4 poemas de Pablo Antonio Cuadra

1 abril, 2025

La poesía de Pablo Antonio Cuadra se erige como la memoria del hombre centroamericano. Los afanes por abrazar la modernidad y sus dádivas, y la importancia del ser ligado a la naturaleza dan forma a los versos de este poeta nicaragüense. Al respecto Francisco Tenori escribe: Sobre los caminos de su campiña natal, el viaje de la poesía se convierte en simbólico: peregrinos insólitos, ángeles, mendigos misteriosos aparecen en una luz crepuscular y alegórica en el acto de proponer enigmas o de pronunciar sentencias inapelables, figuras rilkeanas, de las cuales se recibe la violencia y el hechizo».

Juana Fonseca

                   Rogad a Dios
         por el eterno descanso
                   del alma
                   de Juana Fonseca.
                   Sus hijos:
Emérita, Fidelina, Juan Ramón,
Justo Pastor, Camila y Pedro
                   están aquí
                   de negro.
Doblan las campanas y Emérita solloza.
                                    Emérita
        fue la  última en acostarse.
                   Planchó la ropa de los varones
                   y el vestido de Camila.
                   Lloró pensando en la madre

           “Un día como hoy se estaba yendo”

                 Pero pensó en las flores
        en las rosas del barrio
“Fidelina: mojá las flores para que amanezcan frescas”

(“Los pobres no tenemos tiempo de llorar”
                                                Pero lloraba).

Y vio que Pedro llevaba los zapatos sucios
y sacudió los zapatos del niño con el borde del rebozo
                        y los ojos rojos
            mientras las campanas doblaban.

La viva estampa de la madre
abandonada, como ella, del marido
                             con sus tres hijos
                             con sus cinco hermanos
          planchadora como ella. 

Libra, Señor, el alma de tu sierva
Juana Fonseca
como libraste a David
de las manos de Saúl
y de las manos de Goliat

Veníamos esa tarde huyendo y los soldados
nos esperaban en la bocacalle.
Juana tiró de mí, me metió en su tijera bajo la chamarra
y acostó a la Emérita –que era hermosa entonces–
y escuché las voces del sargento
y la voz de Juana:

“Aquí no hay nadie sólo mi hija enferma
que deben respetar!”

Y Emérita se reía;
         pero ahora lloraba.

 

Apartaos de mí todos
los que obráis la maldad,
Señor, Dios mío, en Ti he esperado;
sálvame de mis perseguidores y líbrame

                           Juana Fonseca
                           te recuerdo
               bajo la lámpara y vos de pronto llegando
                          demudada:
“¡Me mataron a Pedro!” (Tan estupendo
carpintero, pero borracho.
Mi ropero de cedro jamás lo terminaba.
Hasta que un día llegó con el mueble
y era como un altar…). “¡Me mataron a Pedro!”
Y no tenemos ni ropa para vestirlo
porque todo lo empeñaba
hasta sus fierros.
Y fui a buscar con los amigos
y reuní para su caja y lo enterramos
con dignidad. Y ella quiso pagarme.
Desquitarme planchando y lavando.
“Juana Fonseca
no es así que se paga
La amistad del pobre es la honra
de mi casa” 

Oh Dios, de quien es propio
el compadecerse y perdonar,
humildemente te rogamos
por el alma de tu sierva Juana

que madrugaba para alistar a los muchachos
y encendía el fuego y ponía las primeras brasas
en el fogonero cuando se apagaban las últimas estrellas
y cocinaba el desayuno y ya estaba planchando
golpeando la plancha sobre el burro de planchar desde la aurora
y ordenando
                a la Emérita, su oficio
                a la Fidelina, su oficio (y regañándola:
                                                   “ese muchacho que se te acerca
                                                   no tiene oficio ni beneficio”)
a Juan Ramón: “me puso quejas el maistro,
                          hijo, no hay que ser divagado”
a Justo Pastor –mi compañero– el que se iba
conmigo a los arroyos a matar iguanas:
                           “Justo Pastor el día que yo sepa
                           que no vas a la escuela te mato”
y Camila, la que iba y venía
de la casa a la pulpería
        de la pulpería a la casa
        con las tortillas
con el pinol y las chiltomas y la sal y las candelas
y Pedrito en el suelo
        dando guerra en el suelo
        siempre con hambre

Ahora están todos mirando el humilde catafalco
             y los cuatro candelabros
             y llorando a la finada. 

Dale el eterno descanso,
la luz perpetua brille para ella

¡Emérita, si supieras
qué pedazo de mundo
qué territorio vasto y dulcísimo
está cediendo al golpe
de esas campanas!

Patria de tercera

Viajando en tercera he visto
un rostro.
No todos los hombres de mi pueblo
óvidos, claudican.
He visto un rostro.
Ni todos doblan su papel en barquichuelos
para charco. Viajando he visto
el rostro de un huertero.
Ni todos ofrecen su faz al látigo del “no”
ni piden.
La dignidad he visto.
Porque no sólo fabricamos huérfanos,
o bien, inadvertidos,
criamos cuervos.
He visto un rostro austero. Serenidad
o sol sobre su frente
como un título (ardiente y singular).
Nosotros ¡ah! rebeldes
al hormiguero
si algún día damos
la cara al mundo:
con los rasgos usuales de la Patria
¡un rostro enseñaremos!

El sirviente de Darío
(a Joaquín Vaquero Turcios)

Goyito, el hijo de Gregorio Blandón
criado por los Darío
se presentó al poeta
        –y entró a su servicio–
cuando vino en su último viaje.

Hoy está cubierto por un bramante
en la calle
y su nieta lo llora.

Leía a Rubén por las tardes.
Llegó a saberse de memoria Los Motivos del Lobo.
Después, vivió sólo del recuerdo.
Una catarata
lo introdujo lentamente
en la comarca brumosa de los ciegos.

Don Rubén era un Príncipe, decía.
Apenas lo dejaba la fiebre se vestía
impecable y nítido. Y se sentaba
en su butaca de mimbre con un libro en la mano.
Lo recuerdo de lino paja, de saco y chaleco,
sus brillantes zapatos,
su corbata de seda azul celeste,
un poco escaso el pelo atrás y entrecano.

“¡Goyo, recoge esa basura del suelo!”.
No permitía suciedad. Parecía distraído,
pero nada escapaba
a sus ojos alertas y exigentes.

Y Goyo todas las tardes volvía
a sus recuerdos como a una Academia
puntual. Iban sus gestos
ganando distinción.
Todas las tardes subía
las gradas de un palacio. Servía
al Príncipe. Don Gregorio
el paje.

Ahora su nieta
implora a los que pasan
un ataúd.

Era suave de voz, pero
cuando se encendía en cólera
tronaba. Don Rubén era, entonces,
¡quién lo creyera!, malhablado.
Doña Rosario le decía: ¡Un poeta
hablando así!

Y don Gregorio, el paje,
tomaba un aire protector
ante las debilidades del Príncipe.

Una vez peleó con doña Chayo
por una historia antigua. Celos
del pasado. A don Rubén
le centelleaban los ojos. Y ella
le recordaba
que le empeñó sus joyas en Panamá.
Ese día
don Rubén recayó y tuvo fiebre.

“Un número infinito de cosas
–dice Borges–
muere en cada agonía”.

Con este viejo sirviente quizás se apagan
los últimos oídos
que conservaban la voz de Darío.

Al enterrar a Goyo en la fosa común
enterramos al pueblo
          y con el pueblo
          la voz de su Poeta.

Canto final a Nuestra Señora

Si te nombro en el día
el día se me llena de alegría
y se llama María
la alegría total
concebida sin mancha original.

También cuando en la brisa
matutina mi ruego elevo alado
la aurora es la sumisa
esclava a tu dictado
y tu sonrisa enciende todo el prado.

Todo el prado cantando
se concreta en los labios de la rosa
y el perfume girando
su rueda deleitosa
al tiempo enseña su medida airosa.

Por eso te decimos
Reina del Tiempo y de su ley Señora,
porque en Caná te vimos
adelantar la hora
y a tu ruego la noche se hizo aurora.

Tu voz es la que inicia
el místico gemir de los jazmines
nostalgia de violines
y es música y caricia
y es canto y es amor y es delicia.

Pero es más tu mirada:
escala de Jacob que yo prefiero
al cielo levantada
de lucero en lucero
para subir al reino del Cordero.

Cuando el Señor te dijo
–colgado por amor en el madero–
“Madre, he ahí a tu hijo”
yo fui el heredero
de la Madre del Hijo verdadero.

Por eso en el dolor
–si se cierra la noche en llanto–
te inclinas con amor
y me cubre tu manto
¡el que llevaste, Madre, al Monte Santo!

Vuelva, pues, a Belén
mi vida pecadora
para nacer de nuevo en su portal,
y pues tu mano santa y maternal
abre la puerta del Supremo Bien:
déjala, Señora,
entreabierta ahora
y en la hora de nuestra muerte. Amén.

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Managua 1912-2002. Fue uno de los intelectuales más prominentes de Centroamérica durante el siglo XX, cuya obra abarca poesía, ensayo, teatro, crítica, artes gráficas y cuento. Como integrante del Movimiento de Vanguardia contribuyó a renovar las letras nicaragüenses y ejerció un prolongado magisterio a través del periodismo. Creador de La Prensa Literaria y la revista El pez y la serpiente, fue escritor prolífico y humanista que exploró las raíces de la identidad nicaragüense, en diálogo con la cultura universal. Sus Obras Completas han sido publicadas en nueve volúmenes por el Grupo Financiero Uno, bajo la conducción de su nieto Pedro Xavier Solís. Fotografía de Pablo Antonio Cuadra por Jaime Martín Chamorro Argeñal.