
Ficción: Invitados
1 abril, 2025
En este relato, Rodrigo Soto narra una noche caótica en Ciudad de Guatemala, donde la marginación y la corrupción militar se entrelazan en fiestas clandestinas. El protagonista, atrapado entre el deseo de libertad y la autodestrucción, revela una serie de situaciones de violencia y desencanto.
Nos citaron a las 7 de la mañana en el lugar de siempre y llegué si acaso diez minutos tarde, pero el pickup ya giraba a lo lejos, en la esquina de la Calle 7. Quise correr para alcanzarlo, pero no había desayunado y la loquera de la noche me tenía lelo, aturdido. No sé qué putas me pasó, debí plantármele a la Juli y decirle que se esfumara, que buscara camino, pero el calor de su cuerpo es tan rico… Ahí estaban los resultados. Maldije mi suerte mientras me devolvía y comenzaba a imaginar la parranda que se darían aquellos cabrones con el teniente y con el sargento. Nos la habían prometido desde hacía meses: “Van a ver, muchá, que en el Ejército no somos malagradecidos. En diciembre los vamos a llevar a una finca para que sepan lo que es bueno. Se lo merecen…” Me los imaginaba con cervezas y putas dentro de una piscina, hartándose de salchichas y de carne, mientras yo tenía por delante otro día en la calle, robando y mendigando para poder comprarme las piedras y en la noche buscar un rincón para no cagarme de frío…
Me consolé pensando que tal vez en el futuro habría otras fiestas, y que la que me había perdido no era el único pago por lo que hacíamos. Cada vez que el teniente y el sargento llegaban a buscarnos, nos entregaban al final unos billetes arrugados y medio kilo de coca que nosotros nos repartíamos. También nos invitaban a desayunar o a comer, según la hora a la que terminábamos. Siempre éramos los mismos: Marlon, el Tuzo, Flaco Inflado, el Chiqui, Caramelito y yo. Decían que les gustaba como trabajábamos, que si no fuéramos unos adictos de mierda, nos llevarían al ejército donde podríamos tener una vida. Pero yo ni loco hubiera ido. Los militares no me la hacen. Si le ayudaba al teniente y al sargento en sus trabajitos sucios, era por necesidad, porque uno es un adicto y un cabrón y desde chiquito aprendió que la vida no vale nada.
Cada vez era lo mismo: el sargento asomaba unos días antes y nos citaba para tal día a tal hora. Con que le dijera a alguno ya nos convocaba a todos, porque entre nosotros nos pasábamos la voz. Nos recogían siempre en el mismo lugar y en el mismo pickup. Nos trepábamos al cajón y nos llevaban a una gran casona en un barrio residencial. Era una casa particular, pero todos los que estaban ahí eran del ejército. No llevaban sus uniformes, pero seguían tratándose de “mi teniente”, “mi sargento”, “soldado”, como hacen ellos. Nos daban un plato de comida caliente y nos metían un poco de conversa para asegurarse de que no estuviéramos borrachos ni pasados de droga, porque cuando nos llamaban para trabajar, teníamos que estar sanitos. Luego nos entregaban las chamarras negras y unos fierros nuevitos, que nosotros acariciábamos entre exclamaciones de asombro como a niños recién nacidos. Después nos explicaban a quién teníamos que tronarnos ese día: estudiantes universitarios, sindicalistas, alborotadores… Los tenían bien controlados y nada más nos pasaban el volado. Antes de subirnos al pickup, repasábamos lo que había que hacer y acordábamos el lugar de recogida. La mayoría de las veces todo resultaba nítido.
Esa mañana llovió recio y eso empeoró mi humor. Recorrí las calles cerca del mercado buscando dónde refugiarme mientras los primeros negocios abrían. Además de la humedad y del frío, me enfermaba imaginarme a aquellos cabrones dándose la gran vida. Escampó como a las diez y en una esquina de la Carrera 8 me encontré con la Chami y el Loco Arenal. No podía compartir mis penas con ellos porque de lo que hacíamos con el teniente y el sargento teníamos prohibido hablar, pero juntamos plata para tomar café y después fuimos por el lado del cementerio, donde nos metimos unos bombazos y nos pusimos loquísimos. Ya no envidié tanto a aquellos cabrones y al rato casi me olvidé, aunque a veces volvía a pensar en ellos y culpaba a la Juli por mi retraso. El resto del día lo pasamos en el cementerio, a donde llegaron primero Grillo y la Mica, después Rata, Osquitar (el hermano menor del Fideo) y Marroquín. Venían de atracar un camión y toparon con suerte porque el chofer andaba bien forrado. Nos la montamos riquísimo y como a las nueve de la noche me despedí, porque aquellos cabrones ya tenían que haber regresado y tal vez habían traído algo para mí. Los busqué en los lugares de siempre, pero nada. Entonces me volvió la bronca, porque podía haberme quedado con los otros cuates en la parranda del cementerio. Solo encontré a la Juli pero andaba muy loca y a gritos me mandó a la mierda porque la había dejado sola en la mañana. Ni le dije nada, la conozco bien y sé que al rato se le pasa.
El día siguiente me dediqué a buscar a Marlon, al Tuzo, a Flaco Inflado, al Chiqui y a Caramelito, pero nadie los había visto por ningún lado ni se sabía de ellos. Espanté como a zopilotes los malos pensamientos y me dije que de seguro la parranda duraría varios días. Eso sí, por si las moscas, me aparté de los lugares de siempre. Después de una semana ya no me quedaron dudas. Entonces huí de la ciudad y vine a este pueblo, aunque no guardo muchas esperanzas porque los ojos del teniente miran lejos.
Noviembre 2015
Costa Rica, 1962. Es autor de una veintena de títulos en diversos géneros: cuento, novela, poesía, ensayo, teatro. Entre sus obras más difundidas, se encuentran las novelas "El Nudo" (2001), "En la oscurana" (2011) y "El río que me habita" (2018), y los cuentarios "Mitomanías" (1983), "Dicen que los monos éramos felices" (1995) y "Floraciones y desfloraciones" (2003). En España, Editorial Periférica y Ediciones Huso han publicado algunas de sus obras. El presente ensayo forma parte de un volumen inédito titulado: "Correspondencias y resonancias".