
Cien años de soledad o el arte de la paradoja
1 abril, 2025
Emiliano Coello Gutiérrez explora en su ensayo cómo esta obra maestra del realismo mágico latinoamericano dialoga con la tradición literaria occidental, desde Cervantes hasta Borges, integrando elementos de la poesía, la historia y la mitología. Cien años de soledad es, al mismo tiempo, un relato mítico y una crítica irónica, una epopeya y una fábula que escapa a las clasificaciones, revelando el arte de la paradoja como eje central de su construcción narrativa.
Introducción
En el discurso de recepción del Premio Cervantes, el escritor nicaragüense Sergio Ramírez se refirió al insigne manchego como un “escritor caribeño”, y Darío Villanueva se planteaba no hace mucho que, si Cervantes hubiera efectivamente materializado su sueño de pasar a América, tal vez hubiese escrito Cien años de soledad (1967)[1]. Estas fantasías, enunciadas jocoseriamente por el novelista y por el académico, encierran, no obstante, una profunda verdad, y es que tanto la máxima novela cervantina, Don Quijote de La Mancha (1605/1615), como la mayor de las obras de Gabriel García Márquez, a saber: Cien años de soledad (1967), se caracterizan por ser narraciones insondables. El motivo de su inconmensurabilidad se halla en que ambas están ancladas en una poética de la paradoja.
Don Quijote es paradójico desde el prólogo, en el que Cervantes se burla del lector al no presentarse como el autor del libro, sino como un mero compilador del mismo; de igual modo, se refiere a la novela como un documento histórico localizable en los “archivos de La Mancha”. En la máxima obra de Cervantes, confluyen varias instancias narrativas, desde un segundo autor que descubre (en la alcaná de Toledo) el manuscrito compuesto “verdaderamente” por el historiador musulmán Cide Hamete Benengeli (o Berenjena), hasta el moro aljamiado que lo traduce del árabe.
Un fenómeno similar se manifiesta en lo concerniente a la continuación apócrifa de Avellaneda, la cual, a nivel intraficcional, se ve sometida a una acerba crítica. Por su parte, el episodio y la consiguiente discusión acerca de la certidumbre de las visiones del protagonista en la cueva de Montesinos reflejan, en forma de epanalepsis, el problema de la verosimilitud y de lo maravilloso, desarrollado por la novela en su conjunto. Un último caso con respecto al carácter autorreferencial y metaficcional de la obra cervantina tiene que ver con el famoso retablo de maese Pedro (Grabe, 2006).
La sustancia paradójica de El Quijote se echa de ver asimismo en la ambigüedad que caracteriza a los personajes, donde un loco puede perorar con sorprendente sensatez y un aldeano posee mayor nobleza de espíritu y más dignidad que unos duques. Por medio de esta mecánica de espejos (y espejismos), en el capítulo segundo de la primera parte unas mozas del partido se transforman en “dos grandes doncellas o dos grandes damas”, y los ejemplos en este sentido son innumerables.
La paradoja epistemológica y narratológica
Ya en el diálogo Parménides, de Platón, pueden encontrarse pensamientos tan inquietantes como los que siguen acerca de la verdad: “PARMÉNIDES: Resumamos lo dicho; y afirmemos además lo que parece ser la verdad, que si el uno es o no es, el uno y los demás (lo múltiple) con respecto a sí mismos y cada uno con respecto al otro, todos ellos, en todos los sentidos son y no son, parecen ser y parecen no ser. SÓCRATES: Muy cierto” (Presberg, 2006). Otros textos clásicos de la literatura y el pensamiento occidentales en torno al fenómeno de la paradoja son el libro de Nicolás de Cusa, De docta ignorantia, de 1440, o el Elogio de la locura de Erasmo, publicado en 1511.
Gilles Deleuze expuso que «les paradoxes ont pour caractère d’aller en deux sens à la fois», y propuso del mismo modo: “La paradoja es, primeramente, lo que destruye el buen sentido como sentido único; pero luego, es lo que destruye el sentido común como asignación de identidades fijas (…). Se opone a la doxa, a los dos aspectos de la doxa, el buen sentido y el sentido común. Ahora bien, el buen sentido se dice de una dirección: es sentido único. Expresa la exigencia de un orden según el cual hay que escoger una dirección y mantenerse en ella; el sentido común subsume facultades diversas del alma u órganos diferenciados del cuerpo, y los remite a una unidad capaz de decir Yo” (Grabe, Lang y Meyer, 2006).
Así mismo, y como apunta Sabine Lang, podría aseverarse que al reunir y superponer a un mismo tiempo y en un mismo lugar la unidad y la alteridad, es decir, lo idéntico y lo no-idéntico de un sistema narrativo, confundiendo, en cierto modo, lo uno y lo otro en una estructura de duplicidad donde la oposición entre lo uno y lo otro se aprehende como lo uno y lo otro a la vez (y al mismo tiempo ni como lo uno ni lo otro), la paradoja suspende las normas y reglas que constituyen un sistema narrativo sincrónica y diacrónicamente (Lang, 2006).
La paradoja en Cien años de soledad
Selena Millares, al hablar de la obra del escritor cubano Alejo Carpentier, reconocía la inestabilidad genética de las letras hispanoamericanas, presa de dualismos insolubles, entre la tradición y la modernidad, el americanismo y la universalidad, el anticolonialismo y el hispanismo, la utopía y el afán revolucionario (Millares, 1999)2. El propio autor de Cien años de soledad, en uno de los muchos comentarios metaficcionales de la novela, nos propone un itinerario de lectura de su magna obra, basado en una poética de la indeterminación: “Era como si Dios hubiera resuelto poner a prueba toda capacidad de asombro, y mantuviera a los habitantes de Macondo en un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación, hasta el extremo de que ya nadie podía saber a ciencia cierta dónde estaban los límites de la realidad. Era un intrincado frangollo de verdades y espejismos” (Guillén, 2007). En adelante, se enunciarán algunas reflexiones en apoyo de dicha tesis.
a) El género
En primer lugar, la incertidumbre aparece cuando se pretende dirimir cuál es la identidad genérica de la obra, más allá de que esta posee aspectos de la poesía épica, Las mil y una noches, el libro de caballerías, la crónica de Indias, el costumbrismo decimonónico, la novela del XIX y del XX o la poesía simbolista y postsimbolista3. Como reconoce Claudio Guillén, Cien años de soledad posee tres rasgos que se corresponden con el género del cuento. En primer lugar, la integridad del conjunto se da por conocida y es la justificación de la escritura: el narrador puede o no situar la acción en el pasado, pero se entiende que él tiene la clave del sentido de la obra. En segundo lugar, los sucesos contados son por fuerza inhabituales y sorprendentes. Y, en último término, el cuento maravilla, sobrecoge, entretiene, pero no propone una ficción que dé entrada al lector (Guillén, 2007). Si esto es indudablemente así, también lo es que Cien años de soledad representa una obra eminentemente polifónica donde el rol de la instancia interpretativa es absolutamente esencial.
Existen críticos como Susana Wahnón que defienden que la máxima creación de García Márquez equivale a un relato semántica y epistemológicamente clausurado, como una suerte de enigma o adivinanza que puede ser descodificada, concluida y obturada por el receptor. Esto no será más que otro espejismo, ya que, si el significado del texto puede ser delimitado a un nivel superficial o anecdótico, en un nivel profundo la novela marqueziana persiste en su apertura, en su condición inescrutable e irredenta.
En sustento de esta reflexión se encuentra el hecho de que, si Cien años de soledad es indudablemente una novela, constituye asimismo una obra poética y mítica (inter alia). Y es lírica no únicamente en un plano aparente (el de la musicalidad o el ritmo), como se verá en lo sucesivo, sino también en lo concerniente a la cosmovisión. Existe algo que comunica lo poético con lo religioso, que une lo mágico y lo profético con las raíces del hombre, y que se materializa en arquetipos que sustancian lo más hondamente humano (Millares, 2021). En este caso, se trata de Macondo, ese lugar mítico de infinitas repeticiones que se obstinan en perpetuar la vida. Lo onírico y lo visionario se dan continua cita en el texto, e incluso su afán paródico e irónico deben vincularse necesariamente con cierta poesía vanguardista. Ha de aseverarse, de la misma manera, que la locura es uno de los ejes en que se asienta la realidad macondiana, y sabido es que esta forma de hybris es connatural al creador y al poeta. En la novela de García Márquez, esta suerte de desmesura está ligada tanto al patriarca, José Arcadio Buendía, como a su hijo Aureliano, ambos creadores, diferentes, marginales y solitarios: es decir, poetas. Y aquí la etimología del vocablo (“hacedor”) es bastante reveladora.
La ascensión a los cielos de Remedios, la bella (escena exquisitamente herética), ha sido comparada con la lírica de García Lorca y de Juan Ramón Jiménez, y en todas las ocasiones la textualidad de Cien años remite a la prosa poética, como se demostrará con un solo ejemplo (extraído de una cantera infinita). Se trata del coito de Aureliano Babilonia con su tía Amaranta Úrsula, el cual significará el principio del fin de la diégesis: “De un tirón brutal, la despojó de la túnica de baño antes de que ella tuviera tiempo de impedirlo, y se asomó al abismo de una desnudez recién lavada que no tenía un matiz de la piel, ni una veta de vellos, ni un lunar recóndito que él no hubiera imaginado en las tinieblas de otros cuartos. Amaranta Úrsula se defendía sinceramente, con astucias de hembra sabia, comadrejeando el escurridizo y flexible y fragante cuerpo de comadreja, mientras trataba de destroncarle los riñones con las rodillas y le alacraneaba la cara con las uñas, pero sin que él ni ella emitieran un suspiro que no pudiera confundirse con la respiración de alguien que contemplara el parsimonioso crepúsculo de abril por la ventana abierta. Era una lucha feroz, una batalla a muerte, que sin embargo parecía desprovista de toda violencia, porque estaba hecha de agresiones distorsionadas y evasivas espectrales, lentas, cautelosas, solemnes, de modo que entre una y otra había tiempo para que volvieran a florecer las petunias” (García de la Concha, 2007). El ritmo de la prosa (dual, como el duelo cuerpo a cuerpo, y ternario como un vals, aquí cruel y deleitoso) y la espesura retórica (la aliteración en ó de las primeras frases, que connota violencia, la profusión de metáforas, la paronomasia, la recurrencia anfibológica) dan cumplida cuenta de la paradoja de la vida, donde la destrucción puede ser y es a un tiempo el amor (como expresara certeramente Vicente Aleixandre), reproduciendo el ritmo acelerado y moroso de la existencia. Hasta las metábasis del texto (“comadrejea”, “alacranea”) recuerdan aquellas famosas de Miguel Hernández en la “Elegía a Ramón Sijé”: “por los altos andamios de las flores / pajareará tu alma colmenera”.
Este ejemplo sublime, que une lo más granado de la literatura de ambas orillas, testimonia el gusto de García Márquez por la poesía, que él mismo reconociera: “Era una pasión frenética, otra manera de vivir, una especie de bola de candela que andaba de su cuenta por todas partes: uno levantaba la alfombra con la escoba para esconder la basura y no era posible, porque allí estaba la poesía; se abría el periódico, aun en la sección económica o en la página judicial, y allí estaba; en el asiento de la taza de café, donde quedaba escrito nuestro destino, allí estaba (…). Con el mismo terror reverencial con que íbamos de niños al zoológico, íbamos al café donde se reunían los poetas al atardecer” (Millares, 2021). De esta suerte, Cien años de soledad, ¿es cuento, es poesía, es novela? Podría responderse que es cuento, es poesía y es novela, y no es en puridad ninguna de estas cosas.
b) Realismo ¿mágico?
Sergio Ramírez explica el realismo mágico de la literatura hispanoamericana como un atajo de la verdad, esto es, como una confluencia de la imaginación mítica indígena con el sustrato maravilloso aportado por los españoles (que traen al Nuevo Mundo la mitología griega, la religiosidad católica, la novela de caballerías, y forjan allí los relatos colombinos) y con la visión del mundo del continente africano. Paralelamente, la cultura hispanoamericana es producto de una mixtura entre la sociedad rural, donde reina la mitología de la exageración y perviven la fe en el destino implacable y las bondades fortuitas de la suerte, y la modernidad, que ocupa siempre en Latinoamérica el lugar del anhelo. “La exageración (explica el escritor nicaragüense) vino a encarnarse desde entonces en nuestra manera de ser, y así en la literatura. Todo pasó a ser desproporcionado” (Ramírez, 2007). Porque la tierra hispanoamericana también lo es.
De esta guisa, la hipérbole, comprendida como el principal resorte de la magia en Cien años de soledad (en casos como el de Melquíades, con su prodigiosa sabiduría; o el del padre Nicanor Reyna, que levita tras tomarse una taza de chocolate hirviendo; o el de la desmesura erótica de José Arcadio y Rebeca, joven pareja que escandaliza el reposo del camposanto anejo; o el empeño de la revolución en fracasar; o la riqueza escandalosa de Aureliano Segundo; o el embrujo homicida de la belleza de Remedios, entre tantos otros) tiene una explicación racional, cultural e histórica.
c) Analogía e ironía
El intertexto mágico-religioso en Cien años de soledad es omnipresente, hasta el punto de que puede corroborarse que la obra dialoga con más de tres mil años de literatura (incluyendo entre las innumerables influencias el Mahabharata, libro indio) y con épocas de la humanidad que se pierden en la noche de los tiempos. En lo que respecta a la Biblia, y esto ha sido muy estudiado, las analogías pueden clasificarse en tres categorías esenciales: la huella del Antiguo Testamento, la impronta del Nuevo Testamento, así como referencias a textos de naturaleza teológica que, si bien no corresponden al corpus bíblico original, forman parte de los dogmas más conocidos del cristianismo.
De esta forma, el patriarca José Arcadio Buendía y su esposa Úrsula Iguarán pueden ser comprendidos como versiones tropicales de Adán y Eva. El diluvio, asimismo, se presenta como un remedo bíblico en el capítulo XVI de Cien años de soledad: mientras que en la Biblia dura “cuarenta días y cuarenta noches” y termina cuando “Noé tenía seiscientos un años”, en la novela dura “cuatro años, once meses y dos días”. El diálogo continúa con el Éxodo, que arranca con la pareja inicial y otras familias y el surgimiento de Macondo, construido como una sociedad de evidente base patriarcal. Aquí, el personaje de José Arcadio Buendía interpreta, de modo palpable, dicho rol. El paralelo con el libro del Éxodo se extiende al relato de las plagas (Guevara, 2015).
En lo atinente al Nuevo Testamento, el mito bíblico que sirve como modelo es sin duda el Apocalipsis, e igual que en dicho paradigma la acción se presenta con un tono profético y como una denuncia del pecado, que precipita el finis dierum. Los pergaminos de Melquíades, del mismo modo que el Apocalipsis de San Juan, son presentados como un documento esotérico, en clave, destinado a los elegidos (que en nuestra novela es solo uno). En último término, el famoso episodio que narra la ascensión a los cielos de Remedios la Bella es uno de los ejemplos que no parten estrictamente del corpus bíblico, sino de la teología católica, y en concreto de un dogma de fe, el denominado Assumptio Beatae Mariae Virginis, proclamado por el Papa Pío XII en la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus (Botía, 2020).
No obstante, y pese a la importancia del hipertexto religioso en Cien años de soledad, debe recordarse que, en la novela del colombiano, los motivos bíblicos han sido transformados y, en gran medida, subvertidos. En primer lugar, en la narración marqueziana no es la mujer sino el hombre quien es tentado por la transgresión que representa la sabiduría (diabólica), que en este caso es encarnada por Melquíades. Por otra parte, y esto es fundamental, si en la Biblia los acontecimientos catastróficos o apocalípticos (a saber: el diluvio, las plagas o el Apocalipsis) deben ser comprendidos como un augurio de salvación ulterior de Dios hacia su pueblo, en nuestra obra dicho elemento positivo desaparece, e impera únicamente la ruina después de la lluvia, tras las distintas pestes/ plagas, de resultas de la devastación que impone la bananera, o tras el huracán final, narrado como la terminación “definitiva” del ciclo histórico. Debe apuntarse asimismo que, en Cien años de soledad, el personaje que encarna la religiosidad católica, esto es, la esposa de Aureliano Segundo, Fernanda del Carpio, es burlado y zaherido de mil maneras. ¿Es por tanto la magna obra de García Márquez un texto escéptico y herético, o bien se trata de una novela de la trascendencia? Podría contestarse que es tanto una cosa como la otra, y que no es, stricto sensu, ni una cosa ni otra.
Respecto de Cien años, no es dable referirse a una novela realista, pues la doxa narrativa es transgredida de continuo por el plano de la enunciación, bien que tampoco se trata de una novela irrealista, ya que el componente maravilloso es roído de modo constante por la ironía (racional). Aunque esta no anule, en ninguna circunstancia, el impulso analógico…
d) Visión del mundo y personajes
En lo que concierne a las criaturas literarias y a la filosofía que dimana de la novela, la equivocidad no será menor. En efecto, la soledad, que es uno de los temas axiales del libro, posee distintas dimensiones (Salazar, 2008). Por una parte, puede ser asociada al mal, al egoísmo tanto individual como colectivo, y en esta dirección debe comprenderse quizás la misteriosa muerte del esposo de Rebeca (el gigantón José Arcadio), el impulso tanático de Amaranta, la masacre de los huelguistas, la condición íngrima del coronel, aislado por su poder inmenso, el abandono de Aureliano Babilonia, en su condición de huérfano; por no hablar de la inmensa soledad de Úrsula, la matriarca, en cuya existencia (malhadada en el fondo) se cumple el refrán castellano de que “una madre es para cien hijos, y cien hijos no son para una madre”. El más enojoso de sus vástagos es, con toda seguridad, su propio marido…
Con todo, la soledad posee en la obra, también, un significado existencial, que tiene que ver con una angustia, con una sensación inefable y abisal de vacío (un gouffre) que predispone, no obstante, al ser humano hacia una perpetua búsqueda. En este sentido, debe ser entendida como la antesala de la creatividad, y el patriarca se aísla para parir sus invenciones (prodigiosas, si se tiene en cuenta su absoluta incomunicación con el mundo), como Aureliano Buendía se quiere solo en su taller de orfebrería, en su rol de estratega militar y en su oficio de poeta. Hasta la clarividencia de la matriarca debe ser comprendida como una derivación de su existencia solitaria, en medio del tráfago.
En cuanto a los personajes que pueblan Macondo, la ambigüedad (no obstante, verosímil, como ocurriera en la magna obra cervantina) alcanza cotas insuperables. Así, el quijotesco patriarca, que suele ser un desastre para todo, puede desempeñarse como un extraordinario líder social, con un gran sentido práctico; el cruel coronel (y en algún momento tirano, como lo fuese Arcadio) puede ser dulce hasta la cursilería con su impúber esposa; Remedios, un ser de una belleza divina, posee una absoluta desconexión con la esfera trascendente; y Petra Cotes, que ostenta un maravilloso don fertilizante, es sin embargo estéril. Por no poner más ejemplos que estos.
La esencia indefinible de la novela se concretiza magistralmente a través de los personajes de Aureliano Buendía y de Amaranta, posiblemente los seres más complejos del de por sí complejo universo macondiano. La “gótica” Amaranta (especialista en ritos funerarios), es considerada por todos como un monstruo de crueldad. Sin embargo, muy otro es el pensamiento de su madre: “Amaranta, cuya dureza de corazón la espantaba, cuya concentrada amargura la amargaba, se le esclareció en el último examen como la mujer más tierna que había existido jamás” (García Márquez, 2007). Y el coronel Aureliano, el personaje más hermético de la obra, al que su amigo Gerineldo Márquez profesa una fidelidad canina, un prócer idolatrado por todo un país y que aparece en la enciclopedia, y al que su madre concibe, contrariamente, como “un hombre incapacitado para el amor”. El coronel Aureliano, que se pasa la vida peleando por unos ideales de justicia en las guerras civiles y que en el fondo “no entendía cómo se llegaba al extremo de hacer una guerra por cosas que no podían tocarse con las manos” (García Márquez, 2007). ¿Quién puede reducir a univocidad un libro como este?
e) Cuestiones técnicas
Cien años de soledad se revela como una novela paradójica porque en ella se dan cita procedimientos narrativos de contigüidad y semejanza, a más de elementos disruptivos. Un ejemplo claro en este sentido es el de las diferentes puestas en abismo (mises en abîme, epanalepsis) que operan en la novela, donde el autor empírico se burla de sus contrincantes intradiegéticos, desde el propio Melquíades (autor de unos pergaminos escritos en sánscrito, y no en español; en verso, y no en prosa; y con un contenido religioso (“encíclicas”) que no es, ni remotamente, el exclusivo de nuestro texto) hasta Aureliano Babilonia (el traductor-traidor, con su versión incompleta de los hechos) o el personaje de Gabriel, incapaz de lograr el salto metaléptico desde el plano diegético a la dimensión autorial del relato, a pesar de que sus fuentes son aparentemente fidedignas (Nigromanta, Pilar Ternera y el mismísimo Aureliano Babilonia…).
El tiempo en Cien años posee una sorprendente elasticidad. En el último capítulo, coinciden la cronología de la historia y la del relato (silepsis intradiegética) en la escena en que Babilonia lee en el legajo lo que está aconteciendo y lo que le está aconteciendo (el huracán bíblico). El gitano Melquíades (que regresa de la muerte a voluntad) es un ejemplo de transgresión de los límites del transcurrir. Y los constantes anacronismos, analepsis y prolepsis (donde el futuro es pasado, porque ya ha sido vaticinado) nos hablan de un tiempo circular, de constantes repeticiones, sembradas a todo lo largo de la novela. Iteraciones no exentas de sarcasmo, todo sea dicho, porque lo idéntico se refracta y se difracta continuamente.
A pesar de ello, lo circular no empece en la novela lo lineal, y la fuerza motriz involutiva representada por el incesto no constriñe el avance de Macondo ni de la familia Buendía tanto a un nivel material como espiritual. Los primeros inventos de José Arcadio Buendía, que sin él saberlo remiten a la época clásica y medieval, son mejorados por el afán mercantil de su esposa Úrsula, quien posibilita la modernidad y la industria local en Macondo (como luego hará Aureliano Triste). En lo espiritual, el amor por la sabiduría del patriarca, de Aureliano Buendía y de Melquíades será igualado (cuando no superado) por el políglota y polímata Aureliano Babilonia (¿podrá regresar él también de la muerte?).
Por último, la novela lleva a cabo una interesante hiperlepsis cuando la voz del narrador heterodiegético y omnisciente se funde con la del sabio catalán. Ambas testimonian el triunfo definitivo de la muerte: “que en cualquier lugar en que estuvieran recordaran siempre que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera” (García Márquez, 2007). Todo en la novela complota, sin embargo, contra dicho pesimismo “omnisciente”, y la mejor prueba de ello es que la “realidad” macondiana no ha muerto (y no morirá), gracias a los lectores4.
Como conclusión, y parafraseando a Jacques Derrida, habría que sostener que tanto el autor manchego (y caribeño, en el decir de Ramírez) como el escritor del Caribe colombiano crean a través de sus obras huellas (traces) de una Presencia ausente y anhelada, la cual, para que el misterio continúe (difiriéndose y diferenciándose a cada paso), nunca puede revelarse del todo.
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1 Darío Villanueva, “Mil y una formas de narrar” ((2) Mesa redonda ‘Mil y una formas de narrar – YouTube). Consultado el 24 de enero de 2025.
2 Otra característica de la literatura hispanoamericana, desde sus orígenes, es el apego hacia la cultura europea, fidelidad que se transforma, irremediablemente y a pesar suyo, en un simulacro (recuérdese que, en el pensamiento derridiano, la literatura es, en sí misma, una ilusión de lo real). Un ejemplo evidente (de entre tantos) en esta dirección es el de la Miscelánea austral (1602), de Diego Dávalos, quien se presenta en dicho texto como un amante petrarquista rodeado, no obstante, de una naturaleza salvaje (que tanto a él como a su esposa pone miedo), en el Alto Perú (Bolivia), y de unos indios que le parecen “incapaces de amor” (Rössner, 2005). Es obvio que esta “paradoja cultural” enriquece enormemente la literatura latinoamericana.
3 La indefinición genérica es propia de la literatura desde su génesis. Un libro como La Ilíada, prototípico del género épico, posee asimismo elementos de tragedia y de comedia. Júzguense, si no, estos versos de la obra, donde Diomedes se dirige a Odiseo (héroe favorito de Atenea, rey de Itaca, vencedor (luego) de Troya, entre otros mil honores) en estos términos: “¡Laertiada descendiente de Zeus, Ulises fecundo en ardides! / ¿Adónde huyes dando la espalda entre la multitud como un cobarde? / Cuídate de que nadie en tu huida te clave la lanza detrás / y aguanta hasta que apartemos del anciano a ese feroz guerrero.” / Así habló, y no le atendió el divino Ulises muy paciente, / que pasó presuroso hacia las cóncavas naves de los aqueos” (Homero, 1991). A este respecto, afirmaba Cortázar: “En nuestro tiempo se concibe la obra como una manifestación poética total, que abraza simultáneamente formas aparentes como el poema, el teatro, la narración. Hay un estado de intuición para el cual la realidad, sea cual fuere, solo puede formularse poéticamente, dentro de modos poemáticos, narrativos, dramáticos: y eso porque la realidad, sea cual fuere, solo se revela poéticamente” (López y Saravia, 2005).
4 Otro tanto puede afirmarse del narrador de Cien años de soledad, el cual, siendo sin ninguna duda omnisciente, es también “insipiente”, como ha demostrado la crítica (Muro, 1997).
Es doctor en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Madrid (2004), con una tesis sobre el escritor chileno Carlos Droguett. Ha trabajado como docente universitario en la Universidad de Poitiers (2005-2007 y 2008-2010), en la Universidad de Costa Rica (2007-2008) y en la Universidad de Metz (2011-2012). Profesor de ELE en la Escuela de Idiomas de Guadalajara (2019-2020), desde 2020 se desempeña como docente en el área de literatura hispanoamericana del Departamento de Literatura Española y Teoría de la Literatura de la UNED. Como investigador se ha dedicado ante todo a la literatura latinoamericana, en general, y a la literatura de América Central en particular. En este último ámbito ha publicado trabajos (libros, artículos y reseñas), difundidos en varios países, sobre autores como Sergio Ramírez, Mario Monteforte Toledo, Horacio Castellanos Moya, Rodrigo Rey Rosa, Rafael Menjívar Ochoa, Dante Liano, Tatiana Lobo, Anacristina Rossi, Gloria Guardia o Luis Pulido Ritter, entre otros.