.