Felipito

1 junio, 2025

Cuento ganador del XIII Premio Centroamericano de Cuento Carátula.

Todavía no era la hora,—estaría con Felipe de las ocho a las doce—pero de todos modos doña Crisantema encendió su televisor.

El noticiero estaba por terminar. No le gustaba el periodista que presentaba, demasiado arrogante. Pero prefería tener esa cháchara de fondo a no tener nada en absoluto.

Cuando el noticiero terminó, la taza de café y el pan con frijoles ya humeaban sobre la mesa del comedor. Doña Crisantema se sentó, tomó el control remoto y subió el volumen: «Buenos días, buenos días a todos», saludó Felipe. Su Felipito.

Desde que Rodrigo se fue, la voz de Felipe pasó a ser lo único que alegraba las mañanas de doña Crisantema. No le gustaba recordar aquel día, el largo trayecto por la carretera, camino al aeropuerto, tomando la mano de Rodrigo —estrujándola— y deseando que algo pasara. Y de hecho algo ya había pasado. Él debió irse un sábado, pero le movieron el vuelo. Un día más. No era suficiente, nada lo sería. Por eso quería que un desfile, una protesta —o un accidente fatal, para qué nos andamos con cosas— retrasaran el taxi.

Doña Crisantema apenas mordisqueó el pan. Sintió la necesidad de escribir. De escribirle a Felipe. Fue por lápiz y papel y regresó al comedor. Sin pensar mucho en las palabras, escribió: Hola, Felipito. Hoy le quiero decir algo. Pero no sé cómo y no sé si deba. Quizá, las palabras lleguen a medida que le hablo de otras cosas, de sus días y mis días, como ya lo he hecho antes. Espero que no le aburra, sé que me repito demasiado. A lo mejor usted piensa que nunca hablo con nadie. Que estoy quedando loca.

Detuvo la escritura y miró su teléfono fijo, instalado en la pared a dos pasos del comedor. Tal vez, hoy, se dignará a sonar. Le costaba imaginar, eso sí, que cuando Rodrigo llamaba, era porque la iniciativa salía de él. María, había que reconocerlo, es de esas mujeres que le recuerdan a sus esposos que tienen mamá. Cuando eso pasaba, doña Crisantema podía ahorrarse el costo de las llamadas a distancia que, por sus pensiones, sólo le alcanzaban a una o dos por mes. Al principio, esas llamadas se extendían: él se esforzaba por detallar su adaptación en un nuevo país; ella se esforzaba por no quebrar su voz cuando llegaba su turno de hablar. De julio para acá, sin embargo, platicaban poco. Algo es algo antes que nada. Se limitaban a comentar sobre el clima de los dos lugares, tan diferentes. Si donde ella hacía calor, donde él arreciaba el frío. Las noticias también eran un tema. Siempre malas, en ambos lugares. En cuanto a la salud —ojo, que aquí ella mentía—, le decía que se encontraba bien, aunque le doliera todo. No quería preocupar. No quería arruinar (ella imaginaba) sus maravillosos días.

Felipe anunció a los televidentes que después del programa se dirigirá a la pista. Doña Crisantema sabe de qué se trata: Felipito viajará con la organización que ayuda a las personas más afectadas por el huracán.

Lo felicito por el viaje. Lo felicito porque es por una buena causa, igual que los anteriores. Le cuento que Rodrigo también dio su granito de arena en su momento. Una vez se apuntó a una maratón que servía para ayudar a fundaciones y cosas así. Pero sabe, Felipito, más creo que lo hacía por ejercitarse. Dejó de hacerlo, por cierto, se descuidó. Con treinta y cinco años ya es hipertenso mi muchacho. Usted no sabe qué es eso de la hipertensión, siempre veo que se mantiene bien. Y si tuviera hipertensión, estoy segura que se tomaría sus pastillas sin quejarse. No como Rodrigo, el terco necesita que se lo recuerden. Y si uno le pregunta si ya se las tomó, contesta con tono golpeado, fíjese. A veces siento, Felipito, que si le pregunto cualquier cosa, me respondería de la misma manera, con tal de lograr que uno cuelgue. Que cuelgue ya.  

Felipe, en la pantalla, habla de todo un poco. En eso le recordaba a Rodrigo. Los temas eran similares: clima y noticias. Pero Felipe, más talentoso, (y más guapo), cuenta todo con gracia, con estilo. Además es más confidente, no tiene problemas en detallar sus planes. Y a doña Crisantema tampoco le cuesta escribirle sobre sus achaques.

Le cuento, Felipito, que mi dolor en la ciática continúa empeorando. Y sí, antes de verlo cada mañana, no me olvido de tomarme la pastilla para la presión. Me siento muy cansada. Tengo mucho que hacer en esta casa, pero pocas ganas de moverme. Tampoco me emociona mucho cocinar. Para qué. Total, uno cocina para el que quiere comer. A mí lo que me llenaba era ver a Rodrigo comer sus nacatamales. Disculpe mi atrevimiento, ¿cuántos van ya? pero algún día me gustaría cocinarle una sopa de frijoles, sé que le gustan, lo dijo el otro día cuando andaba reporteando en El Mayoreo.

Otra cosa que le ha faltado a Rodrigo es ser más rebelde. Doña Crisantema lo fue, hace mucho tiempo. En esos tiempos oscuros. Salía a marchar, a gritar. A varios de los que conoció los desaparecieron. Pero ella continuaba manifestándose, sin miedo. Por eso le molestaba un poco que Rodrigo no se quejara. Es más, ella sospecha que él ha estado cómodo con lo que sucede en el país. Después de todo, no se fue por disconforme, sino por amor. Amor a María. Un amor más grande que el que tiene por su mamá. Así lo siente, con esas palabras. Pero no lo dice. Obvio.

Felipito, me acabo de acordar del día cuando usted se enfrentó contra aquel ministro. Me hizo sentir tan orgullosa. Se afirmó, no se dejó, y sin miedo, le dijo que impidiera la instalación de esa termoeléctrica, porque aquello amenazaba la naturaleza. Eso siempre lo tocó a usted en lo más hondo. A usted, que tanto le gustan los animales: los pumas, los caballos, los halcones. Animales, Felipito, que lo reflejan. Y mucho.

Doña Crisantema también le quiere decir a Felipe en la carta que admira su afición a la lectura, (Rodrigo no ha leído un libro en su vida), pero teme abochornarlo con tanto piropo. Hace unos meses, en un reportaje que le hicieron, mostraron un poema que él publicó en internet, doña Crisantema lo apuntó. Lo suele leer en las noches. A veces olvida rezar antes de dormir, pero el poema no se le escapa: «Del aire soy, del aire, como todo mortal, del gran vuelo terrible y estoy aquí de paso a las estrellas». También apuntó el nombre del poeta, Gonzalo Rojas, dándole el crédito como Felipe lo hizo. Tan íntegro él, tan bello.

Pero algo sí le digo, Felipito: Rodrigo, pese a todo, siempre será mi niño. No pierdo la esperanza de que volverá. Y volverá a ser como antes. Risueño, cariñoso, atento. Un día, regresará al país. Pasará por mí un sábado y saldremos por un café. O vendrá a comer a la casa, acompañado de María. Está bien. Ella se ha ganado un lugar aquí, ¿verdad que sí, Felipito?

Felipe mandó a comerciales y doña Crisantema interrumpió la escritura de su carta. De la nada, le da por querer llamar a Rodrigo para hablarle de Felipe, pero se aguanta. En esas llamadas, cuando hablan de lo mismo siempre, de repente surgen silencios. Demasiados. En esos espacios a ella le da ganas de contarle todo lo que Felipito había dicho y hecho esa mañana. Pero no lo hace. Y al colgar, se promete que a la próxima sí le contaría todo lo que quisiera de su Felipe.

Como la vez que le quiso contar lo del incendio. Había tomado el teléfono sin pensarlo. Había marcado, pero colgó apenas sonó el primer tono. Quería escuchar a Felipe relatar lo sucedido: sus animales estaban bien y era lo único que le importaba. Es más, ante la sospecha de que fuera un ataque, él prefería que no se investigara. Mejor dejar la desgracia en el pasado. A Rodrigo no lo cree capaz de lo mismo. Siempre resintió al papá. Y, puede ser, que con ella también esté resentido. Puede que no le haya gustado cuando le dijo que muchas veces le faltaba carácter. «Si aquí no te respetan, hijo, no digamos en otro país». No debí decirle eso, pensaba ella, pero igual tenía que decírselo.

Cuando Felipe se despidió del programa—en la pista ya lo esperaban—, doña Crisantema bajó el volumen del televisor y se acostó en su sofá con una leve sonrisa. Antes de sumirse en el sueño, se acordó que a Felipe, en cartas anteriores, le había escrito cosas que quizá debía callarse. Un día le confesó que le gustaría verlo con alguna novia, para que se asentara. Espero no me pase de la raya con lo que le voy a decir, pero no me gusta que en esos programas de chismes hablen mucho de usted, de su vida privada. Aunque, si tuviera una novia y se casara y formara familia, tal vez así lo dejarían en paz. De todas maneras, siempre hablarán. Así que haga lo que quiera, Felipito, usted sea feliz. Por cierto, hoy lo vio muy feliz. Como siempre. Feliz y emocionado por su viaje.

Más tarde, doña Crisantema despertó. Miró unos segundos el teléfono, blanco y silencioso en la pared. Pero en lugar de tomarlo, fue a la cocina por agua. Solía despertar con mucha sed. Después pasó el resto de la tarde en el jardín regando sus clavelinas, gazanias y nomeolvides. Cuando terminó y entró en la sala, subió el volumen de su televisor. La programación después de Felipe no era tan buena, pero ella prefería mantener el ruido de fondo. Vio la carta inacabada sobre el comedor. Decidió reanudar la escritura, esperanzada. Felipe nunca le respondía con otra carta. Hacía algo mejor: en vivo le agradecía. Doña Crisantema, gracias por el cariño. Y hasta se disculpaba por no escribirle de vuelta. A ella no le importaba. Que él mencionara su nombre significaba todo.

En fin, Felipito, voy terminando para no hacerle tan extensa la lectura, sé que no cuenta usted con mucho tiempo. Como ya le he dicho, mi salud empeora con los días. No me gusta ser dramática, pero para nadie es un misterio que la vida es corta, y que la vida de doñas como yo, es más corta todavía, aunque a veces pareciera que estoy en algo que no termina. Pero terminará, y antes de que lo haga, me siento en la necesidad de decirle algo. Algo que quizá no debería decirle. Algo que hace rato quería confesar. Algo que si no se lo digo ahora, me da miedo que después no se lo pueda decir nunca.

Doña Crisantema respiró profundo. Miró una vez más el teléfono. Esperó unos segundos. Luego, sosteniendo firmemente su lápiz, continuó con su carta:

De nuevo, disculpe mi atrevimiento. Pero aquí va: la verdad es que, Felipito, a veces deseo que mi hijo fuera más como usted. No. Mentira. No «a veces». Casi siempre deseo que mi hijo fuera más como usted. Es más, a veces sueño (discúlpeme de verdad, sé que es demasiado) sueño que mi hijo es usted, y no él. 

Después de firmar y besar la carta, la dobló y la metió en un sobre. Calculó qué día Felipe podría recibirla. Se preguntó incluso si era prudente enviársela.

En la tele interrumpieron la programación.

Y lo que aparecía en la pantalla también interrumpió los pensamientos de doña Crisantema. Sus dedos comenzaron a estrujar el sobre.

Pero qué dicen. El pecho le duele y se le contrae. Sus ojos no pueden ver otra cosa que lo que está en televisión. Piensa en llamar a Rodrigo y preguntarle si ya se enteró. Duda, pero tiene que llamar, a alguien tiene que llamar. Olvidándose por completo del costo de la llamada, se levanta y toma el teléfono. Marca y escucha el tono alargado y repetitivo. Contesta María. Y si le digo todo a ella. No, ella no va a entender. En la tele, en el rótulo de la parte de abajo, doña Crisantema lee algo que la obliga a decirle a María que por favor, por favor, le pase a Rodrigo. Lo más pronto que pueda.

Rodrigo contesta. Ella le cuenta, pero él no entiende mucho. Se limita a decir que ojalá todo quede en un susto. Después pasa a hablar de otras cosas, tal vez para tranquilizarla, o tal vez porque siempre siempre siempre hablan de lo mismo. Clima, noticias, salud. Ella comprende que nadie va a escucharla. Y por primera vez es ella quien decide colgarle. Le da un rápido adiós. Cuelga.

Regresa al comedor. El rótulo en la pantalla confirma que en el avión iban miembros del equipo que laboraba para el programa. El de las ocho a las doce. Una lista enumera los nombres. Doña Crisantema no los quiere leer, pero la voz del periodista lo hace por ella. Espera más detalles. Se da cuenta, mientras reza, que sus manos arrugaron el sobre hasta volverlo una pelota de papel.

No me deje sola, piensa.

Más detalles. El gobierno se pronuncia. Nadie dice lo que todos ya saben.

No me deje sola.

Doña Crisantema deja caer el sobre. Toma el control remoto. Y baja hasta cero el volumen de su televisor.

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Escritor y periodista. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Católica de Honduras. Obtuvo el primer lugar de los Juegos Florales Equinoccio Patepluma de Santa Bárbara 2022, un tercer lugar de los Juegos Florales de Santa Rosa de Copán 2021 y Mención Honorífica en el Concurso de Cuentos Inéditos Rafael Heliodoro Valle de El Heraldo hn 2019, y también ha publicado cuentos en los medios Diario La Tribuna y Contracorriente Honduras. Reside en Santiago de Chile. Foto de Jimena Discua.